7

Llovía dulce y tibiamente, de la mañana a la noche, y bajo el cielo blando y acolchado reinaba tal calma, tal silencio, que se creía oír crecer la hierba.

Los ruidos, fuesen lejanos o cercanos, en vez de orquestarse como al sol, brotaban aislados, envueltos en silencio, y cobraban valor de mensaje personal, fuese el canto de un gallo, la manivela que el esclusero dejaba caer sobre una piedra después de utilizarla o el cornetín de una gabarra.

Jean se había despertado más pronto que de costumbre y, al atisbar por el tragaluz aquella grisalla, podía tomarla por los restos de la noche. Una vaca que mugía en el establo le recordó que Couderc ya no estaba allí, y que una vez más era él quien tenía que martirizar a las pobres bestias.

Y de repente el silencio fue desgarrado por un grito estridente, inesperado, que salía de la misma casa.

—¡Jean!

La llamada era angustiosa, dramática. Hacía pensar en esos accidentes de tranvías que convierten una calle clara y alegre en el vestíbulo de un hospital, o en esos seres extraviados que salen como locos de una casa gritando, con los ojos desorbitados: «¡Fuego! ¡Allí! ¡Allí!».

Jean casi tenía miedo. Miedo de nada en concreto. Miedo del drama. Se lanzó a la escalera. La puerta de Tati se abrió bruscamente.

—¡Jean! Mira.

Tardó un poco en poder ver algo, porque ella estaba a contraluz.

—Estoy muriéndome, Jean…

Finalmente, al descubrir el rostro de Tati quedó desagradablemente impresionado. Estaba deformado, los ojos casi cerrados por la hinchazón, la boca de través. Parecía que la cabeza tuviera el doble de volumen y, mirándose en el espejo, balbuceaba con terror:

—Está formándose agua en mi cabeza… Sé de alguien a quien le pasó lo mismo, la sangre se le convertía en agua, pero era en las piernas… ¿Qué crees tú, Jean? ¿Voy a morir?

Y era raro: al salir de la alcoba, no estaba ni triste ni angustiado. Al pasar junto a la puerta del gallinero, pensó en abrirla y en echar un puñado de pienso a las aves, y al cruzar la cocina lamentó que no quedase café frío de la víspera.

Caminaba, con la cabeza descubierta, junto al canal, cuyas aguas eran tan espesas y lisas como terciopelo negro. En la pequeña casa de la fábrica de ladrillos la gente se había levantado. ¿Estarían ya a la mesa, bebiendo el café con leche? Sólo Françoise, despeinada, sin asearse, apareció en la puerta para verle pasar.

Gruñó un «buenos días» al rozar al esclusero con la pata de palo, pero este no le respondió.

Caminaba tan alegre como si fuera de paseo. Adelantó a dos niños que iban a la escuela. Hizo tintinear la campanilla al entrar en el colmado, que al mismo tiempo era estanco y tenía una cabina telefónica. Por otra puerta entró silenciosamente una viejecita en zapatillas y al verla de repente ante él, a oscuras, al otro lado del mostrador, se quedó estupefacto.

No le preguntaba nada. ¿Quizá tenía miedo?

—¿Puedo telefonear?

Sonrió al pensar que ella sabía que era un asesino. Se metió en la cabina.

—¿Oiga? ¿Es la casa del doctor Fisol? ¿El doctor Fi-sol? Querría… Sí… la señora Couderc… la señora viuda de Couderc, en el Paso de Saulnois. ¡Oiga! ¿Sabe dónde es? Sí, creo que es bastante urgente.

Aprovechó para comprar cigarrillos y al salir encontró a los niños que iban a la escuela y a los que había adelantado por el camino de sirga.

Al volver esperaba ver a Félicie, pero sólo estaba el viejo Couderc sentado en una silla, a la izquierda del portal, cubierto con una gorra, indiferente a la fina lluvia. Su actitud hacía pensar en un perro atado junto a la puerta y al que de vez en cuando se echa una mirada para asegurarse de que no se ha soltado.

—¿Vendrá, Jean? ¿Le has explicado bien por dónde es? Tendrás que bajar a ordeñar las vacas. Los pobres bichos no paran de mugir.

—Claro. No se preocupe.

—Y de vez en cuando, mantén la oreja atenta, si te llamo es que estoy peor.

Empezó por encender fuego para prepararse café y creyó comprender el estado de espíritu de miles, de centenares de miles de mujeres que, mientras la casa sigue durmiendo, madrugan, van y vienen por las cocinas, rascan el hollín de la estufa, y, para que el carbón se encienda más rápido, echan un chorro de petróleo.

Lo hizo, y un olor que no era desagradable se difundió por la sala, mientras subían llamas azules. Manejó el molinillo de café y en su alma había un vacío casi tan grande y casi tan dulce como a su alrededor.

De vez en cuando, arriba, Tati se revolvía en la cama. Le subió un vaso de café azucarado.

—¿Crees que me sentará bien? Mírame. ¿Te parece que sigo hinchándome? Date prisa en ordeñar las vacas, Jean.

Se sentó en el taburete del viejo. La cola de la vaca le dificultaba la tarea y pensó en atarla; pero no encontró ninguna cuerda. El heno bajo sus pies estaba caliente. Las bestias se giraban para mirarle sorprendidas. ¿Qué hacer con ellas, ahora que las había aliviado? Debían de tener hambre.

—¡Jean! ¡Jean! Sube un momento…

Sabía que ella escuchaba hasta el menor ruido, que por el sonido iba siguiendo sus idas y venidas.

—En la cochera, junto a la vieja carreta, encontrarás estacas. También debe haber cadenas. No sé dónde está el mazo, pero por ahí andará. Abre la puerta de las vacas. Se irán solas al prado, al otro lado del puente. Las atas cada una a una estaca, dejándoles bastante cadena.

Aquello ya era un poco más complicado y él estaba impresionado. ¿Le obedecerían aquellos enormes animales de ojos fijos? Cogió un bastón de la cocina y las siguió. Miró hacia la casa de tejas rojas, a cuya puerta el viejo seguía sentado y tuvo la esperanza de que Couderc, por puro instinto, viniese a ayudarle.

Se sentía torpe. La hierba estaba mojada y él no se había puesto los zuecos.

—Ven aquí, vaca, no tengas miedo. ¿Por qué me miras como la señora del colmado?

Se preguntó si Félicie estaría tras la cortina, mirándole actuar, burlándose de él. Cuando volvió a la casa, con el mazo en la mano, el médico, un hombrecillo con gafas, estaba llamando a la puerta.

—¿No hay nadie? —preguntó de mal humor.

—Está Tati. Yo he ido a llevar las vacas al prado.

No pareció simpatizar con el olor familiar de la cocina y dejó su maletín sobre la mesa.

—¿Tiene agua hervida?

Se enjabonó las manos lenta, minuciosamente, y cuando se las secó fue desesperadamente lento.

—¿Dónde está?

Ni una palabra de más. Miradas de reproche a todo lo que estaba al alcance de su vista, a la escalera que crujía, a la alcoba de Tati, a la misma Tati, que le miraba acercarse aterrorizada.

—¿No puede darse más luz?

—Puedo encender un quinqué o una vela —dijo Jean—. No hay electricidad.

—Abra la ventana.

Luego, al ver a Jean quedarse al pie de la cama:

—¿Qué está esperando?

¿Sería el mismo médico con quien el marido de Billie había pasado la mañana del domingo? Jean aprovechó para ocuparse de las gallinas y de los conejos. Tuvo que salir al jardín a cortar hierba y le pareció oír gemidos. Cuando regresó, ya no se oía nada. La ventana del piso seguía abierta. Aquel silencio acabó por llamarle la atención, y de repente oyó el ronroneo de un coche que se alejaba.

—¿Estás ahí, Jean? —y, cuando entró en la alcoba—: ¡Pobre Jean! No sé cómo te las apañarás. Dice que tengo que seguir en cama por lo menos una semana.

—¿Qué tiene?

—No me lo ha dicho. Ha dejado una receta en la mesa. Quería saber cómo pasó. Le he dicho que me caí al bajar a la bodega y me di contra una botella. ¿Has echado de comer a las gallinas? Hace un momento, cuando fuiste al pueblo, ¿viste a Couderc?

—Estaba sentado a la puerta.

—¡Ellas lo vigilan! —dijo satisfecha—. Saben que como lo pierdan de vista un solo instante volverá aquí. ¡Acabará por volver! ¡Lo conozco! La receta. Escucha: irás a la carretera. Cuando pase el autocar, le das la receta y el dinero al chófer. Coge cien francos de la sopera. Si te fueses tú a Saint-Amand no me quedaría tranquila, sola en la casa.

Ahora que el médico había venido, la cabeza hinchada la asustaba menos.

—¡Oye, Jean! Seguro que han visto salir al médico. Deben de estar preguntándose qué le he dicho. Si hubiera querido, habría podido meterlos en la cárcel. Pero prefiero fastidiarles de otra forma. Ve a ver.

—¿Ver qué?

—Lo que están haciendo. No has de decirles nada. ¡Al contrario! Tienen que sudar de miedo. Haz ver que vas a atar las vacas un poco más lejos.

Esperó ante el puente levadizo a que pasase una gabarra, que se deslizó, muy cerca de él, a su altura, con una joven al timón que tricotaba, protegiéndose la cabeza de la lluvia con un saco.

A partir de entonces todo tuvo la misma consistencia, blanda, sabrosa y tibia. Parecía que los minutos, como las gotas de lluvia, se posaban con precaución sobre los seres y las cosas.

Félicie estaba de pie junto a su abuelo. Vio a Jean, y él se dio cuenta de que le seguía con la mirada. Se había olvidado del mazo. Tuvo que volver a la casa para recogerlo. Llevó a las vacas un poco más lejos, pensando que al final del día estarían más cerca de la fábrica de ladrillos.

En cuanto a Eugéne, se había instalado junto a la esclusa, con el esclusero, y también le miraban. Eugéne no hacía nada en todo el día. Su trabajo de vigilante era imaginario. Pero se tomaba a sí mismo en serio. En la taberna del pueblo hablaba en voz muy alta, dando puñetazos sobre la mesa y mirando a todo el mundo con sus grandes ojos, que parecían decir: «¿Quién se atreve a decir lo contrario? ¿Quién se va a atrever a contradecirme a mí, a Eugène Tordeux? ¿Eh?».

Desde temprano, el vino blanco encendía sus mejillas. Trataba con dureza a sus mujeres, como llamaba a Françoise y Félicie. Sentado, les gritaba exigiéndoles que le trajeran su pipa. Como un hombre que ha hecho mucho, que carga con responsabilidades tan pesadas que el mundo entero está obligado a ayudarle y ahorrarle esfuerzos suplementarios. Escupía lejos. A veces, sin que nadie supiese a qué se refería, repetía: «¡Qué porquería!».

Y de vez en cuando, si se levantaba de buen humor, se permitía trabajar un ratito en la huerta. Cierto que enseguida llamaba: «¡Françoise! ¡Félicie! ¡Que venga alguien! ¡Traedme la carretilla! ¡Tú, gandula, tráeme el rastrillo!».

Estaban asustados, Tati tenía razón. Françoise iba y venía por su cocina, lanzando profundos suspiros, y habían instalado al niño en un rincón, por el suelo, sobre una manta.

—¿Qué está haciendo, Félicie?

—Ha cambiado las vacas de sitio. Ahora vuelve a la casa.

—¿Mira hacia aquí?

—Creo que sí.

—¿Qué cara pone?

—Ninguna.

—Tu padre no hubiera debido hacerlo. Se pasa años sin decir nada, y luego, cuando se mete… ¡Félicie! ¿Y si te dieses una vuelta por allí?

—¿Quieres que hable con él?

—No sé. No estoy tranquila. Como ha llamado al médico.

Jean adivinaba todo aquello. No pensaba mucho; algunos fragmentos de ideas, de vez en cuando, que no necesariamente se relacionaban las unas con las otras.

Si quería comer patatas, tendría que pelarlas. ¿Por qué no? Se instaló junto a la puerta abierta, como hubiera hecho Tati, como hacen todas las mujeres en el campo cuando no es invierno y no se sientan junto a la chimenea. La mecedora iba y venía con un ruido amortiguado. Tenía que volver a poner agua en la incubadora. Luego, a mediodía, vigilar el paso del autocar para recoger las medicinas.

Por el camino no pasaba nadie. El suelo, generalmente blanco al sol, tomaba un color cálido de pan tostado y las babosas rojas dejaban su rastro. De vez en cuando una hoja del seto de enfrente se inclinaba para dejar caer una gruesa gota de agua.

Ya había pelado tres patatas. Las dejaba caer en un cubo de agua clara, como había visto hacer.

Al notar que había alguien frente a él alzó la cabeza y vio a Félicie, que, a pesar de sus problemas, apenas reprimía una sonrisa. ¿Iba a hablarle? Él también tenía ganas de sonreír. Era la primera vez que la veía sin su hijo en brazos, y ella parecía no saber qué hacer con las manos.

—¿Está mejor mi tía? —preguntó al fin, adoptando un aire serio.

—No está muy bien.

—Ha venido el médico, ¿verdad? ¿Qué ha dicho?

—Nos ha dado una receta.

Comprendió que ella estaba mirando la cocina y que le sorprendía verla ordenada. Ya no tenía nada más que decirle y no sabía cómo irse.

—¡Jean! ¡Jean!

Llamaban de arriba. Tati había oído voces. Se levantó y dos patatas rodaron por el suelo.

—¿Quién era, Jean? ¿Ella, verdad?

—Era Félicie, sí.

—La ha enviado su madre. Se mueren de miedo. ¿No le habrás dicho que no es grave?

—Le he dicho que estabas peor.

—¿Por qué le has hablado?

¡Pobre Tati! ¡Estaba muy fea! Y lo sabía. Era desgraciada. Y no podía reprimir una mirada cargada de celos.

—¿No le has dicho nada más?

—No. Ha llamado usted y he subido enseguida.

—¿Qué estabas haciendo?

—Pelando patatas.

Se enterneció. Luego, de repente, un pensamiento la entristeció.

—Te cansarás, ¿verdad?

—¿Cansarme de qué?

—Ya me entiendes. Esto no es para ti. Y yo, que precisamente…

Tenía ganas de llorar. Sudaba en su cama revuelta, entre mantas y vendas.

—Se me ha ocurrido otra cosa; lo vengo pensando desde esta mañana. Cuando tu padre se entere de que estás aquí… ¡Y se enterará! Bien que se ha enterado tu hermana, y eso que vive en Orléans. Vendrá a buscarte. Es demasiado orgulloso para aceptar que su hijo…

De repente una pregunta que debía de tener desde hacía tiempo en la punta de la lengua:

—¿Por qué lo hiciste, Jean?

—¿Hice qué?

—Ya sabes qué quiero decir. Bajaste del autocar y me ayudaste a llevar la incubadora. Luego te quedaste. Y ahora. Te digo que no sé por qué.

—¡No sea tonta, Tati! —soltó él para disimular su turbación—. Será mejor que descanse.

—Quería pedirte una cosa más. Jura que no me la negarás.

—¿Tan difícil es?

—¡No! ¡Jura! No te imaginas qué desgraciada soy, aquí sola, en la cama. Por más que escuche hay ratos en que no oigo nada. ¿Lo juras?

—¡Lo juro!

—¿Que no me la negarás? ¡Bueno! Quiero que me prometas que pase lo que pase no te irás sin avisarme.

Esta vez ahogó un gemido y giró su hinchada cabeza.

—No trataré de retenerte. Entiéndeme, lo que no quiero es esperar, sentir que la puerta de abajo está abierta y pensar, ¿me lo juras, Jean?

—Sí, además, no tengo ganas de irme.

—¿Lo juras sobre la cabeza de tu madre?

—Sí.

Él se sentía más triste, de repente.

—¿No te molesta hacer todo lo que haces?

—Me entretiene.

—¿Y cuando deje de entretenerte? Ahora vete. Debes de tener hambre. ¿Qué vas a comer?

—Una tortilla, y luego patatas con una loncha de jamón.

—Súbeme un pedacito de tortilla. Mañana intentaré levantarme. El médico dice que para curarme es mejor que no me mueva.

Cuando ya estaba en la escalera, volvió a llamarle.

—¡Jean! Además quería decirte, te aburro, ¿verdad? Si Félicie te ronda…

—¡No se preocupe! No tiene ganas de rondarme. Me detesta.

Y fue a poner las patatas al fuego.

No siempre esperaba a que ella llamase. Subía, con indiferencia, abría la puerta suavemente por si ella se había adormilado, pero en todo momento encontraba su mirada bien despierta.

—Ya he terminado. ¿Qué tengo que hacer ahora?

—¿Sigue lloviendo?

—Más bien hay niebla.

—¿Y quieres hacer algo…? Lo fastidioso es que ni siquiera puedo mostrarte dónde están las cosas. ¿Sabes, Jean, que nadie hubiera hecho por mí lo que tú estás haciendo? ¡Ni siquiera mi madre, que sólo pensó en buscarme un empleo para desembarazarse de una boca que alimentar! Y ni siquiera se molestó en saber en qué casa había yo caído. ¿Sabes lo que es un azufrador?

Él negó con la cabeza.

—Está en la cochera, un fuelle con un caño largo. Aún debe de quedar azufre dentro, si no, en el estante hay una caja, una caja de galletas. Es un polvo amarillo. No te confundas. Has de llenar el recipiente que está junto al caño.

—Ya lo entiendo. ¿Qué tengo que sulfatar?

—Las viñas que están a lo largo del seto.

Eso le ocupó parte de la tarde. Al cruzar los campos ya había visto a hombres y mujeres que trabajaban tras un seto. Recordaba su serenidad. Ignoraba lo que hacían. Sólo veía la parte superior de sus cuerpos, el sombrero arrugado, a veces una pipa que parecía apagada.

Ahora era su turno de ser el hombre que trabajaba tras el seto, y sabía que Félicie le observaba, que de vez en cuando Françoise venía a echarle una mirada.

En cuanto al viejo, merodeaba como por descuido alrededor de las vacas. Incluso se había inclinado para cambiar una estaca de sitio y para desenredar una cadena.

—¡Papá! —había gritado Françoise.

Se olvidaba de que era sordo.

—¡Félicie! Ve a buscar a tu abuelo. Sólo faltaría que cruzara el puente.

Cuando hubo sulfatado la base de todas las viñas, Jean fue a la cocina a servirse un vaso de vino que se bebió de pie delante de la mesa.

—¿Eres tú? —gritó Tati.

«El condenado a…». Recordaba aquello, sin motivo. Y, de repente, se sentía más pesado.

—¿No ha venido el cartero? Suele pasar a las tres.

—No lo he visto.

—Me había parecido oír. ¿No hay cartas en la mesa? Hace más de quince días que no recibo nada de René. Acababan de volver a castigarle. Dame un vaso de agua, Jean. Hueles a azufre. ¿No se te habrá metido en los ojos? Te escocería toda la noche y mañana por la mañana los tendrías rojos.

—¿Se acuerda de lo que le dije el otro día?

—¿Qué me dijiste?

—Cuando me pidió que le contase… ¡Pues bien! Hay un detalle por lo menos que no era verdad.

Ella le miró con inquietud. ¿Por qué le hablaba de aquello, en el momento en que menos se lo esperaba?

—Es a propósito de Zézette. Le dije que fue por una mujer. A veces me lo he creído. Pero no es verdad. Nunca amé a Zézette. Sin ella, quizá todo hubiera sido diferente. ¿Comprende? Pero algo hubiera hecho.

¡No, no le comprendía! Lo que menos comprendía era por qué removía ahora aquellos recuerdos. El cielo se aclaraba. Había trabajado toda la jornada, tranquilamente, como se trabaja en el campo, con pausas para refrescarse o para mirar delante.

—Sí, creo que algo hubiera hecho. ¡Cualquier cosa! Ya hacía tiempo que sentía que aquello tenía que terminar. Llegaba a desear que fuese lo más rápido posible. ¿Se ha tomado la tableta?

—Aún no. No tengo agua.

—Discúlpeme. La traeré fresca del pozo.

A solas ante el pozo, repitió: «… cualquier cosa…».

Eugène, el padre de Félicie, debía de estar en la taberna, jugando a las cartas, o quizás hablando de él, y cuando volviese, con las mejillas encendidas y tropezando, sería para tragarse la sopa ruidosamente y dormir con sueño de borracho.

Tati le había contado la historia del esclusero. No había perdido la pierna en la guerra, sino en las colonias. Sufría crisis de paludismo. Entonces se encerraba en su habitación durante cuatro o cinco días. De vez en cuando se le oía aullar. A veces, cuando su mujer abría la puerta para preguntarle si necesitaba algo, le lanzaba una silla o cualquier otra cosa a la cabeza diciendo: «¡Que me dejen en paz, por Dios bendito, o le meto fuego a la barraca!».

Los marineros le conocían. Cuando no le veían imaginaban la crisis y ellos mismos manipulaban las compuertas.

Su mujer no se quejaba. Estaba encinta. Siempre estaba encinta, incluso cuando aún le estaba dando el pecho al último hijo, y tenía la máscara, como llamaban a una gran mancha de un feo color amarillo que le cubría la mitad de la cara.

—¿Por qué sigues pensando en eso?

Se estremeció. No estaba pensando en lo que ella creía. Aquello le hizo sonreír.

—¡Pensaba en el esclusero! —dijo.

—¿Tiene la crisis?

—No. Pensaba en él, porque sí, sin motivo.

—¿Te aburres?

—No. Creo que ya es hora de recoger las vacas. Mañana tiene usted que explicarme cómo se hace la mantequilla.

Durante todo el día el cielo había estado cubierto por un velo, y ahora apenas se notaba el paso al crepúsculo.

Las vacas, ya acostumbradas a él, le miraron acercarse, y en cuanto las soltó se encaminaron alegremente hacia el establo.

¡Vaya! Ya no llovía. El cielo estaba esponjoso. Se inclinó para arrancar las dos estacas de hierro y para recoger las cadenas.

Una voz, muy cerca de él, le sorprendió.

—Normalmente, se las deja aquí…

Era Félicie. Se había acercado, con el cuerpo de lado, porque llevaba al niño en brazos. Finas gotitas salpicaban sus cabellos rojizos. No sonreía, pero se notaba que tenía ganas.

—Es verdad —balbuceó él.

¿Para qué guardar las estacas y las cadenas? ¿Quién iba a querer robarlas? Se incorporó, y girándose hacia el puente levadizo por el que pasaban las dos vacas, murmuró:

—Gracias…

Ella dejó que se alejara unos pasos. También iba a volver a su casa. Cada uno se iba por su lado. Pero aún dijo:

—Buenas noches…

Él se giró vivamente. ¡Demasiado tarde! Ella se alejaba levantando mucho los pies, a causa de la hierba.

Y él se alejó más pesadamente. Con la punta del bastón acarició el flanco de una de las vacas. En casa de Françoise había luz. Se adivinaba la silueta de Couderc tras el visillo.

Jean buscó la linterna de la cuadra y la encendió.

—Tú, no seas mala. Ya ves que hago todo lo que puedo.

La vaca se orinó en sus pantalones y en sus pies, volcó dos veces el cubo, mientras la otra le miraba mugiendo. Aún no había recogido a las gallinas. Tenía que acordarse de echar petróleo en la lámpara de la incubadora.

Y arriba, Tati permanecía a oscuras. El anochecer era fresco, la ventana estaba abierta. Las ranas empezaron a croar hacia los charcos formados por el Cher en las hondonadas.

—¿Qué tal, Jean?

La voz venía de lejos, de arriba.

—¡Bien! —gritó.

En el lavadero había unas grandes fuentes de cerámica barnizada. Vertió en ellas la leche espumosa, se acordó de que cuando su hermana era pequeña iba a beber leche recién ordeñada en una granja que su padre había comprado.

¿Dormiría mejor aquella noche? ¿O en cuanto se acostara bajo el tragaluz aquello volvería, como esas neuralgias que atacan a horas determinadas?

«El condenado a muerte…».

Acabó rápidamente su trabajo, encendió la lámpara de la cocina, una lámpara de un viejo modelo, con el recipiente de un verde azulado. Cerró la puerta y tendió la cadena.

—¿Eres tú? —gritó Tati.

¡Que sí! ¡Era él!

Al entrar en la alcoba adivinó sus ojos en la oscuridad.

—Primero cierra la ventana, lo digo por los mosquitos. Luego enciende. ¿Has comido?

—Aún no…

—¿Se ha perdido mucha leche?

¡Así que había oído cómo el cubo se caía dos veces!

—No mucha, no…

—No te lo reprocho. Sé que haces todo lo que puedes. ¿Te has acordado de la incubadora? A saber cómo nos las apañaremos el sábado para el mercado.

—Podría ir yo.

En el momento en que él encendía la lámpara, ella tocó madera. Le daba miedo hablar de un futuro tan lejano. Quién sabía si el sábado…

—¿Has vuelto a ver a Félicie?

—No.

No había dudado. Había mentido por instinto y él mismo se sorprendía.

—Sus padres deberían ponerla a trabajar. No hace nada en todo el día. Claro que su padre tampoco gran cosa. Es gente que prefiere vivir en la miseria que cansarse. Creen que se les debe todo, eso es muy Couderc, tienen lo justo para comer. ¡Y aún! Carne, muy de vez en cuando. Pero son más orgullosos que si…

Se sorprendió del silencio que la rodeaba.

—¿Qué estás haciendo?

—¡Nada! La escucho.

—Te aburro con mis historias, ¿verdad? Pero si hubieras entrado en esta casa a los catorce años, como hice yo… ¡Ah!, no jugué mucho con muñecas. Tati, por aquí, Tati, por allá. «Y sube agua». «Y baja los cubos». «Y ve al establo a ver si…». ¡Siempre Tati, la bestia de carga! ¡Y las dos hijas engordaban como babosas y no hacían nada! ¿Qué vas a comer, mi pobre Jean?

—No sé, aún no lo he pensado.

—Mañana el carnicero va al pueblo, puedes comprarle un pedazo de carne. Para esta noche deben de quedar dos latas de sardinas en el armario. Coge una. A mí sólo súbeme un tazón de leche con un poquito de café. Tengo miedo de no poder dormir.

Mientras bajaba la escalera, pensó: «Yo también».

Pero se consolaba diciéndose que el día siguiente sería otro día bueno, un día gris y brumoso o un día de sol, ambos le parecían bien, y que encendería fuego en la cocina, y molería el café, luego iría al establo y las dos vacas le hostigarían con las colas, y que, por fin, cuando las atase en el prado, sin duda Félicie estaría a la puerta de su casa, o al acecho tras el visillo.

Ya que ella le había dicho buenas noches, él le diría buenos días. Aún no estaba domesticada, pero ya empezaba a dibujar círculos cada vez más estrechos en torno a él.

Comió solo en un extremo de la mesa. Calentó un poco de café para Tati. Luego encendió un último cigarrillo y subió a su granero, donde había más humedad que los otros días. Las sábanas también estaban húmedas. Se acurrucó. Mantenía los ojos bien abiertos.

Seguía preguntándose si aquello volvería. No quería pensar en ello.

«El condenado a muerte…». Debajo de él, ella tampoco dormía. La habitación del viejo estaba vacía. ¿Con quién dormía Couderc en la casa de su hija, que sólo tenía dos habitaciones?

Las ranas croaban con más entusiasmo. Si seguía pensando, se levantaría e iría a pasearse por el jardín. No, porque Tati se asustaría, creería que quería irse.

¿Vendría su padre? Ella creía que sí. Y quizá no se equivocaba. Siempre había conocido a su padre con el pelo gris, que tan bien le quedaba. Ahora debía de tenerlo blanco. Pero su cara seguiría permaneciendo joven, con aquella expresión particular, aquel chispear, aquella alegría un poco irónica, que caracterizan a los mujeriegos.

Sólo se había ocupado de mujeres, de todas las mujeres, y se había pasado la vida yendo de una cama tibia a la tibieza perfumada de otra cama, siempre aureolado de un vago tufo de amor.

—¿Duermes, Jean?

Le llamaba a media voz, pero él la había oído.

—¡Casi! —respondió con sinceridad.

—Buenas noches…

Félicie también le había dado las buenas noches. ¿Qué podía pensar de él una chica como Félicie, que sabía que había matado a un hombre? ¿Y cómo había tenido a su hijo? ¿Quién se lo había hecho? ¿Dónde?

Le pareció oír la alegre voz de su abogado, recién salido del peluquero y que, con talco detrás de las orejas, la piel rosada y lisa, le decía: «¿Qué tal, mi joven amigo?».

«Artículo trescientos catorce del código penal…».

—¡No! —gritó como en una pesadilla.

Se dio cuenta y se preguntó si Tati le habría oído. ¿Creería que estaba soñando en voz alta, como los niños?

Las ranas. ¿No se habría olvidado del petróleo de la incubadora? ¿Qué le había dicho ella? ¡Ah, sí!, el carnicero, en el pueblo. Era su día. Tenía que comprar carne.

«… en casa de Félicie no comían carne, porque…».

—¡Buenas noches!

«… pero ella ya se alejaba…».

«… ¡Quiquiriquí!…».

Encima del tragaluz el sol era pálido, casi blanco, y Tati se agitaba en su cama.