—Si crees que he venido como enemiga, más vale que me vaya. Pero comprende que, al verte aquí…
—¿Es que esto tiene algo de malo?
Ella debía de vivir en una casa del estilo de la de su padre. Era una villa nueva, moderna, en la ladera de una colina. Representaba con tal exactitud la idea convencional de la felicidad que el contratista la había fotografiado por las cuatro fachadas para reproducirla en colores en sus catálogos.
Todo era claro. La luz entraba a raudales por las ventanas, que se abrían con picaportes bien aceitados, de metal blanco fino como la plata. Macizos de flores flanqueaban la escalinata, y en el porche se servía café y licores.
Los que pasaban por la carretera lanzaban una mirada por encima del seto. Veían el garaje para tres automóviles, al chófer siempre ocupado en sacarle brillo a los coches, el césped, un surtidor, al jardinero inclinado sobre sus parterres.
Y al fondo, bajo el ancho tejado rojo en capucha, el porche sombreado, personas vestidas de colores claros, en sillones de mimbre, bebiendo a sorbitos cosas buenas.
Fuera, un chirrido. Billie aguzó el oído y Jean la tranquilizó.
—No es nada. El puente levadizo. Será una canoa, porque en domingo no circulan gabarras.
—Contéstame sinceramente, Jean. ¿Has vuelto por papá? ¿Le has visto?
—No.
Ella seguía sin creerle. Desconfiaba.
—¿No sabes que se ha casado con una chica dos años más joven que yo? La empleada de una pastelería.
—Un día u otro tenía que pasar.
—¿Qué piensas hacer?
—¿Y tú?
—¿Cómo que yo? Te juro que no te entiendo, Jean. Dices cosas sin sentido. No sigues la conversación. ¿Estás esperando a alguien?
—No, estoy esperando a que sean las once y media para poner las patatas al fuego.
—¿Tanto has sufrido?
—¿Cuándo? ¿Cuando encontré a papá con Lucette?
—¿De qué estás hablando?
—De nada. Una imagen que se repite, que se repite muy a menudo. Creo que fue la causa de muchas cosas. Mamá acababa de caer enferma…
—¡Sólo tenías nueve años!
—Por eso precisamente. Al lado de su alcoba había un cuarto de baño, luego una pequeña sala donde guardábamos la ropa de toda la familia. El médico se había ido cinco minutos antes. Le había hecho daño a mamá, y ella estaba adormeciéndose. Quise entrar en la sala y sorprendí a papá con Lucette. ¿Quieres que te diga cómo estaban?
—¡Cállate!
—Entonces, dime por qué has venido.
—¡Bueno, pues porque papá ha desaparecido! Pocos días después de su boda tuvimos una escena. Cuando me enteré de que estabas aquí, pensé que irías a Montluçon.
—¿Por qué?
—¡No te hagas el imbécil, Jean! Papá también debe de estar esperando que le visites… No querrás hacerme creer…
Mientras ponía las patatas al fuego tras recargar la estufa, ella se levantó bruscamente, presa de un nerviosismo extremo.
—¡Para de dar vueltas! Déjate de comedias.
—¿Qué comedias?
—¿Quieres que me crea que de verdad vas a quedarte en esta casa? ¿En calidad de qué?
—¡De criado!
—¡Criado! Muy bien.
—¿Quieres ver las gallinas? Dentro de unos días nacerán sesenta pollitos en la incubadora.
—Y no piensas ver a nuestro padre, ¿verdad? ¿No irás a pedirle tu parte de la herencia de mamá?
—No lo había pensado.
—No te pases de listo, Jean. Ya sabes que a mí no puedes engañarme. ¡Te conozco demasiado bien!
—¿Tú crees?
Ella golpeó el suelo con impaciencia.
—¿Qué haces en ese armario?
—Cojo el aguardiente y unos vasos. Tengo sed. ¿Prefieres un poco de licor?
—Estoy hablándote en serio. Si prefieres ir a la tuya, allá tú. Cuando veas a papá ya me dirás cómo te ha ido.
—¿Has ido a verle?
—Le escribí…
—¿Para reclamarle la legítima de la herencia de mamá?
—Tenemos derecho. Philippe se ha endeudado para su clínica. ¿Sabes cómo reaccionó papá?
—¡No!
—Me contestó por teléfono. Yo sabía que esto acabaría por interesarle. Me dijo que mientras esté vivo no nos dará ni un céntimo. Dice que cuando se casaron mamá no tenía dinero y que todo lo que posee lo ha ganado él.
—Es verdad.
—¿Cómo te atreves a decir algo así?
—Caramba, si mamá siempre estaba enferma. No hubiera podido.
—No es motivo para que se quede con nuestra herencia. Así que he pensado que, cuando vayas a verle…
—No.
—¿No, qué?
—Que no iré.
—¿Piensas pasarte el resto de tu vida en esta casa?
—Quizá sí.
—Creo que será mejor que me vaya.
Tenía ganas de llorar. Eran los nervios, como siempre. A la menor contrariedad se ponía en aquel estado.
—Se lo diré a Philippe…
—Le dirás, ¿qué?
—Nos odias, ¿verdad?
¿Por qué recordó el artículo doce como si fuera el estribillo de una canción?: «El condenado a muerte será decapitado».
—Empiezo a comprender que sólo has vuelto aquí para provocarnos. Ni siquiera te ocultas. Le dices tu nombre a todo el mundo. La gente ya casi se había olvidado. Ahora volverán a hablar. ¡Confiesa que lo haces para que papá te dé tu dinero! Te vistes adrede como un vagabundo y vives con no sé qué clase de gente.
—Con Tati.
—¿Qué dices?
—Digo que vivo con Tati. Es mi amante. También está el viejo cochino, como le llama ella. Es su suegro. De vez en cuando se acuesta con él, como quien le da un caramelo a un niño para que se porte bien. Es la única forma que tiene de conservar la casa.
—¡Jean!
—¿Qué?
—Esto me duele. ¿Es que no lo comprendes? Estoy segura de que lo haces a propósito. Yo he venido para ayudarte. Philippe te hubiera encontrado un empleo.
—¡Un poco lejos de aquí!
—¡Por favor! Deja de bromear. ¿Quieres que me ponga de rodillas? Presiento que volverás a hacer alguna locura. Vas por mal camino.
—Siempre he ido por mal camino.
—Cállate. Escúchame. Piensa que si mamá estuviera aquí te diría lo mismo.
—Ella me preguntaría si soy muy infeliz o no.
—¿Y yo? ¿No es lo que estoy preguntándote desde hace una hora? ¿Es que no he venido a intentar sacarte de aquí? Eres joven, tienes…
—Tengo una vida extra. A estas horas ya debería estar muerto, con la cabeza separada del tronco.
—¿Es que no tienes piedad?, ¿no tienes ningún sentimiento?
—Estoy cansado.
Buscó a su alrededor algo que hacer, y, cogiendo un pedazo de madera, se puso a tallarla, con gestos lentos y minuciosos de campesino.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó su hermana, que ya no sabía dónde meterse.
La miró como si no la viera y se pasó la mano por la frente.
—Qué pesada eres… —suspiró.
Al mismo tiempo, aguzó el oído, dio unos pasos hacia la puerta, con el pedazo de madera y el cuchillo en la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Félicie venía corriendo, con su delantal azul, despeinada, los ojos llenos de pánico.
—Venga rápido… La tía… La tía…
Él se giró hacia Billie, de pie en la penumbra de la cocina. Quería decirle adiós, pero no quiso entretenerse.
—Bueno, ¿qué ha pasado?
—Está… está herida. Venga.
De repente el sol le envolvió. Se adentraba en otro mundo, con Félicie, que corría delante, demasiado afectada para llorar.
Los pescadores, al borde del canal, no sabían nada. Las burbujas subían a la superficie del agua. Allá abajo, el tejado rosa, y una puerta oscura en una pared blanca.
—¡No para de sangrar! Tengo miedo. Ha sido mi padre.
El esclusero con la pata de palo fumaba en pipa, sentado a la puerta de su casa, y uno de sus hijos gateaba delante de él.
Se veía venir que algún día aquello acabaría mal, pero no así, no un domingo por la mañana, con tanto sol.
Tati, vestida con su ropa negra, regresaba costeando el canal, resoplando un poco, como hacía siempre cuando caminaba. En una mano llevaba el misal, en la otra, el paraguas. Este le servía de sombrilla en los trechos soleados del camino, pero aquí, bajo los castaños que bordeaban las dos orillas del canal, la sombra casi era fresca. De vez en cuando la adelantaba algún ciclista. Chicos y chicas pedaleaban y reían. Tati hablaba sola. Solía hacerlo.
Al llegar a la esclusa se detuvo, con la mirada de repente más dura. Frente a ella, a unos cien metros, veía el puente levadizo y, sobre ese puente, dos vacas, las suyas, que cerraban el paso y a las que un niño intentaba apartar.
Para los demás, aquello no significaba nada, no era más que una mancha en el paisaje. Tati, en cambio, había comprendido y, en vez de continuar su camino, franqueó la esclusa y se dirigió directamente hacia la casita de la fábrica de ladrillos.
Félicie, que había vuelto de misa en bicicleta, ya se había cambiado y estaba jugando con su bebé junto al umbral. Se levantó para ver pasar a su tía.
Esta, sin vacilar ni un instante, sin detenerse ni un segundo, entró en la cocina y, tal como se imaginaba, se encontró ante el viejo Couderc sentado a la mesa frente a una botella de vino. Tenía puesto el sombrero. La mesa estaba cubierta por un hule a cuadritos.
Instalada junto al fuego, con las piernas un poco separadas, Françoise pelaba patatas y las dejaba caer de una en una en un cubo.
Había una paz de lago, de estanque. Pero Tati turbó aquella calma, atravesó la cocina, cogió al viejo por el hombro, subiéndole la manga de la chaqueta. Sabía que no la oía, pero no por ello callaba.
—¡Tú!, ¡sal de aquí! Ya me imaginaba que en cuanto me diera la vuelta aprovecharían para sus tejemanejes.
Entonces, Françoise, que siempre había sido la placidez y la estupidez personificadas, dejó caer las peladuras de su delantal, se levantó y se plantó en medio de la sala. Su falda, demasiado corta, descubría medias de lana negra.
—¡La que va a salir de aquí eres tú, hija mía! —dijo lanzando una mirada inquieta a la cortina. Luego, girándose hacia la puerta—: ¡Félicie!, llama a tu padre.
Estaba detrás de la casa labrando un trozo de tierra que en invierno siempre se veía cubierto por matas de puerros amarillentos. Se le oyó acercarse, con sus zuecos. En el umbral los sacudió.
—¿Qué pasa? —preguntó Tati—. ¿Qué significa esto?
—Significa, querida, que si padre quiere se quedará en nuestra casa y que la que va a salir eres tú. ¿Entiendes? Déjala pasar, Eugéne…
—¡Ah! ¡Así que quieres quedarte con el viejo! ¡Ah! Así que eso es lo que habéis conseguido con vuestros conciliábulos con Amélie. ¿Fue el abogado el que os aconsejó actuar así? Ya veremos si Couderc…
Y agarró el brazo del viejo, tiró de él. Françoise intervino.
—Te digo que se queda con nosotros.
—Y yo te digo, bruja… ¿Quieres soltarme?
—Te soltaré cuando estés fuera, adefesio…
—¡Ah! Con que…
Con un gesto inesperado, Tati agarró el moño de su cuñada y lo deshizo.
—¡Mamá! —gritó Félicie que se había asomado a la puerta para echar una mirada—. ¡Mamá!
—¡Ah! Con que…
Y Tati tiraba con todas sus fuerzas. Françoise chocó con la rodilla contra una silla y lanzó un grito.
—¡Eugène! ¡Oye! ¿Has…?
Félicie lloraba. El viejo se pegó a la pared. Eugène, con el ceño fruncido, seguía dudando en actuar.
Cuando se decidió, fue para agarrar la botella que estaba sobre la mesa.
—¡Deja a mi mujer! —gritaba—. Suéltala o te…
Entonces, de repente, la botella estalló contra la cabeza de Tati y todo el mundo se inmovilizó, los gestos permanecieron un momento en suspenso. Luego, Eugène bajó la mirada al cuello de la botella que aún tenía en la mano y pareció estupefacto.
Tati también se quedó por un instante como lela. Se pasó la mano por el cráneo, la retiró roja de sangre y sintió que las piernas se le reblandecían.
No sentía dolor, pero perdía sangre. Le cruzaba la frente, alcanzaba los párpados, la nariz, zigzagueaba por la comisura de los labios antes de alcanzar la barbilla.
—Siéntate —logró articular Françoise—. ¡Espera! ¡Félicie! ¡Félicie! Corre a buscar a alguien, no sé, a alguien. Y tú, puedes estar satisfecho. ¿Qué? ¿Vas a quedarte plantado como el idiota que eres? Tenemos que cortarle el pelo. ¡Tati! ¡Tati!
Tati se había desvanecido. Se desplomaba. La cogieron justo en el momento en que iba a caer al suelo y la extendieron sobre las baldosas cuan larga era.
—¡Félicie! ¿Dónde estás?
Félicie, olvidándose de su bebé en la hierba, corría a lo largo del canal.
—¡Pásame el vinagre, imbécil! ¡No, esto es el aceite! Ojalá… ¿Ahora vas a desmayarte tú?
Efectivamente, Eugène se sentía desfallecer. Le forzaron a sentarse en una silla y allí se quedó, hundido en sus pensamientos, sin atreverse a mirar a su cuñada.
Cuando Jean entró, la cocina olía a vinagre; en el suelo había un charco de sangre y la sangre seguía corriendo a través de los cabellos canosos de Tati. Esta entreabrió los ojos, lanzó un largo suspiro, llamó, como si supiera que estaba allí:
—¡Jean! No les dejes que me corten el pelo.
Estaba muy cambiada. Parecía más gorda, y por un momento él pensó que la cabeza se le había hinchado. Era el rojo de la sangre lo que la deformaba así.
—Agua… —reclamó Jean.
Le obedecieron. Félicie fue a buscar toallas en la habitación de al lado. Si en ese momento hubieran aparecido los gendarmes, Eugéne hubiera suspirado que se entregaba.
Françoise no hacía más que llorar. Félicie tenía ganas de vomitar. El esclusero, intrigado, contemplaba la casa desde lejos, dudando en ponerse en marcha con su pata de palo.
—No veo dónde es… —murmuró Jean.
Y Tati:
—¡Cuidado! Me haces daño. ¡No te das cuenta de que estás arrancándome la piel!
Los cabellos estaban pegoteados. Él intentaba encontrar la herida y no lo conseguía.
—Hay que cortárselos —repetía Françoise, quien quizá no sabía lo que decía.
—Tati no debía de estar tan mal, porque contestaba con su voz más malhumorada:
—¡A ti te los voy a cortar yo! Espera y verás.
Y Jean anunciaba:
—No es nada. Una herida de dos centímetros. Sangra mucho, pero no creo que sea profunda.
—¡Ayúdame a levantarme, Jean!
—No hay ninguna prisa —opinó Françoise—. Tómate tiempo para recuperarte. Vamos a darte un trago. Trae la botella, Félicie.
—¡Así aprenderé a ir a tu casa!
Ya no era trágico. Eugène se había recuperado y, cuando su hija dejó la botella sobre la mesa, se sirvió un vaso lleno.
Tati quería levantarse a toda costa.
—Sosténme, Jean…
Y Françoise:
—¡También es culpa tuya! Si no me hubieras tirado de los pelos como una…, como una…
Dudaba en emplear palabrotas frente a una mujer que acababa de desmayarse.
—¿Una qué?
—Nada, no importa. Eugène no lo ha hecho adrede. En cuanto a padre, tiene todo el derecho a…
—Cógeme, Jean. Me parece que voy a caerme. Siento golpes en la cabeza.
—Vamos.
¿Sin Couderc? Ella seguía dudando, volvía la cabeza hacia él. Pero se sentía verdaderamente mal. Tenía miedo de volver a desmayarse.
—Me voy, pero ya verán estos lo que…
Fuera, él vio que las lágrimas asomaban a sus pupilas, lágrimas de despecho, de rabia.
—¿Tengo sangre en la cara?
—Muy poca.
—La gente dirá…
Caminaba más deprisa, ocultando la cabeza al pasar junto a los pescadores de caña.
Las vacas habían acabado por franquear el puente y permanecían estupefactas ante la casa, como si dudaran en entrar en la cocina, cuya puerta estaba abierta.
Al final del camino, Jean vio el coche de su hermana, que seguía allí aparcado. Billie estaba al volante. Sin duda había querido saber qué pasaba. En cuanto entraron en la casa, puso el motor en marcha y embragó, e hizo ruidosas maniobras para dar la vuelta en el estrecho sendero.
—¿Ha venido alguien? —preguntó Tati maquinalmente.
El perfume de Billie seguía impregnando la habitación.
—Ayúdame a acostarme. Siento fuertes golpes dentro de la cabeza. ¿Tú crees que me he roto algo?
—Podemos llamar al médico…
—¿Y qué va a hacer el médico? Llévame. Siento que no podré llegar arriba de la escalera. No creía que un idiota como Eugène fuese capaz de hacer algo así.
El dormitorio olía a cerrado.
—Desabróchame. Date prisa.
La desnudó como se desolla a un conejo. La seda negra se adhería a los michelines de carne. Se había echado a llorar, suavemente.
—Qué bueno eres, Jean. ¡Espera! Puedo meterme en la cama yo sola. ¿Quién ha venido?
—Mi hermana.
—¿Qué quería?
E incorporándose de repente en la cama:
—No te vas, supongo. ¿Ha venido a buscarte?
—Esté tranquila. Espere. ¿No hay algún desinfectante en la casa?
—En el armario debe de haber tintura de yodo.
Era la primera vez que curaba a alguien. Se extrañaba de sentirse ligero, de estar atento a todo, de sus gestos precisos.
—¿Adónde vas?
—A hervir agua.
—Júrame que no vas a irte.
—¡Qué va!
—¡Júralo!
—Lo juro. Póngase esta toalla en la cabeza para no manchar la almohada.
Hubiera deseado que su hermana regresase, que le viese ir y venir como por su casa, reanimar el fuego, sacar agua del pozo, ponerla a hervir, abrir un armario lleno de ropa vieja que olía a naftalina y buscar allí un frasquito pardo.
Desde la cama, Tati registraba cada ruido y sólo temía que se produjese un súbito silencio.
—¡Fuera, vacas! Por aquí, bichos. Luego me ocuparé de vosotras.
¿Sabría ordeñarlas? Se lo había visto hacer al viejo, pero nunca lo había intentado. Cuando regresó a la habitación, Tati le envolvió con una mirada agradecida, admirativa.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Nada. Estás gracioso. Como si toda la vida hubieras hecho de enfermero.
Había descolgado un delantal azul de detrás de la puerta de la cocina.
—Ahora, intente estar tranquila. Creo que voy a hacerle un poco de daño, pero es preciso.
—Ya no hay mucha, ¿verdad?
—¿Qué?
—En el pelo, ya no gotea. Tienes la camisa llena de sangre.
—Si no se está quieta, no…
—¡Bueno! Pero me haces daño.
Le hizo una venda en forma de turbante que la cambiaba completamente.
—Me siento débil como si… ¿Qué vas a comer, Jean?
—He puesto patatas al fuego.
—Córtate una loncha de jamón… Enseguida me levantaré. Baja la persiana, ¿quieres? La luz me hace daño en los ojos.
Al vuelo, ella le besó furtivamente el dorso de la mano. Él bajó, cogió un plato del armario. Y, después de comer, se instaló a la puerta, con un cigarrillo en los labios y las manos en los bolsillos.
Los paseantes del domingo comenzaban a invadir el camino de sirga, donde la sombra de los árboles era violeta. Se preguntaba si debía subirle una taza de café.
Había olvidado sus terrores nocturnos. Estaba contento.