«El condenado a muerte será decapitado».
Dio un brinco, como si, creyéndose a solas, de repente alguien le hubiera tocado en el hombro. Las palabras se habían formado en su cabeza, las sílabas se habían escrito en el espacio, y farfulló:
—¡Artículo doce del código penal!
Había cometido el error de echarse una siesta. Después, al bajar, Tati le había mirado con demasiada insistencia, como si le viese cambiado. Aquella mirada le perseguía, en la oscuridad de la buhardilla, bajo el tragaluz azul de luna.
«Los condenados a trabajos forzados se encargarán de los trabajos más penosos; arrastrarán una bola e irán encadenados de dos en dos…».
Esta vez le pareció que era una voz alegre la que explicaba: «Artículo quince del código penal…».
La voz de su abogado, Fagonet, que tenía veintiocho años y parecía más joven que él. Entraba en la celda, con los pliegues de su toga negra hinchados de aire, con un ligero aliento a aperitivo, todavía con la huella de la sonrisa que había dirigido a su amiguita al dejarla en el coche, a cien metros de la prisión.
—¿Qué tal, amigo? ¿Qué le contamos hoy al bueno de Oscar?
El juez de instrucción se llamaba Oscar Darrieulat. A Fagonet le parecía divertido llamarle Oscar.
—¿Ha «bloqueado» el artículo trescientos cinco?
El recuerdo era tan claro, la presencia de Fagonet tan real, que Jean tuvo que sentarse en su lecho, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, jadeante como cuando era un niño que se arrojaba fuera de las sábanas, en un ataque de sonambulismo.
Lo extraordinario era que hacía años que no se acordaba. Más aún: en la época en que los acontecimientos sucedieron de verdad, apenas les prestó atención.
Era demasiado complicado. Lo asediaban a preguntas. Su abogado le recitaba sin cesar artículos del código.
«Si el asesinato va precedido, acompañado o seguido de otro delito, comportará la pena de muerte».
—¿Comprende usted, mi buen amigo, por qué no tiene que confesar bajo ningún concepto el asunto del billetero?
En aquella época, no era trágico. Hasta su celador le preguntaba alegremente cada mañana si había dormido bien.
Y el juez, el famoso Oscar, era cortés, con aire de no querer demorarse en ciertos detalles.
—Siéntese… Así que dice usted que él le golpeó primero, pero no lo bastante fuerte como para dejarle marcas. No digo que no, pero habrá que convencer a estos señores, ¿verdad?
Su esposa le telefoneaba durante el interrogatorio. Él respondía:
—Sí, querida… Sí, querida… Entendido. Tomo nota. Sí, tres kilos.
¿Tres kilos de qué?
«El condenado a muerte será decapitado».
Se revolvía pesadamente en la cama y tenía los nervios destrozados.
—El artículo doscientos treinta y uno, pequeño. Sin este artículo, estamos fritos. Es lo que alegaré. Pero si usted no me ayuda…
«El asesinato, así como las heridas y los golpes, son excusables si han sido provocados por golpes o violencia grave hacia las personas».
Con un pequeño peine, Fagonet se arreglaba sus espesos y brillantes cabellos.
—Usted le alcanzó en el puente, sin malas intenciones. Sólo quería pedirle que le devolviera parte del dinero que él le había ganado. Usted le habla de Zézette… Él se burla de usted… Usted hace un gesto y él cree que quiere pegarle… Él golpea primero. Usted pierde la cabeza, y, en el cuerpo a cuerpo, lo echa por encima del pretil.
Fagonet dejaba caer, en otro tono:
—No nos creerán…
—¿Entonces?
—El beneficio de la duda…
Llegaba a contarle al prisionero la obra de teatro a la que había asistido la víspera.
También el proceso se desarrolló como una obra de teatro. Le miraban con curiosidad. Se sorprendía mirando a la gente mientras pensaba en otra cosa.
—Señores, el tribunal.
Y de repente, años después, echado en el jergón que olía a heno un poco mohoso, por fin se daba cuenta de que iba en serio, que aquello era grave, que de verdad había corrido peligro de que le cortasen la cabeza.
«El condenado a muerte será…».
Hubiera querido levantarse, bajar junto a Tati, para no estar solo. Tenía miedo. Estaba empapado de sudor y tenía la impresión de que algo en su pecho, sin duda el corazón, funcionaba mal.
—Señores del jurado, tienen ante ustedes a un muchacho víctima de…
¿De qué? ¡De nada de todo lo que había dicho el abogado Fagonet! Y ya entonces, mientras agitaba las alas negras, Jean tenía ganas de negar con la cabeza.
—Un…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…
Las gotas de agua caían del queso blanco. Hubiese querido gritar, porque su cerebro seguía funcionando, porque por su cabeza desfilaban imágenes demasiado nítidas, se solapaban las unas a las otras con acompañamiento de voces, de sensaciones, como la del rayo de sol en la audiencia, que alcanzaba su mano izquierda, sólo su mano izquierda, y dibujaba en ella un pequeño y tembloroso disco.
Nada era verdad, ni siquiera lo que le había contado a Tati. La verdad, la que sólo él sabía, era que aquello había comenzado cuando tenía catorce años y que en el fondo el verdadero culpable era su profesor de inglés.
No recordaba cómo se llamaba. Era curioso aquel olvido, cuando los demás detalles estaban tan presentes. Un hombre de hierro, de tez pálida, con grandes y sombríos ojos y bigotes negros y chaquetas tan largas que parecían levitas.
«Señor Passerat-Monnoyeur…». Al pronunciar su apellido cambiaba de tono, y todos los alumnos se estremecían. La ventana se abría al jardín del instituto. En el segundo piso, una mujer azotaba las alfombras.
—Supongo que no vale la pena examinarle, ¿verdad? El hijo del señor Passerat-Monnoyeur es lo bastante rico como para no tener que ganarse la vida y no necesita ser inteligente.
Por un instante los dientecitos puntiagudos asomaban bajo el bigote. El profesor estaba satisfecho. Cosechaba las sonrisas de algunos alumnos.
—Puede sentarse, señor Passerat-Monnoyeur. Lamento que el reglamento se oponga a que le envíe de paseo durante mi clase. Pero bueno, le considero ausente.
Y, cuando recogía los exámenes, apartaba el de Jean y se acercaba lentamente a la chimenea, donde lo arrojaba con afectación, simulando que quería calentarse las manos.
¿De quién era la culpa? De su padre, que era demasiado elegante y al que el profesor de inglés veía constantemente en su coche, casi siempre acompañado de alguna chica guapa.
No se ocupaba de su hijo. Si por casualidad Jean se retrasaba al levantarse, sólo tenía que pasar al despacho.
«Señor:
Le ruego que excuse a mi hijo, que ayer no pudo ir al colegio porque sufrió una ligera indisposición».
Aquel año Jean se había puesto enfermo para no tener que examinarse. Había vivido todo el mes de julio en el jardín de la casa, en la colina, y hasta caminaba y hacía los gestos prudentes de un enfermo de verdad.
Al siguiente año repitió tercero. No estudiaba. Sabía que ya era inútil. Había renunciado. Era mayor, más alto que sus compañeros, más elegante que ellos, y como siempre tenía los bolsillos llenos de dinero les compraba helados.
Si por casualidad tenía el monedero vacío, simplemente pillaba al descuido algunos billetes en la caja fuerte, y sólo el viejo contable se daba cuenta.
Había renunciado a hacer cualquier cosa. Le habían suspendido dos veces la reválida y acabó por aprobarla sólo por recomendación.
Así había sucedido. Le gustaba deambular por las calles con los amigos, comer helados, y, más adelante, beber cerveza en las terrazas. A veces una angustia le bloqueaba la garganta: qué pasaría si… ¡Nada! No haría nada. Había renunciado. ¡Era demasiado tarde!
Se levantó, y, descalzo, permaneció de pie en medio de la buhardilla, para refrescarse.
«El condenado a muerte será…».
Era lancinante, doloroso, inesperado. Cuando vivió el drama, el juicio, la cárcel, apenas se dio cuenta de que aquello le estaba pasando a él. Escuchaba al juez interrogar a los testigos.
—Levante la mano derecha. Jure decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. ¿Es usted pariente o…?
¡La impresión de que todo aquel aparato era desproporcionado respecto a su persona! ¿Cómo podían montar toda aquella historia por nada?
¡Se discutía su caso como si fuese un hombre, un hombre responsable de sus actos, y él, en el banquillo, entre dos gendarmes, creía que aún estaba en la escuela!
Su padre no vino. Su hermana, tampoco. Cierto que en aquella época ella aún no había cumplido los veinte.
—Levante la mano derecha. Jure.
¡En la pausa, se iban a los pasillos a fumar cigarrillos, a beber una cerveza en la cantina! ¡Por la noche, volvían a sus casas!
«El condenado a muerte será…».
Se mordía el labio. Le dolía todo. La angustia le atacaba en un punto indeterminado y se apoderaba de todo su ser, hasta la punta de los dedos, hasta los dedos gordos de los pies, que se quedaban rígidos como si tuviera calambres.
¿Por qué Tati le había mirado de aquella manera? A veces parecía que comprendiese, y otras que todavía intentaba comprender.
Nadie se había compadecido de la suerte del contratista del Mans, aunque dejaba dos hijos. Jean tampoco se había compadecido. Nunca había tenido remordimientos. Apenas se acordaba de él: algo así como un bulto muy ancho, a causa del grueso abrigo de ratina.
—No olviden, señores del jurado, que cuando mi cliente tuvo aquel desventurado impulso se hallaba en un estado de pronunciada ebriedad…
Tampoco era verdad. Había bebido, pero estaba lúcido. Incluso más lúcido que de costumbre.
¡Más aún! Al salir del Mandarin en pos del contratista, había hecho una pausa muy clara para decirse: «Vas a cometer una locura».
Hubiera podido alejarse. Y si no lo hizo, ¿no era precisamente porque quería acabar con todo? ¿No era que estaba asqueado y harto? Quería algo definitivo, y no tener que volver atrás jamás.
Hasta el punto de que al golpear con el puño americano le pareció ver ante él el rostro de su profesor de inglés.
Se había alejado muy tranquilo, casi aliviado. Ya había llegado al otro extremo del puente cuando se giró y vio el bulto oscuro sobre los adoquines.
Una vez más, vaciló. ¿No sería más sencillo arrojar al hombre al agua? Así al día siguiente se ahorraría complicaciones. Podría estar tranquilo.
Volvió caminando casi con indolencia. Se inclinó. ¿Por qué no?
«El condenado a muerte será…».
Y sólo ahora, al cabo de tantos años, cuando ya no corría ningún peligro, sentía miedo, un miedo retrospectivo, punzante, devorador. Caminó hasta la puerta. Quería bajar, entrar en el dormitorio de Tati, sentarse al pie de su cama. Ella comprendería que necesitaba compañía.
¿Qué habría sido del abogado Fagonet? Siempre se mostró cordial con Jean, quien, sin querer, le había proporcionado su primera causa. Al final habían intimado y el abogado le contaba sus líos de mujeres.
Levantó el cristal del tragaluz. Pasó el aire. Oyó gritos de pájaros, sin duda aves nocturnas. No sabía nada de pájaros.
Sintió frío y se echó en la cama.
¿Por qué hasta la víspera era tan feliz y por qué de repente…?
Le dolía la cabeza, y como no había podido dormir hasta la madrugada, despertó mal. Tati se dio cuenta a la primera mirada.
—¿Te encuentras mal? Bébete una taza de café antes de echar de comer a las gallinas.
Quizás era el primer ser en el mundo que le comprendía. Desde el sábado del autocar, cuando aún no sabía quién era él, ni lo que había hecho, le tuteaba. En el fondo, nunca lo había considerado un adulto. «¡Haz esto! ¡Haz aquello! ¡Lávate! ¡Aféitate! Bebe una taza de café…».
Y le miraba ir y venir pensativa. Si hubiera caído enfermo, hubiese sido capaz de cogerle en brazos, como a un niño, acostarlo, darle la vuelta, desnudarlo, aplicarle cataplasmas. «Estate quieto… Déjame hacer…».
Y, precisamente, siempre había deseado estar enfermo de esta forma. En su casa le hubiera atendido una de las criadas, o el médico, o bien una enfermera.
—Es por mi culpa, ¿no? —dijo ella de repente, cuando él se inclinaba sobre la incubadora para ajustar la lámpara.
—¿Culpa de qué?
—No debí hablarte de eso.
Él se ufanó:
—Me da lo mismo.
Midió el salvado, la cabezuela, vertió agua tibia, mezcló la papilla.
Aquella mañana Tati se las apañaba para no separarse de él.
—El sábado vendrás conmigo al mercado. Así te distraerás. Además, tienes que ir al peluquero. Tienes un remolino en la nuca.
Él querría cruzar el canal, echarse en la hierba alta y espiar a Félicie. Se contentaba con mirar de lejos el tejado rosa y el hilillo de humo.
Un día, cuando sólo tenía doce años, tuvo un brote de pleuresía. El médico, muy preocupado, le examinó por la pantalla para asegurarse de que no tenía lesiones tuberculosas. Tenía a un camarada en un sanatorio, en Leysin.
Y deseaba ardientemente haber sufrido lesiones. También él iría allá arriba, a la montaña. No tendría que hacer nada. Se echaría en una tumbona —así se imaginaba la vida de sanatorio— frente a la montaña, y lo harían todo por él, le darían de comer como a una cría de animal, todo el mundo sería amable y le mimarían, mientras él podría soñar todo el santo día.
—¡Nada en absoluto, mi joven amigo! ¡Tiene usted los pulmones perfectamente!
Tati consultaba el reloj, a disgusto.
—Tengo que ir a misa…
Volvía a ser domingo. Él no se había fijado en los pescadores del canal, ni en los ciclistas, más numerosos.
«El condenado a muerte será…». Le hubieran debido condenar a muerte. Lo sabía. Artículo trescientos catorce. «Si el asesinato va precedido, acompañado o seguido de otro delito, comportará la pena de muerte».
Era su caso. El robo del billetero. Además, el artículo trescientos cuatro preveía perfectamente aquella situación: «El asesinato también comportará la pena de muerte cuando tenga por objeto preparar, facilitar o ejecutar un delito, facilitar la huida o garantizar la impunidad de los autores o cómplices de aquel delito».
En otras palabras: si no hubiese mentido, si no hubiese jurado que el contratista había dado el primer golpe y que en la refriega lo había tirado al agua…
—¡Tati! —gritó.
Subió hasta la puerta de su alcoba mientras ella estaba vistiéndose para la misa.
—¿Qué te pasa?
—Nada…
A punto estuvo de confesar que tenía miedo.
Nunca había deseado tanto estar enfermo. ¿Por qué no ir con ella a misa? ¿Quizás así pensaría en otra cosa?
—Vigila el fuego, ¿quieres? No pongas las patatas hasta las once y media. ¡Venga, abróchame la blusa! Procura no pellizcarme.
Se quedó solo. No sabía dónde estaba el viejo. Entreabrió la puerta del comedor, pero no para robar el dinero que estaba en la sopera. Era por darse el gusto de entrar en aquella habitación donde nunca entraba nadie. Ya la puerta, al abrirse, hacía un ruido parecido al descorche de una botella. De repente el aire, nunca agitado, se desplazaba, más denso que en el resto de la casa, y se le notaba rozar las mejillas. Los mismos objetos, como la sopera, fijos en su inmovilidad y en el silencio, parecían estremecerse.
¿Quién había obsequiado, tiempo atrás, como regalo de boda, aquella copa de metal blanco, ligera como papel, que presidía la mesa?
No prestó atención al ronroneo de un motor. Lo había oído, pero sin pensar que pudiera tener relación con él. Ahora se sobresaltó al oír pasos sobre las baldosas de la cocina, una voz de mujer, que llamó:
—¿Hay alguien?
En el comedor-museo, la persiana siempre estaba echada. Por eso cuando Jean dejó la penumbra para penetrar en la cocina, cuya puerta de la calle estaba abierta al sol, parpadeaba.
Llevaba su pantalón de paño azul, una camisa blanca abierta sobre el pecho, alpargatas. Como había dicho Tati, sus cabellos formaban un espeso remolino sobre la nuca.
Vio a una joven, de pie, con un vestido claro, con un sombrero de color y un bolsito en la mano. Iba a preguntarle algo, cualquier cosa, cuando ella se llevó el pañuelo a los ojos y él la reconoció.
—¡Billie!
Ella negó con la cabeza, para darle a entender que no podía hablar. Sollozaba. Él le ofreció una silla con asiento de paja donde se sentó maquinalmente, con esa dignidad reservada de los grandes dolores.
No estaba emocionado. Después de tantos años, se fijaba en cosas que no hubiera imaginado que le llamarían la atención cuando volviese a ver a su hermana: por ejemplo, admiraba sus zapatos, zapatos muy bonitos que debía de haber comprado en una buena tienda. Las medias eran finas y estaban tensas. Su hermana Billie siempre había sido muy elegante.
Seguía sollozando un poco. Agitaba la cabeza una vez más, aventuraba la mirada.
—No sé qué pensar…
Ella, ella se decía que quizá debería abrazarle, pero al mismo tiempo pensaba que era un asesino. Y eso lo cambiaba todo. De golpe, ya no era un hombre como los demás. La impresionaba. Había crecido.
—Aunque me esperaba algo así. Me escribieron. Pero verte aquí, de repente, en esta cocina…
—La última vez que nos vimos…
Ella debía de recordarlo, porque se sonrojó.
—Fue en tu habitación.
—Una hermosa habitación, una verdadera alcoba de joven rica, azul y blanca, con pieles por el suelo a guisa de alfombras.
—No querías que te vieran porque tenías un granito en la nariz. Fui a pedirte un poco de dinero.
Entonces ella sólo tenía diecisiete años, y su padre le daba todo el dinero que quería. Era más sencillo que darle otra cosa. Los vestidos más bonitos. Los sombreros más hermosos. Estancias en las playas más hermosas, en los mejores hoteles. Su casa era la más hermosa de Montluçon.
—¿Por qué me lo recuerdas, Jean? Cómo iba a imaginar…
—¿Que lo necesitaba de verdad…? Has cambiado, ¿sabes? Eras rechonchita, con un pecho grande que te desesperaba… Ahora estás delgada…
—Tengo dos hijos.
—¡Ah!
Quiso dejar el bolso sobre la mesa, luego vaciló.
—Está limpia —dijo él—. Espera…
Cogió un paño del armario y quitó el polvo de la mesa lavada a la arena.
—¿Quieres beber algo? ¿Una taza de café? ¿Una copita?
—¡Jean!
—¿Qué?
—No sé. No sé qué decirte.
Miraba sus pantalones de paño basto, sus alpargatas, sus cabellos que se peinaba con los dedos cuando un mechón le caía sobre la frente. ¡Se le notaba tan cómodo en aquella cocina, tan en su casa!
—Estás casada, ¿verdad?
Ella sonrió nerviosamente.
—Si te he dicho que tengo dos hijos…
—¡Eso no quiere decir nada! ¿Tu marido no está contigo?
Se asomó a la puerta y vio un hermoso coche aparcado a cien metros de la casa, a la sombra de los avellanos.
—Ha aprovechado para visitar a un colega, en Saint-Amand…
Manoseaba nerviosamente el pañuelo.
—Al volver tengo que recoger a Philippe…
—Claro.
—¿Por qué dices «claro»?
—Por nada… ¿Sigues viendo a papá?
—¿Te han dicho algo?
—¿Qué quieres que me digan? Tú eras su «cariñito». Comía de tu mano. ¿Ha vuelto a casarse?
¡Por fin reconocía a su hermana! Ahora le miraba con ojos recelosos, convencida de que sus palabras ocultaban algo, y eso le hizo sonreír. Prefería eso que las lágrimas.
—Oye, Jean…
—¿Qué quieres que oiga?
—No contestes así… Se nota que es forzado. Como un mecanismo que chirría.
—Te juro, Billie, que no chirrío. Has venido. Será que quieres decirme algo. ¿Tan difícil es?
Ella se cubrió los ojos para no tener que responder enseguida. Luego, mirando las puertas, añadió:
—¿No hay nadie?
—Tati ha ido a misa. El viejo cochino no sé dónde está.
—¿El viejo cochino?
—Así lo llamamos. No importa. Decías que papá…
Y se acercó a la chimenea para coger la vieja pipa de Couderc que el domingo pasado había lavado con aguardiente.