Aquel sábado fue como esas fiestas de la infancia que se esperan con demasiado anhelo.
¿No empezó con impresiones infantiles? ¡El miedo de Jean en el duermevela, al oír el tamborileo de la lluvia contra el vidrio en pendiente, justo encima de su cabeza! El resto de los días habían tenido un tiempo radiante. ¿Iba a llover precisamente hoy? Tuvo que hacer un esfuerzo para entreabrir los ojos. Siempre había tenido un sueño profundo, del que emergía penosamente. Por suerte la noche seguía siendo negra como boca de lobo. ¿Qué hora sería? Había luna y las gotas de agua brillaban deslizándose en zigzag.
Volvió a dormirse diciéndose que el tiempo se arreglaría, y en efecto, cuando oyó un portazo, cuando se puso en pie de un salto, hacía sol, un sol magnífico, más solemne que el de otros días, y los castaños eran de un verde más profundo.
Cuando estaba en el cobertizo, preparando la comida de las gallinas, la ventana de Tati se abrió. Tati se asomó, peinándose el cabello que caía sobre su espalda.
—¡No te olvides de los pollitos que están en la cesta!
Y él se sentía ligero como cuando va a pasar algo excepcional. Silbaba mientras iba preparando lo que Tati tenía que llevar al mercado: un cesto de pollitos blancos atados de dos en dos por las patas; doce docenas de huevos; tres docenas de huevos de pata (para el pastelero) y cinco grandes huevos de oca; más los bloques de mantequilla envueltos en hojas de col.
—¿Has cogido las grosellas? —le gritó ella, ya casi vestida.
El viejo estaba con las vacas. El huerto estaba húmedo. Tati no desperdiciaba nada, y, como el jardín estaba lleno de pequeñas grosellas, se las llevaba al mercado.
Apenas comió nada, de pie, porque siempre temía que se le escapase el autocar.
—Date prisa, Jean… ¡Cuidado con los huevos!
Fruncía el ceño. ¿Quizá le parecía que el hombre estaba demasiado alegre? Porque seguía silbando mientras cargaba con los cestos más grandes y alargaba el paso por el camino fangoso donde, después de la lluvia, la tierra estaba más oscura y los zarzales expandían un olor fuerte.
—Si a esa se le ocurre venir, la echas sin contemplaciones. ¡Ah! Me olvidaba. Quizá pasen por el seguro. El cobrador siempre viene en sábado. El dinero está en la sopera del comedor. Está exacto.
Por primera vez, volvió a ver la casita con la cerca azul al borde de la carretera, y esta vez la puerta estaba abierta.
—¡Adiós, Clémence! —gritó Tati sin ver a nadie.
Dentro hubo movimiento. Una mujer que estaba lavándose asomó la cabeza y también gritó:
—Adiós, Tati…
Luego esperaron, mirando hacia Montluçon. El autocar llegó al cabo de diez minutos. Tati subió. Él le pasó los cestos. La puerta se cerró.
Entonces se dio la vuelta sin prisas, con las manos en los bolsillos, pensando en detenerse a comprobar si aquel año habría muchas avellanas.
No sabía que aquel no iba a ser un día como cualquier otro, ni que estaba viviendo sus últimos momentos de despreocupación. ¡Y no sólo de despreocupación! Era más milagroso que eso, y el milagro había durado más de ocho días. ¡Horas, días enteros de inocencia!
Había dejado de tener edad. De ser esto o aquello. Incluso de ser un Passerat-Monnoyeur.
¡Era Jean, como cualquier niño que juega al borde del camino sin preocuparse del porvenir y del pasado! Como un niño, cortó una rama. Como un niño que se regocija pensando en un juego, se decía: «Ojalá esté…».
En verdad, desde que una pesada puerta, lejos, en Fontevrault, se había cerrado a su espalda, desde que un hombre de uniforme le había deseado buena suerte, desde que había echado a andar, sin destino fijo, nada le ataba a nada, todo era gratuito, los días ya no contaban, lo único que contaba era el presente magnífico y crepitante de sol.
Cruzó la cocina para ir a lavarse al patio y lo hizo a conciencia. El agua estaba fría. La dejó correr por la nuca, mojando sus ásperos cabellos; el jabón le picaba en los párpados, y él se arrancaba la roña, se enjabonaba el pecho, los riñones, los muslos.
De vez en cuando oía el enternecedor sonido de una corneta: en el canal de juguete, una gabarra de juguete se anunciaba así a la esclusa, y el hombre con la pata de palo iba dando tumbos a abrir las compuertas.
Sabía cómo acercarse. Había tramado un plan. ¡El que viniera para cobrar el seguro, que se fastidiase!
Franqueó el puente sobre el canal, luego el puente sobre el Cher. Avanzó por el bosquecillo en pendiente y, agarrándose a los matorrales, siguió el lecho del río. Cuando vio la mancha rosa de la fábrica de ladrillos, atravesó la corriente posando los pies en las piedras a flor de agua, y sólo tenía miedo de una cosa: de hacer ruido.
Después de lo cual, se echó en la hierba alta y se puso a reptar. Se reprochó haber llegado tarde, porque Félicie ya estaba allí. Oía su voz. Tenía prisa por verla y reptaba más rápido, con una hoja de hierba entre los labios.
—El lobo…, el lobo…, el lobo feroz… ¡Huuuu…!
Estaba a unos veinte metros de la casa baja, sobre la cual se erguía un hilo de humo, porque no soplaba ni pizca de aire.
—¡Cuidado…! Soy el lobo feroz… ¡Huuuu…!
Ella, vestida como siempre, con su delantal azul bajo el que apenas llevaba nada, sin duda sólo una camisa, se arrastraba y de repente brincó.
—Que te como…, que te como…, que te como…
Y el bebé, sentado en la hierba, lanzaba un grito en el que se mezclaban la alegría y el miedo, y luego una risa que no terminaba nunca y que le hacía brotar lágrimas. Ella lo revolcaba por el suelo, le mordisqueaba las rodillas, las pantorrillas, los muslos, y el bebé tenía las pequeñas y rollizas nalgas al sol.
—¿Otra vez?
Ella se levantaba y Jean la veía, de pie, la nariz temblorosa, una hoja de hierba pegada al rostro. Se echaba los cabellos hacia atrás. Con una aspiración, parecía llenarse el pecho con toda la alegría del verano, y daba unos pasos, se agachaba, se ponía a gatas.
—¡Cuidado! El lobo…, el lobo…, el lobo feroz… ¡Huuuu…!
El niño, a la espera, contenía el aliento. Esperaba el instante en que ella brincase. Lo preveía con exactitud y lanzaba su grito de alegría y miedo.
—Que te como…, que te como…, que te como…
Sus dos risas se confundían. El niño rodaba por el suelo. Sus deditos se agarraban a la salvaje cabellera de su madre, y luego, en cuanto se calmaba, trataba de pronunciar las sílabas que querían decir: «Otra vez…».
Y Félicie volvía a empezar. El tiempo no importaba. Se oía el murmullo del Cher y a veces el quejido de una manivela, la de las puertas de la esclusa, la pata de palo del esclusero. Françoise, detrás de su casa, con un saco atado al cuerpo a guisa de delantal, los pies desnudos en los zuecos, hundía los brazos en una tina de agua jabonosa y lavaba la ropa que iba echando sobre la hierba, donde formaba un gran montón blando.
—El lobo…, el lobo feroz…, el…
Se inmovilizó, con las pupilas de repente fijas, de repente frías. Acababa de descubrir el rostro de Jean, en la hierba alta, detrás de su hijo.
Él imaginó que se apresuraría a recoger a su hijo y precipitarse a la casa. Y la idea de que le daba miedo no le resultaba del todo desagradable. ¿No le temían todos en la región porque venía de Fontevrault y no tenía derecho de residencia?
No le conocían. No podían saber. Un día, cuando la hubiera domado, le explicaría amablemente…
Ella le miraba a los ojos. ¿Es que no le tenía miedo, ya que no pensaba en proteger al bebé, que estaba entre los dos?
De repente, en el momento en que menos lo esperaba, le sacó la lengua.
Él sonrió. No tenía más que incorporarse, avanzar hacia ella, hablarle. Pero ella se había levantado primero, se había inclinado sobre el niño, al que había recogido en brazos, y en aquella pose parecía más joven, más frágil.
También él se incorporó. Antes de que estuviera de pie, ella pasó a su lado, escupió en el suelo y dejó caer:
—¡Tipo asqueroso!
Luego, sin apresurarse, sin darse la vuelta, se dirigió hacia su madre, que hacía la colada. Como habían acordado, esperó el autocar al borde de la carretera. Ayudó a Tati a bajar y llevó la mayor parte de los paquetes. Ella, al verle, frunció el entrecejo y en cuanto estuvieron en el sendero le interrogó:
—¿Qué te pasa?
—Nada…
—¿Ha venido alguien?
—Nadie.
¿Cómo había adivinado que había pasado algo, cuando era tan imponderable? ¿Qué había pasado, en realidad? ¡No le daba miedo a Félicie! ¡Se alejaba de él nada más verle, pero no porque viniese de la cárcel!
Había escupido al suelo. Había dejado caer: «¡Tipo asqueroso!».
Aquello era muy diferente. Aquello iba dirigido al hombre que vivía en casa de Tati, al amante de Tati.
Esta, sin aliento porque caminaba demasiado deprisa, seguía interrogándole y envolviéndole en su mirada recelosa:
—¿No ha venido Félicie?
No tuvo que mentir para decir que no. No sentía curiosidad por lo que hubiera en los paquetes. Le habían estropeado el día y quizá más que el día; le habían ensuciado su cielo; ya no tenía ganas de silbar; no tenía hambre; no aspiraba, como solía hacer cada día, el olor ya familiar de la cocina.
—¡He encargado otra incubadora! —anunció Tati quitándose el sombrero.
También en ella había cambiado algo, y el hombre tuvo la impresión de que entre los dos había cierta distancia que ella vacilaba en franquear.
—¿No me preguntas qué te he comprado? ¡A ver, Jean! Acércate a la luz, que te vea la cara. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste el otro día y de lo que te respondí?
—¿Qué dije?
En vez de responder, ella replicó:
—Hace un momento, un poco antes de que cerrase el mercado, un automóvil se detuvo frente al hotel France… Conoces el hotel France, ¿verdad?
—Sí, lo conozco…
—Era un coche grande y descubierto, hay pocos de esos por aquí. Dentro iban un hombre y una mujer. La mujer era muy hermosa, muy joven, y llevaba un traje sastre casi blanco. El hombre, al bajar, dijo: «Sólo serán cinco minutos, querida». ¿Sabes quién era?
Él frunció el entrecejo. Lo adivinaba confusamente, pero estaba ausente de la conversación.
—Deja que te mire. A él el pelo le crecía muy abajo de la frente, como a ti, pero el suyo es plateado y las cejas se unían sobre la nariz, como las tuyas. ¿Por qué no insististe cuando yo dije que no eras hijo del señor Passerat-Monnoyeur?
—Dije que soy su hijo.
—Yo repliqué que no era verdad…
—No tiene importancia.
Ella prefirió abrir los paquetes.
—¡Toma! Te he traído una navaja, jabón de afeitar y una brocha. ¿Verdad que tienes la talla cuarenta y uno de cuello? Aquí tienes tres camisas. Pruébate una, porque si no te van bien puedo cambiarlas.
Alpargatas. Dos paquetes de cigarrillos. Un cinturón con hebilla de metal y un pantalón de tela azul.
—¿Estás contento?
Ahora que ella había hablado del fabricante de licor se había formado una especie de vacío entre los dos.
—¿Dónde está Couderc?
—Con las vacas, supongo…
—Ayúdame a poner la mesa. Ya me cambiaré luego…
Y, mientras, manejaba las cacerolas:
—Me he enterado de quién es la persona a la que llaman su abogado. Es Bocquillon, un antiguo pasante de notario que se casó con una jorobada y que se ha establecido como corredor de fincas, gerente de propiedades. Le he visto. Le he dicho que le pagaría más que ellos y me lo ha contado todo. Si encuentran un médico que declare que el viejo está loco.
Le miró, sorprendida.
—¿Qué te pasa? Estás cambiado. Ya lo he notado al bajar del autocar. ¿No será a causa de tu padre?
Él se esforzó en reír.
—Parece que estés triste o que incubes una enfermedad. ¿Qué has hecho esta mañana?
—Nada.
—¿Has encañado los guisantes?
—Sí.
—¿Has dado de comer a los conejos?
—Sí.
—¿No han venido por el seguro?
—No.
¡Daba lo mismo! Dejaba el trabajo de comprender para más tarde. Abrió el paquete de embutidos que cada sábado traía de la ciudad. El viejo Couderc había entrado sin ruido y se había sentado en su sitio.
—Todas creen que la incubadora no funcionará, o que los pollos nacerán muertos. Me he informado con uno que los cría al por mayor. Sólo hay que acondicionar el lavadero. He encargado una que funciona con carbón.
Notaba que él no la escuchaba, que comía sin apetito. Habría que esperar. Después de la comida, el viejo se iría. Ella se serviría café. Dejaría fundirse el azúcar, empujaría la silla hacia atrás.
Se había desabrochado la blusa de seda negra que dejaba ver la combinación y un poco de carne blanca.
—Ya te lo he explicado todo. Aún no sé cómo irá con Bocquillon, pero si con ese no funciona, me buscaré otro. Me defenderé hasta el final, aunque tenga que prender fuego a la casa. ¿Qué dices tú?
—No digo nada.
—Bocquillon dice que aunque le haga firmar un papel no tendrá valor. Siempre se puede recusar un testamento, sobre todo el de un hombre como Couderc. ¿Tú qué piensas de él?
—No sé.
Ella le reprochó con la mirada su indiferencia, aquella especie de ausencia que creaba un vacío en la cocina.
—Pues bien, te diré lo que pienso yo. Couderc no está tan viejo ni tan cascado como parece. No digo que oiga bien, pero adivina lo que se dice por el movimiento de los labios. Es un viejo zorro. No tiene ganas de complicarse la vida. Tiene sus vicios, siempre está pensando en lo mismo. Sabe que mientras se haga el tonto no puede hacerse nada contra él. Ya lo viste el otro día, con sus dos hijas.
»En su casa, le vigilarían. Estoy segura de que no tardarían nada en meterlo en el asilo y el viejo guarro también lo sabe. ¿Comprendes? Conmigo, de vez en cuando puede pasar un buen rato. No le da vergüenza.
»¡Y esas pécoras quieren ponerme en la calle! Si a él le pasase algo malo, venderían la casa. Tienen derecho, Bocquillon me ha advertido. Y yo, que lo he hecho todo aquí, yo, que he trabajado toda la vida como una bestia, que he soportado al viejo, sólo tendré derecho a un tercio, un tercio de lo que, en realidad, me pertenece, porque si ellas se hubieran quedado la casa ya hace tiempo que los tribunales se hubieran apoderado de todo… ¿En qué estás pensando?
—En nada.
Era verdad. Sólo sentía una especie de malestar, como cuando se va a tener la gripe. No digería el almuerzo. Tenía calor.
—Me fastidia un poco que seas hijo del señor Passerat-Monnoyeur. ¡Y pensar que mi hermana sirvió en su casa! Seguro que la conociste.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Diez años…
—¿Se llamaba Adéle?
—Sí. ¿La recuerdas?
—Sí. Detestaba a mi hermana. Ahora, creo que mi hermana se ha casado con un médico de Orléans…
—Con un cirujano, el doctor Dorman.
Silencio. Era la hora en que tenían que levantarse de la mesa. Ni en la cafetera ni en los vasos quedaba café.
—¿Quieres traer el aguardiente del armario? ¿No te importa que yo te mande y te trate de tú?
—¿Por qué?
—No sé. No me eches tanto. ¡Basta! Tú puedes llenarte el vaso. ¿Qué edad tienes?
—Veintiocho años.
Con las manos cruzadas sobre el vientre, la mirada clavada en los cristales centelleantes de la ventana detrás de la cual se extendía la polvorienta carretera, murmuró:
—Así que tenías veintitrés. La edad que tiene ahora René. Cuando René hizo aquello no tenía más que diecinueve. Dime, Jean…
—¿Qué?
—¿El que mataste era un hombre?
—Un hombre, sí.
—¿Viejo?
—Creo que iba por los cincuenta.
—¿Con un revólver?
Sacudió negativamente la cabeza y se miró las manos.
—¿Te molesta que hable de aquello?
¡No! No le molestaba. Sabía que un día u otro tendría que hacerlo. ¡Pero todo aquello quedaba ya tan lejos! ¡Y era tan diferente de lo que la gente podía imaginarse!
—¿No quieres contármelo? Yo te lo cuento todo.
Y él, como repitiendo una lección:
—Empezó en el Boulevard Saint-Michel, en un restaurante llamado Le Mandarin, no sé si aún existe.
—¿Eras estudiante?
¡Claro! Y su padre, desde que era viudo… Pero ¿para qué contarle todo aquello?
—¿Tenías una amante?
¡Pobre Tati, que estaba celosa de Zézette! Una amante, sí, ya que así lo llaman. La mantenía un ingeniero del Creusot. ¿De qué le servía a Tati saberlo?
—¿La amabas?
Ya no sabía si la amaba, pero estaba celoso.
«Júrame que no volverás a ver a ese ingeniero». «¡No seas tonto, Jean!».
Era su latiguillo. Era más joven que él y sentía la necesidad de hablar con un tono protector, de besarle en los ojos y de repetirle: «¡Qué tonto eres!». O, en las horas de expansión: «¡Así, bestia, así!».
Le daba consejos casi maternales.
«No deberías cargar con una mujer como yo. ¿Por qué ha de importarte que Victor venga a verme, si él me paga el alquiler y la ropa?».
Con eso bastaba para sacarle de sus casillas. Escribía a su padre, a su hermana. Inventaba toda clase de excusas para que le enviasen dinero.
«Gastas demasiado. ¿Por qué has vuelto a pedir champaña?».
¡Porque les miraban, por eso! Y ella, ¿cómo se las arreglaba para que siempre le presentasen facturas cuando él estaba delante?
Todo aquello era viejo, confuso. Apenas recordaba los jardines del Luxembourg, aquellos bancos donde la esperaba horas enteras, el curso cuyos libros apenas abría. ¡Y luego las veladas en las que no sabían qué hacer! Las partidas de jaquet en un rincón del Mandarin, en el sótano, donde otros jugaban al póquer.
Tati sabía que aquello sucedió en un mundo que ella desconocía, y hacía un esfuerzo por comprender.
—¿Así que mataste por dinero?
—Debía el alquiler de tres meses, además de un abrigo de petigrís que le había regalado y no había pagado. Tenía miedo de que volviese con el ingeniero. Sabía que le escribía a escondidas. Ahora pienso que de vez en cuando se veían. Ella mentía por los codos. Me decía: «Mejor harías en preparar los exámenes. Si yo fuera tu padre…».
»Supliqué a mi padre que me enviase dinero. Él derrochaba mucho más con sus amantes. Yo tenía derecho a la legítima de mi madre, pero él había jurado que si se la reclamaba me repudiaría. Un día en que acababa de venderme el reloj, en el sótano del Mandarin vi a unos tipos que empezaban una fuerte partida de póquer.
»En realidad lo que había vendido no era mi reloj. Era un cronómetro de oro que le había robado a mi padre la última vez que fui a verle. Me dieron tres mil francos por él. Valía el triple. Yo necesitaba mucho más que tres mil francos…
»Uno de los jugadores era un hombre gordo de provincias, un contratista de obras del Mans. Estaba perdiendo mucho y eso le enfurecía. Mis camaradas, que estaban jugando con él, me dirigían guiños…
Tati lanzó un suspiro, como en el cine cuando se nota que se acerca el desenlace.
—Yo estaba con Zézette… llevaba su abrigo de petigrís. Me decía: «Estoy segura de que tus compañeros hacen trampas. Van a desplumarle y le estará bien empleado. Un hombre que debe tener mujer e hijos», porque sentía mucho respeto por la familia. «No juegues, Jean. ¿Qué vas a hacer? Estás bebiendo demasiado y volverá a sentarte mal. Lo pasaré estupendo, toda la noche cuidándote, como el martes pasado».
—¿Y perdió? —preguntó Tati manoseando su vaso vacío.
Sin darse cuenta volvía a tratarle de usted.
—Primero me ganó los tres mil francos. Yo no paraba de pedir más bebida. Quise apostar sobre fiado. Firmé pagarés. En menos de una hora perdí diez mil francos y aquel hombre exclamaba, entre risotadas: “¡Me recupero, me recupero! ¡A costa de papá Passerat-Monnoyeur! ¡He bebido tanto sus licores que me lo merezco!”.
»Cuando la partida terminó, Zézette se había ido. Fuera caía una lluvia fina. Debían de ser las dos de la madrugada y los últimos cafés estaban cerrando. El hombre salió. Le seguí a distancia. No tenía adónde ir. Cruzó la Cité y bordeó los muelles. Luego cruzó un puente, al final de la Île Saint-Louis, y rápidamente di unos pasos. “Escuche”, dije, “tiene que devolverme, si no los tres mil francos, por lo menos los pagarés que le he firmado”.
»Se echó a reír. Yo debía de estar pálido, terriblemente tenso, porque su risa se había hecho menos natural y en su mirada vi que tenía miedo, que estaba buscando socorro. En aquella época yo llevaba en el bolsillo un puño americano, como muchos estudiantes, por juego. El hombre seguía riendo cuando le golpeé en pleno rostro y cayó como un saco de piedras.
—¿Muerto? —preguntó Tati, cuyo pecho se agitaba.
Se encogió de hombros.
—Le cogí el billetero. Me lo metí en el bolsillo y me alejé rápidamente. Luego…
—¿No estaba muerto?
Entonces, él gritó:
—¡No, demonios, no estaba muerto! O quizá. ¿Yo qué sé? Ya me había alejado cien o doscientos metros. De repente pensé que volvería en sí, que los agentes que hiciesen la ronda lo encontrarían y me denunciaría. Regresé. Sólo entonces me asusté. Me incliné sobre él. Gruñó algo…
»Lo más rápido que pude, lo levanté, no sé cómo, porque pesaba mucho, y lo arrojé por encima del pretil. En el billetero había catorce mil francos y una fotografía de dos niños, dos gemelos, con las caras juntas.
—¿Te atraparon enseguida?
Bajó la cabeza.
—Al cabo de cuatro meses. No encontraron el cuerpo hasta cinco semanas más tarde, en una presa. La investigación prosiguió sin que mi nombre saliese a la luz.
—¿Y Zézette?
—Estoy seguro de que adivinó la verdad. Me gasté con ella los catorce mil francos. Una mañana, la portera me anunció con mucho secreto que la policía había venido a informarse sobre mí.
»Desaparecí. Dormía en casa de un amigo que vivía con su tío. El tío no podía enterarse de que yo estaba en la casa. Ya no me atrevía ni a salir. Durante el día permanecía escondido bajo la cama. Mi compañero me traía restos de la mesa, huevos duros, pedazos de carne fría. Escribí a mi padre para pedirle dinero y huir al extranjero, pero me respondió con una sola palabra: “¡Revienta!”. Y, una mañana en que empecé a toser, fui al Quai des Orfèvres para entregarme. No sabían quién era yo y me tuvieron dos horas esperando en el vestíbulo…
»Me dieron un abogado de oficio y él me aconsejó que dijese que en el momento en que golpeé al hombre, este se cayó al agua, y eso dije… No me creyeron, pero, por las dudas, sólo me cayeron cinco años.
Entonces la voz de Tati preguntó:
—¿Sentiste algo?
—¿Cuándo?
—Al matarlo.
—Ya no lo sé… creo que no —dijo mirando hacia fuera.
La verdad, la verdad verdadera, es que mientras su frente se ensombrecía no pensaba en el contratista, sino en la jornada perdida, en el escupitajo de Félicie, en algo que había existido y que ya no encontraba.
—No bebas más… —murmuró Tati cogiéndole la botella.
Él se pasó la mano por el rostro y suspiró:
—Tengo sueño.
—Ve a acostarte.
—Sí. Creo…
Subió pesadamente la escalera, se dejó caer sobre su jergón, que olía a heno y a moho. Por el tragaluz, sobre su cabeza, entraba aire fresco, el cacareo de las gallinas y el rechinar de un rastrillo que alguien manejaba en alguna parte, Couderc al fondo del jardín o un peón caminero en el camino de sirga.