3

Aunque Tati no paraba quieta en todo el día y con sus idas y venidas parecía cargar toda la casa sobre sus robustas espaldas, también tenía una hora de flaqueza.

Era después de la comida del mediodía, a la que llamaban el almuerzo. Cuanto más avanzaba la temporada más sorprendente era el contraste entre el exterior blanco de sol y la fresca penumbra de la cocina. Sobre todo en un recodo profundo, que debía de ser un viejo armario al que le habían quitado las puertas, donde siempre había dos cubos de agua del pozo, con una pinta al lado; nunca, ni siquiera junto a una fuente de montaña, Jean había sentido tal impresión de limpieza ni tantos deseos de sentir el agua fresca deslizarse por su garganta.

Para evitar las moscas, y también para impedir que las gallinas invadiesen la cocina, la puerta del corral estaba cerrada. Pero debajo de la hoja quedaba un ancho hueco, una franja de sol en fusión donde se agitaban las patas de las aves.

Tras devorar el último bocado, Couderc limpiaba su navaja contra la madera de la mesa, que, en su sitio, estaba llena de muescas, y luego, igual que un animal va a buscar acomodo entre las ramas, desplegaba su cuerpo largo y delgado y se iba arrastrando los pies a algún rincón del corral donde se le oía remover cajas o barriles.

Arreglaba cosas, reparaba herramientas, tallaba estacas para la cerca, cortaba leña para la chimenea o bien arreglaba las matas de guisantes, las cañas de las tomateras, con la mirada vacía, siempre una gota en la punta de la nariz, fuese invierno o verano.

Entonces, con una presión del vientre contra la mesa aún puesta, Tati hacía recular la silla. El asiento de paja gemía. Su amplio pecho exhalaba un suspiro y sus senos, a esa hora, parecían reposar suavemente sobre su estómago hinchado, tenía la piel brillante, los ojos húmedos.

Jean había tomado la costumbre de ir a buscar el café en el fuego y colocaba la cafetera azul bajo un rayo de sol que caía de la ventana.

Tati contemplaba su vaso, porque siempre bebía el café en vaso. Los dos terrones de azúcar se fundían. Los miraba con ternura, olía un poco el líquido oscuro.

La vida parecía suspendida en varias leguas a la redonda. En el canal, las gabarras hacían la siesta, mientras los asnos descansaban en una mancha de sombra. No se oía ruido alguno, salvo el zurear de las palomas sobre el que a veces se elevaba el canto de un gallo o el martilleo del viejo.

—Y pensar que cuando llegué a esta casa, a los catorce años, yo era la criada…

La mirada de Tati acariciaba las paredes, que no habían cambiado, que simplemente habían sido encaladas año tras año. El calendario, cuya estampa representaba a unos segadores, debía de ser viejísimo. A los dos lados de la antigua artesa que ahora servía para almacenar los objetos más heterogéneos, dos retratos, en sus marcos ovalados.

—Así era Couderc por aquella época…

La misma cabeza alargada, de cabellos ásperos, a cepillo. Bigotes puntiagudos encuadraban el rostro. La mirada dura de quien es consciente de su importancia.

—¡Entonces tenía treinta y cinco años! Era propietario de la fábrica de ladrillos, la había heredado de su padre. Nació en esta casa. Las tierras llegaban hasta el pueblo y en el establo había diez vacas…

Removía la cuchara en el vaso y sorbía otro trago de café, golosa como una gata.

—Su mujer acababa de morir y se había quedado solo con tres hijos. Cuando llegué, acababan de enterrarla y la casa aún olía a cera y a crisantemos.

El otro retrato, frente al de Couderc, amarilleaba más, como si supiera que no era más que la sombra de una muerta. Los rasgos estaban desdibujados, borrosos. Una sonrisa triste. Un moño alto. Un camafeo, el que Tati llevaba los domingos.

—No sé cómo, mi madre se enteró de que buscaban a alguien para ocuparse de los niños. Vivíamos lejos de aquí, hacia Bourges. Un vecino me trajo en su carricoche. Por temor a que yo les pareciese demasiado joven, mi madre me peinó con el pelo hacia arriba y me puso un vestido largo.

De vez en cuando, en su voz, restallidos duros como piedras.

—El niño tenía once años y era casi tan alto como yo. Las dos niñas se llamaban Françoise y Amélie. Eran tontas y sucias, sobre todo Françoise. Ya la ha visto: es la madre de Félicie. Se casó con Tordeux, que sólo vale para hacer de vigilante en la fábrica de ladrillos.

Jean también se desperezaba, siempre a horcajadas en su silla, los codos sobre el respaldo y un delgado hilo de humo subiendo de su cigarrillo.

Y Tati suspiraba:

—¡Menuda historia!

Ella se entendía. Para ella, las paredes, los objetos, estaban animados. Los situaba en épocas diferentes, por ejemplo, cuando ella tenía catorce años y era la primera de la casa en levantarse y en pleno invierno encendía el fuego en la cocina fría, antes de ir a romper el hielo del abrevadero.

—Couderc era concejal, y hubiera podido llegar a alcalde. En aquella época era un hombre serio, que ni siquiera miraba a las mujeres. Nunca he sabido cómo empezó a perder dinero. Se asoció con un empresario que quebró, lo que le obligó a vender la fábrica de ladrillos.

A Jean le hubiera gustado ver un retrato de Tati niña. ¿Tendría ya aquel aire de autoridad, y aquella manera de mirar a las personas como para asegurarse de hasta qué punto podía confiarse en ellas?

Siempre le miraba así, como la primera mañana, en el autocar. Se había acostumbrado a él. Lo había tenido entre sus brazos, desnudo, había acariciado su piel blanca. A veces, al alba, subía al granero y se quedaba un instante mirándole dormir antes de despertarle. Pero también le espiaba, le guardaba las distancias.

—Yo tenía diecisiete años cuando el chico, que casi era tan tonto como sus hermanas, me hizo un hijo. Recuerdo cómo ocurrió. Él estaba en la cama con anginas. Le subí caldo. «¡Tienes fiebre!», le dije. Y él, que debía de haberse pasado horas pensándolo para reunir coraje, respondió: «¡Mira! Mira por qué tengo fiebre…». Couderc, furioso, acabó por casarnos. Las chicas también se casaron, Françoise con el vigilante de la fábrica y la otra, Amélie, con un empleado de Saint-Amand.

—¿Queda un poco de café?

Ella consultaba la hora. Bajo el cristal de la caja del reloj, el péndulo paseaba su reflejo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.

Se concedió unos minutos más.

—Algún día has de contarme lo que hiciste.

Le miraba con más intensidad.

—¿Mataste por una mujer? ¡Bueno!, no quiero sonsacarte. Comprendo que te fastidie.

¡Venga! Ya era hora de levantarse, de sacudirse el cálido embotamiento que impregnaba los miembros. Ella se aseguraba de que no quedase una gota de café en la cafetera azul, cogía el cazo de agua caliente de la estufa, vertía el agua en la pila llena de platos sucios, dejaba caer un puñado de jabón en polvo.

—Esta tarde tendrías que dar otra reja al campo de patatas… Estoy segura de que el viejo vendrá por mí. Hace dos o tres días que se calienta los cascos y si no le dejo hacer…

Ahora él ya conocía la historia de los Couderc. Se iba enterando por retazos que iba uniendo. Al único que no podía imaginar era al marido de Tati, y no le había enseñado ni un retrato suyo. ¿Era que no lo había en toda la casa?

Por lo que podía juzgar, un hombre de salud débil, un triste. Había muerto de neumonía. Cuando aún vivía, el viejo Couderc ya solía perseguir a su esposa por la sombra de las alcobas.

—Sabes —le dijo Tati otro día, a la hora del descanso—, Françoise no me asusta. Es demasiado tonta. Cuando era joven se reían de ella porque no entendía nada. Un chico hasta le hizo creer que los niños se hacen por la nariz y ella lloraba como una Magdalena. Y a Amélie puedo hacerle frente. El peligro es esa zorra de Félicie, que siempre está rondando a su abuelo y enseñándole su bebé… Esa es de otra raza, me gustaría saber quién se lo hizo a Françoise. ¡Su marido no, desde luego! No hay más que mirarla.

A veces Jean la veía de lejos. ¿Era aquella lejanía lo que le impresionaba?

De la casa, oculta por el talud del canal, sólo se veía el tejado de tejas rosadas y la parte superior de la pared blanca. A la caída de la noche, con el sol poniente a su espalda, Félicie solía instalarse cerca de la esclusa, con su bebé en brazos.

Era delgada. El peso la doblaba como el tallo de una flor demasiado pesada. Parecería una niña si, en el movimiento que hacía para sostener al niño, no abombase el vientre, lo que le daba un aire de feminidad.

Cuando estaba muy lejos sólo se distinguía la mancha azul de su delantal y la aureola de sus cabellos rojizos.

Jean, con pasos indolentes, seguía el camino de sirga y se acercaba a ella. Sabía que ella veía cómo se acercaba. Sabía que bajo sus ojos verdes había pequitas doradas, y también que la atención le hacía plegar las delicadas aletas de la nariz.

Para amansarla, él exageraba su indolencia, se detenía para observar el corcho de una caña de pescar o para cortar una flor amarilla en el talud.

El esclusero de la pierna de madera manipulaba sus manivelas. Sus hijos estaban sentados en el umbral y en la gravilla yacía una muñeca sin brazos.

Se acercaba unos metros más e, invariablemente, Félicie giraba sobre sus talones y se apresuraba a volver a su casa y cerrar la puerta.

Él era el enemigo, de eso no cabía duda. Una vez que siguió acercándose, la puerta volvió a abrirse, pero quien apareció no fue Félicie. Fue su madre, Françoise, estúpida y huraña, que se plantó en el umbral para proteger su guarida.

—¿Qué tal? —preguntaba él maquinalmente al esclusero.

Y este le lanzaba una mirada recelosa, y también le daba la espalda.

A Jean aquello no le afectaba. En su mirada siempre había la misma ligereza. ¿Pensaba en algo? ¿Tenía aún necesidad de pensar? Vivía horas gratuitas, horas con las que no había contado, y tenía la cabeza llena de luz, la nariz llena de olores, los miembros entumecidos de quietud.

—¡Jean! ¡Jean! —llamaba la voz aguda de Tati. Allí estaba ella, las manos en las caderas, corta de piernas, corta de cuello, de carne poderosa.

—¿Otra vez rondando a Félicie? Date prisa en limpiar las conejeras. Hace tres días que vengo diciéndotelo. Si tengo que hacerlo todo yo, no vale la pena que…

Dos, tres veces al día, se inclinaban ante la incubadora, que para Tati era una verdadera caja mágica. Aún no se atrevía a creer que nacerían sesenta pollitos a la vez.

—Vuelve a leer lo que dice ahí. No llevo las gafas encima. ¿Estás seguro de que no hay que poner más agua? De noche siempre tengo miedo de que la lámpara se apague y no sé cómo me retengo para no venir a ver. Mañana tienes que devolver la mantequera. El sábado te traeré una navaja de afeitar y todo lo que necesitas. Para entonces espero una carta de René.

Primero recibió una visita. Fue el jueves. La hora de relajamiento acababa de terminar y ella estaba lavando los platos.

—Corta la maleza alrededor de la casa —le había dicho a Jean.

Porque a lo largo de la pared blanca habían brotado ortigas. Cogió un escardillo. Estaba rastrillando, a cabeza descubierta, la camisa abierta, un cigarrillo en los labios, cuando oyó un rumor al final del camino.

A cien metros, en la sombra de los avellanos que sólo dejaba pasar discos de sol, avanzaba una familia: un hombre vestido de oscuro, con barbita y canotier, una mujer bastante corpulenta que debía de estar sudando, un niño en traje de marinero al que ella llevaba de la mano y que azotaba el aire con una rama.

Jean se quedó inmóvil, como hacen los campesinos, viéndolos venir como si fueran un espectáculo interesante. Observó que la familia se detenía para un breve conciliábulo. La mujer aprovechaba para subirse la falda y alisarse el vestido y luego daba un tirón a su hijo, que se había agachado para recoger algo.

—¿Qué pasa, Jean? —gritó Tati desde la cocina, al verle paralizado.

No la entendió, porque la puerta y la ventana estaban cerradas. Pero vio el movimiento de sus labios al otro lado del cristal, y abrió la puerta.

—Creo que hay visita.

Ella se asomó, frunciendo el ceño, arreglándose ya los cabellos.

—Son Amélie y su marido. Voy a ponerme presentable. Diles que bajo enseguida.

En un instante hizo desaparecer los platos en el armario y se la oyó subir la escalera, y luego caminar arriba y abajo por el piso superior.

Los otros, que habían avanzado cincuenta metros más, al ver a Jean en la puerta con el escardillo en la mano volvieron a detenerse. Otro conciliábulo. El marido llevaba quevedos y una cinta violeta en la solapa de la chaqueta.

Finalmente se decidieron a avanzar. Pasaron ante el joven como si no existiera y Amélie entreabrió la puerta.

—¿Estás ahí, Tati? —gritó al vacío de la casa.

—Si quieren pasar, Tati bajará dentro de un instante…

La mujer reculó como para evitar su contacto. Su marido dio literalmente una vuelta alrededor de Jean para no rozarle y ordenó a su hijo:

—Pasa delante. Siéntate en una silla y procura estarte quieto.

Sólo porque fingían ignorarle, Jean entró, dejando el escardillo fuera, y les tendió unas sillas.

—Siéntense, por favor. Hace calor, ¿verdad? Supongo que no habrán venido a pie desde Saint-Amand…

El marido soltó involuntariamente:

—Hemos cogido el autocar…

Y su mujer le fulminó con la mirada por dirigir la palabra a aquel individuo.

Silencio. Ella se había sentado. El marido permanecía de pie, desplazaba el canotier sobre su cabeza para secarse el sudor con un pañuelo.

—Estate quieto, Hector…

Sobre sus cabezas, los andares pesados de Tati, que se vestía de domingo a toda prisa y se peinaba.

Para romper el silencio, Amélie, dirigiéndose a su marido e ignorando a Jean, dijo:

—Estoy segura de que papá ha llevado las vacas a pastar. Con este sol cualquier día le va a dar una congestión.

Finalmente Tati bajó las escaleras, abrió la puerta y avanzó hacia su cuñada.

—Buenos días, Amélie.

Dos besos, uno en cada mejilla, secos y fríos como dos picotazos.

—No esperaba que vinieras hoy. ¿Tu marido tiene fiesta? Hola, Desiré. ¡Pero siéntate! Buenos días, Hector. ¿No le das los buenos días a tu tía?

—Buenos días, tía. Quiero ir a pescar al canal.

—¡Te prohíbo ir a pescar! —exclamó su madre—. No quiero que te caigas al agua. Quietecito aquí.

Jean estaba listo para salir a la menor señal o mirada de Tati. Pero ella le retuvo.

—Saca la botella de aguardiente, Jean. Y en la bodega hay licor de grosella para Amélie.

Ella cogió del aparador del comedor unos vasos con cenefa dorada y los dejó sobre la mesa.

—¿Qué buen viento os trae por aquí? —preguntó entonces, sentándose con un suspiro de satisfacción—. Puedes quedarte, Jean. No tenemos secretos. ¿Verdad, Amélie? ¿A Desiré le gusta su nuevo empleo? ¿Sigue con el droguero de la calle Gambetta?

—¡Sí! —replicó ella con sequedad.

—¡Muy bien, muy bien! A vuestra salud. ¿Le podemos dar un poco de licor al niño?

—Gracias, prefiero que no beba.

—Tengo sed, mamá.

—Te daremos un vaso de agua… ¿Papá no está en casa?

—Debe de andar por ahí con las vacas…

—¿Qué tal está?

—Como siempre.

Y de repente llegó la declaración de guerra.

—Ayer recibimos una carta de Françoise.

—¡Vaya! Pobrecita, si la ha escrito Françoise no habrás entendido nada, porque en su vida aprendió a escribir y sólo sabe leer las mayúsculas.

—Se la escribió Félicie.

—¿Vuelve a estar encinta? ¡Pobre! Con tantos barcos que pasan y los marineros con ganas de jarana…

Jean permanecía de pie, apoyado en la pared, de brazos cruzados, sin encender el cigarrillo, que se le había apagado.

—Por lo menos —respondió Amélie—, los gendarmes no han ido a visitarla.

—¿Por qué lo dices? ¿Te han visitado los gendarmes?

—Sé de alguien a quien le han visitado. Además, ahora vendrá Françoise. Me extraña que aún no haya llegado.

—¿A qué hora os habíais citado?

Y Amélie, atolondradamente:

—A las tres…

Eran las tres menos diez. Desiré, quizá por hacer algo, tendía la mano hacia su vaso. Su mujer le frenó.

—Preferiría que no bebieses. Sabes que te sienta mal.

—Pues nada, hijos míos, esperaremos a Françoise. Ya hace tiempo que no la veo en casa. Cierto que cuando no estoy envía a su hija a mendigar jamón o huevos. La última vez fue el sábado pasado.

—Félicie tiene derecho a venir a ver a su abuelo…

—Pues podría pedirme permiso para llevarse mi jamón…

—Ese jamón es de papá tanto como tuyo… Todo lo que hay aquí le pertenece, y, por consiguiente, pertenece a la familia. Esto es lo primero que quería decirte…

—¿Por qué? ¿Has venido a buscar algo?

—Espera a que llegue Françoise… —le sopló su marido, que estaba incómodo en su silla.

Vieron llegar a Françoise. Dudó un momento antes de llamar a la puerta. Ella también se había puesto de punta en blanco. Tenía grandes ojos asustados y no sabía qué hacer con las manos.

—Hola, Amélie. Hola, Desiré. Hola, Hector. ¿Llego tarde? Me daba miedo llegar antes que vosotros, porque, con todo lo que está pasando aquí…

Un profundo suspiro.

—Siéntate, Françoise —le dijo Amélie—. ¿Cómo está tu marido?

—No tiene crisis desde hace un mes.

—¿Y la fábrica de ladrillos?

—Va de mal en peor. Cualquier día la pondrán en venta y no sé si los nuevos propietarios nos querrán. Entonces nos quedaremos en la calle. Es duro pensar que tenemos una casa y…

Paseó la mirada por las paredes y luego lanzó otro suspiro.

—Precisamente estábamos diciéndole a Tati que nos has escrito.

La pobre Françoise se asustó. Sin duda hubiese preferido no salir así a la palestra.

—¿Has visto a papá?

—Ya no se atreve ni a acercarse a nuestra casa. Se nota que el pobre hombre vive aterrorizado.

Y Amélie, después de una mirada significativa hacia el rincón donde estaba Jean:

—¡No me extraña!

Desiré tragó saliva y se arriesgó heroicamente:

—Cuando uno vive día y noche con gente recién salida de la cárcel…

Y Tati, con una intensa satisfacción:

—¡Él sí que debería estar enjaulado! ¿Os acordáis de la pobre Juliette? Una pobre niña de catorce años, huérfana de padre y madre. Aún estaba en edad de jugar con las muñecas y la pobrecita no se atrevía a decir nada, de miedo que tenía.

—No eres quién para juzgar a papá… Sabes que desde que tuvo el accidente no está muy normal.

—¡Como si antes del accidente sirviese para algo más!

—¡Cállate, Tati! Eres una forastera y te prohíbo…

—¿Qué vas tú a prohibirme? ¿Que diga la verdad? ¿Que diga que vuestro padre es un viejo cochino y que la semana pasada volvió a bajarse los pantalones ante una niña que volvía de la escuela? ¡Y Françoise la conoce, por cierto! Que le pregunte si no es verdad lo que digo. Es la hija de Cotelle, del Moulin-Neuf.

—¡Eso no quita —chilló Amélie— que la casa sea suya! No quita que aquí estás en su casa y que has metido gente que no puede ir con la cabeza alta. Ve a buscar a papá, Françoise. Tú, Hector, siéntate en el umbral, pero sobre todo no vayas a jugar al canal o te daré un bofetón. ¿Me has oído? Ve a jugar.

—No quiero ir a jugar. Tengo sed.

—Pues bebe un vaso de agua.

—No quiero beber agua.

—Desiré, ¿quieres o no quieres hacer salir al niño?

Sonó una bofetada. Françoise salió, lenta y estúpida, llena de cólera y miedo.

—¡Ya veremos si habrá que ir por las malas! —dijo entonces Amélie, que evidentemente era el cerebro de la familia—. Para que te enteres, he ido a ver a un abogado…

—¿Para que meta a Couderc en la cárcel?

—Déjate de bromas. Sabes que lo tienes mal. ¡Todo el mundo te conoce, hija! Se sabe que te gusta mandar, que desde que te introdujiste en la casa has querido que todo fuese a tu gusto. Mi pobre hermano, ¡Dios lo tenga en su gloria!, lo sabía muy bien…

—Sírveme otro vasito, Jean. ¿Por qué no te sientas? ¿No te había dicho que es una familia muy extraña?

—¿No te da vergüenza?

—¿El qué?

—Tener un asesino en casa. Claro que tu hijo no es mucho mejor. ¡Si mamá nos viera! ¡La pobre mamá! Ella, que…

Miraba el retrato borroso. Sus ojos se humedecieron.

—Suerte que murió, porque ahora volvería a morirse de pena y de vergüenza…

Se oyó la voz de Françoise en el camino. Debía de hablar por hablar, quizá para tranquilizarse, porque el viejo, que la seguía con la cabeza gacha, como si ella le llevase con una cuerda, tampoco podía entenderla.

—Entre, mi pobre papá.

Cegado por el sol del exterior, parpadeaba tratando de distinguir los rostros en la penumbra de la cocina.

—Siéntese. ¿Tienes la nota, Desiré? En cuanto a ti, vamos a ver lo que piensa papá de tus manejos, Tati. ¿Dónde estaba, Françoise? A pleno sol, ¿verdad? Y él es el que hace los trabajos más pesados, a su edad. Lo tratan como a un viejo caballo que no vale nada, esperando que reviente de fatiga. Enséñale la nota, Desiré.

Como no podían hablar con el viejo, le habían escrito. Desiré, hombre prudente, había trazado grandes letras como de imprenta.

«La familia ha decidido que usted venga a vivir a casa. No puede usted seguir trabajando como una bestia. Le cuidaremos y no tendrá que estar entre asesinos».

Miraba el papel con aire estúpido, preguntándose qué querrían de él. Recelaba. Y, cosa extraña, se pegaba a Tati.

—¡Tantos como sois y aún no sabéis que el viejo idiota es incapaz de leer sin las gafas! Si no os las diera yo, buenos estaríais. Pero quiero que lea vuestra nota. ¡Pobre viejo! Si no fuera por mí no podría ni abrocharse la bragueta.

Sacó de un cajón unas gafas montadas en hierro y las puso sobre la nariz de Couderc. Este dudaba en leer, como si se oliese una trampa, pero releyó varias veces. ¿Quizá necesitaba unas gafas mejor graduadas?

—¡Toma, viejo cochino! Tú también tienes derecho a un trago.

Tati los desafiaba con la mirada.

—¡No os creáis que no entiendo vuestros manejos! ¡Lo que queréis no es al viejo! ¡Os estorbaría! Antes de una semana lo haríais internar en un asilo. ¡Claro que sí! No pongas esos morros, Amélie, ¡que te conozco! Yo no tengo la culpa de que te casaras con un hombre que gana setecientos francos al mes y que cada año ha de cambiar de empleo porque cree que sabe más que su patrón… Y tú, mi pobre Françoise, eres tan tonta que, en vez de hablarte, ganas me dan de ofrecerte un puñado de alfalfa. ¿Y qué? ¿Qué dice vuestro papá? ¡Miradle! ¡Intentad llevároslo!

Estaba aterrorizado. Un niño al que un desconocido se intenta llevar de un jardín público no se gira con tanta angustia como él se giraba hacia Tati.

Y eso que Amélie le sonreía de oreja a oreja, asintiendo con la cabeza, como para domesticar a un animalito nuevo en la casa.

—Escríbele que lo cuidaremos muy bien, Desiré, y que podrá ir de paseo todo el santo día. Escríbele también que en esta casa hay un asesino y que un día u otro le matarán.

Y, dirigiéndose a Tati:

—Porque he comprendido tu juego. Este hombre no está aquí por casualidad. Cualquier día, Dios sabe cómo, conseguirás que papá te firme un papel. Entonces será urgente que desaparezca antes de que se arrepienta de su decisión. ¡Confiesa! Confiesa que desde el día en que entraste aquí, cuando nosotras aún éramos unas niñas, decidiste que tú mandarías. Nuestro pobre hermano no se dio cuenta de nada. Ya eras viciosa hasta la médula. Y a veces pienso que por eso murió. ¿Lo has escrito, Desiré?

Este le tendió un cuaderno negro en el que había trazado algunas líneas.

—Ahora escribe que aquí su vida corre peligro.

El viejo Couderc quería irse. Había vaciado su vaso de aguardiente y Amélie suspiraba:

—Además le da alcohol, sabiendo que nunca le ha sentado bien y que el médico se lo tiene prohibido.

—¡Lee, Couderc! —gritó Tati, que parecía divertirse y que estaba plantada en medio de la cocina con las manos en las caderas—. ¿Serás feliz en su casa, en un piso de tres habitaciones, en el primer piso de una casa gris? ¿Y quién hará el amor contigo, eh?

—¡Tati! —gritó Amélie levantándose como impulsada por un muelle.

—¡Como si no lo supieras! ¡Como si no supieras que la cosa empezó cuando tu hermano aún vivía! Ya que estáis todos aquí, miradle ahora. ¿Creéis que le apetece irse con vosotros?

Él se había incorporado y había dejado caer la libreta al suelo. Fue a sentarse junto a la chimenea, para estar fuera de su alcance.

—Te aprovechas de que no está del todo en sus cabales. Pero te advierto que aún no has ganado la partida. En estos casos, puede nombrarse un consejo de familia. Me lo ha dicho el abogado. Y entonces…

Miró las paredes a su alrededor e hizo un gesto de barrer la habitación.

—Te echaremos a ti y a tu asesino.

Se estremeció, le temblaban los labios. Su mirada cayó en la ventana dorada por el sol. Aquello debió de recordarle algo, porque exclamó:

—¿Dónde está Hector? ¡Desiré!, corre a buscar a Hector. Es capaz de…

Tati sonreía, con una ancha sonrisa zafia, y su mano palpaba el camafeo prendido a la seda negra del pecho, el mismo camafeo del retrato de su suegra.

—¿De verdad no quieres tomar algo para serenarte? —preguntó cogiendo la botella de licor.

Entonces, de repente, Amélie hizo un gesto desafortunado. Le arrancó la botella, que se rompió contra el suelo. Tati, a su vez, le arrancó el sombrero que cayó sobre el charco rojo y viscoso.

—¡Amélie! ¡Tati! —chilló Françoise, loca de miedo.

—Tenéis suerte de que me reprimo… —jadeó Amélie mirando a Jean con miedo de que interviniese—. ¿Dónde está Desiré…? ¡Desiré! ¡Desiré! ¡Hector! ¿Dónde estáis los dos?

Abrió la puerta. El sol entraba en la cocina y dibujaba sobre las baldosas rojas un amplio rombo en el que revoloteaban partículas de polvo. Amélie tenía ganas de llorar. Françoise se había levantado.

—¡Desiré! ¡Hector! Seguro que el chico se ha caído al canal…

Lo que le daba motivo para gimotear.

—¡Vete tú también, vieja! —le aconsejaba Tati empujando suavemente a la inerte Françoise—. Ve a buscar a la zorra de tu hija. ¡Ve!

Y cerró la puerta de una patada.

—Es la casa —dijo volviendo al centro de la sala y dirigiéndose a Jean—. ¡Les pone enfermos! La idea de que no pueden quedarse con la casa. Pero con quién se acostaría el viejo, ¿eh? ¿Sería eso justo?

Por primera vez miraba a Couderc con una especie de ternura.

—Sólo la idea de perder a su Tati y de ya no poder divertirse de vez en cuando…

Le acarició la mejilla, le miró con unos ojitos prometedores.

—¡Vamos! Esta vez te lo has ganado…

Con un movimiento de cabeza le señaló la escalera. Aunque en ese momento Jean les daba la espalda, tuvo la clara sensación de que ella hacía un gesto obsceno.

Miró por la ventana. Amélie, sin sombrero, despeinada, hablaba con vehemencia y su marido había adoptado una pose contrita. El chico, con un zapato brillante de agua, debía de haber recibido una bofetada, porque tenía una mejilla roja y se frotaba los ojos con sus manos sucias.

Amélie y Françoise se abrazaron largamente, como después de un entierro. Luego, los tres de Saint-Amand se dirigieron hacia la carretera, donde pasarían una hora y media esperando el autocar.

Cuando Jean se volvió, en la cocina ya no había nadie. Oyó ruidos sobre su cabeza y prefirió ganar el patio, donde un grupo de gallinas se apretujaba a la sombra de la carreta.

¿Qué tenía que hacer aquel día?

Hizo girar la rueda de la noria y se puso a regar las lechugas.