Su cama, una cama de hierro que habían instalado en el granero, justo debajo del tragaluz, olía a heno, quizá con un fondo de moho, no desagradable. Lo que le intrigó durante todo el rato que tardó en dormirse eran las gotas que caían de una en una, espaciadamente, en el mismo granero, casi al alcance de su mano. Ahora bien, en la casa no había grifos. Y si lloviera, habría oído la lluvia crepitar sobre el vidrio en pendiente del tragaluz.
Bruscamente, pasó de la noche a la mañana, y la única conciencia que tuvo de aquella noche fue la del olor, el olor a heno y moho, que para él se convirtió en el olor del campo. El día recortaba dos rectángulos claros sobre su cabeza. En un rincón del granero se erigía un maniquí de costurera, con su monstruoso torso negro, abombado y sin senos, con la curva geométrica de la cintura y aquellas caderas que terminaban de repente, sobre un pie de madera torneada.
No había lavabo, ni jofaina, y tuvo que conformarse con ponerse los pantalones y la camisa, con el cuello abierto, y peinarse con los dedos.
Las gotas seguían cayendo de un repugnante pellejo colgado de una de las vigas: un cedazo que contenía requesón. Y, en el suelo, una escudilla medio llena de agua amarillenta.
El olor se componía de todo aquello, mezclado con la paja y algunas cosas más: ristras de ajos, cebollas, hierbas que no conocía, sin duda medicinales, tan resecas que al menor roce se deshacían en polvo.
Bajó la escalera, que no era más que una escalera portátil, y desembocó en la cocina, en cuya chimenea ardían unos leños. Por la mañana no se encendía la estufa. Junto a las brasas vio una cafetera esmaltada en azul, con un gran estallido negro en medio del esmalte y, como si ya estuviera en su propia casa, cogió un bol del armario, se sirvió café, buscó y encontró el azúcar.
Eran las seis de la mañana. No vio a nadie en el patio, pero oyó ruido en un cobertizo y encontró a Tati ocupada en echar a un caldero los ingredientes que cogía con pala de unas arcas.
—¡Échame una mano! —le saludó ella, ya acostumbrada a su presencia.
Luego, mirando sus zapatos con los cordones sueltos:
—En el lavadero hay unos zuecos que son de Couderc, y trae el agua caliente que está junto a la chimenea.
A causa del rocío y los excrementos de aves, el suelo estaba fangoso y las patas de las gallinas habían dibujado una alambrada.
Ya había salido el sol, pero una especie de bruma permanecía en el aire. Entre las dos hileras de árboles del canal se estiraba un ancho jirón de niebla. El viejo debía de estar ordeñando las vacas en el establo, porque se oía el rítmico chorro de la leche en los cubos; de allí llegaba un pesado calor animal y el sonido de un zueco golpeando un tabique de madera.
—¡Memoriza las cantidades, que yo esto ya lo he hecho sola demasiado tiempo! Un cubo de harina…, un cubo de salvado…, medio cubo de harina de pescado. Ahora echa agua, poco a poco, lo justo para rizar el salvado.
La mujer olía a cama y a franela. Sobre la combinación rosa, con la que seguramente habría dormido, se había echado un viejo abrigo beige que ya no tenía botones ni bolsillos y llevaba el cabello recogido en un pañuelo. Las piernas desnudas estaban llenas de venas azules.
—Ahora llena los cubos…
Ella seguía mirándole de vez en cuando, como a hurtadillas.
—Antes me ayudaba una chica de la Asistencia pública, pero tuve que dejarla ir, por culpa del guarro de Couderc, que se la llevaba al establo para sobarla, y fue un milagro que la cosa no llegara a más. Ven.
Y, mientras él llevaba los cubos, ella hundía una pala de madera y llenaba los comederos de hierro galvanizado sobre los que se precipitaban las gallinas.
—Ahora haremos lo mismo con los cerdos.
Él descubría animales por todas partes, en cada rincón, en cada uno de los estrafalarios recintos que rodeaban el corral: gallinas incubando; otras, con sus polluelos, al abrigo de una especie de enrejados en forma de campana. Luego, un montón de conejeras, donde se agitaban los animales.
Cuando los tres volvieron a la cocina, Tati puso a funcionar la estufa, se subió a una silla, cortó tres lonchas de jamón y las puso sobre la estufa. Comieron en silencio, frente a la ventana.
—¿Sabrás ir a cortar hierba para los conejos?
—Creo que sí.
Ella se encogió de hombros. Aquello no era una respuesta.
—Ven, que te daré la hoz y un saco. Sólo tienes que cruzar el puente. Entre el canal y el Cher encontrarás toda la hierba que quieras.
Cuando se alejaba con la hoz en la mano, volvió a llamarle.
—Procura no cortarte…
Él aún no sabía que era domingo. No lo había pensado. Le extrañó un poco ver dos gabarras inmóviles junto a la esclusa, con los postigos cerrados, como si dentro siguieran durmiendo. Luego vio un pescador con caña que bajaba de la bici y se instalaba en el talud.
La esclusa estaba a un centenar de metros de la casa, tan estrecha que hubiera podido franquear el cauce de un salto. En la casucha del esclusero los postigos también estaban cerrados. El agua del canal parecía humear suavemente y a veces subían burbujas de aire a la superficie.
Tras franquear el puente, se hizo una idea más clara de la disposición del lugar. Más allá de la curva del canal se veía un pueblo, más bien un esbozo de pueblo, que debía de estar a un kilómetro aproximadamente. Ante él, un prado bajaba en picado hasta el Cher, cuya agua clara saltaba sobre las piedras, y tras la otra orilla enseguida empezaban los frondosos bosques.
La casa de Félicie, la niña del bebé, estaba frente a la esclusa, entre el canal y el Cher, entre montones de ladrillos rosados.
Se inclinó para cortar la hierba húmeda de rocío. De vez en cuando por el camino de sirga pasaban ciclistas. Vio abrirse la escotilla de una de las gabarras y una mujer en bata se puso a colgar la colada en unos alambres extendidos de punta a punta del barco.
Se oyó el mugido de una vaca. El viejo Couderc atravesó el puente, tras sus dos animales, que caminaban lentamente, balanceando los hinchados vientres. En cuanto llegaron a la pendiente de hierba, inclinaron los hocicos rosados hacia la hierba mientras el viejo permanecía de pie, indiferente e inmóvil, con un bastón en la mano.
Al ver un grupo de chicas y chicos engalanados pasando en bici, y luego a una mujer, sin duda la esposa del esclusero, que salía de su casa y se dirigía al pueblo con un misal en la mano, Jean comprendió que era domingo.
Se acercó al viejo.
—¿Qué hay…? —dijo, como si el otro no fuese sordo.
Al mismo tiempo le guiñó un ojo, pero Couderc, en vez de responder a esa invitación, desvió la cabeza. Debía de desconfiar, quizá tenía miedo, porque, cuando Jean se acercó más, dio dos o tres pasos hacia sus animales, como para guardar las distancias.
Luego, con el saco casi lleno de hierba, volvió hacia la casa. Tati, endomingada y con sombrero, estaba poniendo una cacerola al fuego.
—Supongo que no vienes a misa —le preguntó sin mirarle.
Olía a cebollas. Del armario sacó dos hojas de laurel y clavo.
—Dales de comer a los conejos. Y de vez en cuando le echas una mirada al guiso… Si se pega, echa un chorrito de agua, pero sólo un chorrito, y pon la cacerola al lado de la estufa…
Bajo un calendario colgaba un pedazo de espejo. Se miró para enderezar el sombrero, buscó su misal forrado de lana negra. Luego se giró hacia él.
—¿Te apañarás? —le preguntó.
Y siempre aquella miradita en la que él leía satisfacción, casi una promesa, pero también una pequeña restricción. No desconfiaba de él. Simplemente, necesitaba observarle durante un poco más de tiempo.
—¡Claro!
—Si quieres asearte sólo tienes que sacar agua del pozo; en el lavadero hay jabón y una toalla.
¿Por qué de repente sus ojos reían?
—Seguro que no tienes navaja de afeitar. Por hoy puedes usar la del viejo. Debe de estar en su habitación. Cuando vaya a Saint-Amand te traeré una.
Y al poco rato caminaba junto al canal, menuda y sólida, vestida de negro de los pies a la cabeza, apretando el misal contra el pecho, y en la otra mano un paraguas.
Se afeitó en la cocina, ante el pedazo de espejo, luego fue al patio a lavarse con el agua helada que sacó del pozo.
Cuando se sintió limpio, con el pecho desnudo bajo la camisa abierta y el pelo aún mojado, le entraron ganas de fumar, pero se había quedado sin cigarrillos. Tampoco tenía dinero para comprarlos.
Tras husmear por la casa, descubrió un paquete de tabaco negro abierto encima de la chimenea de la cocina. Las pipas del viejo colgaban de un portapipas. Eligió una, y luego, como le daba un poco de asco fumarla después de Couderc, sacó del armario la botella de aguardiente, llenó la cazoleta e hizo correr el líquido por la boquilla.
De vez en cuando echaba una mirada a René, el hijo de la viuda Couderc, fijo en su marco, con su quepis, su uniforme, su asimétrico rostro de degenerado.
—Menudo canalla… —gruñó.
Sabía lo que se decía. ¡Un mal bicho, un bandido de cuidado!
El guiso iba cociéndose lentamente, la carne chisporroteaba en la cacerola, y cuando le pareció que se pegaba no se olvidó de echar un chorrito de agua, como le habían encargado que hiciera.
Después salió, sin objetivo. Se encontró fuera, en el camino de sirga, ligero como un hombre que no está atado a nada.
El viejo seguía con sus vacas al otro lado del agua. El pescador había instalado dos cañas pertrechadas con enormes flotadores rojos, probablemente para carpas o tencas, y permanecía inmóvil sobre un taburete plegable.
Los ciclistas seguían pasando y la gente llevaba ramos de lilas atadas al manillar, sin duda gente que iba a la ciudad a ver a la familia. Uno de los marineros untaba con resina los flancos de su barca vacía.
Jean alcanzó la esclusa. El esclusero, que tenía una pierna de madera, estaba sentado a la puerta de su casa reparando una red para anguilas. La puerta estaba abierta. Lloraba un bebé. Y, al otro lado del agua, la casa de la fábrica de ladrillos también estaba abierta, pero no se podía saber qué pasaba dentro.
Tenía que dar media vuelta, para vigilar el guiso. La pipa era un poco fuerte. Él sólo fumaba cigarrillos. Al oír los timbres de dos bicicletas se giró. Vio a dos gendarmes que avanzaban lentamente y que le estudiaban con atención.
Los gendarmes se alejaron medio kilómetro. Luego bajaron de las bicis y volvieron junto a él.
—¿Documentación?
No iban desencaminados, igual que las mujeres del autocar. Sus espesas cejas se fruncían en un rictus de sospecha. Se miraban con la expresión astuta de la gente a quien no se le da el pego.
Jean sacó del bolsillo trasero unos documentos plegados que examinaron atentamente. Ellos sacaron otros documentos del macuto, compararon y se alejaron un poco para deliberar en voz baja.
—¿Sabe que no tiene derecho a salir de la comarca?
—Lo sé…
—¿Y que en cuanto tenga domicilio fijo tiene que registrarse?
—Ya tengo uno. Pensaba ir a verles mañana.
Un matiz de respeto, en los dos hombres. Si Jean hubiera sido un vagabundo corriente, le hubiesen tuteado. Pero era un hombre por el que se enviaban instrucciones especiales, un hombre que acababa de pasar cinco años en Fontevrault.
—¿Qué domicilio?
—En casa de la señora Couderc.
—¿Le ha contratado?
—Como criado.
—Nos llevamos sus papeles. Cuando el capitán los haya visto se los devolveremos.
Subieron a las bicicletas. Jean, con las manos en los bolsillos, saltó por encima de la esclusa y merodeó por la fábrica de ladrillos, con la esperanza de ver a Félicie. Incluso echó una mirada a la casa. Sin duda la chica estaría en misa, porque en la penumbra de la cocina sólo vio una cama vacía y al bebé en un soporte de mimbre con el que podía caminar. Una mujer se percató de su presencia y se acercó a mirarle. Era brusca, miraba con desconfianza, y como no se le ocurrió qué decirle le cerró la puerta en las narices, quedando en una obscuridad casi completa.
Entonces, ocioso, fue a sentarse junto al pescador, que no sintió la necesidad de dirigirle la palabra y que de vez en cuando echaba al agua bolitas que olían a queso, para atraer a los peces.
Desde allí vio a Tati, que volvía de misa. Al poco tiempo se fijó en los dos gendarmes que seguían pedaleando lentamente por el camino de sirga. Se bajaron ante la casa y entraron en la cocina. Al cabo de un cuarto de hora, salieron atusándose los bigotes, lo que significaba que les habían ofrecido de beber.
Tati no se había cambiado de ropa. Un camafeo sobre el pecho hacía casi el mismo efecto que la mancha velluda en su mejilla izquierda. Puso la vajilla en un cubo, limpió la mesa, y luego propuso:
—Podríamos sentarnos fuera, saca el sillón y una silla a la puerta.
Él comprendió que aquello formaba parte de las tradiciones del domingo. El sillón era de mimbre, con un cojín rojo sobre el asiento y otro triangular para la cabeza. Tati fue a quitarse los zapatos, que debían de apretarle, y volvió con pantuflas azules nuevas.
—Luego pondremos los huevos en la incubadora. Esta mañana estaba a treinta y ocho grados y medio. Sacando un poco más de mecha…
Pero era domingo. No había prisa. Los gendarmes habían bebido aguardiente, como demostraban los dos vasitos.
—¿Has cogido una pipa de Couderc?
A propósito, ¿dónde estaba el viejo? Había desaparecido después de comer.
—Se me han acabado los cigarrillos… —confesó Jean.
—Te daré tres francos para que te compres tabaco. ¡Pero no aproveches para pasar la tarde en el pueblo!
Le vio marchar, mientras extendía una labor de punto sobre el regazo y elegía las agujas.
El pueblo estaba casi vacío. Dos chicos de dieciséis o diecisiete años, de rostros brillantes, trataban de divertirse gritando mucho.
Al regresar, Jean se cruzó con el viejo Couderc, que por fin se había endomingado. Con aquella chaqueta negra y aquella ancha corbata blanca parecía ir a una boda o a un entierro. Bordeaba el canal con pasos blandos. No vio o fingió no ver al nuevo huésped de la casa.
—No te has entretenido. ¡Muy bien! ¡Siéntate! Trae una silla…
Cogió una silla de la cocina, una silla con asiento de paja, y se sentó a horcajadas. Luego, sin decir palabra, se puso a soplar el humo azul del cigarrillo, mirando a un chiquillo que pescaba con una caña improvisada con una rama.
Tati tricotaba. Se oía el chocar de las agujas y a veces, cuando ella contaba los puntos, se veía el movimiento de sus labios. Él sabía que cuando giraba la cabeza era para mirarle de reojo.
Finalmente, después de un buen rato, cuando se decidió a hablar, fue para decir:
—A mí no hay hombre que me dé miedo…
Luego, como enfurecida:
—¡Todos sois iguales!… ¡Unos chulos!… Parece que queréis romperlo todo y en realidad…
Él no respondió. ¿Quizás estaba más serio? Había pasado una sombra. Ya no veía al niño que pescaba.
—Los gendarmes me han dicho: «¡Peor para usted! ¡Nosotros ya la hemos avisado!».
Otro silencio, una hilera de puntos.
—Y yo les he respondido: «No se preocupen. Conmigo no se atreverá a pasarse de la raya».
—¿Le han dicho cómo me llamo?
—Passerat-Monnoyeur… Un nombre fácil de recordar, porque está en todas las botellas. Es curioso que tenga usted el mismo nombre que la destilería de Montluçon.
—No es curioso.
—¿Qué quiere decir?
—No es curioso, porque mi padre…
Lo dijo alegremente, como en broma, y ella replicó en el mismo tono:
—¡Venga ya!
—¿Venga qué?
—No, muchacho… conozco al señor Passerat-Monnoyeur. Y lo conozco muy bien porque mi hermana sirvió en su casa durante años. Es un hombre demasiado orgulloso para dejar que su hijo vaya a la cárcel. Y además es lo bastante rico como para que su hijo no tenga que…
Se calló, le miró a los ojos, preguntó:
—¿Le incomoda hablar de este tema?
—En absoluto.
—¡Bueno! No es que me empeñe. Los gendarmes me lo han contado todo. Me han advertido que si usted se queda aquí es por mi cuenta y riesgo. Así que yo también quiero advertirle. ¿Comprende, muchacho? No me da miedo ni usted ni nadie. Hoy es domingo y podemos descansar un poco.
Ella se dio cuenta de que había dejado de tutearle, quizá porque hablaban de los Passerat-Monnoyeur.
—¡Tendrás que ir derechito! ¡Eso es todo! Y levantarte más temprano por la mañana, porque los animales no esperan a que el sol esté en lo alto del cielo para comer. Ve a buscarme las gafas que están sobre la chimenea, a la derecha.
Hacia las tres, a lo largo del canal había aumentado el número de paseantes. Los había del pueblo, que regresaban lentamente, en familia, los niños delante dando patadas a las piedras. Y sobre todo pasaban muchas bicicletas y algunos turistas con mochila a la espalda. La hierba era de color verde oscuro, el agua casi negra. Por el contrario, las hojas recién nacidas de los castaños eran tiernas y el sol las salpicaba de oro.
—¿Cuánto hace que saliste?
—Cinco días.
—René sólo estuvo seis meses y yo cada semana iba a verle. ¡Pobre chico…! ¿Y todo por qué? Por unos encendedores que tampoco hubiera podido revender sin que les pillasen, cuatro pólizas y cuatro pipas.
—¿Asaltó un estanco?
—Eran una banda, cuatro o cinco. Habían bebido. Fue en Saint-Amand. El estanco no tenía postigos y de noche se veían todos los objetos en el escaparate. Rompieron el cristal y cuando volvió no me di cuenta de nada. Sólo noté que había vomitado. Al día siguiente fue a su trabajo, como siempre. Era aprendiz de carpintero en Saint-Amand.
»La policía y la gendarmería buscaron durante diez semanas, hasta que ese imbécil de Chagot, un chico enclenque y más vicioso que…, por las noches se puso a hablar en sueños. Su padre trabaja en una quincallería. Esa clase de gente que se cree tan honrada.
»Ese imbécil, me refiero a Chagot padre, fue a la policía, tieso como un palo, con lágrimas en la voz, y las manazas temblando. “Mi deber como ciudadano y como padre”, les soltó.
»Y ya está. Enjaularon al chaval. No tuvieron que interrogarle mucho rato. En el bolsillo aún llevaba un encendedor robado. “Fue idea de Couderc…”. Eso era mentira, porque mi hijo es incapaz de tener una idea como aquélla. Ahora está allá abajo, en África. Cada semana le envío dinero. Me escribe cartas muy largas. Un día se las leeré…
¿Por qué volvía a tratarle de usted? Jean fumaba cigarrillos, con los brazos sobre el respaldo de la silla, la mirada perdida. Una familia se había sentado en la hierba y la madre cortaba un pastel que había sacado de un papel de periódico.
—Cinco años es mucho, ¿verdad?
El sol les acababa de alcanzar. De repente la piel empezaba a oler a verano.
—¿Y todo ese tiempo, sin mujeres?
Él se encogió de hombros.
—¿Y después?
Él sonrió, negó con la cabeza. Ella suspiró.
—Quizá ya es hora de poner los huevos en la incubadora. En el campo, los domingos no duran todo el día.
Tras mirar uno a uno los huevos al trasluz, los alinearon. Llenaron la lámpara de petróleo, limpiaron la mecha, vertieron agua en el depósito destinado a mantener la humedad en el aparato. A lo largo de todo aquel rato se notaba que Tati no pensaba en nada más.
—Hay una, en el Orleanés, que hace cajas ex profeso para los pollitos de tres días y las vende a cinco francos. Sesenta veces cinco francos cada mes, descontando los que se rompan.
Y al cabo de un instante, añadió:
—Será mejor que te pongas la chaqueta. Va a refrescar. La semana próxima te compraré ropa usada, la que llevas no sirve para trabajar en el campo. ¡Oye!
—¿Qué?
—¿Por qué mentiste, hace un momento, cuando te hablé del destilador? ¿Por qué decías que es tu padre? Te crees muy gracioso, ¿verdad?
—No sé…
—Eres tan tonto como René. ¡Coge este cubo y llénalo de avena! Cada noche a esta hora tienes que echar avena a las gallinas y luego ir a coger hierba para dársela mañana a los conejos. Así, por la mañana tendrás tiempo de hacer otras cosas…
El día se había escurrido como arena de la mano y era sorprendente ver las manchas rojas del sol mientras el cielo se ponía malva.
—¿Es verdad lo que me has dicho antes? Que desde que saliste aún no has…
En la cocina el fuego se había apagado. Sólo atizarían algunas brasas para la sopa de la cena.
—Como es el primer domingo, podemos concedernos un vasito. Couderc está en el café, echando su partida de cartas. No sé cómo pueden jugar con él, porque no entiende nada. Y eso que, hasta que cumplió los cincuenta, era un hombre normal. La cosa comenzó conmigo, cuando Marcel aún vivía… Marcel era mi marido. Muy enfermizo; el viejo siempre me andaba detrás. ¡Bebe! Es aguardiente de cinco años, lo destilamos aquí, con vino de la viña que está detrás de la casa.
Rayos de sol tan nítidos como proyectados por un foco entraban de través por la ventana de pequeños cristales. Tati sostenía su vaso en la mano y no sabía adónde mirar.
—Quizás arriba haya algún traje que te vaya bien, yo tengo que ir a quitarme la ropa de los domingos.
Dudó en servirle un vaso más y decidió que no hacía falta.
—Ven a ver.
Su alcoba estaba limpia, blanqueada con cal, amueblada con una gran cama de caoba y un armario antiguo. Al abrirse expandió efluvios de naftalina.
—¡Toma! Pruébate este pantalón. Era de Marcel. Mientras, yo voy a cambiarme.
La persiana bajada sólo filtraba una luz dorada. Sobre la cama, el edredón era rojo sangre.
—¿Eres tímido? Tienes la piel más blanca que una niña.
Luego soltó una risa un poco crispada al mirar un punto determinado de su cuerpo.
—Se te ha olvidado cómo se hace, ¿no?
Lo demás trajo a Jean viejos recuerdos, sus dieciséis años, una noche que, con un amigo, hijo de un constructor, habían hecho caja común para entrar furtivamente en una casa muy conocida de Montluçon.
Las mismas palabras crudas. Los mismos gestos precisos. E idéntico dominio de la mujer, que no le cedía ninguna iniciativa, para la que no era más que un objeto. La misma obscenidad cándida.
—¿Estás contento?
Se hubiera sorprendido si él le hubiese confesado que se había pasado el rato mirando su mancha velluda, que no había pensado más que en aquel trozo de piel de animal que adornaba su rostro.
—Pero te advierto una cosa: no trates de aprovecharte. Yo me entiendo. Podemos pasar buenos ratos juntos.
Volvía a ponerse su combinación rosa, su vestido viejo.
—Pero el trabajo es el trabajo. ¿Qué haces?
Estaba levantando la persiana y miraba el camino de sirga que servía de paseo para la gente de la región.
—Mejor harías en buscar un pantalón de tu talla. Y en cuanto a Couderc, esta noche, que se fastidie. ¿Aún no estás listo?
Un niño pescaba y de vez en cuando sacaba del río un pez pequeñito. Un joven y una chica caminaban juntos, mirando el suelo, sin tocarse. ¿Quizás acababan de discutir? ¿Quizás intentaban confesarse algo? ¿Quizás estaban jugándose el resto de sus vidas en la puesta de sol, mientras la sombra de los árboles se alargaba desmesuradamente?
Ella llevaba en la mano una flor amarilla con la que azotaba el aire. Él no sabía qué hacer con sus brazos demasiado largos.
Un crío de dos años estuvo a punto de tropezar contra sus piernas, y la madre, sentada en el talud al lado de su marido, gritó:
—¡Henri! ¡Henri! ¿Quieres venir aquí?
Los gendarmes pasaron, lenta, gravemente, por tercera vez en aquella jornada, sobre sus bicicletas tan pesadas como ellos mismos.
—Ya es hora de encerrar las gallinas —dijo Tati abriendo la puerta. Y luego, mirándole con desconfianza, añadió—: ¡cualquiera diría que no te ha gustado!
Él sonrió amablemente.
—Claro que sí…
—Entonces, date prisa. Yo voy a preparar la sopa…
¿Estaba contenta con él? ¿Insatisfecha? No estaba segura. En el momento de salir lanzó otra mirada a la alcoba y al armario ante el que él estaba probándose un pantalón de su difunto marido.