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Caminaba. Estaba solo en por lo menos tres kilómetros de carretera, cortada cada diez metros por la sombra del tronco de un árbol y, a grandes zancadas, pero sin apresurarse, iba alcanzando una sombra tras otra. Como era casi mediodía y el sol se acercaba a su cenit, ante él se deslizaba una sombra corta, ridículamente encogida: la suya.

La carretera subía recta hasta la cima del collado, donde parecía morir. A la izquierda se oían crujidos en el bosque. A la derecha, muy lejos, en los campos ondulados, sólo había un caballo, un caballo blanco que arrastraba un tonel montado sobre ruedas; y en el mismo campo, un espantapájaros que quizás era un hombre.

En aquel momento el autocar rojo salía de Saint-Amand, donde era día de mercado; se abría camino a bocinazos, dejaba atrás la interminable calle de casas blancas y se metía entre las dos hileras de olmos de la carretera. Se paraba a recoger a una campesina que esperaba protegida del sol por un paraguas. No había asientos libres. A la campesina no se le ocurría soltar sus dos cestas, y se balanceaba entre los bancos, la mirada fija, como una gallina que se siente enferma.

—Jeanine, que estaba en el palco de al lado, me lo dijo. Le daba asco. ¡Y para que a Jeanine le dé asco algo…!

El chófer permanecía impasible, con su gorra de uniforme, su corbata malva un poco arrugada, la mirada fija en las líneas oscuras que estriaban la carretera. PROHIBIDO FUMAR. Estaba escrito. El cigarrillo pegado a su labio estaba apagado.

—No, si desde luego… —dejó caer, como quien sabe de qué habla.

Y la chica gorda, que un cuarto de hora antes de que el autocar arrancara se había instalado en el asiento a su lado, continuaba, alternando cuchicheos y risitas:

—Estaba Léon, el aprendiz del peluquero… Y Lolotte… Y un chico de Montluçon que trabaja en la fábrica de aviones… Y además, la Rosa…

—¿Qué Rosa?

—Seguro que la conoce… Se cruza con ella cada día en la carretera, va en bici. Es la hija del carnicero de Tilly, una gorda con las mejillas como tomates y los ojos que se le salen de la cara, que siempre lleva vestidos demasiado cortos. Va a Saint-Amand para estudiar mecanografía y esteno. ¡Una zorra!

Las gallinas y los patos se agitaban en los cestos. En los asientos se apretaban cuarenta mujeres, quizá más, todas de negro, y casi todas callaban y miraban directamente hacia delante, mientras que las cabezas, siguiendo los movimientos del coche, se balanceaban de izquierda a derecha y de vez en cuando todos los bustos se inclinaban hacia delante.

A diez, a nueve, a ocho kilómetros de allí, el hombre seguía caminando como quien no va a ninguna parte y no piensa en nada. No llevaba equipaje, ni paquetes, ni un bastón, ni siquiera una rama cortada al borde del camino. Sus brazos se balanceaban libremente.

—Léon empezó con Lolotte, y ella se reía tan fuerte que un montón de gente, en el cine, hizo: «¡Chist!».

El autocar rojo se acercaba. Un automóvil gris lo adelantó. Coche de forasteros. Venían de lejos e iban lejos. Iba deprisa. Trepó por la pendiente. El hombre que caminaba le oyó llegar, no aminoró el paso, simplemente giró un poco la cabeza y levantó un brazo, sin convicción.

El coche no se detuvo. La mujer sentada al lado del conductor preguntó:

—¿Qué quería?

Se giró, vio una larga silueta que seguía avanzando de la sombra de un tronco de árbol a la siguiente, y luego casi enseguida el coche pasó al otro lado de la colina.

Detrás venía el autocar, petardeando, porque había reducido la marcha. Trepidaba con más fuerza. Detrás del chófer, la viuda Couderc miraba con inquietud hacia el techo, sobre el que oía saltar los paquetes.

El caminante volvió a levantar el brazo. El autocar se detuvo justo a su altura. Sin levantarse, con un gesto familiar, el chófer abrió la puerta.

—¿Adónde va?

El hombre miró alrededor, y con toda naturalidad, murmuró:

—Me da lo mismo. ¿Adónde va usted?

—A Montluçon.

—De acuerdo.

—¿Montluçon? Ocho francos.

El autocar se puso en marcha. De pie, el hombre buscó en los bolsillos, sacó una moneda de cinco francos, luego una de dos, y luego, sin inquietarse, buscó en los demás bolsillos hasta encontrar otra de cincuenta céntimos.

—¡Tenga! Aquí tiene siete francos cincuenta. Me bajaré un poco antes de Montluçon.

Las comadres que volvían del mercado le miraban. La viuda Couderc le miraba de forma distinta. La chica sentada al lado del chófer también, porque no conocía a hombres de aquel tipo.

El autocar sufría para alcanzar la cima de la cuesta. Por las ventanillas abiertas entraban débiles corrientes de aire fresco. La viuda Couderc llevaba un mechón de pelo sobre la frente, el moño a punto de deshacerse, y por debajo de su falda asomaba la combinación de color rosa, de un extraño rosa azulado.

Se oían las campanas de iglesias invisibles. Debía de ser mediodía. Se vio una casa al borde de la carretera y una mujer bajó del autobús ante un portalón en el que estaban sentados dos chicos.

¿No era extraño que la viuda Couderc fuese la única de las cuarenta mujeres que mirase al hombre de forma distinta a como se mira a cualquiera? Las demás estaban plácidas y quietas como vacas en un prado que vieran aparecer un lobo sin sorprenderse.

Y sin embargo, nunca habían visto a un hombre así en el coche que todos los sábados las llevaba al mercado. La Couderc lo comprendió a la primera mirada. Le había visto hacer señales al automóvil antes de parar el autocar. Se había fijado en que iba con las manos vacías; y la gente no va con las manos vacías por esas carreteras sin saber siquiera adónde va.

No distraía la atención de los paquetes que saltaban sobre el techo, pero tampoco despegaba los ojos de él, y se fijaba en todo, las mejillas sin afeitar, los ojos claros que no miraban nada, el traje gris, gastado pero elegante, los zapatos finos. Un hombre que podría caminar silenciosamente, saltar como un gato. Y que probablemente, después de pagar los siete francos cincuenta a cambio de un billete azul, no tenía más dinero en el bolsillo.

Él también la observaba, empequeñeciendo los ojos para verla mejor, y hasta frunció los labios como para una sonrisa interior. ¿Era la lupia de la Couderc lo que le divertía? Todos la llamaban la Lupia. En la mejilla izquierda tenía una mancha del tamaño de una moneda grande, una mancha cubierta de mil pelos oscuros y sedosos, como si le hubieran injertado un pedazo de piel de animal, de un turón, por ejemplo.

El coche ya bajaba por la otra pendiente, y entre los árboles asomaba el Cher, cuya corriente viva saltaba sobre las piedras. La Couderc también reprimió una sonrisa. El hombre parpadeó. Parecía que se hubieran reconocido entre todas aquellas comadres de cabezas bamboleantes.

Ella casi olvidó que estaba llegando. De pronto se dio cuenta de que estaban al pie de la loma. Se inclinó, tocó la espalda del chófer, que frenó.

—Tiene que echarme una mano con la incubadora —dijo.

Era baja y ancha, bastante gorda. Fue complicado bajar del coche con todas sus cestas, porque no sabía si pasar primero o dejar primero las cestas en el suelo.

El chófer saltó a tierra. Las treinta o cuarenta mujeres miraban sin decir nada. Cerca había una casita, una casita muy pequeña, de dos habitaciones, rodeada de una cerca pintada de azul.

—Cuidado que no se rompa nada. ¡Estas cosas son frágiles!

El chófer se había encaramado al techo por la escalera de hierro de atrás y bajó una especie de caja enorme, con cuatro patas, que la Couderc agarró y depositó con precaución a la orilla de la carretera.

Buscó una moneda de dos francos en un portamonedas lleno y se la tendió:

—Tenga, joven…

Pero al que miraba con una vaga tristeza era al hombre de la carretera.

El autocar reanudó la marcha. Por el cristal de atrás, el hombre veía a la Couderc de pie al borde del camino, junto a su enorme caja y sus cestas.

—Es como su sobrina —decía la chica gorda sentada junto al chófer—. ¿Conoce usted a Félicie?

Ahora había quedado una plaza libre, pero el hombre permaneció de pie. Llegó una curva. La Couderc y la casita desaparecieron. Entonces se inclinó a su vez y tocó el hombro del chófer.

—¿Puede dejarme aquí?

Cuando el autocar reemprendió el camino, todas las cabezas se giraron para verle alejarse en dirección contraria y la chica confió al chófer su impresión:

—¡Qué tipo más raro!

No creía haberse alejado tanto. Necesitó varios minutos para volver a ver la casita, los paquetes al borde de la carretera, a la Couderc, que había abierto la verja y llamaba a una puerta. Esta no se sorprendió de verle. Se acercó a la verja mientras él se detenía.

—¡Pensaba que la Bichat estaría en su casa y me prestaría la carretilla! ¡Y ahora resulta que está cerrada a cal y canto!

A pesar de eso, gritó con voz aguda, girándose en todas direcciones:

—¡Clémence!… ¡Clémence! —y prosiguió—: a saber dónde se ha metido. No sale nunca. Seguro que ha recibido malas noticias de su hermana…

Caminó alrededor de la casa, encontró cerrada la otra puerta.

—¡Si al menos encontrase la carretilla!

Pero sólo había un parterre de verduras y algunas flores. Ninguna carretilla. Una jaula con una tórtola.

—¿Vive usted lejos? —preguntó el hombre.

—A seiscientos metros, a la orilla del canal… Contaba con la carretilla de Clémence…

—¿Quiere que le eche una mano?

Ella no se negó. Estaba esperándolo.

—¿Podrá llevar la incubadora solo? Cuidado, que es frágil…

Y no dejaba de echarle miraditas curiosas, ya satisfecha.

—Era una ganga. Nada más llegar al mercado, la vi delante del hojalatero. Yo le ofrecía doscientos francos… y hasta que no me vio subir al autocar no me la quería dejar sino por trescientos. ¿Pesa mucho?

La caja era engorrosa, pero no pesada. Dentro había cosas que se movían.

—Cuidado, que hay una lámpara…

Ella le seguía, con los cestos. Se metieron por un camino transversal bordeado de avellanos y aterciopelado de sombras, y pisaban tierra blanda, como en un bosque. La frente del hombre estaba perlada de sudor.

—Busca trabajo, ¿no? —dijo ella dando unos pasos rápidos para alcanzarle, porque él caminaba con mucha rapidez.

No respondió. La camisa estaba empezando a pegársele al cuerpo. Temía soltar presa, porque tenía las manos húmedas.

—Espere, que le abro la puerta…

Esta se abrió a una cocina bastante amplia y en penumbra. Desde fuera no se veía nada.

—Déjelo aquí. Luego ya…

Un gato pelirrojo se restregó contra sus piernas. Ella dejó los cestos sobre una mesa de madera blanca. Luego abrió una segunda puerta, y el sol que inundaba el jardín entró en la estancia. Al pasar, el hombre percibió el olor de sus axilas.

—Siéntese un momento… le daré un vaso de vino.

¿Qué era lo que iba mal? Ella estaba inquieta como un animal que regresa a su guarida y huele efluvios extraños. ¿Cómo se dio cuenta de que había grasa sobre el tablero de la mesa? Casi no se veía. Elevó la vista hacia los dos jamones que colgaban de una viga y de repente la cólera encendió sus ojos.

—¡Espere! Quédese aquí.

Se lanzó hacia el jardín, que parecía el corral de una granja, con estiércol, una carreta apoyada sobre las varas, gallinas, ocas, patos.

De pie en el marco de la puerta, la siguió con la mirada. Caminaba muy decidida. Alguien caminaba ante ella, con aspecto de huir, una chica joven y delgada, de unos dieciséis años, con un bebé en brazos.

La chica se dirigía hacia una verja al otro lado de la cual se adivinaba un canal y un puente levadizo. Apretó el paso. La Couderc caminaba más deprisa. Alcanzó a la otra y se la vio hablar, sin oír su voz, hablar con vehemencia, con cólera.

La joven sostenía al bebé con una mano. La otra mano permanecía oculta bajo el delantal de cuadros azules. La Couderc se la sacó y le arrancó un paquetito envuelto en un trozo de periódico.

¿Qué le gritaría a la chica que escapaba? ¡Insultos, claro! Y volvía a cerrar la verja violentamente. Regresaba con el paquete en la mano. Abría una puerta, la de un cobertizo o cochera, y hacía salir a un viejo que caminó delante de ella arrastrando una pierna y mirando al suelo.

—¡Esa zorra! —exclamó entrando en la cocina y arrojando sobre la mesa las dos gruesas lonchas de jamón envueltas en papel de periódico—. Siempre aprovecha cuando yo no estoy para venir a ver a su abuelo y robarme jamón… Usted no puede entenderlo. ¡Es una guarra! Una chica a quien a los dieciséis años ya le han hecho un hijo.

Lanzó una dura mirada al viejo, que permanecía de pie en la cocina, sin mirar a ninguna parte.

—Y este viejo imbécil le daría todo lo que hay en la casa.

El viejo imbécil no rechistaba; miraba con curiosidad la caja en medio de la cocina, medio envuelta en papel gris.

—¡Ahora está asustado! ¡Sabe que me las pagará! Fíjese qué cara pone…

Abrió un armario pintado de marrón, sacó dos vasos, se los enseñó al viejo y le puso una jarra en la mano.

—Está sordo como una tapia. Desde que se cayó de un carro de heno ni siquiera puede hablar. Es un estorbo. Aunque en algunas cosas sabe ser muy dulce con Tati.

Una llama festiva se asomó a sus ojos y miró al joven de los pies a la cabeza.

—Así me llaman desde que era pequeña. No sé por qué. Ha ido a trasegar vino. Usted es extranjero, ¿verdad?

Parecía que dudase en tomar definitivamente posesión de él. Aún desconfiaba un poco.

—No. Soy francés.

—¡Ah!

No ocultaba su decepción.

—Pensaba que era extranjero… A veces se ve alguno, de su mismo estilo. Los Chagot, de Drevant, tuvieron uno durante años, un yugoslavo que dormía en la cuadra y sabía hacer de todo.

Esta vez fue el hombre quien murmuró:

—¡Ah!

—¿Cómo se llama?

—Jean.

Mientras hablaban ella iba sacando cosas de los cestos: dos delantales, tallarines, latas de sardinas, una bobina de hilo negro, un papel graso que contenía embutidos. El viejo reapareció, con la jarra llena de vino blanco helado.

—¿Por qué no se sienta? ¿Quería ir a Montluçon?

—Me da lo mismo.

—Para trabajar en la fábrica, ¿no?

Mientras hablaba, cargaba la estufa y vertía agua en una cacerola.

—¿Sabe poner en marcha una incubadora artificial?

—Podría intentarlo…

—Espere que le dé de comer a los animales. Creo que nos apañaremos.

Se sentó para desatarse los zapatos y se puso unos zuecos negros. La combinación rosa, de un extraño rosa eléctrico, azulado, seguía asomando por debajo del vestido y era imposible no mirar la mancha de piel velluda y tan sedosa.

—Puede usted beber. Fíjese en el viejo imbécil, que no se atreve a servirse porque acabo de sorprenderle con esa zorra de Félicie…

Le sirvió de beber. El viejo era alto, delgado, el rostro invadido de pelos grises, los ojos inyectados de rojo.

—¡Puedes beber, Couderc! —le gritó ella a la oreja—. Pero para echarte un ratito tendrás que esperar…

¿Cuántas vueltas había dado ya la mujer a la cocina? Pero ninguno de sus gestos era inútil. Las dos lonchas de jamón habían desaparecido en un armario. El agua estaba calentándose. El fuego, reanimado, ronroneaba. Todos los paquetes que traía habían sido ordenados, y ahora salía, con una cesta llena de semillas:

—Pitas…, pitas…, pitas…

Él la vio, a pleno sol, junto a la carreta, acodada en las varas, rodeada de un centenar de gallinas, sólo gallinas blancas, y al fondo patos, ocas y pavos.

—Pitas…, pitas…, pitas…

Lanzaba los granos a puñados, como sembrando, pero no se olvidaba de Jean, que estaba de pie en el marco de la puerta.

Hacía calor. El sol estaba tan alto que apenas había sombra. El viejo se había sentado en su rincón, junto a la chimenea, y miraba al suelo.

Más allá de la cerca que cerraba el jardín, Jean vio una gabarra estrecha, barnizada como un juguete, que se deslizaba lentamente por el canal, remolcada por un asno. Y, como el canal estaba más elevado que el patio, la embarcación pasaba a la altura de la cabeza, produciendo una sensación extraña. Por el puente corría una niña vestida de rojo, con cabellos de lino. Una mujer tricotaba manteniendo fijo el timón con la cadera.

—Comerá usted con nosotros. Los sábados no hacemos casi nada, a causa del mercado. Mire al viejo imbécil, a ver si no es una lástima…

Ella preparó la mesa. Vajilla de terracota basta y floreada, vasos gruesos, sin pie. Abrió una lata de sardinas. También había pastel de carne de cerdo y rodajas de salchichón.

—¿Quiere una tortilla?

—Sí.

La mujer se sorprendió y reprimió una sonrisa. Creía que él diría que no, por cortesía.

El viejo se acercó a la mesa y sacó la navaja del bolsillo. En la caja acristalada del reloj se balanceaba acompasadamente un ancho disco de cobre. El gato había saltado a las rodillas de Jean y ronroneaba.

—Si le molesta échelo al suelo. ¿Así que es usted francés? No voy a preguntarle de dónde viene. ¿La tortilla le gusta poco hecha?

Siguió su mirada y comprendió que le llamaba la atención la fotografía de un soldado con uniforme de legionario.

—Es René, mi hijo… —dijo.

No la avergonzaba que estuviera en la Legión. ¡Al contrario! Miraba a Jean con aire de decirle: «ya ve que sé comprender».

Comieron. El viejo no contaba. La luz les llegaba de un lado, por una ventanita que daba al camino, y del otro, más vibrante, por la puerta abierta al patio.

—Me preguntaba si llegaría usted a Montluçon.

—Yo también.

—Aunque yo me defiendo sola. Couderc…

Sentía la necesidad de explicar:

—Es este viejo inútil. El padre de mi difunto marido. Eran tal para cual… Este sólo sirve para llevar a pastar a las dos vacas y arreglar cuatro cosas. Y para otra cosa también, ¡el muy cochino! ¡Fíjese qué cara! Hay quien dice que oye más de lo que parece, pero yo sé que no es verdad.

Gritó:

—¿Verdad, Couderc?

Él se estremeció, pero no parecía comprender, se limitó a bajar el rostro sobre el plato.

—Eh, Couderc, ¿verdad que eres un cochino y que cuando tu hijo vivía ya me andabas detrás?

Se recreaba en aquellas palabras. Tenía los labios y los ojos húmedos.

—¿No le gusta el pastel de carne? ¿Viene de lejos?

—Sí, de bastante lejos.

—Y no tiene ni un céntimo.

Él buscó en los bolsillos. Como por ironía, encontró una monedita.

—Sí, tengo uno.

—Ya veremos… Probaremos a poner en marcha la incubadora. Ya hacía tiempo que quería tener una. Piense que al precio a que van los pollos, se puede conseguir que nazcan sesenta y cinco a la vez. Desgraciadamente, como es de segunda mano, no tengo las instrucciones. Debajo tiene una placa de cobre con cosas escritas…

Se levantó para ir a buscar la cafetera y se bebió el café a traguitos, sin dejar de examinar a su huésped.

Esta mañana, en el mercado, más de una se habrá dicho: «¡Tati está loca! ¡Ahora se le ocurre comprarse una incubadora!».

Se rio.

—Anda que no cotorrearían si…

Le envolvía con la mirada. Tomaba posesión de él. No estaba asustada. Quería hacerle comprender que no le tenía miedo.

—¿Un vasito? Para el viejo ni una gota, y que rabie.

Trajo una botella de un aguardiente blanco, le sirvió un chorrito.

—Y ahora intentaremos ponerla en marcha. En cuanto al viejo, ya es hora de que vaya a vigilar a las vacas que están pastando en el camino de sirga. ¿Usted sabe cómo funciona? Sé que los huevos se ponen aquí, en esta especie de cajón. Y la lámpara supongo que se mete en este rincón… ¿Qué dicen esas letras?

¿No sabía leer? Probablemente. O las letras eran demasiado pequeñas.

—«Elevar la temperatura a treinta y nueve grados y mantenerla durante los veintiún días de incubación…».

—¿Cómo sabremos que está a treinta y nueve grados?

—Por el termómetro.

Los dos estaban en cuclillas ante el aparato. Hacía calor. El sudor resbalaba por sus rostros.

—Enséñeme dónde dice treinta y nueve grados.

—Para probar necesitamos un quinqué.

—Tengo uno. Espere.

Fue a buscar en la despensa. Despabiló la mecha y encendió la lámpara.

—¿Está seguro de que se pone aquí?

Ya hacía rato que el voluminoso autocar rojo había llegado a Montluçon, tras sembrar el camino de comadres. El chófer almorzaba en el oscuro comedor de un pequeño restaurante y a las cuatro reemprendía su camino.

De Montluçon a Saint-Amand, a veces bordeando el Cher, a veces alejándose, las tranquilas aguas del Canal du Berry, de apenas seis metros de anchura, transportaban gabarras de juguete, y a veces las cruzaban puentes de juguete, pequeños puentes levadizos que uno mismo tenía que maniobrar tirando de una cadena.

Era a finales de mayo. Las grosellas verdes habían madurado. Las fresas germinaban. En un rincón del jardín había unas matas de habas.

—¡Si dicen que hay que poner agua, es que hay que ponerla!

Tati estaba recelosa. Jean buscaba. ¿Dónde había que poner el agua que mantendría la humedad de la incubadora?

Se había sacado la chaqueta. Su fina camisa, de rayas blancas y azules, tenía los puños y el cuello gastados. Era delgado, y sin embargo en su rostro había algo de embotado.

—Ya veremos —dijo— si dentro de unos minutos la temperatura sube a treinta y nueve grados…

—Tengo los huevos a punto. Sólo Leghorn… ¿Dónde piensa dormir esta noche?

Él sonrió, demostrando que había comprendido. Ya en el autocar, antes de cruzar palabra, se habían comprendido.

—No lo sé… ¿Aquí, quizá? ¡Mire! Treinta y siete… Casi treinta y ocho. Dentro de unos minutos…

—¿Dormirá en el granero?

—¿Por qué no?

—¿Y hará el trabajo que haya que hacer?

Él se plantó ante el corral, que hervía de animales.

—Si no tiene usted miedo —dejó caer, desperezándose.

—¿Miedo de qué?

—No sabe de dónde vengo…

—¡Los hombres nunca me han dado miedo!

—Pero ¿y si…?

—¿Si qué?

—¿Por ejemplo, si vengo de la cárcel?

Era como si ella lo hubiera adivinado.

—¿Y qué?

—¿Y si esta noche huyo con sus ahorros?

—No los encontraría…

—¿Y si la asesino?

—¡Soy más fuerte que usted, muchacho!

—Y si…

—¿Si qué?

—Nada.

Su jovialidad se había apagado un poco. La miró casi con gravedad.

—Es usted una mujer muy curiosa. Oiga. El viejo…, ¿me ha dicho que es su suegro?

—Y le extraña que me acueste con él, ¿no? En primer lugar, yo no tengo la culpa de que sea un cerdo. Y además, ¿iba a dejar que me echasen de una casa donde yo lo he hecho todo, para que se aprovechen pécoras como esa Félicie, la chica que ha visto?

—¡Mire! Ya está a treinta y nueve…

—¿Así, cree que funciona? Entonces habría que llevarlo al cobertizo. Espere. Le ayudo…

—Mejor sería no poner los huevos hasta mañana…

Ella se resignó a regañadientes.

—Es perder un día.

Luego, mientras instalaban la incubadora a la sombra fresca del cobertizo:

—Haga usted como le parezca. Yo ya se lo he dicho, le tomé por un extranjero, un yugoslavo o algo así. Si quiere alojamiento, comida y una moneda de vez en cuando.

Por encima de la cerca, el hombre vio a la chica sentada sobre el talud del canal, con el bebé en brazos. Le estaba dando el pecho. El puente estaba levantado. Un barco avanzaba lentamente, impulsado con pértigas. Más lejos, del otro lado del agua, se veía una fábrica de ladrillos. Unas palomas volaron pesadamente en el aire tranquilo.

—Que conste que yo no le fuerzo a nada.

Entonces él miró la mancha que parecía un pedazo de piel de animal, el rostro alargado, los ojos astutos, el cuerpo fornido y sólido, la tela rosada que asomaba más que nunca bajo el vestido.

—Podemos intentarlo —dijo—. Ya que no le doy miedo.

Y ella, llevándoselo como una presa hacia la casa:

—¡No vas a ser tú quien me asuste a mí, muchacho!

De repente, le tuteaba. Había tomado posesión de él.

—¿Sabes manejar una trituradora, por lo menos? Muy bien. Pues vas a trillar un saco de avena y de alforfón para los animales… ¡Y ya verás la cara que pondrá Couderc esta noche!