(Sale Doña Juana de hombre con calzas y vestido todo verde, y Quintana, criado).

QUINTANA: Ya que a vista de Madrid

y en su Puente Segoviana

olvidamos, Doña Juana,

huertas de Valladolid,

Puerta del Campo, Espolón,

puentes, galeras, Esgueva,

con todo aquello que lleva,

por ser como inquisición

de [la] pinciana nobleza,

pues cual brazo de justicia,

desterrando su inmundicia

califica su limpieza;

ya que nos traen tus pesares

a que desta insigne puente

veas la humilde corriente

del enano Manzanares,

que por arenales rojos

corre, y se debe correr,

que en tal puente venga a ser

lágrima de tantos ojos;

¿no sabremos qué ocasión

te ha traído desa traza?

¿Qué peligro te disfraza

de damisela en varón?

JUANA: Por agora no, Quintana.

QUINTANA: Cinco días hace hoy

que mudo contigo voy.

Un lunes por la mañana

en Valladolid quisiste

fiarte de mi lealtad:

dejaste aquella ciudad;

a esta Corte te partiste,

quedando sola la casa

de la vejez que te adora,

sin ser posible hasta agora

saber de ti lo que pasa,

por conjurarme primero

que no examine qué tienes,

por qué, cómo o dónde vienes,

y yo, humilde majadero,

callo y camino tras ti

haciendo más conjeturas

que un matemático a escuras.

¿Dónde me llevas ansí?

Aclara mi confusión

si a lástima te he movido,

que si contigo he venido,

fue tu determinación

de suerte que, temeroso

de que, si sola salías,

a riesgo tu honor ponías,

tuve por más provechoso

seguirte y ser de tu honor

guardajoyas, que quedar,

yéndote tú, a consolar

las congojas de señor.

Ten ya compasión de mí,

que suspensa el alma está

hasta saberlo.

JUANA: Será

para admirarte. Oye.

QUINTANA: Di.

JUANA: Dos meses ha que pasó

la pascua, que por abril

viste bizarra los campos

de felpas y de tabís,

cuando a la puente, que a medias

hicieron, a lo que oí,

Pero Anzures y su esposa,

va todo Valladolid.

Iba yo con los demás,

pero no sé si volví,

a lo menos con el alma,

que no he vuelto a reducir,

porque junto a la Vitoria

un Adonis bello vi

que a mil Venus daba amores

y a mil Martes celos mil.

Dióme un vuelto el corazón,

porque amor es alguacil

de las almas, y temblé

como a la justicia vi.

Tropecé, si con los pies,

con los ojos al salir,

la libertad en la cara,

en el umbral un chapín.

Llegó, descalzado el guante,

una mano de marfil

a tenerme de su mano.

¡Qué bien me tuvo! ¡Ay de mí!

Y diciéndome: «Señora,

tened; que no es bien que así

imite al querub soberbio

cayendo, tal serafín»,

un guante me llevó en prendas

del alma, y si he de decir

la verdad, dentro del guante

el alma que le ofrecí.

Toda aquella tarde corta,

digo corta para mí,

que aunque las de abril son largas

mi amor no las juzgó ansí,

bebió el alma por los ojos

sin poderse resistir

el veneno que brindaba

su talle airoso y gentil.

Acostóse el sol de envidia,

y llegóse a despedir

de mí al estribo de un coche

adonde supo fingir

amores, celos, firmezas,

suspirar, temer, sentir

ausencias, desdén, mudanzas

y otros embelecos mil,

con que, engañándome el alma,

Troya soy, si Scitia[1] fui.

Entré en casa enajenada:

si amaste, juzga por ti

en desvelos principiantes

qué tal llegué. No dormí,

no sosegué; parecióme

que olvidado de salir

el sol ya se desdeñaba

de dorar nuestro cenit.

Levantéme con ojeras

desojada, por abrir

un balcón, de Donde luego

mi adorado ingrato vi.

Aprestó desde aquel día

asaltos para batir

mi libertad descuidada.

Dio en servirme desde allí;

papeles leí de día,

músicas de noche oí,

joyas recibí, y ya sabes

qué se sigue al recibir.

¿Para qué te canso en esto?

En dos meses Don Martín

de Guzmán, que así se llama

quien me obliga a andar ansí,

allanó dificultades

tan arduas de resistir

en quien ama, cuanto amor

invencible todo ardid.

Dióme palabra de esposo,

pero fue palabra en fin

tan pródiga en las promesas

como avara en el cumplir.

Llegó a oídos de su padre,

debióselo de decir

mi desdicha nuestro amor,

y aunque sabe que nací

si no tan rica, tan noble,

el oro, que es sangre vil

que califica interés,

un portillo supo abrir

en su codicia. ¡Qué mucho,

siendo él viejo, y yo infeliz!

Ofrecióse un casamiento

de una Doña Inés, que aquí

con setenta mil ducados

se hace adorar y aplaudir.

Escribió su viejo padre

al padre de Don Martín

pidiéndole para yerno.

No se atrevió a dar el sí

claramente por saber

que era forzoso salir

a la causa mi deshonra.

Oye una industria civil:

previno postas el viejo

y hizo a mi esposo partir

a esta Corte, toda engaños;

ya, Quintana, está en Madrid.

Díjole que se mudase

el nombre de Don Martín,

atajando inconvenientes,

en el nombre de Don Gil,

porque, si de parte mía

viniese en su busca aquí

la justicia, deslumbrase

su diligencia este ardid.

Escribió luego a Don Pedro

Mendoza y Velasteguí,

padre de mi opositora,

dándole en él a sentir

el pesar de que impidiese

la liviandad juvenil

de su hijo el concluirse

casamiento tan feliz,

que por estar desposado

con Doña Juana Solís,

si bien noble, no tan rica

como pudiera elegir,

enviaba en su lugar

y en vez de su hijo a un Don Gil

de no sé quién, de lo bueno

que ilustra a Valladolid.

Partióse con este embuste;

mas la sospecha, adalid,

lince de los pensamientos

y Argos cauteloso en mí,

adivinó mis desgracias,

sabiéndolas descubrir

el oro, que dos diamantes

bastante[s] son para abrir

secretos de cal y canto.

Supe todo el caso, en fin,

y la distancia que hay

del prometer al cumplir.

Saqué fuerzas de flaqueza,

dejé el temor femenil,

dióme alientos el agravio,

y de la industria adquirí

la determinación cuerda,

porque pocas veces vi

no vencer la diligencia

cualquier fortuna infeliz.

Disfracéme como ves

y, fiándome de ti,

a la fortuna me arrojo

y al puerto pienso salir.

Dos días ha que mi amante,

cuando mucho, está en Madrid;

mi amor midió sus jornadas.

¿Y quién duda, siendo ansí,

que no habrá visto a Don Pedro

sin primero prevenir

galas con que enamorar

y trazas con que mentir?

Yo, pues que he de ser estorbo

de su ciego frenesí,

a vista tengo de andar

de mi ingrato Don Martín,

malogrando cuanto hiciere;

el cómo, déjalo a mí.

Para que no me conozca,

que no hará, vestida ansí,

falta sólo que te ausentes,

no me descubran por ti.

Vallecas dista una legua:

disponte luego a partir

allá, que de cualquier cosa,

o próspera o infeliz,

con los que a vender pan vienen

de allá, te podré escribir.

QUINTANA: Verdaderas has sacado

las fábulas de Merlín;

No te quiero aconsejar.

Dios te deje conseguir

el fin de tus esperanzas.

JUANA: Adiós.

QUINTANA: ¿Escribirás?

JUANA: Sí.

(Vase Quintana. Sale Caramanchel, lacayo).

CARAMANCHEL: Pues para fiador no valgo,

sal acá, bodegonero,

que en esta puente te espero.

JUANA: ¡Hola! ¿Qué es eso?

CARAMANCHEL: Oye, hidalgo:

eso de «hola», al que a la cola

como contera le siga

y a las doce sólo diga:

«olla, olla» y no «hola, hola».

JUANA: Yo, que «hola» agora os llamo,

daros esotro podré.

CARAMANCHEL: Perdóneme, pues, usté.

JUANA: ¿Buscáis amo?

CARAMANCHEL: Busco un amo;

que si el cielo los lloviera

y las chinches se tornaran

amos, si amos pregonaran

por las calles, si estuviera

Madrid de amos empedrado

y ciego yo los pisara,

nunca en uno tropezara,

según soy de desdichado.

JUANA: ¿Qué tantos habéis tenido?

CARAMANCHEL: Muchos, pero más inormes,

que Lazarillo de Tormes.

Un mes serví no cumplido

a un médico muy barbado,

belfo, sin ser alemán,

guantes de ámbar, gorgorán,

mula de felpa, engomado,

muchos libros, poca ciencia,

pero no se me lograba

el salario que me daba,

porque con poca conciencia

lo ganaba su mercé,

y huyendo de tal azar

me acogí con Cañamar.

JUANA: ¿Mal lo ganaba? ¿Por qué?

CARAMANCHEL: Por mil causas: la primera,

porque con cuatro aforismos,

dos textos, tres silogismos,

curaba una calle entera.

No hay facultad que más pida

estudios, libros galenos,

ni gente que estudie menos,

con importarnos la vida.

Pero, ¿cómo han de estudiar,

no parando en todo el día?

Yo te diré lo que hacía

mi médico. Al madrugar,

almorzaba de ordinario

una lonja de lo añejo,

porque era cristiano viejo,

y con este letüario

«aqua vitis,» que es de vid,

visitaba sin trabajo,

calle arriba, calle abajo,

los egrotos de Madrid.

Volvíamos a las once;

considere el pío lector

si podría el mi doctor,

puesto que fuese de bronce,

harto de ver orinales

y fístulas, revolver

Hipócrates[2] y leer

las curas de tantos males.

Comía luego su olla,

con un asado manido,

y después de haber comido,

jugaba cientos o polla.

Daban las tres y tornaba

a la médica atahona,

yo la maza y él la mona,

y cuando a casa llegaba,

ya era de noche. Acudía

al estudio, deseoso,

aunque no era escrupuloso,

de ocupar algo del día

en ver los expositores

de sus Rasis[3] y Avicenas[4];

asentábase y apenas

ojeaba dos autores,

cuando Doña Estefanía

gritaba: «Hola, Inés, Leonor,

id a llamar al doctor,

que la cazuela se enfría».

Respondía él: «En un hora

no hay que llamarme a cenar;

déjenme un rato estudiar.

Decid a vuestra señora

que le ha dado garrotillo

al hijo de tal condesa,

y que está la ginovesa,

su amiga, con tabardillo,

que es fuerza mirar si es bueno

sangrarla estando preñada,

que a Dioscórides[5] le agrada,

mas no lo aprueba Galeno».

Enfadábase la dama,

y entrando a ver su doctor,

decía: «Acabad, señor.

cobrado habéis harta fama,

y demasiado sabéis

para lo que aquí ganáis.

Advertid, si así os cansáis,

que presto os consumiréis.

Dad al diablo a los Galenos,

si os han de hacer tanto daño.

¿Qué importa al cabo del año

veinte muertos más o menos?».

Con aquestos incentivos

el doctor se levantaba;

los textos muertos cerraba

por estudiar en los vivos.

Cenaba yendo en ayunas

de la ciencia que vio a solas,

comenzaba en escarolas,

acababa en aceitunas.

Y acostándose repleto,

al punto del madrugar

se volvía a visitar

sin mirar ni un quodlibeto.

Subía a ver al paciente,

decía cuatro chanzonetas,

escribía dos recetas

destas que ordinariamente

se alegan sin estudiar,

y luego los embaucaba

con unos modos que usaba

extraordinarios de hablar.

«La enfermedad que le ha dado,

señora, a vueseñoría,

son flatos y hipocondría;

siento el pulmón opilado,

y para desarraigar

las flemas vítreas que tiene

con el quilo, le conviene,

porque mejor pueda obrar

naturaleza, que tome

unos alquermes[6] que den

al hépate y al esplén

la sustancia que el mal come».

Encajábanle un doblón,

y asombrados de escucharle

no cesaban de adularle

hasta hacerle un Salomón.

Y juro a Dios que teniendo

cuatro enfermos que purgar,

le vi un día trasladar,

no pienses que estoy mintiendo,

de un antiguo cartapacio

cuatro purgas que llevó

escritas, fuesen o no

a propósito, a palacio,

y recetada la cena

para el que purgarse había,

sacaba una y le decía:

«Dios te la depare buena».

¿Parécele a vuesasté

que tal modo de ganar

se me podía a mí lograr?

Pues por esto le dejé.

JUANA: ¡Escrupuloso criado!

CARAMANCHEL: Acomodéme después

con un abogado que es

de las bolsas abogado,

y enfadóme que, aguardando

mil pleiteantes que viese

sus procesos, se estuviese

catorce horas enrizando

el bigotismo, que hay trazas

dignas de un jubón de azotes.

Unos empinabigotes

hay a modo de tenazas

con que se engoma el letrado

la barba que en punta está.

¡Miren qué bien que saldrá

un parecer engomado!

Dejéle, en fin que estos tales,

por engordar alguaciles,

miran derechos civiles

y hacen tuertos criminales.

Serví luego a un clerigón

un mes, pienso que no entero,

de lacayo y despensero.

Era un hombre de opinión:

su bonetazo calado,

lucio, grave, carilleno,

mula de veintidoseno,

el cuello torcido a un lado

y hombre, en fin, que nos mandaba

a pan y agua ayunar

los viernes por ahorrar

la pitanza que nos daba,

y él comiéndose un capón,

que tenía con ensanchas

la conciencia, por ser anchas

las que teólogas son,

quedándose con los dos

alones cabeceando,

decía, al cielo mirando:

«¡Ay, ama, qué bueno es Dios!».

Dejéle, en fin, por no ver

santo que tan gordo y lleno

nunca a Dios llamaba bueno

hasta después de comer.

Luego entré con un pelón

que sobre un rocín andaba,

y aunque dos reales me daba

de ración y quitación,

si la menor falta hacía,

por irremisible ley,

olvidando el «Agnus dei,

quitolis ración» decía.

Quitábame de ordinario

la ración, pero el rocín

y su medio celemín

alentaban mi salario,

vendiendo sin redención

la cebada que le hurtaba

con que yo ración llevaba,

y el rocín la quitación.

Serví a un moscatel, marido

de cierta Doña Mayor,

a quien le daba el señor

por uno y otro partido

comisiones, que a mi ver

el proveyente cobraba,

pues con comisión quedaba

de acudir a su mujer.

Si te hubiera de contar

los amos que en varias veces

serví y andan como peces

por los golfos deste mar,

fuera un trabajo excusado.

Bástete el saber que estoy

sin comodo el día de hoy

por mal acondicionado.

JUANA: Pues si das en coronista

de los diversos señores

que se extreman en humores,

desde hoy me pon en tu lista,

porque desde hoy te recibo

en mi servicio.

CARAMANCHEL: ¡Lenguaje

nuevo! ¿Quién ha visto paje

con lacayo?

JUANA: Yo no vivo

sino sólo de mi hacienda,

ni paje en mi vida fui.

Vengo a pretender aquí

un hábito o encomienda,

y porque en Segovia dejo

malo a un mozo, he menester

quien me sirva.

CARAMANCHEL: ¿A pretender

entráis mozo? Saldréis viejo.

JUANA: Cobrando voy afición

a tu humor,

CARAMANCHEL: Ninguno ha habido,

de los amos que he tenido,

ni poeta ni capón;

parecéisme lo postrero,

y así, señor, me tened

por criado, y sea a merced,

que medrar mejor espero

que sirviéndoos a destajo,

en fe de ser yo tan fiel.

JUANA: ¿Llámaste?

CARAMANCHEL: Caramanchel,

porque nací en el de Abajo.

JUANA: Aficionándome vas

por lo airoso y lo sutil.

CARAMANCHEL: ¿Cómo os llamáis vos?

JUANA: Don Gil.

CARAMANCHEL: ¿Y qué más?

JUANA: Don Gil no más.

CARAMANCHEL: Capón sois hasta en el nombre,

pues si en ello se repara,

las barbas son en la cara

lo mismo que el sobrenombre.

JUANA: Agora importa encubrir

mi apellido. ¿Qué posada

conoces limpia y honrada?

CARAMANCHEL: Una te haré prevenir

de las frescas y curiosas

de Madrid.

JUANA: ¿Hay ama?

CARAMANCHEL: Y moza.

JUANA: ¿Cosquillosa?

CARAMANCHEL: Y que retoza.

JUANA: ¿Qué calle?

CARAMANCHEL: De las Urosas.

JUANA: Vamos…

(Aparte[7]: Que noticia llevo

de la casa Donde vive

Don Pedro. Madrid, recibe

este forastero nuevo

en tu amparo).

CARAMANCHEL: ¡Qué bonito

que es el tiple moscatel!

JUANA: ¿No venís, Caramanchel?

CARAMANCHEL: Vamos, señor Don Gilito.

(Vanse. Salen Don Pedro, viejo, leyendo una carta, Don Martín y Osorio).

PEDRO: (Lee). «Digo, en conclusión, que Don Martín, si fuera

tan cuerdo como mozo, hiciera dichosa mi

vejez trocando nuestra amistad en parentesco. Ha dado

palabra a una dama desta ciudad, noble y hermosa,

pero pobre; y ya vos veis en los tiempos presentes lo

que pronostican hermosuras sin hacienda. Llegó

este negocio a lo que suelen los de su especie, a

arrepentirse él y a ejecutarle ella por la

justicia. Ponderad vos lo que sentirá quien pierde

vuestro deudo, vuestra nobleza y vuestro mayorazgo, con tal

prenda como mi señora Doña Inés.

Pero ya que mi suerte estorba tal ventura, tenelda a no

pequeña, que el señor Don Gil de Albornoz, que

ésta lleva, esté en estado de casarse y deseoso de

que sea con las mejoras que en vuestra hija le he ofrecido. Su

sangre, discreción, edad y mayorazgo, que

heredará brevemente de diez mil ducados de renta, os

pueden hacer olvidar el favor que os debo, y dejarme a

mí envidioso. La merced que le hiciéredes

recibiré en lugar de Don Martín, que os besa las

manos. Dadme muchas y buenas nuevas de vuestra salud y gusto, que

el cielo aumente, etc. Valladolid y julio, etc.

DON ANDRÉS DE GUZMÁN».

Seáis, señor, mil veces bien venido

para alegrar aquesta casa vuestra,

que para comprobar lo que he leído

sobra el valor que vuestro talle muestra.

Dichosa Doña Inés hubiera sido

si para ennoblecer la sangre nuestra

prendas de Don Martín con prendas mías

regocijaran mis postreros días.

Ha muchos años que los dos tenemos

recíproca amistad, ya convertida

en natural amor, que en los extremos

de la primera edad, tarde se olvida.

No pocos ha también que no nos vemos,

a cuya causa en descansada vida

quisiera yo, comunicando prendas,

juntar como las almas, las haciendas.

Pero pues Don Martín inadvertido

hace imposible el dicho casamiento,

que vos en su lugar hayáis venido,

señor Don Gil, me tiene muy contento.

No digo que mejora de marido

mi Inés, que al fin será encarecimiento

de algún modo en agravio de mi amigo,

mas que lo juzgo creed, si no lo digo.

MARTÍN: Comenzáis de manera a aventajaros

en hacerme merced, que temeroso,

señor Don Pedro, de poder pagaros

aun en palabras que en el generoso

son prendas de valor, para envidiaros

en obras y en palabras vitorioso,

agradezco callando y [mudo] muestro

que no soy mío ya porque soy vuestro.

Deudos tengo en la Corte, y muchos dellos

títulos, que podrán daros noticia

de quién soy, si os importa conocellos,

que la suerte me fue en esto propicia.

Aunque si os informáis, de los cabellos

quedará mi esperanza que codicia

lograr abrazos y cumplir deseos,

abreviando noticias y rodeos.

Fuera de que mi padre, que quisiera

darme en Valladolid esposa a gusto

más de su edad que [a] mi elección, me espera

por puntos, y si sabe que a disgusto

suyo me caso aquí, de tal manera

lo tiene de sentir, que si del susto

destas nuevas no muere, ha de estorbarme

la dicha que en secreto podéis darme.

PEDRO: No tengo yo en tan poco de mi amigo

el crédito y estima, que no sobre

su firma sola, sin buscar testigo

por quien vuestro valor alientos cobre.

Negociado tenéis para conmigo,

y aunque un hidalgo fuérades tan pobre

como el que más, a Doña Inés os diera

si Don Andrés por vos intercediera.

(Habla Don Martín a Osorio aparte).

MARTÍN: El embeleco, Osorio, va excelente.

OSORIO: Aprieta con la boda antes que venga

Doña Juana a estorbarlo.

MARTÍN: Brevemente

mi diligencia hará que efeto tenga).

PEDRO: No quiero que cojamos de repente,

Don Gil, a Doña Inés, sin que prevenga

la prudencia palabras para el susto

que suele dar un no esperado gusto.

Si verla pretendéis, irá esta tarde

a la Huerta del Duque convidada,

y sin saber quién sois haréis alarde

de vuestra voluntad.

MARTÍN: ¡Oh, prenda amada!

Camine el sol porque otro sol aguarde

y deteniendo el [paso] a su jornada

haga inmóvil [la] luz, para que sea

eterno el día que sus ojos vea.

PEDRO: Si no tenéis posada prevenida

y ésta merece huésped tan honrado,

recibiré merced.

MARTÍN: Apercebida

está cerca de aquí, según me han dado

noticia, la de un primo; aunque la vida,

que en ésta sus venturas ha cifrado,

hiciera aquí de su contento alarde.

PEDRO: En la huerta os espero.

MARTÍN: El cielo os guarde.

(Vanse. Salen Inés y Don Juan).

INÉS: En dando tú en recelar,

no acabaremos hogaño.

JUAN: Mucho deseas acabar.

INÉS: Pesado estás hoy y extraño.

JUAN: ¿No ha de pesar un pesar?

No vayas hoy, por mi vida

si es que te importa, a la huerta.

INÉS: Si mi prima me convida…

JUAN: Donde no hay voluntad cierta

no falta excusa fingida.

INÉS: ¿Qué disgusto se te sigue

de que yo vaya?

JUAN: Parece

que el temor que me persigue

triste suceso me ofrece

sin que mi amor le mitigue.

Pero en fin, ¿te determinas

de ir allá?

INÉS: Ve tú también

y verás cómo imaginas

de mi firmeza no bien.

JUAN: Como en mi alma predominas,

obedecerte es forzoso.

INÉS: Celos y escrúpulos son

de una especie, y un curioso

(Sale Don Pedro al paño).

duda de la salvación,

Don Juan, del escrupuloso.

Tú solamente has de ser

mi esposo; ve allá a la tarde.

PEDRO: ¡Su esposo! ¿Cómo?

JUAN: A temer

voy. Adiós.

INÉS: Él te me guarde.

(Vase Don Juan).

PEDRO: Inés.

INÉS: Señor, ¿es querer

decirme que tome el manto?

Aguardándome estará

mi prima.

PEDRO: Mucho me espanto

de que des palabra ya

de casarte. ¿Tiempo tanto

ha que dilato el ponerte

en estado? ¿Tantas canas

peinas, que osas atreverte

a dar palabras livianas

con que apresures mi muerte?

¿Qué hacía Don Juan aquí?

INÉS: No te alteres, que no es justo;

que yo palabra le di,

presuponiendo tu gusto,

y no pierdes, siendo ansí,

nada en que Don Juan pretenda

ser tu yerno, si el valor

sabes que ilustra su hacienda.

PEDRO: Esposo tienes mejor;

detén al deseo la rienda.

No te pensaba dar cuenta

tan presto de lo que trazo,

pero con tal prisa intenta

cumplir tu apetito el plazo,

no sé si diga en tu afrenta,

que, aunque mude intento, quiero

atajarla. Aquí ha venido

un bizarro caballero,

[que es muy] rico, y bien nacido,

de Valladolid. Primero

que le admitas le verás.

Diez mil ducados de renta

hereda y espera más,

y corre ya por mi cuenta

el sí que a Don Juan le das.

INÉS: ¿Faltan hombres en Madrid

con cuya hacienda y apoyo

me cases sin ese ardid?

¿No es mar Madrid? ¿No es arroyo

deste mar Valladolid?

Pues por un arroyo, ¿olvidas

del mar los ricos despojos?

¿O es bien que mi gusto impidas,

y entrando amor por los ojos,

dueño me ofrezcas de oídas?

Si la codicia civil

que a toda vejez infama

te vence, mira que es vil

defeto. ¿Cómo se llama

ese hombre?

PEDRO: Don Gil.

INÉS: ¿Don Gil?

¿Marido de villancico?

¿Gil? ¡Jesús, no me le nombres!

Ponle un cayado y pellico.

PEDRO: No repares en los nombres

cuando el dueño es noble y rico;

tú le verás, y yo sé

que has de volver esta noche

perdida por él.

INÉS: Sí haré.

PEDRO: Tu prima aguarda en el coche

a la puerta.

INÉS: Ya no iré

con el gusto que entendí.

Dénme un manto.

PEDRO: Allá ha de estar,

que yo se lo dije ansí.

INÉS: ¿Con Gil me quieren casar?

¿Soy yo Teresa? ¡Ay de mí!

(Vanse. Sale Doña Juana de hombre).

JUANA: A esta huerta he sabido que Don Pedro

trae a su hija, Doña Inés, y en ella

mi Don Martín ingrato piensa vella.

Dichosa he sido en descubrir tan presto

la casa, los amores y el enredo,

que no han de conseguir, si de mi parte,

Fortuna, mi dolor puede obligarte.

En casa de mi opuesta he ya obligado

a quien me avise siempre; darle quiero

gracias destos milagros al dinero.

(Sale Caramanchel).

CARAMANCHEL: Aquí dijo mi amo hermafrodita

que me esperaba, y vive Dios, que pienso

que es algún familiar que en traje de hombre

ha venido a sacarme de jüicio,

y en siéndolo, doy cuenta al Santo Oficio.

JUANA: ¿Caramanchel?

CARAMANCHEL: Señor, [muy] benvenuto.

¿Adónde bueno o malo por el Prado?

JUANA: Vengo a ver a una dama por quien bebo

los vientos.

CARAMANCHEL: ¿Vientos bebes? Mal despacho;

barato es el licor mas no borracho.

¿Y tú la quieres bien?

JUANA: La adoro.

CARAMANCHEL: Bueno,

no os haréis, a lo menos, mucho daño,

que en el juego de amor, aunque os déis priesa,

si de la barba llego a colegillo,

nunca haréis chilindrón[8] más capadillo[9] más capadillo.

Mas ¿qué música es ésta?

JUANA: Los que vienen

con mi dama serán, que convidada

a este paraíso, es ángel suyo.

Retírate y verás hoy maravillas.

CARAMANCHEL: ¿Hay cosa igual, capón y con cosquillas?

(Salen los músicos cantando, Don Juan, Doña Inés, y Doña Clara como de campo).

MÚSICOS: «Alamicos del Prado,

fuentes del Duque,

despertad a mi niña

porque me escuche,

y decid que compare

con sus arenas

sus desdenes y gracias,

mi amor y penas,

y pues vuestros arroyos

saltan y bullen,

despertad a mi niña

porque me escuche».

CLARA: ¡Bello jardín!

INÉS: Estas parras,

destos álamos doseles,

que a los cuellos, cual joyeles,

entre sus hojas bizarras

traen colgando los racimos,

nos darán sombra mejor.

JUAN: Si alimenta Baco a Amor,

entre sus frutos opimos

no se hallará mal el mío.

INÉS: Siéntate aquí, Doña Clara

y en esta fuente repara,

cuyo cristal puro y frío

besos ofrece a la sed.

JUAN: En fin, ¿quisiste venir

a esta huerta?

INÉS: A desmentir,

señor, a vuesa merced

y examinar mi firmeza.

JUANA: ¿No es mujer bella?

CARAMANCHEL: El dinero

no lo es tanto, aunque prefiero

a la suya tu belleza.

JUANA: Pues por ella estoy perdido.

Hablarla quiero.

CARAMANCHEL: Bien puedes.

(Se acerca Doña Juana).

JUANA: Besando a vuesas mercedes

las manos, licencia pido,

por forastero siquiera,

para gozar el recreo

que aquí tan colmado veo.

CLARA: Faltando vos, no lo fuera.

INÉS: ¿De dónde es vuesa merced?

JUANA: En Valladolid nací.

INÉS: ¿Cazolero?

JUANA: Tendré ansí

más sazón.

INÉS: Don Juan, haced

lugar a este caballero.

JUAN: Pues que mi lado le doy,

con él cortesano estoy.

(Aparte): Ya de celos desespero.

INÉS: (Aparte): ¡Qué airoso y gallardo talle!

¡Qué buena cara!).

JUAN: (Aparte): ¡Ay de mí!

¿Mírale Doña Inés? Sí.

¡Qué presto empiezo a envidialle!).

INÉS: ¿Y que es de Valladolid

vuesarced? ¿Conocerá

un Don Gil, también de allá,

que vino agora a Madrid?

JUANA: ¿Don Gil de qué?

INÉS: ¿Qué sé yo?

¿Puede haber más que un Don Gil

en todo el mundo?

JUANA: ¿Tan vil

es el nombre?

INÉS: ¿Quién creyó

que un «Don» fuera guarnición

de un «Gil», que siendo zagal

anda rompiendo sayal

de villancico en canción?

CARAMANCHEL: El nombre es digno de estima,

a pagar de mi dinero,

y si no…

JUANA: Calla, grosero.

CARAMANCHEL: Gil es mi amo, y es la prima

y el bordón de todo nombre.

Y en Gil se rematan mil,

que hay perejil, toronjil,

cenojil, porque se asombre

el mundo de cuán sutil

es [él], que rompe cambray,

y hasta en Valladolid hay

puerta de Teresa Gil.

JUANA: Y yo me llamo también

Don Gil, al servicio vuestro.

INÉS: ¿Vos [Don] Gil?

JUANA: Si en serlo muestro

cosa que no os esté bien

o que no gustéis, desde hoy

me volveré a confirmar.

Ya no me pienso llamar

Don Gil; sólo aquello soy

que vos gustéis.

JUAN: Caballero,

no importa a las que aquí están

que os llaméis Gil o Beltrán;

sed cortés y no grosero.

JUANA: Perdonad si os ofendí,

que por gusto de una dama…

INÉS: Paso, Don Juan.

JUAN: Si se llama

Don Gil, ¿qué se nos da aquí?

INÉS: (Aparte): Éste es sin duda el que viene.

a ser mi dueño; y es tal

que no me parece mal.

¡Extremada cara tiene!).

JUANA: Pésame de haberos dado

disgusto.

JUAN: También a mí,

si del límite salí;

ya yo estoy desenojado.

CLARA: La música en paz os ponga.

(Levántanse).

INÉS: Salid, señor, a danzar.

JUAN: (Aparte): Este Don Gil me ha de dar.

en qué entender. Mas disponga

el hado lo que quisiere,

que Doña Inés será mía,

y si compite y porfía,

tendráse lo que viniere).

INÉS: ¿No salís?

JUAN: No danzo yo.

INÉS: ¿Y el señor Don Gil?

JUANA: No quiero

dar pena a este caballero.

JUAN: Ya mi enojo se acabó.

Danzad.

INÉS: Salga, pues, conmigo.

JUAN: (Aparte): ¡Que a esto obligue el ser cortés!

CLARA: (Aparte): Un ángel de cristal es

el rapaz; cual sombra sigo

su talle airoso y gentil).

Con Doña Inés danzar quiero.

INÉS: (Aparte): Ya por el Don Gil me muero.

que es un brinquillo el Don Gil).

(Danzan las dos damas y «Don Gil». Cantan los músicos).

MÚSICOS: «Al molino del amor

alegre la niña va

a moler sus esperanzas;

quiera Dios que vuelva en paz.

En la rueda de los celos

el Amor muele su pan,

que desmenuzan la harina

y la sacan candeal.

Río son sus pensamientos

que unos vienen y otros van,

y apenas llegó a su orilla

cuando ansí escuchó cantar:

“Borbollicos[10] hacen las aguas

cuando ven a mi bien pasar,

cantan, brincan, bullen y corren

entre conchas de coral,

y los pájaros dejan sus nidos

y en las ramas del arrayán

vuelan, cruzan, saltan y pican

torongil, murta y azahar».

Los bueyes de las sospechas

el río agotando van,

que Donde ellas se confirman

pocas esperanzas hay.

Y viendo que a falta de agua

parado el molino está,

desta suerte le pregunta

la niña que empieza a amar”»

«Molinico ¿por qué no mueles?».

«Porque me beben el agua los bueyes».

Vio al Amor lleno de harina

moliendo la libertad

de las almas que atormenta,

y ansí le cantó al llegar:

«Molinero sois, Amor,

y sois moledor».

«Si lo soy, apártese,

que le enharinaré».

(Acaban el baile).

INÉS: Don Gil de dos mil Donaires,

a cada vuelta y mudanza

que habéis dado, dio mil vueltas

en vuestro favor el alma.

Yo sé que a ser dueño mío

venís; perDonad si, ingrata,

antes de veros rehusé

el bien que mi amor aguarda.

¡Muy enamorada estoy!

CLARA: (Aparte): Perdida de enamorada

me tiene el Don Gil de perlas.

JUANA: No quiero sólo en palabras

pagar lo mucho que os debo.

Aquel caballero os guarda,

y me mira receloso;

voyme.

INÉS: ¿Son celos?

JUANA: No es nada.

INÉS: ¿Sabéis mi casa?

JUANA: Y muy bien.

INÉS: ¿Y no iréis a honrar mi casa,

pues por dueño os obedece?

JUANA: A lo menos a rondarla

esta noche.

INÉS: Velaréla,

Argos toda, a sus ventanas.

JUANA: Adiós.

CLARA: (Aparte): Que se va. ¡Ay de mí!

INÉS: No haya falta

JUANA: No habrá falta.

(Vanse Doña Juana y Caramanchel).

INÉS: Don Juan, ¿qué melancolía

es ésa?

JUAN: Esto es dar [al] alma

desengaños que la curen

y aborrezcan tus mudanzas.

Ah, Inés, en fin, ¿salí cierto?

INÉS: Mi padre viene; remata

o para después olvida

pesares.

JUAN: Voyme, tirana;

mas tú me lo pagarás.

(Vase).

INÉS: ¡Ay que me la jura, Clara!

Más quiero el pie de Don Gil

que la mano de un monarca.

(Salen Don Martín y Don Pedro).

PEDRO: ¿Inés?

INÉS: Padre de mis ojos,

Don Gil no es hombre, es la gracia,

la sal, el Donaire, el gusto

que amor en sus cielos guarda.

Ya le he visto, ya le quiero,

ya le adoro, ya se agravia

el alma con dilaciones

que martirizan mis ansias.

PEDRO: Don Gil, ¿cuándo os vio mi Inés?

(Habla bajo con Don Martín).

MARTÍN: Si no es al salir de casa

para venir a esta huerta,

no sé yo cuándo.

PEDRO: Eso basta.

Milagros, Don Gil, han sido

desa presencia bizarra.

Negociado habéis por vos;

llegad y dalda las gracias.

MARTÍN: Señora, no sé a quién pida

méritos, obras, palabras

con que encarecer la suerte

que a tanto bien me levanta.

¿Posible es que sólo el verme

en la calle os diese causa

a tanto bien? ¿Es posible

que me admitís, prenda cara?

Dadme…

INÉS: ¿Qué es esto? ¿Estáis loco?

¿Yo por vos enamorada?

Yo a vos, ¿cuándo os vi en mi vida?

(Aparte): ¿Hay más Donosa maraña?

PEDRO: Hija, Inés, ¿perdiste el seso?

MARTÍN: ¿Qué es esto, cielos?

PEDRO: ¿No acabas

de decir que a Don Gil viste?

INÉS: ¿Pues bien?

PEDRO: ¿Su talle no ensalzas?

INÉS: Digo que es un ángel, pues.

PEDRO: ¿No le ofreces sí y palabra

de esposa?

INÉS: ¿Qué sacas deso,

que de mis quicios me sacas?

PEDRO: ¡Que a Don Gil tienes presente!

INÉS: ¿A quién?

PEDRO: Al mismo que alabas.

MARTÍN: Yo soy Don Gil, Inés mía.

INÉS: ¿Vos Don Gil?

MARTÍN: Yo.

INÉS: ¡La bobada!

PEDRO: Por mi vida, que es el mismo.

INÉS: ¿Don Gil tan lleno de barbas?

Es el Don Gil que yo adoro

un Gilito de esmeraldas.

PEDRO: Ella está loca, sin duda.

MARTÍN: Valladolid es mi patria.

INÉS: De allá es mi Don Gil también.

PEDRO: Hija, mira que te engañas.

MARTÍN: En toda Valladolid

no hay, Doña Inés de mi alma,

otro Don Gil, sino es yo.

PEDRO: ¿Qué señas tiene ése?

INÉS: Aguarda.

Una cara como un oro,

de almíbar unas palabras,

y unas calzas todas verdes,

que cielos son, y no calzas.

Agora se va de aquí.

PEDRO: ¿Don Gil de cómo se llama?

INÉS: Don Gil de las calzas verdes

le llamo yo, y esto basta.

PEDRO: Ella ha perdido el juicio.

¿Qué será esto, Doña Clara?

CLARA: Que a Don Gil tengo por dueño.

INÉS: ¿Tú?

CLARA: Yo, pues, y en yendo a casa

procuraré que mi padre

me case con él.

INÉS: El alma

te haré yo sacar primero.

MARTÍN: ¡Hay tal Don Gil!

PEDRO: Tus mudanzas

han de obligarme…

INÉS: Don Gil

es mi esposo; ¿qué te cansas?

MARTÍN: Yo soy Don Gil, Inés mía;

cumpla yo tus esperanzas.

INÉS: Don Gil de las calzas verdes

he dicho yo.

PEDRO: Amor de calzas

¿quién le ha visto?

MARTÍN: Calzas verdes

me pongo desde mañana

si esta color apetece.

PEDRO: Ven, loca.

INÉS: ¡Ay, Don Gil del alma!

FIN DEL ACTO PRIMERO