Epílogo

El 13 de febrero de 1945, las tropas del Ejército Rojo tomaron Budapest. El asedio a la capital había durado 83 días. La ciudad quedó completamente destrozada y su población diezmada. Los cerca de dos mil judíos acogidos directamente a la protección española, muchos de ellos enfermos y todos depauperados y con secuelas psíquicas, tardaron bastantes horas en percatarse de que el peligro nazi había desaparecido. Hasta el día 15 no se convencieron de que eran ciudadanos libres y, aún con mucho miedo y desconfianza, empezaron a regresar a sus antiguos hogares, que en su mayor parte se hallaban destrozados por las bombas y los saqueos.

El 29 de marzo, las tropas germano-húngaras que seguían resistiendo en el este del país iniciaron una desbandada conjunta y el 4 de abril Hungría quedó bajo control de las tropas soviéticas. El Gobierno de Ferenc Szálasi abandonó el territorio magiar y se refugió en Austria. Faltaban pocas semanas para el final de la Segunda Guerra Mundial, con la derrota de las potencias del Eje, con Alemania a la cabeza, el suicidio de Adolf Hitler en su búnker, y la liquidación del nazismo. Más de seis millones de judíos habían sido víctimas del genocidio a que fueron sometidos por el III Reich.

De los 825.000 judíos que había en Hungría al comienzo de la guerra apenas sobrevivieron al exterminio unos 260.000. Una gran parte de los restantes 565.000 dejaron sus vidas en las cámaras de gas de Auschwitz y Birkenau. El resto murieron en fusilamientos colectivos efectuados en otros campos, asesinados en diferentes circunstancias y víctimas del hambre, las torturas y la persecución implacable a que fueron sometidos. En Budapest sobrevivieron unos 100.000 de los 220.000 judíos que habitaban en la ciudad cuando Adolf Eichmann planificó su deportación a los campos de trabajos forzados y de exterminio. Entre 5.000 y 6.000, según los cálculos oficiales, se salvaron gracias a la actuación del encargado de negocios español, Ángel Sanz Briz, y sus colaboradores.

Ángel Sanz Briz llegó a Suiza a mediados de diciembre. Desde la legación española en Berna anticipó un informe al Ministerio de Asuntos Exteriores en el que daba cuenta minuciosa de los documentos de protección que había expedido, en su mayor parte de carácter familiar: 45 pasaportes ordinarios a sefardíes; 235 pasaportes provisionales a personas o familias vinculadas de alguna manera con España, y 1.898 salvoconductos a judíos askenazis que habían puesto su suerte bajo la protección española. A estas cifras habría que añadir los 500 niños mantenidos bajo protección española hasta el final de la guerra, y los más de 1.600 judíos rescatados del campo de Bergen-Belsen. Varias decenas más que se acogieron a la protección de las casas españolas sin reclamar para ello los papeles necesarios también salvaron sus vidas. Desde Berna, donde permaneció unos días, el diplomático siguió en contacto con Budapest e hizo gestiones para que sus colaboradores pudieran viajar a España a través de Suiza.

Unos días más tarde regresó a España y conoció a su hija Paloma, que ya había cumplido los dos meses. En abril, tras disiparse las suspicacias que había despertado en el Ministerio la noticia de que durante su estancia en Suiza había visitado a don Juan de Borbón en su exilio, fue destinado al consulado en San Francisco desde donde siguió el nacimiento de las Naciones Unidas. Su carrera diplomática, iniciada seis años antes en Egipto, ya no se detendría. Entre 1946 y 1960 ocupó puestos en las embajadas, legaciones y consulados en Washington, Lima, Berna, Vaticano y Bayona. En 1960 fue nombrado embajador en Guatemala; dos años más tarde, cónsul general en Nueva York; en 1964, embajador en Perú, de donde pasó a la Embajada en Holanda, más tarde a la de Bélgica, y en 1973, a la de la República Popular China. Era el primer embajador español en Pekín, ante el régimen de Mao Tse-tung.

Falleció en 1980 en Roma, cuando ya estaba a punto de concluir su brillante carrera tras cuatro años como embajador español ante la Santa Sede y la Soberana Orden de Malta. Había alcanzado el rango en la carrera diplomática de embajador de España y era uno de los pocos diplomáticos españoles que habían encabezado la representación de nuestro país en seis países. En repetidas ocasiones a lo largo de su carrera defendió ante sus superiores la conveniencia de que España estableciese relaciones diplomáticas con el Estado de Israel. Incluso realizó gestiones secretas para sacar a grupos de judíos de los países árabes en los momentos más delicados del conflicto del Oriente Medio. Pero nunca reconoció haber hecho nada que fuese más allá de su obligación en la protección de miles de judíos húngaros.

«Me limité —solía responder cuando alguien le preguntaba— a cumplir las órdenes emanadas del jefe del Estado». Pero esas órdenes aún no han sido halladas en ningún archivo. Fueron algunos de los sobrevivientes del Holocausto que seguramente le deben la vida los que junto a los gobiernos israelí y húngaro han promovido en estos últimos años diferentes iniciativas de reconocimiento y gratitud por su labor. Una labor llena de riesgos que, a juicio de varios historiadores, incluso fue eclipsada luego por alguno de sus colaboradores ya que eran ellos los que tenían un trato más directo con los protegidos y por eso les resultaban más conocidos.

El Parlamento de Israel le concedió el título de Justo de la Humanidad, colocó una placa con su nombre en el Yad Vashem —museo del Holocausto— de Jerusalén y plantó un árbol en su honor en los jardines que recuerdan a las víctimas del genocidio nazi. Todo ello en reconocimiento por haber salvado judíos, por haber arriesgado la vida en el empeño y no haber recibido nada a cambio.

El Gobierno democrático húngaro que sucedió a más de treinta años de régimen comunista rindió un solemne homenaje a Ángel Sanz Briz en 1994. El presidente Arpád Göncz impuso a su viuda, Adela Quijano, la medalla de oro de la Magyar Köztársaság Tiszti Keresztje, equivalente a la española Orden del Mérito Civil, el mismo día en que el alcalde de Budapest descubrió una placa en una de las fachadas del número 35 de Szent István, con la siguiente inscripción:

Que esta plaza conserve el recuerdo del Encargado de Negocios de España, don Ángel Sanz Briz, quien en 1944, durante la siniestra época, salvó la vida de varios miles de judíos. ¡Que su memoria sea bendecida! El Gobierno del Reino de España, la Comunidad de Creyentes Judíos de Budapest, la Comisión Conmemorativa del Holocausto de Hungría. La Alcaldía de la Capital. La Alcaldía del Distrito XIII. Budapest, 16 octubre de 1994.

Al solemne homenaje que le fue rendido en el Parlamento magiar asistió el entonces ministro español de Asuntos Exteriores, Javier Solana. Poco después, el Ayuntamiento de Madrid colocó una placa en la residencia del matrimonio Sanz Briz-Quijano, en la calle Velázquez, y la Dirección General de Correos emitió un sello conmemorativo de su nombramiento póstumo como Justo de la Humanidad. Las comunidades judías de Nueva York han anunciado su proyecto de dar su nombre a una calle del barrio hebreo de Brooklyn.

Ángel Sanz Briz y Adela Quijano tuvieron otros tres hijos, Ángela, Pilar y Juan Carlos. Curiosamente, ninguno de los cinco asumió la herencia como gran diplomático que les dejó su padre. En cierta medida se hizo cargo el que durante seis años fue secretario y consejero suyo en diferentes representaciones, además de yerno, el años más tarde también embajador José García Bañón, marido de su hija Pilar.

Los coprotagonistas con Ángel Sanz de aquellos dramáticos meses en Budapest salieron de la dura experiencia con suerte diversa. Zoltán Farkas fue alcanzado por una bala perdida a finales de enero de 1945 cuando cruzaba la plaza Oktogon, y murió en el acto; Giorgio Perlasca, que tras la marcha de Sanz Briz asumió la responsabilidad de proteger a los judíos acogidos en las casas españolas, hasta el extremo de hacerse pasar ante las autoridades húngaras por el nuevo encargado de negocios de España, consiguió regresar a Italia bien entrada la primavera de 1945 y murió en Padua en 1991 con 82 años.

En su vejez, Giorgio Perlasca tuvo que sobrevivir con una escasez de medios rayana en la pobreza absoluta. Su actuación en el infierno de Budapest no trascendió hasta mediada la década de los ochenta, cuando después de muchos años de anonimato y olvido fue descubierto por un matrimonio al que había salvado la vida en una de las casas protegidas por España. A partir de ese momento y hasta su muerte fue objeto de numerosos homenajes. También es uno de los pocos gentiles, junto con Ángel Sanz Briz y algunos más, que goza en Israel del título de Justo de la Humanidad, e igual que el encargado de negocios español, tiene una placa perpetuando su nombre en Budapest.

De los restantes miembros de la legación española no existe noticia alguna. Los esfuerzos por conocer la suerte que corrieron tanto la señora Tourné como su hijo Gaston no han dado fruto hasta ahora. Quedó, eso sí, el recuerdo de que la actuación de ambos fue igualmente heroica. La sede de la legación, en la calle Eötvos, cerró sus puertas tras la entrada de los soviéticos y no volvió a abrirlas oficialmente hasta bien entrada la década de los años setenta, cuando España restableció relaciones, primero comerciales y más tarde diplomáticas, con el Gobierno húngaro. Se sabe que las autoridades comunistas de la época utilizaron la sede para reuniones y diferentes actividades de los miembros de las brigadas internacionales que habían combatido en la guerra civil española en defensa de la legitimidad republicana.

Tampoco se han vuelto a tener noticias de Javier Barrueta, de cuya no menos abnegada labor sólo hay constancia a través de testimonios orales. Su nombre no aparece en ningún documento oficial e incluso existen serias dudas sobre la ortografía correcta de su apellido. Los que le conocieron dudan y discrepan sobre su pronunciación. Algunos sobrevivientes agradecidos de aquellos días dramáticos han intentado encontrarlo a través del Gobierno español, de diversas embajadas y de la Cruz Roja Internacional, hasta ahora sin éxito.

Los 56 años transcurridos, unidos al sufrimiento y a los sacrificios que tuvieron que superar, han venido reduciendo de manera implacable el número de sobrevivientes de aquella terrible experiencia. Los que quedan se hallan desperdigados por diferentes continentes. Algunos emigraron a Israel y a los Estados Unidos. En Budapest quedan pocos; algunos se niegan a recordar lo ocurrido y hablar para la historia. Creen que así conseguirán olvidar mejor algo que sin embargo la experiencia les demuestra a diario que nunca van a conseguir. Son bastantes los que salieron mentalmente traumatizados. No es el caso de los hermanos Heinz y Helmit Vándor.

Unos meses después de la liberación de la ciudad, y antes aún de que se implantase el régimen comunista, Anny Vándor, Koppel de soltera, y sus hijos consiguieron viajar a Barcelona donde se reencontraron con su marido y padre Franz. Llegaron con la alegría de vivir y la tristeza de haber perdido a más de treinta familiares en el genocidio. En Barcelona lograron encarrilar su vida de nuevo. Les ayudó la inteligencia, energía y estado de ánimo que todos ellos habían demostrado durante la persecución. Anny y su marido murieron. Hoy Heinz, con su nombre españolizado Enrique, es un próspero industrial en el ramo de la alimentación, y su hermano Helmit, españolizado Jaime, un intelectual de gran prestigio en los ambientes culturales barceloneses. Además de escritor y conferenciante es profesor universitario de Filosofía Semítica. Ambos aprovechan cualquier oportunidad que se les brinda para ofrecer sus recuerdos y toda la documentación que atesoran al servicio de los historiadores interesados en aquella época. Comparten sus recuerdos con la convicción de que lo ocurrido debe ser conocido por las nuevas generaciones para que el horror sirva de freno a tentaciones criminales semejantes y nadie vuelva a tener que pasar una experiencia así.

La familia Königsberg se salvó completa. Pál, el marido de Eva, pasó varios meses en el campo de Mauthausen sometido a trabajos forzados y aguardando cada mañana ser llamado para entrar en las cámaras de gas. Cuando llegó la hora de la liberación, era víctima de una epidemia que obligó a los responsables sanitarios de las fuerzas de liberación a mantenerle en cuarentena dos meses más. La pareja no se reencontró hasta el mes de junio. Actualmente el matrimonio vive en un pequeño pero acogedor apartamento de Budapest. Él es considerado un gran matemático al que la represión comunista impidió brillar más en el ámbito internacional. Y ella sigue desplegando una gran actividad: aunque está jubilada, sigue ejerciendo como diseñadora de publicaciones y poetisa. Muchas publicaciones sobre el Holocausto incluyen conmovedores poemas suyos con los que recuerda sus tristes experiencias de 1944.

Carl Daniellson, el ministro de la legación de Suecia que asumió la representación española tras la partida de Sanz Briz, regresó a Estocolmo unos meses después de la entrada de los soviéticos y continuó la carrera diplomática con normalidad. En cambio su consejero para asuntos humanitarios, Raoul Wallenberg, no tuvo la misma suerte. Desapareció en el caos que reinaba en Budapest en aquellos días y no ha vuelto a saberse nada de su paradero. La sospecha de que había sido hecho prisionero por los soviéticos y acusado de espionaje ha venido cobrando cuerpo en los últimos tiempos y recientes investigaciones parecen confirmar que permaneció prisionero en Lubianka hasta su muerte de frío, hambre y sufrimiento en 1957.

Wallenberg, el aristócrata sueco enviado por el rey Gustavo V para colaborar en la salvación de judíos, es considerado internacionalmente como un verdadero héroe. Sobre él se han hecho varias películas, se han escrito numerosos libros, y continúan recayendo homenajes. Su incierto pero sin duda alguna trágico final ha contribuido a agrandar su figura adornada de dones tan poco comunes como la generosidad, el arrojo y la dedicación a los demás.

Monseñor Angelo Rotta, el nuncio apostólico que encabezaría siempre la firmeza diplomática con que las potencias neutrales plantaron cara a la persecución judía, también permaneció en Budapest hasta el final de la guerra. Luego regresó al Vaticano y pasó el resto de su vida activa en un oscuro puesto burocrático en la Secretaría de Estado. Nunca hubo explicación sobre su alejamiento del servicio exterior. El ostracismo a que fue sometido en la Santa Sede, donde su valerosa actitud en Hungría siempre pasó inadvertida, fue compensado ya tras su muerte por los reconocimientos que tanto las colectividades judías en distintos países como los gobiernos de Hungría e Israel le dispensaron.

Miklós Horthy, el tantos años regente, fue trasladado con su familia a Baviera e instalado en una confortable residencia donde permaneció en libertad vigilada hasta el final de la guerra. Luego fue juzgado en Nuremberg por los aliados pero salió libre de cargos. En su favor influyó haber intentado en varias ocasiones pactar un final anticipado para la guerra. Nunca volvió a Hungría donde los comunistas le odiaban. El resto de su vida lo pasó como exiliado en Estoril (Portugal) donde murió en 1957. Su hijo Miklós, una vez desenvuelta la alfombra con que había sido secuestrado, fue trasladado a un cuartel alemán y de allí al campo de concentración de Mauthausen, donde se encontró con Kállay, el primer ministro de su padre depuesto a raíz de la entrada de las tropas nazis en Hungría. Ilona, la viuda de István, volvió a casarse con un militar inglés y el matrimonio vive en Portugal.

Edmund Veesenmayer, plenipotenciario del Reich, fue juzgado en Nuremberg y condenado a veinte años de prisión. Apenas cumplió siete. El sturmbannführer Adolf Eichmann huyó de Alemania al final de la guerra lo que le permitió librarse de comparecer ante el tribunal de Nuremberg. Se refugió en Argentina donde fue secuestrado en 1960 por un comando los servicios secretos israelíes, trasladado clandestinamente a Tel Aviv, juzgado en medio de una gran expectación internacional y ejecutado en 1962.

Ferenc Szálasi, el iluminado presidente que consintió e impulsó todos los desmanes cometidos por sus seguidores y por los alemanes bajo su Gobierno, fue detenido por las tropas aliadas y entregado a las nuevas autoridades húngaras. Nadie salió en su defensa Sometído a juicio junto a otros miembros de su Gabinete por crímenes de guerra, fue condenado a muerte y ejecutado en 1946. Su fotografía colgando de la horca dio la vuelta al mundo. Hoy en Hungría, ni siquiera los más activos militantes de la extrema derecha magiar asumen haber pertenecido al tristemente histórico Nyilas Keresztes Mozgalom, o si se prefiere Pfeilkreuzler, el partido de los tristemente célebres nyilas cuyo emblema, copiado de la venerada corona de San Esteban, unido al fanatismo de sus portadores, tanto dolor y tanto terror provocó.