La plaza Vörösmarty, en el centro comercial de Pest, había cobrado aquella mañana ambiente de romería; de romería macabra, habrá que apresurarse a añadir, pero a juzgar por el aire festivo de muchos visitantes y transeúntes, de romería al fin y al cabo. Cinco hombres, ahorcados en la impunidad del frío y la madrugada, colgaban de otras tantas farolas enfrente del edificio de la Bolsa. El viento helado movía los cadáveres pendulantes, con el rictus congelado, y los cuellos a punto ya de no dar más de sí.
Nadie sabía quiénes eran los infortunados ni quiénes habían sido sus asesinos y la verdad es que tampoco nadie parecía interesado en averiguarlo. En cambio, la alegría ruidosa de los jóvenes nyilas, con sus cruces de flecha en las mangas de las chaquetas de cuero, dejaba poco lugar a las dudas sobre los verdugos. Todavía no se había olvidado que uno de los primeros lemas del Pfeilkreuzler era: «Hermanos, sacad los ojos a todos los que no sean miembros de nuestro movimiento». Estaban tan felices los exaltados cruzflechados con aquella exhibición de crueldad que no permitieron que los empleados de la morgue retirasen los cadáveres hasta que empezó a anochecer.
Giorgio Perlasca y Javier Barrueta, a quienes las largas horas de encierro en la residencia de la legación empezaban a convertirlos en amigos inseparables, no habían sido capaces de vencer la tentación de acercarse a ver el espectáculo. La señora Tourné se tapó los ojos cuando se lo dijeron, pero ellos aún conservaban la piel petrificada por la guerra y ver muertos no les impresionaba. Sin embargo, cuando regresaron con la cara congestionada por el frío y el estómago revuelto por la impresión, ambos reflejaban sin necesidad de hablar el horror que acababan de presenciar. Ninguno sabía decir qué le había desagradado más, si los muertos bamboleándose o los vivos celebrándolo.
—El encargado de negocios está esperándoles —les dijo la canciller—. Desea reunirse con todos nosotros. Pasen si quieren, está en su despacho con el señor Farkas. Yo estoy terminando estas cartas de protección y voy enseguida.
Los dos se ofrecieron para ayudarla. Perlasca cogió un puñado de salvoconductos ya firmados y salió al pasillo a entregarlos. Con su inconfundible acento italiano, fue leyendo en voz alta los nombres: «Dán László, Davida Gyula, Dános József, Barbas, Béla… ¡Oh! —añadía— belo nombre Béla. En italiano, bela sólo son las signorinas. —Y seguía—: Dárdal Zoltán, Emil János, doctor Dénes István… Y recuerden, están ustedes bajo la protección española. Si tienen algún problema con las autoridades, con la Gestapo con los cruzflechados, vengan y les ayudaremos».
Ángel Sanz Briz hizo un gesto de desagrado cuando Perlasca intentó describir, en su italiano poco académico pero muy expresivo, lo que acababan de ver en la plaza. «¡Qué bestias!», exclamó sin dejar de mirar a los folios que tenía en las manos. Luego, añadió: «Yo esas cosas prefiero no verlas. Y no porque me asusten los cadáveres, que vi tantos en nuestra guerra de Liberación que ya no me impresionan. Prefiero no verlas para no indignarme más con la especie humana, que nunca deja de sorprendernos».
—Menos mal —terció en tono irónico Zoltán Farkas— que Szálasi ya está terminando su libro. La radio ha dicho que será una «dogmática para asentar el futuro». Así que…
Ángel Sanz Briz sonrió y dijo:
—Bueno, vamos al grano. Hoy el Gobierno ha comunicado a las legaciones diplomáticas que los judíos que todavía no han sido prestados, prestados es textual, a Alemania, serán recluidos en un gueto que ya tienen preparado, y los que poseen pasaporte o salvoconducto de alguna potencia neutral deben abandonar el país antes de fin de año. Luego ya no respetarán ningún documento extranjero y los que no hayan salido hacia sus destinos, entrarán en el régimen general. En fin, lo único bueno de la nueva disposición es que deja a merced de las legaciones la protección de esas personas mientras permanezcan en territorio húngaro.
—Y, ¿cómo va a ser esa protección? —preguntó la señora Tourné.
—Es a lo que voy. Las legaciones quedan facultadas para alojarlos en casas especiales. Les llaman «casas Palatinus» o védettház, y deberán estar en los distritos que ha determinado el Ministerio del Interior. Los protegidos sólo podrán pisar la calle entre las ocho y las nueve de la mañana y apenas podrán moverse por los alrededores del edificio donde están alojados.
Sanz Briz miró a la canciller, que tomaba nota de cuanto iba diciendo, y añadió:
—También nos advierten que tenemos que asumir los gastos del viaje a España de nuestros protegidos y que no podemos rebasar el número de pasaportes y cartas de protección que tenemos asignado.
—¿Que es? —preguntó la señora Tourné.
—Ya ni me acuerdo. Seguramente lo hemos triplicado o cuadruplicado. Primero fueron 100 pasaportes, ¿verdad? Luego, 200… No sé. Más tarde reclamé 300 al gauleiter y transigió aunque sin constancia escrita. Espero que no vengan a contarlos. ¿Cuántos llevamos emitidos?
—Me lo pregunta todos los días y hasta ahora nunca sabía responderle. Pues hoy, lo sé. Mire: pasaportes normales, o sea, para sefardíes, a 45 personas; pasaportes provisionales, a 239, y cartas de protección o salvoconductos, porque el señor Farkas les llama de una forma y usted de otra, unos 1.650. De momento.
—¡Ufff!
—Cuando usted diga, paramos. Mañana tendremos cola de nuevo.
Y eso si no hay alguien durmiendo ya a la puerta para ser el primero mañana.
—¡Ahora! Pues atiéndale. A ver si por librarse de los nazis, resulta que se muere de frío.
—No. Ahora no hay nadie. Fue una exageración mía. Vienen al amanecer a coger sitio.
—Pues, adelante. Mientras quede papel, hagamos cuanto esté en nuestras manos. —Hizo una pausa y volviéndose hacia el grupo de los hombres, añadió—: El problema está en que han puesto una fecha límite. Nuestros protegidos tendrán que estar en las védettház antes de las cuatro de la tarde del día 20. Los que no estén, serán detenidos y enviados al gueto desde donde irán haciendo las levas para las deportaciones.
—Pero ¿a cuántos quieren deportar? —preguntó Perlasca—. Sale uno a la calle y no se ven más que filas de pobres judíos caminando ya sin fuerza hacia los puntos de concentración o hacia las estaciones. Los trenes salen atiborrados, más apretujados que las vacas que yo enviaba a Italia.
—A todos. Quieren deportarlos a todos cuanto antes —respondió Sanz Briz—. Hay tensiones entre el Gobierno y los alemanes. El Gobierno quiere movilizar no sé cuántos trenes para trasladar sus dependencias a Sopron y Eichmann dice que verdes las han segado. Primero los judíos, luego, el Gobierno. Pero no nos desviemos del meollo de la cuestión: esta legación necesita alojar a, no sé, quizás mil quinientas personas dentro de cuatro días. Ya sé que no podremos hacerlo en hoteles de lujo, pero hay que buscarles un techo. Hemos asumido una responsabilidad con ellos y están en juego dos cosas muy importantes: su vida y el honor de España, empeñado en protegerla.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó el impaciente Perlasca—. Díganos y nos ponemos a trabajar ahora mismo. Yo, que soy el español más joven de toda Hungría, estoy deseando hacer algo. Y si se trata de ayudar a quienes lo necesitan, aún más.
Todos los presentes asintieron con la cabeza. El encargado de negocios había establecido un plan:
—Hoy ya podremos hacer poco. Mañana nos pondremos a buscar casas, cuanto más grandes, mejor. Creo que sería bueno poderlos concentrar en pocos edificios y, en la medida de lo posible, cerca unos de otros. Esto es muy urgente, porque el 20 tienen que estar hechos los contratos y los edificios listos para ser ocupados. Camas para todos no podemos proporcionarles. Allí tendrán que apañarse como puedan. Luego habrá que organizar también una cierta logística para proveerles de comida y demás artículos de primera necesidad.
—¡Comida para mil quinientos! —comentó incrédulo Farkas.
—Más. Y si vamos a seguir extendiendo cartas y pasaportes, vaya usted a saber a cuántos llegamos —añadió la señora Tourné.
—Haremos lo que podamos —sentenció Sanz Briz—. Pensemos que son personas que están con sus vidas en peligro. Vivimos unas circunstancias muy excepcionales. Aquí se trata de salvar vidas. Ahora bien, yo les he pedido su colaboración conociendo el sentimiento humanitario que todos comparten. Si alguno, por las razones que sean, no desea o no puede echar una mano, lo entenderé. Nadie tiene que sentirse coaccionado.
—¡Por Dios nuestro Señor, don Ángel! —reaccionó la señora Tourné—. No piense usted que estoy poniendo problemas. Nada estoy deseando más que contribuir a que esta pobre gente termine de una vez con esta persecución absurda.
Todos reaccionaron de la misma manera. Hasta el propio Gaston Tourné, cuya timidez siempre parecía tenerle atenazada la lengua, arrancó a hablar para decir:
—Cuente conmigo, don Ángel. Puedo cargar pesos, subir escaleras, lo que haga falta.
—Pues mañana, bien temprano, saldremos en los dos coches a buscar casas. Usted, señora Tourné, y usted, señor Farkas, se quedarán atendiendo la cancillería. Traten de despachar el mayor número posible de cartas o pasaportes. Después del día 20 ya no podremos emitir más. Quizás sería bueno empezar a ponerles ya fechas pasadas, incluso algunas de antes del 15 de octubre. Y, cuidado con la numeración. Multiplíquenla con letras para que disimule. Usted, Perlasca, y usted, Barrueta, irán en un coche y yo en el otro. Con el conductor me apañaré para el idioma. Y usted, Gaston, mañana siga ayudando a su madre. Después del 20 ya le daremos trabajo en la calle. Cuente con ello.
Cuando ya se despedían, añadió:
—Se me olvidaba. Hay que empezar a avisar a la gente. Hay que advertirles que no es obligatorio que vayan a las casas protegidas. Pueden arriesgarse a permanecer en su gueto si lo prefieren. Lo que ocurre es que entonces los salvoconductos no les servirán para nada. A ver si mañana por la tarde ya tenemos algunas casas concertadas y podemos empezar a hacer una distribución. De momento es importante que estén alertados y que sepan que deben permanecer en contacto con la legación.
* * *
Rudolf Höss, comandante del campo de exterminio de Auschwitz, contemplaba desde los amplios ventanales del hotel Majestic, convertido desde hacía meses en cuartel general de la Gestapo, la soberbia panorámica de Budapest que se extendía en el horizonte. Había viajado hasta la capital húngara para discutir con su amigo el sturmbannführer Adolf Eichmann y sus colaboradores algunas cuestiones relacionadas con el traslado de los judíos que aún aguardaban en las csillagosház de la capital.
A Höss le preocupaba mucho el mal estado en que llegaban los deportados magiares. Era tal su estado de desnutrición y su agotamiento, que muy pocos resultaban aprovechables para el trabajo. Lo ideal en su opinión sería desembarcarlos directamente de los trenes en las cámaras de gas, pero el apeadero del campo estaba en Birkenau, a doce kilómetros, y eso complicaba mucho las operaciones. Los colaboradores de Eichmann intentaron ponerle al corriente de las dificultades con que a su vez ellos tropezaban.
Las deportaciones se habían retrasado por culpa del exregente Horthy y, en esos momentos, todo parecía haberse confabulado para obstaculizarlas. La meteorología adversa que impedía a veces a los soldados moverse, los bombardeos que dificultaban la marcha de los trenes, el caos en que estaba sumida la ciudad… Todo, todo empezaba a ponerse de parte de los malditos judíos. Y, para colmo de males, el Gobierno en su desbandada reclamaba 55.000 vagones para sacar sus pertrechos, evacuar a sus familias y llevarse el oro y los valores del Banco Nacional a la frontera.
Mientras los altos jefes nazis debatían la mejor manera de acelerar la liquidación de los 170.000 judíos que aún quedaban en la capital, el encargado de negocios de España, Ángel Sanz Briz, y su ayudante, Giorgio Perlasca, recorrían barrios hasta ese momento desconocidos en busca de casas vacías para poder proteger a algunos de la trágica suerte que en lo alto del monte Svábhegy les estaban organizando. Eichmann aquella mañana se había despertado con mal cuerpo, consecuencia quizás de los brindis por la salud del Führer que la víspera había intercambiado con Höss en el cabaret Arizona, que era el único con licencia para saltarse el toque de queda, y no madrugó. Pero para las once ya sus lugartenientes habían llegado a un acuerdo con el comandante de Auschwitz.
Con la vista perdida sobre la llanura danubiana, Rudolf Höss seguía dándole vueltas a sus preocupaciones. Entendía los problemas con que se encontraban sus amigos. Pero la decisión de evacuar a pie a 50.000 judíos hacia Viena le parecía difícil y, sobre todo, lenta. Los cálculos aguantaban sobre el papel; en la práctica, habría que verlo. Eran 180 kilómetros y, a una media de 30 kilómetros por día, que con el terreno nevado y tratándose de gente mayor serían menos, tardarían seis días. Luego, el tren desde Viena tampoco daría abasto. Lo único bueno del plan es que una parte, pensó, quedarían por el camino. Menos trabajo para los crematorios. Era sorprendente cómo se había complicado la solución final con los húngaros.
Ángel Sanz Briz y Giorgio Perlasca, en cambio, estaban contentos. La búsqueda de casas estaba revelándose más fácil de lo que temían. Edificios enteros vacíos no encontraron, pero pisos grandes sí habían localizado bastantes. Cuando llegaron a la legación, ya tenían siete pisos alquilados en firme en cinco inmuebles distintos: uno, en la calle Csanády, número 20; otros dos en la calle Pannonia, números 44 y 48; un cuarto en la calle Návay Lajos, número 4, y dos más, el segundo y el cuarto del número 35 de la plaza Szent István.
Muchos de sus anteriores inquilinos habían huido y otros, que tenían más de un piso, estaban deseando alquilarlo a diplomáticos extranjeros con la esperanza de que así los soviéticos los respetarían mejor cuando entrasen. Sanz Briz adelantó de su bolsillo el importe de los alquileres de tres meses y, en cuanto vio que la oferta lo permitía, procuró que los pisos estuviesen en edificios con portero. Así, gracias a una propina generosa que también se apresuró a adelantar, la legación tendría un representante y un contacto permanente con cada uno.
—Hay que preparar unas placas grandes para fijar en las fachadas —le dijo a Zoltán Farkas—. Eso hay que hacerlo hoy mismo. Deben estar puestas cuando lleguen los primeros ocupantes. ¡Ah! Y banderas. La bandera española debe ondear en todas las casas. Y cuando hacen esquina, como la que hemos comprometido en Szent István, convendrá colocar una bandera a cada lado.
Entre los dos redactaron el texto que harían pintar en las placas. En letra grande, en español y en húngaro, rezaría: «Anejo a la legación de España. Edificio extraterritorial». Resultó más complicado improvisar banderas. La legación no tenía tantas, pero la señora Tourné enseguida encontró solución. Javier Barrueta recibió el encargo de comprar varios metros de tela amarilla y roja para que las empleadas de la residencia, con la ayuda de la esposa de Farkas y la dirección de la canciller, pudieran confeccionar unas cuantas. Les faltaba el escudo con el yugo y las flechas, pero eso tenía peor remedio.
—Debería firmarme cartas de protección —le dijo la señora Tourné—. Tengo a mucha gente esperando.
—Ahora mismo —respondió Sanz Briz—. Páseme todas las que tenga.
—Y hay otro problema —prosiguió la canciller—. Nos han avisado de que han detenido al doctor György Elek. No sé si se acuerda de él. Le dimos un salvoconducto hace unos días. Pero al parecer no le ha servido de nada. Se lo llevaron a empujones a un lugar de concentración que tienen en la plaza de Tisza Kálman.
—¡Vaya por Dios! —exclamó el diplomático—. Me dice, ¿Elek György? No caigo. ¿Cómo es?
—Creo que es sobrino o hijo, no sé muy bien, del premio Nobel, del descubridor de la vitamina C. Es alto, muy calvo, la cara alargada…
—Da igual. No caigo ahora. Tendremos que hacer algo ahora mismo. Explíquele al conductor dónde le tienen. Voy a ir allí directamente a reclamar su libertad. Si no consigo nada, empezaremos con el calvario de las gestiones por los despachos. El lugar estaba bastante cerca.
—¡Perseverancia! ¡Viva Szálasi!
El jefe de los nyilas en el centro de concentración de la plaza Tisza Kálman se cuadró ante el banderín de España antes de que Sanz Briz descendiese del coche. Era un hombre de unos 30 años, alto y fuerte, con cara de niño, que no parecía tener muy clara cuál era su misión allí. En esos momentos tenía bajo su responsabilidad a unos doscientos detenidos a los que seguramente se unirían otros tantos por la tarde. Las listas, garabateadas en unas hojas mugrientas de papel, eran incompletas y difíciles de manejar. No estaban por orden alfabético y los nombres y apellidos bailaban según el orden que les daban sus propietarios.
György Elek no estaba. El cruzflechado comprobó varias veces e incluso permitió a Sanz Briz que él mismo lo revisara, pero no aparecía por ninguna parte.
—Seguramente fue de los que salieron esta mañana para la estación —aclaró—. Hoy mis compañeros expidieron unos cuatrocientos. ¿Las listas? No, se las llevaron. Quizás estén todavía en Józsefváros. Tardan bastante en embarcarlos. Unas veces los trenes no están preparados, otras hay que esperar a que terminen de bombardear… En fin, ya sabe lo que son estas cosas.
Sanz Briz enseguida se dio cuenta de que estaba ante una de esas personas que suelen estar dispuestas a colaborar. Le explicó que György tenía un salvoconducto español, porque iba a emigrar a España donde vivía su familia, y que seguramente había sido detenido por error.
—Claro —se justificó el cruzflechado—. Son tantos… ¿En España ya han terminado con ellos, verdad? He oído que en Hungría vamos con mucho retraso.
—¿Podríamos ver si entre los que están aquí hay alguno más protegido por España? Podría ocurrir que haya sido detenido por error algún otro.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Preguntando. Podemos preguntar nosotros. O usted mismo.
Entraron en el recinto. Decenas de personas se acurrucaban alrededor de las paredes protegiéndose del frío. Las gorras y los cuellos levantados de las chaquetas impedían verles la cara. Algunos comían la ración de pan que les habían repartido un rato antes.
—¿Qué les dan de comer? —preguntó Sanz Briz.
—Aquí, como es un lugar de paso, sólo solemos repartirles pan. Cien gramos por día. Y agua. Luego, en su destino, en Alemania, ya reciben comida abundante.
—¿Tiene alguien alguna relación con España? —preguntó a voces en español.
Nadie respondió. Luego formuló la pregunta varias veces en húngaro el conductor. Tampoco. Daba la impresión de que aquellas personas estaban ya muertas en vida. A media palabra que hubiese dicho alguno, Sanz Briz tenía decidido llevárselo. Con aquel cruzflechado, tan distinto en el trato de sus congéneres, seguro que hubiese sido posible. Pero nadie hizo un gesto ni dijo nada. Todos parecían abandonados a su suerte y lo único que parecía preocuparles era no morir congelados.
La estación de Józsefváros estaba a pocas manzanas y, en una ciudad sin tráfico como era Budapest aquel invierno, apenas tardaron diez minutos.
—Tiene que enseñarme a decir en húngaro lo siguiente: «¿Hay alguien relacionado con España?» —le dijo en fracés al conductor.
—Es muy fácil. Se dice «Van valaki spanyolds?».
—Van valaki spanyolds… Van valaki spanyolds… —repitió en voz baja—. Espero que no se me olvide.
Las huellas de los bombardeos saltaban a la vista nada más entrar en el salón central de la estación de Józsefváros. Los montones de cascotes en las esquinas, las paredes desconchadas y los cristales rotos producían una penosa sensación de ruina y abandono. El viento helado que silbaba a través de las ventanas sin cristales se confundía con el estruendo de las locomotoras y las voces de los agentes de la Gestapo que en el andén más alejado de la entrada dirigían el embarque de un nuevo contingente de judíos predestinados a pasar en Auschwitz la infalible prueba final del gas Zyklon B.
Habían empezado a llenar el tren por la cola. La mitad del convoy ya estaba repleto. Los guardias iban separando a los judíos en grupos de ochenta y los hacían subir a bordo de los coches a culatazo limpio. Los últimos encontraban dificultades para entrar y eran los que recibían más golpes. Las órdenes a grito limpio se entremezclaban con los sollozos de algunos deportados y los taconazos de los policías y voluntarios nyilas. Los oficiales de las SS, convertidos en la aristocracia policial entre los numerosos cuerpos que se empeñaban en la represión, paseaban de dos en dos controlando a distancia pero dejando hacer a los serviles cruzflechados. Cuando Ángel Sanz Briz se acercó a una pareja para interesarse por György Elek, uno de ellos apenas le dirigió con un gesto al sargento de la Gestapo que vociferaba de un lado para otro.
—Buenas tardes —le saludó Sanz Briz en su escaso alemán—. Soy el encargado de negocios de la legación de España.
—¡Heil Hitler! —respondió el sargento cuadrándose.
—Parece que ha habido un error y que los húngaros han detenido a una persona que goza de protección diplomática española. Es un ciudadano húngaro que en los próximos días emigrará a España. Considero una suerte que sea usted una autoridad alemana, porque ustedes los alemanes conocen mejor que los húngaros las leyes internacionales y, por supuesto, no ignoran las buenas relaciones que unen a nuestras dos naciones y la amistad que el Führer y nuestro Caudillo se profesan.
—Claro —asintió el sargento—. ¿Cómo se llama ese ciudadano… español? ¿Tiene usted la documentación?
—Debe de tenerla él. Pero si no la lleva encima, yo respondo. O, si hace falta, envío ahora mismo a la legación de España a que le extiendan un salvoconducto que firmaré ante usted. Se llama György Elek. Es un médico.
El sargento dio unas órdenes y dos cruzflechados las fueron repitíendo en húngaro entre las últimas filas. Nadie respondió. Sanz Briz sugirió que quizás estuviese ya embarcado. Y el sargento, tras una lenta comprobación en las listas cuya difícil lectura iba cambiándole el humor, guardó los papeles en el bolsillo de la guerrera y dijo:
—Sí. Está aquí. Pero ya está embarcado y esos vagones ya están cerrados y precintados. Aparte de que no podemos seguir retrasando el embarque. El tren tiene que aprovechar la noche. Durante el día los malditos aliados bombardean todo lo que se mueve.
—Lo comprendo —respondió el diplomático sin perder la compostura—. Quizás no haga falta abrir los vagones. Podemos vocear su nombre desde el andén y cuando le tengamos localizado, abren un instante la puerta para que pueda salir.
—Nada es tan fácil, señor embajador —manifestó el sargento moviendo la cabeza—. Sin embargo accedió a la sugerencia. Llamó a otro agente de la Gestapo y le dio unas órdenes en tono imperativo. El agente se cuadró, hizo una seña a Sanz Briz y al conductor para que le siguiesen, y avanzó a buen paso hacia el fondo del andén. Comprobó el nombre que Sanz Briz llevaba escrito y comenzó a vocearlo vagón por vagón. El conductor y el propio encargado de negocios hicieron lo mismo, cada uno con su acento.
György Elek se estremeció cuando escuchó su nombre en el atronador tono de un agente de la Gestapo. Sentía verdadero pánico a la suerte que le aguardaba tras el viaje en aquel vagón en el que permanecían como sardinas en una lata. Pero aún le asustaba más verse caminando delante de dos verdugos improvisados hacia un recodo del Danubio donde probablemente su cadáver aparecería al día siguiente metido en un bloque de nieve helada. Notó que las tripas se le anudaban, que su cuerpo se encogía, y que las piernas le fallaban. Hasta que casi como en una pesadilla oyó su nombre pronunciado en un tono extraño, que no era ni húngaro ni alemán. Era sin lugar a dudas la voz de un extranjero. Y recordó el salvoconducto que unos días antes le había proporcionado la legación de España. Nunca había puesto en él muchas esperanzas, pero lo guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta. ¿Tendría algo que ver?
Intentó acercarse a las puertas del vagón e intentar comprobar por las rendijas quién le reclamaba. Pero no era fácil moverse en un espacio tan reducido y con tantas personas de pie. Cuando lo logró, ya no se veía a nadie por las proximidades. La estación estaba en penumbra y el campo de visión que le proporcionaba la rendija era reducido Escuchó, eso sí, que su nombre era repetido cada vez más lejos. Eran varios los que le estaban buscando. Y, desde luego, uno, extranjero. En ese momento el corazón, que instantes antes había estado a apunto de parársele, empezó a golpearle con fuerza en el pecho. Cerró los puños y empezó a aporrear las tablas. Los compañeros más próximos creyeron por un instante que se había vuelto loco e intentaron calmarle. Pero él seguía dejándose la piel, dando golpes como un poseso.
—Me están llamando. Es a mí a quien llaman —gritaba.
Varios puños comenzaron entonces a hacer lo mismo. El estruendo que armaron fue tan grande que un nyilas que patrullaba lleno de orgullo de codearse con miembros de las SS y la Gestapo con su uniforme verde, sus botas altas y su fusil por el extremo del andén, se acercó asustado y creyendo que se trataba de un motín avisó a su jefe. Cuando llegaron los agentes de la Gestapo, escucharon una voz que decía:
—Soy György Elek. Me estaban llamando.
Pocos minutos más tarde, el jefe de la expedición, un hombrecillo de facciones huesudas y el pelo cortado a cepillo, seleccionó una llave de un manojo con varias decenas, y abrió el candado que clausuraba la puerta del vagón. El doctor Elek descendió con la desconfianza reflejada en sus ojos y enseguida mostró su salvoconducto. Los alemanes entonces entraron en una discusión que Ángel Sanz Briz no lograba entender. La carta de protección del detenido pasaba de mano en mano. Algunos hacían señas de que debía volver a embarcar sin más dilación. Finalmente el sargento impuso su autoridad.
—Tendrá usted que firmar un documento en el que conste que se hace cargo de este individuo.
—Por supuesto. No hay ningún problema. ¿Dónde hay que firmar?
Los alemanes volvieron a discutir cada vez en tono más airado. Finalmente se acercaron los dos oficiales de las SS, escucharon sin alterarse la explicación del sargento de la Gestapo y le pidieron a Sanz Briz que se identificase. Cuando comprobaron su acreditación, uno dijo:
—¡España, arriba! ¡Viva Franco!
—¿Habla usted español? —preguntó el diplomático.
—No. Poquito. Muchas gracias, buenas noches, hasta la vista. Franco. Caudillo. Bueno, Franco.
Y sonrió. Luego dio una orden a uno de los cruzflechados y explicó en alemán al intérprete:
—Va a preparar un recibo. Lo firma el señor embajador y se llevan al perro judío ese.
El joven, ayudado por el conductor de Sanz Briz, escribió en una hoja:
A Spanyol Követség ezennel igazolja, hogy Dr. Elek György (1900) védlevél sz. 874, spanyol védettet, a Józsefvárosi pályaudvarról hivatalosan átvette avval, hogy egyik kijelölt spanyol házban elhelyezze.
—Se lo intento traducir, don Ángel —dijo el conductor—. «La Embajada de España certifica que ha recogido al protegido español doctor György Elek, nacido en 1900, número de salvoconducto 874, de la estación de Józsefváros, oficialmente, con el fin de trasladarlo a una casa española». ¿Le parece bien?
—Muy bien. Firmamos y nos vamos.
Entre taconazos, gritos de «¡Heil Hitler!» y «¡Perseverancia! ¡Viva Szálasi!», Sanz Briz dio las gracias, saludó cortésmente con la cabeza, y empujó al recién liberado hacia la puerta.
—Vamos. Vamos antes de que se arrepientan.
El doctor casi no era capaz de hablar. Intentaba dar las gracias y la voz se le ahogaba en la garganta.
—Ahora tiene que descansar —le dijo Sanz Briz—. Vamos a pasar por la legación y si quiere se queda allí a dormir aunque si lo prefiere le llevamos a su casa. En cualquier caso, mañana será mejor que se vaya a vivir a una de las casas protegidas que tenemos a disposición de ustedes.
—¿Llega con fuerzas para ponerse a firmar, don Ángel? —le preguntó nada más entrar por la puerta la señora Tourné.
—Por supuesto. Atiendan ustedes al doctor. Ya le he ofrecido quedarse hoy en la residencia. ¿Mucha gente hoy?
—Como todos los días. Hemos preparado cerca de trescientas cartas y cuatro pasaportes familiares para once personas. La gente cada vez está más asustada. Algunos no han venido a recoger todavía el documento que les extendimos ayer. En una de estas no les han dejado tiempo. La verdad es que le echa usted mucho valor yendo a enfrentarse con esa gente.
—Hoy tuve suerte. Tanto el nyilas como los de las SS y la Gestapo que me tocaron fueron bastante correctos. ¿Han hecho algo más con las casas?
—Sí, señor. Ya han ido los señores Perlasca, Barrueta y Gaston a poner las banderas y las placas. Esperaron para que usted viese cómo han quedado, pero al fin decidieron aprovechar la luz del día. Además que ya han ido para allá algunas personas. En cuanto se enteraron, vinieron a ver lo que tenían que hacer y ninguna lo dudó. Les hemos advertido que no pueden llevar mobiliario ni nada pesado. Sólo ropa, comida, que poca podrán llevar porque a ver de dónde la sacan, útiles de aseo y algún cacharro de cocina. Suponiendo que vayan a poder cocinar.
—Será difícil. Tendrán que vivir hacinados y organizarse como puedan. Terrible, todo es terrible. Ahora vamos a alojarlos y después ya nos plantearemos cómo alimentarlos y cómo atender a las demás necesidades que puedan surgirles. La comida no lo es todo. Pero cada cosa en su momento, ¿no le parece?
* * *
Eva Láng no consiguió pegar ojo en toda la noche. Al atardecer habían colocado carteles en las esquinas avisando de que todos los inquilinos de su edificio tenían que concentrarse a las seis de la madrugada en el campo de deportes del barrio y toda la familia, empezando por su padre, rompió a llorar desconsoladamente. Era la amenaza que estaban temiendo desde hacía meses: serían deportados, sólo Dios sabría adonde, serían separados y a ver qué suerte aguardaba a cada uno en su destino.
Sentada en su camastro, con una fotografía de Pál, su marido, pegada al corazón, vio entre sollozos cómo su madre y su tía preparaban en silencio el equipaje. La orden precisaba que tenía que ser ligero y, temerosas de tener que transportarlo a cuestas kilómetros y kilómetros, trataban de que además de pesar poco, incluyese lo más necesario para cada uno. En realidad, sólo ropa y útiles de aseo. La poca comida que tenían en casa la repartían en cada bolsa. Algunas veces las mujeres tropezaban entre sí en su trajín y acababan abrazadas, sollozando unos minutos juntas. Arnold, el padre de Eva, permanecía pegado a la radio, sin ganas de hablar, con cara de preocupación y la ilusión siempre de que las ondas le trajesen la noticia que tanto esperaba: la rendición del Reich.
Sobre las cinco todos se pusieron en pie en silencio, sin fuerza para hablar. Se miraban mientras se vestían con toda la ropa de abrigo que conservaban, y no podían evitar que los ojos se les inundasen. De los apartamentos contiguos también llegaban ruidos de movilización general, conversaciones entrecortadas y algunas voces. Luego las escaleras se llenaron de pasos apresurados, choques contra los pasamanos, gritos histéricos, cierres bruscos de puertas y golpes indescriptibles.
—Venga, vamos —dijo el padre de Eva—. Sólo falta que nos castiguen por llegar los últimos.
Caminaron hasta las instalaciones deportivas en tropel entremezclados con varios centenares de vecinos. La víspera había lucido el sol unas horas y el hielo de las calles se había reblandecido. Nadie hablaba. Los conocidos daba la impresión de que tenían miedo a saludarse. Había un cierto pudor colectivo a comentar tanta desgracia. Y es que, en aquellas circunstancias, nadie aportaba una noticia, un rumor, una posibilidad ligeramente esperanzadora. Sólo había un lejano motivo para albergar cierta confianza: lo que se decía que harían con ellos era tan increíble, tan inimaginable en seres humanos y con seres humanos, que no podía ser cierto. Todos se ilusionaban con verse sometidos a trabajos forzosos, como los que realizaban los esclavos en las películas, pero conservando la vida.
El lugar de concentración era una especie de mercadillo callejero en el que sólo se escuchaban las voces de los guardias que intentaban organizar la expedición. En las esquinas había vehículos blindados con soldados armados vigilando. También había coches de la Gestapo y de las SS, agentes de todos los cuerpos policiales húngaros y decenas de jóvenes nyilas, con sus cruces de flecha en las mangas, felices de tener la oportunidad en tan intempestivas horas de mandar, cuadrarse y ejercitar su vocación de marcialidad. Uno a uno los judíos eran cacheados, registrados en una libreta e inmediatamente incorporados a una columna sin respeto para las familias.
Eva Láng guardaba casi en secreto un último argumento para librarse de la deportación. Procuró ponerse a la cabeza de la familia y cuando le tocó el turno, mostró el salvoconducto que les había proporcionado la legación de España. Sus padres y su tía no se habían acordado más de aquel papel, conseguido por la inquieta Eva, en el que nunca habían confiado. «Buen caso van a hacer los nazis de esto…», había dicho su madre un tanto despectivamente. Y, efectiva mente, no le hicieron ninguno. El encargado de registrar los nombres, lo miró con desgana y lo pasó al superior que tenía más cerca. Luego el superior lo pasó a otro de mayor nivel y cuando volvió a las manos de Eva Láng, junto a un malhumorado movimiento de cabeza, ya los cinco estaban en una larga fila lista para ponerse en marcha.
Aún era de noche cuando echaron a andar. Las calles estaban desiertas y oscuras. Algunas personas se asomaban a desempañar los cristales y mirar, y enseguida se retiraban. Caminaban con la cabeza baja, sin atreverse a volver la vista alrededor. Oían las voces de los guardianes metiendo prisa pero procuraban no girar la cabeza. Había ancianos que no podían seguir el paso y sus allegados tenían que llevarlos casi en volandas. Avanzaron en dirección al río y luego subieron en paralelo a la vía del tranvía en dirección a Obuda. En cuanto se apartaron un poco de la zona urbana, surgió el primer incidente. Un hombre de edad mediana que arrastraba a su padre cojo intentó explicar a uno de los cruzflechados que no podían seguir. Tras una breve discusión les ordenaron salir de la fila.
—Sigan, sigan, no se detengan —apresuraban al resto.
Eva Láng vio cómo se los llevaban por detrás de los galpones del puerto fluvial y unos minutos más tarde escuchó dos disparos de pistola cuyo eco enseguida se perdía entre los ruidos del alba. La escena, con ligeras variantes, fue repitiéndose a lo largo de la mañana. El que no tenía músculos para aguantar la caminata, aquel a quien las fuerzas no le permitían mantenerse en pie, era ejecutado con cierto disimulo y ninguna piedad. Sólo un anciano que en un ataque de histeria comenzó a insultar a un policía que le arreaba con mofa como si de ganado se tratase, fue asesinado a la orilla de la carretera ante la vista de todos.
Cerca ya de los confines de Pest, Eva y sus familiares vieron al hijo de unos amigos cristianos que participaba con una brigada del servicio obligatorio de trabajo en el desescombro de una calzada destrozada por los bombardeos. Se saludaron discretamente con gestos y al pasar cerca, Eva, que recordaba constantemente lo que le había dicho la señora Tourné cuando le entregó el salvoconducto, acertó a decirle:
—Avisa a la legación de España que nos deportan a los cinco. Es en la calle Eötvos. Por favor.
Eva Láng sonrió al joven nyilas que la sorprendió hablando y apresuró el paso. Su madre empezaba a dar muestras de fatiga y su padre, hombre de temperamento fuerte, reflejaba el rostro congestionado con que anticipaba una de sus infrecuentes pero enérgicas explosiones de ira.
—Papá, tranquilo. Ya verás como todo se arregla. Van a avisar a la legación de España y seguro que hacen algo. Me lo dijeron.
—Franco va a venir a sacarte de aquí, ¿verdad? El amigo de Hitler y de Mussolini y, supongo, ahora también de Szálasi…
—Tranquilo, papá. Tú no digas nada. Déjame a mí.
Llegaron al primer destino sobre las cinco y media de la tarde. Ya desde lejos empezaron a divisar las chimeneas de la vieja fábrica de ladrillos de Obuda, la tercera ciudad que con Buda y Pest habían formado Budapest en 1840. Todos tenían los pies llagados, las caras congestionadas y los estómagos vacíos. Algunos llegaron a los secaderos de ladrillo en el límite de sus fuerzas. Allí fueron recibidos por la indiferencia de varios millares de personas hacinadas que les habían precedido en marchas similares. Algunos habían cogido sitio cerca de los antiguos hornos y estaban mejor resguardados del frío.
A la familia Königsberg, o Láng por razones conyugales en el caso de Eva, le tocó en un sotechado sin paredes expuesto a las ráfagas de viento que cruzaban silbando por encima de sus cabezas. La luna iluminaba el improvisado campamento y delataba todas las miserias humanas que allí se concentraban. Algunos cruzflechados, menos escrupulosos para esas cosas que sus referentes arios alemanes, reclutaban entre las familias a muchachas jóvenes para desfogar en algún rincón sus instintos. Sobre las diez empezó a nevar y el paisaje oscuro de las ropas de los judíos arrebujados en sus tiritonas fue cambiando de color. Al amanecer, las porras de los guardias enseguida encontraron voluntarios fornidos para alejar a la veintena larga de cadáveres con que la cruda noche había colaborado a los planes de exterminio de la raza judía de Hitler.
El sol forcejeaba tímidamente por traspasar los nubarrones que bajaban del norte. Eva Láng, que había dormido arrebujada entre su madre y su tía, miraba por el rabillo del ojo a dos nyilas que discutían con un oficial de la Gestapo. Por lo que estaba consiguiendo entender, no había trenes disponibles para embarcar más expediciones ese día, y había que hacer sitio en el recinto del tejar para los grupos que ya estaban en camino y que iban a llegar al caer la tarde. Su madre, mientras tanto, rebuscaba en las mochilas en busca de los restos de comida que habían llevado consigo para repartirlo entre todos. Ninguna de ellas se percató de la llegada por la carretera de un carro tirado por dos caballos jadeantes. Fue Arnold, quien a pesar de parecer insensible a todo lo que ocurría a su alrededor, comentó:
—Oye, Eva, ¿esa bandera no es la tus amigos españoles?
Dos hombres, uno muy alto y otro más joven y de estatura mediana, saltaron con agilidad de la diligencia y descendieron a buen paso hacia la entrada de la fábrica. Un tercero, a quien no conseguían verle la cara, permanecía en el pescante, sosteniendo con fuerza las bridas de los inquietos caballos, que intentaban espantar el frío a base de coces y relinchos. Al lado del pescante, un palo vertical enarbolaba una bandera roja, amarilla y roja a franjas horizontales.
Eva Láng sintió que su corazón palpitaba con fuerza. Aquella bandera, sí, era la misma que ondeaba en el palacete de la calle Eötvos donde ella había estado y la misma que llevaban los dos coches aparcados al lado de la acera en la que había tenido que hacer cola durante un montón de horas. Los dos hombres buscaron con la vista a un interlocutor entre los miembros de la Gestapo, policías húngaros y voluntarios nyilas. Era evidente que preguntaban por el jefe. Llevaban unos papeles en la mano y daba la sensación de que se movían con autoridad y con prisa. Eva y su padre los vieron perderse por el fondo, donde estaba antiguamente la gerencia de la fábrica, y tardaron casi media hora en regresar.
Uno de los guardianes húngaros, que era el que ahora portaba el papel, empezó a leer con voz acampanada:
—Láng Pálné geb Königsberg Eva; Königsberg Ernesztin; Königsberg Arnold és Königsberg Arnoldné; Königsberg…
—Somos de la legación de España —les dijo a modo de saludo el más alto de los dos hombres—. Mi nombre es Perlasca, Jorge. Y él es Javier Barrueta. —Dirigiéndose a los policías que parecían desconcertados, añadió—: Ha habido un error. Pero estos señores han entendido que están ustedes bajo la protección de España. Gracias, señores. Y ustedes, vengan con nosotros.
El grupo echó a andar, seguido por los guardias. Ya a la salida, una mujer dijo:
—España. Son España. Franco.
—¡Ah! —sonrió Perlasca—. ¿Tiene usted familia en España? —Se volvió rápido hacia los policías y, aprovechando su desconcierto creciente, les espetó—: Esta señora también tiene derecho a protección de España. Ahora no tenemos aquí su documentación, pero se la mandaremos hoy mismo. —Se encaró con la mujer, y le dijo—: Venga. Únase al grupo.
La señora tenía una hermana y ambas se quedaron muy asustadas ante las miradas asesinas que les dirigieron los policías. Pero Barrueta ya las había cercado por detrás y las empujaba con la familia Königsberg hacia la salida. Perlasca seguía hablando en una mezcla de húngaro, italiano, español y alemán que finalmente todo el mundo acababa entendiendo.
—Estas personas van a ser repatriadas a España inmediatamente. Son ustedes muy comprensivos. Si necesitan alguna cosa, nos tienen en la legación de España. En la calle Eötvos.
Un guardia de la puerta intentó obstaculizar la salida. Cruzó el fusil y miró extrañado a sus compañeros que caminaban detrás del grupo de judíos sin saber qué hacer. Barrueta, que no hablaba una palabra de húngaro, le apartó el arma y se colocó delante.
—Tanta gente no puede subir —protestó el cochero cuando empezó a ver aquel desfile de pasajeros intentando apretarse en los asientos.
—Tranquilo, tranquilo —repetía Perlasca.
—Los caballos no pueden con tanto peso. Bastante tienen ya con aguantar el frío. Tienen los cascos destrozados por el hielo. Y las ballestas del coche no aguantarán el peso.
—Luego, luego lo discutimos. Venga, vamos.
Y de un salto se subió al pescante y empezó a animar a los caballos a ponerse en marcha. Las ruedas del carro se habían hundido en la nieve y los hombres tuvieron que bajarse a empujar. Dos agentes de la Gestapo, que se habían acercado, contemplaron la escena sin inmutarse. Cuando, por fin, las ruedas dejaron de patinar y la diligencia se puso en marcha, Perlasca torció el gesto, movió la cabeza y mirando a los alemanes que ya se perdían en la lejanía, exclamó:
—Figlios da putana!
En cuanto se alejaron de la zona, los hombres descendieron para aligerar peso y acompañaron a la diligencia a pie.
—Nos avisaron esta mañana —les explicó—. Lo que ocurre es que teníamos muy poca gasolina para llegar hasta aquí. Así que para no perder tiempo, decidimos echar mano de los servicios de este simpático amigo y estos valerosos caballos.
Perlasca miró al cochero, que seguía con el semblante malhumorado, le sonrió, le guiñó un ojo y levantó el pulgar derecho en señal de triunfo delante de su nariz.
—¡Forza, amigo! —le animó.
La expedición fue directamente a una de las casas protegidas —palatinus en la terminología oficial y védettház en el argot popular— que la legación de España había habilitado. Era el número 35 de Szent István Pak. Allí estaban disponibles dos pisos, el entresuelo y el quinto, y el grupo fue alojado en el quinto. Las dos hermanas se llamaban Jennöné y Edit Nord. Barrueta tomó nota de sus datos y comprobó que además de haberse despertado aquel día con suerte, eran mujeres precavidas. Ambas llevaban fotografías tamaño carnet en el bolsillo.
—Luego les traeré los salvoconductos. Es mejor que ustedes no salgan a la calle.
En el piso había ya unas quince personas de cinco o seis familias distintas. La llegada de nuevos ocupantes fue recibida con cordialidad por la mayoría. Sólo un hombre, que dormitaba en una esquina con la cabeza metida entre las rodillas, se levantó y se encaró con Perlasca:
—¿Más gente aún? Ya no cabemos.
—Tendrán que apretarse. Aquí por lo menos están bajo techo. Y en la medida en que podamos, estarán seguros.
En la legación seguían extendiendo salvoconductos a un ritmo de treinta cada hora. La señora Tourné tenían las manos agarrotadas de tanto escribir, y su hijo ya había sufrido un mareo consecuencia de permanecer días enteros encima de la máquina. Ángel Sanz Briz elaboraba los despachos para el Ministerio y firmaba los documentos de protección casi sin mirarlos. Farkas seguía revisando la prensa, traduciendo todo lo que le parecía interesante, y echando una mano, lo mismo que su mujer, al trabajo en la cancillería. Perlasca y Barrueta eran los encargados de atender las necesidades de las védettház y controlar su funcionamiento. Cuando llegaron a la oficina, pasadas ya las tres de la tarde, el encargado de negocios había salido a una gestión oficial.
—Anoche embarcaron a un grupo de 36 protegidos en un tren y se los han llevado. Nadie avisó y hasta este mediodía no supimos nada. Así que el señor Sanz, que se puso muy furioso, fue al Ministerio a expresar su queja.
—Si el tren ya está echando humo hacia Polonia, mal negocio —sentenció Perlasca, que siempre buscaba frases ingeniosas o retóricas para decir las cosas—. Pero don Ángel igual lo arregla. No sé qué les dice. Lo cierto es que les pone firmes. Hasta los de las SS se le cuadran.
—Nunca le vi tan enfadado. Preparó una nota muy dura para entregársela al subsecretario. También pidió ver al ministro del Interior.
—A Gábor Vajna. Un asesino. Y su hermano, aún peor. Menudo personaje, Ernö Vajna. Es el jefe de, del, ¿Farkas, cómo se dice Pfeilkreuzler? Pues, eso, de los fascistas, de los nyilas.
Aquella tarde Ángel Sanz Briz deambuló de un despacho a otro y se fue enfrentando con todo el caos en que estaba sumida la administración pública húngara. El ministro de Negocios Extranjeros, barón Kemény, no estaba en la ciudad. Había viajado a Sopron con la primera expedición de funcionarios y material del Ministerio. Después de mucho esperar, le recibió el subsecretario quien volvió a plantearle con gran frialdad y una buena dosis de cinismo que España seguía sin reconocer al Gobierno de Ferenc Szálasi, lo cual limitaba su capacidad de negociación.
—Nuestra legación, funcionando con normalidad, constituye el mejor reconocimiento de facto que cabe hacer —razonó.
Pero el Gobierno quería un reconocimiento expreso de iure, quizás para exhibirlo en la prensa, que era el que Madrid no estaba dispuesto a ofrecer. Sanz Briz insistió en la vieja argumentación del retraso burocrático y argumentó la conveniencia de no crear ningún motivo de fricción que pudiera complicar más las cosas. Finalmente, llegaron a un acuerdo: si el Gobierno de Franco oficializaba el reconocimiento de manera inmediata, el Gobierno de Szálasi ejercería todas sus influencias sobre los alemanes para detener el tren y apear a los 36 protegidos por España. Aunque al encargado de negocios español los minutos de que disponía con el tren rodando le parecían contados, el subsecretario estimaba que sobraba tiempo. El convoy acababa de salir de la estación y tardaría seis días por lo menos en llegar a su destino.
Luego el diplomático español visitó al ministro del Interior y le planteó la misma exigencia. Esa misma tarde esperaba recibir de Madrid la autorización para hacer oficial el reconocimiento del nuevo Gobierno. Para ello antes necesitaba una prueba de amistad por parte húngara devolviendo a la protección española a los ciudadanos deportados «por error». El ministro habló por teléfono con el subsecretario de Negocios Extranjeros y le dijo a Sanz Briz:
—Bien, acelere usted el reconocimiento oficial de nuestro Gobierno y nosotros haremos lo posible por detener ese tren. Déjeme la lista de sus protegidos. Nunca imaginé que el régimen del generalísimo Franco tuviera tanto interés por unos cuantos delincuentes de raza judía.
Ángel Sanz Briz estuvo a punto de reaccionar, pero se contuvo. En aquellos momentos recordó lo que le habían repetido muchas veces: un buen diplomático tiene que saber controlar sus emociones. Lo primero que debe aprender es a poner cara de póquer. El ministro seguía su argumentación.
—Los judíos son la gran base de apoyo con que los bolcheviques cuentan en la ciudad. La mayor parte de los jefes del Partido Comunista húngaro, hoy felizmente desarticulado, son judíos. Y tenemos pruebas de que son los judíos quienes indican a los aviones los objetivos a bombardear. Sacarles de la ciudad es una necesidad de la guerra.
Llegó a la cancillería malhumorado. Escuchó el relato de Perlasca sobre el rescate de la familia Königsberg, firmó un nuevo bloque de salvoconductos, y se encerró en su despacho a preparar una carta al Ministerio capaz de contentar al Gobierno pero sin materializar el reconocimiento de iure que tanto deseaban. No había almorzado y notaba que su estómago protestaba. Rompió varias hojas hasta que por fin encontró la fórmula que buscaba. Se resumía en una frase. Tras las fórmulas habituales de cortesía diplomática, afirmaba: «Es voluntad del Gobierno español mantener las relaciones de amistad con el pueblo húngaro».
En el Ministerio, al día siguiente, hicieron la vista gorda ante la sutileza de la expresión en que aparentemente quedaba expreso el reconocimiento de España. Los periódicos enseguida se hicieron eco de la noticia: España, el país neutral más importante de Europa, reconocía oficialmente al Gobierno de Szálasi. Dos días más tarde, Sanz Briz recibió la noticia de que los deportados con cartas de protección españolas estaban en la estación de un pequeño pueblo fronterizo en espera de otro tren que les devolviese a Budapest. Tres empleados de la legación les estaban esperando cuando tras otras 48 horas de espera, flacos y harapientos, descendieron en la estación Nyugati para llevarlos a una casa protegida en la calle Pannonia.
Pasaporte familiar de la familia Vándor.
Toneladas de bombas caían sobre el norte de la ciudad cuando Anny Vándor y sus dos atemorizados hijos llegaron al número 35 de Szent István. Apenas portaban equipaje y su aspecto reflejaba bien a las claras el deterioro causado por la larga lucha por sobrevivir que venían manteniendo. El piso, de unos cien metros cuadrados, era diáfano, con vistas al Danubio y a la isla Margit, y estaba limpio. La mujer apenas tenía ya fuerzas para recorrerlo. En el primer alféizar de ventana que encontró se apoyó rendida mientras sus hijos corrían jubilosos de un lado para otro. La caminata desde la sórdida casa estrellada donde vivieron los últimos meses había agotado las escasas fuerzas que le quedaban. Sólo el instinto de supervivencia y la responsabilidad de sacar adelante a sus hijos la mantenía en pie.
—Tendrán que apretarse un poco —le auguró el joven que les indicó su nuevo alojamiento—. Aún va a venir más gente. La legación está intentando conseguir más casas, pero está difícil. Y son muchos los que necesitan protección.
El piso tenía dos dormitorios, un pequeño salón comedor, un cuarto pequeño para el servicio, un baño, una cocina estrecha y un pasillo. A lo largo del día no dejaron de llegar nuevos grupos. Todos mostraban las huellas del sufrimiento. Contemplaban las paredes desnudas y muchos se dejaban caer abatidos en el primer rincón que encontraban. Al atardecer el piso era como un hormiguero. El empleado de la legación de España intentó poner un poco de orden. Repasó las listas y contó 52 personas.
—Aquí ya no entran más —comentó en voz alta.
En la habitación donde se habían instalado Anny Vándor y sus hijos acabaron haciéndose hueco otras cinco personas. Antes de dormirse, tuvieron que ensayar diferentes posiciones para acoplarse todos en el suelo.
* * *
La ciudad, tradicionalmente alegre y bulliciosa, iba quedándose desierta. La escasez de gasolina mantenía las calles sin tráfico. Apenas las salidas hacia la carretera de Viena ofrecían un flujo de circulación intenso. La gente gastaba sus últimos ahorros en combustible de estraperlo para poder huir. La radio, que apenas emitía ya cuatro horas diarias, alarmaba continuamente con la llegada de los bolcheviques. Los recuerdos más truculentos, a veces fruto de la leyenda pero a menudo veraces, de la etapa revolucionaria de Béla Kun eran evocados continuamente desde las ondas.
Los bombardeos se repetían varias veces al día. La gente pasaba horas y horas en los refúgios donde el pánico se iba contagiando de unos a otros. La mayor parte del tiempo no había electricidad, el gas había dejado de funcionar en el centro y el agua sufría cortes constantes. Los servicios municipales bastante tenían con vigilar el gueto judío y recoger cadáveres. Una gran parte del Gobierno ya había emigrado y con él, millares de funcionarios públicos y lo poco que quedaba de profesionalidad en la policía. La anarquía en que iba sumiéndose la capital sólo conocía la autoridad de los cruzflechados, dueños y señores de haciendas y vidas.
Los saqueos empezaban a convertirse en algo normal a la luz del día y las ejecuciones una respuesta corriente a cualquier resistencia, rencor heredado o enemistad pasajera. Nadie se preocupaba de investigar la autoría de las decenas y decenas de asesinatos que se cometían. Bastante tenían todos los habitantes de la ciudad y ya no sólo los judíos, con sobrevivir en espera de que llegasen tiempos mejores. Las fábricas del cinturón industrial estaban destrozadas y eran muy pocos los que conservaban su puesto de trabajo. La mayor parte del comercio había cerrado y cada vez eran menos los restaurantes que aún abrían sus puertas. Hasta los famosos cafés que daban a Budapest un gran ambiente intelectual y un aire de ciudad cosmopolita y alegre empezaban a cerrar por falta de existencias y de clientes. Sólo en algunos palacetes señoriales seguía escuchándose algunos fines de semana música y jolgorio. Pasado el susto de la caída de Horthy, los últimos residuos de la burguesía rancia seguían empeñándose en ignorar la realidad que tenían a su alrededor y el duro porvenir que les aguardaba.
Las tropas soviéticas cercaban la ciudad por tres de sus cuatro puntos cardinales e intentaban establecer una cabeza de puente en las colinas de Buda. El machaqueo de la artillería era constante. En los cuarteles generales de la ocupación alemana el desánimo resultaba evidente. En el hotel Majestic, sede de la Gestapo, hacía tiempo que habían empezado a recoger y empaquetar los bártulos y archivos. Pero las instrucciones que llegaban desde Berlín no contemplaban la idea de la retirada. Si caía Budapest, Viena sería cuestión de días. La orden era resistir como fuese.
La única actividad viva y rentable era el estraperlo. Las cartillas de racionamiento hacía tiempo que no servían para nada y la única forma de hacerse con alimentos y otros artículos de primera necesidad era acudir al mercado negro que funcionaba en los lugares más insospechados. Los precios resultaban astronómicos. El hasta hacía poco sólido pengö, había entrado en un ritmo de inflación galopante que lo estaba dejando sin valor y para reemplazarlo se reimplantó el trueque. Las joyas cobraron una gran importancia como elemento de cambio por lentejas, pan y los dos bienes más apreciados, sobre todo por los que tenían niños: huevos y leche.
La climatología no estaba siendo especialmente mala para la estación. Bien podía decirse que el invierno era benigno aunque las aceras permaneciesen heladas, los tejados cubiertos de nieve y las temperaturas entre los cinco y los quince grados bajo cero. El Danubio amanecía cubierto de cristales entre los cuales flotaban con frecuencia macabros mazos de dos, tres o cuatro cuerpos atados con cuerdas que habían sido arrojados desde la orilla con un par de tiros descerrajados a voleo sobre sus cabezas para ahorrar munición. El peso de los muertos arrastraba al lote a una agonía más lenta, aunque no menos segura, por congelación en el agua helada de sus compañeros de infortunio.
* * *
En la legación de España, sin embargo, la actividad no paraba de aumentar. Las largas colas aguardando por un salvoconducto de mediados de mes habían desaparecido. Eran muy pocos ya los judíos que se arriesgaban a escaparse del gueto o a abandonar sus escondrijos para buscar una carta de protección que en muchos casos no servía para nada. La legación suiza las había concedido sin ningún control. Policías, lo mismo daba que fuesen alemanes que húngaros, y nyilas se mofaban cuando las veían. Incluso en algún caso su beneficiario había tenido que enfrentar la acusación suplementaria de tener contactos con la Resistencia que, como todo el mundo sabía, las estaba falsificando.
Esta situación preocupaba mucho a Ángel Sanz Briz. Continuamente repetía a sus colaboradores que actuasen con energía, y le avisasen inmediatamente, cada vez que alguna persona portadora de un salvoconducto español sufriera algún atropello. No era, por supuesto, la única preocupación que explicaba, en opinión de los empleados de la legación, el cambio de carácter que en las últimas horas había experimentado el encargado de negocios. Las relaciones con las autoridades, que no se habían tragado la ambigua fórmula de reconocimiento que les había hecho llegar, eran malas. Y la tensión que se vivía en las védettház, en las casas protegidas por España, resultaba deprimente.
Perlasca, Barrueta, Gaston y los conductores, que iban y venían a diario de una a otra, estaban horrorizados del drama humano a que centenares de personas estaban sometidas. Habían ido incorporando algunas residencias más, un piso en los números 18 y 28 de la calle Tatra, otro en la calle Phönix, número 5, el edificio en malas condiciones número 33 de Légradi Károly, uno más en la plaza Teleki y dos, el primero y el segundo, en pleno centro, en el número once de la calle Rákoczi, encima justo de una agencia de Correos. Pero aun así seguían teniendo problemas de espacio y a menudo de convivencia. La gente vivía hacinada, sin condiciones mínimas de higiene, mal alimentada y expuesta a los roces de una relación muy incómoda.
Giorgio Perlasca intentaba ejercitar sus experiencias militares organizando una especie de jefaturas de sede que no acababan de dar resultado. Sólo en el 44 de la calle Pannonia, donde se hallaba refugiado un coronel retirado del Ejército, que desde el primer momento asumió el mando, el orden era impecable. Nadie discutía las órdenes del viejo laureado de la Primera Guerra Mundial cuya hoja de servicios no le había sido de ninguna utilidad por sus inocultables ancestros judíos. Los enfrentamientos entre los refugiados eran frecuentes, generalmente por cuestiones nimias. El tiempo de permanencia en los escasos cuartos de baño de que disponían las casas era un motivo continuo de fricción, lo mismo que solían serlo las peleas entre los niños y a veces las simples miradas.
En algunas casas, además, había refugiados que no tenían salvoconducto. Habían entrado en grupo, arrastrados quizás por sus familiares y conocidos, sin haber pasado antes por la legación a formalizar su condición de protegido por España. Muchos proporcionaban sus nombres a los empleados que iban por allí y al día siguiente les llevaban el papel. Pero otros, agobiados por mil temores y recelosos de que los soviéticos pudieran acusarlos luego de haber sido protegidos por el régimen de Franco, evitaban aparecer en cualquier lista que en el futuro pudiera comprometerles.
—Hay que localizarlos y plantearles la situación: o papeles que justifiquen por qué están en las casas, o sintiéndolo mucho, a la calle —decía Ángel Sanz Briz—. No podemos arriesgarnos a que entren un día, los descubran y acaben pagando justos por pecadores.
Otros llegaban al amanecer a la legación, se ocultaban por los alrededores y en cuanto la cancillería abría sus puertas se colaban a suplicar un salvoconducto.
—Esperemos que no se trate de delincuentes —comentaba la siempre cautelosa señora Tourné.
—Alguno, alguno tendrá razones reales para vérselas con la justicia. Pero seguramente ninguno tendrá tantas como los salvajes que les persiguen —respondía Ángel Sanz Briz.
Al atardecer se reunían todos en el despacho del encargado de negocios y hacían un balance de la situación. El gran problema era encontrar comida para suministrar a tantas casas. Perlasca llevaba un orden y sabía siempre cuáles eran las necesidades más apremiantes de cada sede. La leche en polvo que rara vez conseguían estaba predestinada a los pisos donde había niños pequeños o adultos enfermos. Los medicamentos eran otro problema que el propio Sanz Briz resolvía gracias a un farmacéutico amigo. El encargado de negocios escuchaba, daba órdenes, resolvía dudas, anticipaba problemas… Cuando estaban reunidos un anochecer escucharon ruidos y voces en el patio. Se asomaron a la puerta y vieron a un hombre encaramado en uno de los vanos circulares del alto. Hacía señas de que le ayudasen a bajar.
Sanz Briz indicó que trajesen una escalera por la que enseguida descendió el fugitivo. Llevaba muchas horas intentando colarse en la legación. Quería ayuda. Al día siguiente iba a ser deportado. Era un periodista que llevaba varios meses sin trabajo. Aquella noche durmió en la residencia con otras treinta y tantas personas. Los coches de la legación, obligados a ahorrar combustible, aprovechaban los viajes con comida para llevar a las casas protegidas a los nuevos refugiados que se iban añadiendo a la lista. El encargado de negocios preguntaba de vez en cuando cuántos eran, y un cálculo superficial llevaba a la cifra de los dos mil. Perlasca, que era el más extravertido del grupo, siempre tenía una frase o un gesto capaz de desdramatizar las situaciones más duras. Recordaba a menudo sus peripecias en la guerra de España.
—Don Ángel —le decía al encargado de negocios—, ríase un poco, hombre. Verá usted cómo la vida vuelve a ser bella muy pronto.
A Ángel Sanz Briz le asomaba la sonrisa escuchándole. Sentía por él una simpatía evidente. Sin embargo la risa con que antes gratificaba sus salidas ingeniosas, no le salía. Era evidente que sus preocupaciones acumuladas podían más en su subconsciente. Pero para la señora Tourné, gran observadora, los problemas del día no lo eran todo. Conocía a su jefe mucho mejor de lo que él sospechaba, y a su perspicacia femenina no se le ocultaba que, detrás de su aire serio y de su aspecto como ido, había algo más. Cuando más pensaba en ello, más se convencía de que aquel telegrama cifrado que había recibido hacía cuatro o cinco días tenía mucho que ver con su estado de ánimo.
* * *
Los aviones soviéticos rozaban los tejados en busca de objetivos para sus bombas. En las védettház españolas no había refugios y los acogidos a la protección tenían que aguantar el peligro apretujándose aún más contra las paredes de los pisos. Sentían el eco de las explosiones en sus espaldas apoyadas contra los muros. Casi todas las casas estaban próximas al Danubio, cuyos puentes eran objeto de ataques continuos.
Los bombardeos constituían casi el único motivo de alteración de la monotonía con que discurría la vida en aquellas comunas improvisadas en las que tenían que convivir personas de todas las edades y condiciones. Al principio, cuando aparecían las escuadrillas en el horizonte, se arracimaban en las ventanas para verlas pasar. Casi se convirtió en un juego acertar si eran aviones americanos, británicos o soviéticos, pero los americanos y los británicos enseguida dejaron de intervenir.
Inicialmente los bombardeos eran contemplados con esperanza. De ellos dependía que la tan deseada derrota nazi se consumase pronto. Pero no tardarían en convertirse en un nuevo elemento atemorizador. Cuando las bombas empezaron a caer al lado, sobre los puentes y la línea de edificios paralela al río por el lado de Pest, el que más y el que menos fue consciente del nuevo peligro que afrontaban. Podía desviarse una con gran facilidad podían equivocar el cálculo los pilotos y podía, por supuesto, ser derribado un aparato sobre sus tejados.
La vibración que provocaba el paso de los cazas resquebrajaba paredes, rompía cristales y en más de una ocasión se llevó la bandera que ondeaba en los edificios como principal elemento de disuasión contra las bandas cruzflechadas que pululaban por la zona al anochecer sembrando el pánico sólo con su proximidad. Giorgio Perlasca, que era de todo el grupo de empleados de la legación el que más contacto mantenía con los refugiados, comentó en una de las reuniones con el encargado de negocios y demás colaboradores que había personas a quienes el color del pelo les cambiaba en una noche.
Los cristales para las ventanas pronto se convertirían en un artículo de primerísima necesidad. Sin ellos el frío en las casas era aún más insoportable y encontrarlos no resultaba fácil. En un almacén localizado por Gaston Tourné aún quedaban aunque con el problema de que nadie sabía cortarlos. Aparte de que muchas veces se reponían y sólo duraban unas horas. Las cosas se complicaron aún más cuando los alemanes emplazaron en la zona baterías aéreas. Una de ellas quedó instalada en el parquecito de Szent István, justo al lado del número 35, donde se alojaban más de cien personas, entre ellas las familias Vándor y Kónigsberg-Láng.
La posición debía de ser buena porque horas más tarde los artilleros húngaros instalaron también una base de morteros con los que intentaban defender las colinas de Buda. Sus disparos hacían temblar la casa y llevaron a sus ocupantes a renunciar para siempre a reponer los cristales. Las ventanas tuvieron que ser tapiadas con cartones lo cual daba al ambiente un aspecto aún más sórdido y deprimente. La luz eléctrica funcionaba esporádicamente y el gas hacía tiempo que estaba cortado. Algunas veces las mujeres preparaban comida caliente en infiernillos alimentados con alcohol o gasolina que los españoles proveían succionándola de los depósitos siempre escasos de combustible de los coches de la legación.
Perlasca, Barrueta, Gaston, Szamusi, el empleado consular que en las últimas semanas se había unido también al grupo, y los conductores salían por las mañanas en busca de alimentos. Recorrían los barrios, a veces visitaban las casas agrícolas de los alrededores, y compraban todo lo que encontraban: legumbres secas —alubias y lentejas sobre todo—, patatas, harina de maíz o alguna verdura de invierno. Conocían a algunos estraperlistas que les proporcionaban aceite, sal, pescado seco y, en más de una ocasión, raciones militares destinadas a los soldados alemanes que combatían en el frente y se quedaban a mitad de camino. Carne casi no había y, además, muchas veces los refugiados la rechazaban: a pesar del hambre no querían arriesgarse a comer carne de animales sacrificados sin respetar el rito kosher.
El reparto entre las distintas casas y en cada casa entre las distintas familias o personas tampoco resultaba fácil. Salvo en la védettház de la calle Pannonia donde la disciplina cuartelera impuesta por el coronel garantizaba el orden las 24 horas, en las demás casas protegidas los incidentes, cuando llegaban los empleados de la legación cargados de sacos, cajas y paquetes, eran frecuentes. Como lo eran también cada vez que llegaba algún nuevo refugiado. Todos los días era necesario incorporar alguno, rescatado del gueto o de alguna columna de deportación, que era recibido con uñas y dientes por sus compañeros de desgracia. La solidaridad en el sufrimiento colectivo entre aquellos centenares de personas era excelente, pero de vez en cuando ofrecía algunos destellos de egoísmo realmente asombrosos.
A Ángel Sanz Briz, que cada vez se mostraba más cerrado en sí mismo, le preocupaban mucho los niños, los enfermos y la higiene general en las casas, que dejaba mucho que desear. Tenía miedo a que surgiese alguna epidemia y ordenó a sus colaboradores aprovisionarse de desinfectantes y medicamentos básicos. Entre los refugiados había muchos médicos que siempre estaban dispuestos a atender cualquier problema que pudiera plantearse. En la casa de la calle Rákoczi abortó una mujer y fue atendida por un ginecólogo que se trasladaba a visitarla todos los días en un coche de la legación.
En el 28 de la calle Tetra otra mujer dio a luz una niña. Había médico y comadrona para atenderla, pero faltaba lo más indispensable: agua. En aquella zona de la ciudad, los grifos llevaban varios días secos. Barrueta buscó una fuente pública y acudió enseguida con dos cubos llenos. Ángel Sanz Briz se conmovió cuando se enteró de que contaban con una nueva protegida de apenas media hora de edad. Al día siguiente llegó con un paquete de pañales, vestiditos y patucos que Adelita apenas había estrenado y que se habían quedado en los armarios de Villa Széchenyi. Conseguir una gallina para que la mujer pudiera tomar caldo y leche para que la niña saliese adelante se convirtió en un nuevo reto para todos.
Las sigilosísimas relaciones sexuales que a pesar del miedo sostenían en las madrugadas algunas parejas también propiciaron alguna tensión y algún embarazo que sólo el paso del tiempo revelaría. Pero, al margen de contadas situaciones proclives a la felicidad y al optimismo, la vida en las casas raro era el día que no incorporaba motivos nuevos para la intranquilidad el sobresalto y el terror. En el cuarto piso de Szent István había una madre y un hijo de dieciocho años que enseguida se hicieron querer por todos sus compañeros de infortunio. El joven era alegre, inquieto y decidido.
Nadie sabía muy bien cómo se las había arreglado para conseguir una bicicleta, que escondía en el portal de la casa, y un uniforme militar que le quedaba a la perfección. Por las mañanas se vestía con él y después de comprobar por las ventanas que no había policías, militares, alemanes o cruzflechados por las inmediaciones, montaba la bici y salía a todo pedalear en busca de todo aquello que su madre o sus compañeros necesitaban. Regresaba al atardecer, siempre con las mismas precauciones, cargado con todo lo que había podido conseguir.
Hasta que un día fue descubierto. Una patrulla de nyilas le sorprendió cuando doblaba la esquina para adentrarse en el centro. Le echaron el alto y viendo que lejos de detenerse pedaleaba con más fuerza, le dispararon. Ninguno de los tiros le alcanzó, pero se asustó y cayó al suelo donde lo agarraron y lo llevaron a empellones a las celdas de tortura que el Pfeilkreuzler, el partido cruzflechado, tenía en el número 60 de la calle Andrássy. Al escuchar los disparos, algunos hombres que se asomaron a las ventanas de la védettház española vieron con consternación cómo le detenían, pero no se atrevieron a decirle nada a su madre.
Para mayor desgracia aquel día no apareció por el piso ningún miembro de la legación española y sólo al día siguiente pudieron avisar. El encargado de negocios se enfadó cuando le contaron lo que había ocurrido. El joven había cometido una temeridad enorme y todas las razones que se podían esgrimir en su favor se venían abajo ante la violación en que había incurrido de las endebles reglas que garantizaban a las representaciones extranjeras la defensa de sus protegidos. Perlasca fue encargado de ir a la vecina sede de los nyilas en un primer intento por rescatarlo. Regresó desalentado.
—Nada que hacer. Si no le han matado ya, faltará poco. Nadie quiere dar explicaciones en esa jaula de hienas —comentó a la vuelta con abatimiento.
Sanz Briz apenas hizo comentario alguno. Pidió audiencia al jefe en funciones del partido, el temido Ernö Vajna, hermano del no menos temible ministro del Interior, y fue a visitarle. Aunque la sede estaba al lado de la legación, se trasladó en coche y se hizo acompañar por el siempre asustado, aunque no por eso menos dispuesto, Zoltán Farkas en calidad de intérprete. La entrevista fue breve y tensa. El jefe de los nacionalsocialistas húngaros le escuchó con gesto impaciente y le despidió casi sin mirarle a los ojos. A lo más que llegó fue a sugerir que se hablase con la policía a ver si ellos sabían algo porque en esos asuntos él no entraba. Ocultó que el joven ya estaba muerto. Apenas había resistido ocho horas las palizas y torturas a que fue sometido. Su cadáver apareció la mañana siguiente como tantos otros en una acera no muy lejos de la propia legación española.
La madre, que al ver que no llegaba su hijo había empezado a gritar, se empeñó en salir a buscarle. Sus compañeros de habitación tuvieron que hacer esfuerzos para frenarla. Aquella noche nadie durmió en el piso. Por la mañana, cuando supo que había muerto, intentó arrojarse por una ventana para ir a reunirse con él al cementerio. Y sus compañeros de reclusión tuvieron que hacer turno para sujetarla. Al atardecer parecía vencida por el agotamiento. Todo el mundo intentaba mimarla y consolarla. Pero no había querido tomar nada en todo el día hasta que por la noche dio la sensación de que se había quedado dormida. No era verdad: en cuanto se hizo el silencio, caminó a hurtadillas hacia la ventana, se subió al alféizar y saltó al vacío.
El viento frío que se colaba por la ventana sin cartones protectores llevó a algunos a asomarse y ver en la plaza el cuerpo de bruces de la mujer rodeado de una mancha roja que se iba extendiendo por la nieve helada. Era la hora en que empezaban a escucharse breves ráfagas de metralleta o disparos aislados provenientes de las riberas del río. Cada noche decenas de personas, judíos en su mayor parte pero también sospechosos de simpatizar con el Partido Comunista, intelectuales antinazis o simples enemigos de algún jefecillo cruzflechado, eran ejecutadas al borde del agua. No había juicio ni defensa. Dos tiros en la sien y…
—¡Perseverancia! ¡Viva Szálasi!
En los pisos de Szent István bajo protección española, el eco de los disparos asesinos de las madrugadas se entremezclaban con todo género de pesadillas. Las mujeres se tapaban los oídos para no oírlos y los hombres solían hacer cálculos por las mañanas sobre el trágico balance de la noche, aunque con escasa precisión. No sabían que los ejecutores intentaban ser dóciles a la consigna de ahorrar munición y para conseguirlo hacían todo tipo de experimentos. Para los más sádicos era un motivo de orgullo haberse deshecho de cuatro personas con una sola bala. El problema era luego para los que tenían que rescatar los cadáveres del hielo, amarrados de cuatro en cuatro.
También en el cementerio eran ejecutados muchos judíos de manera sumaria. Se escapaban del gueto por la noche a enterrar sus joyas en las tumbas de sus familiares y cuando los cruzflechados lo descubrieron, les esperaban escondidos entre los nichos, les quitaban sus pequeños tesoros familiares, y les descerrajaban un tiro en la sien sobre sus propios panteones para facilitarles el traslado a los enterradores. Algunas veces los llevaban expresamente para obligarles a revelar sus escondrijos y luego los mataban sin ningún tipo de contemplaciones.
Tanto la policía como los nyilas hacían intentos frecuentes por entrar en las casas protegidas. Con la disculpa de comprobar que sólo estaban ocupadas por personas provistas del correspondiente salvoconducto, revolvían los escasos enseres de los refugiados, les destrozaban su ropa y les amenazaban con llevarlos detenidos. Los porteros de las casas habían recibido propinas anticipadas por avisar a la legación cuando ocurría algo anormal e inmediatamente acudía alguien a intentar arreglar las cosas. Sanz Briz insistía en que había que hacer respetar la extraterritorialidad de las casas protegidas y ante el más mínimo incidente presentaba una nota de protesta en el Ministerio de Negocios Extranjeros al margen de sus gestiones personales ante la policía e incluso el cuartel general alemán. Con los nyilas aseguró que no hablaría más.
En una de tantas visitas como se veía obligado a hacer para seguir contando con el apoyo de lo que quedaba en la ciudad de administración y autoridad descubrió que algunos altos cargos eran abiertamente vulnerables al soborno. Más de uno, además, empezaba a lanzarle mensajes subliminales implorándole su propia protección. Hablaban de España, elogiaban al régimen español, y cada vez más dejaban entrever que cuando terminase la guerra su destino ideal sería el sol y la paz de España. Nadie confiaba ya en que Alemania y sus aliados pudieran ganar la contienda. Sanz Briz, que no podía ni quería comprometerse a nada, respondía con evasivas pero intentaba obtener algún provecho de la predisposición interesada que le mostraban.
Así, policías engrasados previamente con los pengös de la cuenta particular de Ángel Sanz Briz empezaron a hacer rondas por las proximidades de las védettház españolas más vulnerables con el encargo de mantener a distancia a las bandas de nyilas que cada vez se movían por la ciudad con mayor libertad para imponer su ley como les venía en gana. Perlasca planteó una tarde su idea de montar en cada casa un transmisor de morse para que los acogidos pudieran informar a la legación en el acto de cualquier contingencia. La idea, que era buena aunque en aquellas circunstancias resultaba poco menos que utópica, acabó revelándose útil, porque enseguida corrió la voz de que las casas españolas tenían ese sistema de alarma, lo cual acabó convirtiéndose en un factor de disuasión.
Por una u otra razón, las védettház de España empezaron a ser consideradas las más seguras. Un asalto de los cruzflechados a una casa protegida por la bandera sueca en la que cometieron todo tipo de atrocidades y vejaciones iba ratificando esa idea. A veces llegaban a los pisos nuevos refugiados que contaban cómo los empleados de la legación de España habían ido a sacarlos del gueto o a rescatarlos de los lugares de concentración donde se hallaban. Alguno incluso había sido liberado gracias a las gestiones de Ángel Sanz Briz cuando caminaba por la nieve en una de las interminables filas de deportados que avanzaban por la carretera de Viena. Una tarde el diplomático español recibió una llamada de su amigo Friedrich Born, el delegado de la Cruz Roja Internacional.
—Ángel —le dijo—, te felicito por lo que estáis haciendo. Vuestros salvoconductos son los más eficaces y vuestras casas protegidas, yo creo que las que gozan de mayor seguridad. Nuestra propia bandera está siendo menos respetada que la vuestra. Así que quería pedirte autorización para colocar las placas que vosotros colocáis, invocando el derecho de extraterritorialidad, en algunos de nuestros hospitales y residencias infantiles.
—Encantado —respondió Ángel Sanz Briz—. Nosotros hemos cuidado mucho desde el principio que nuestra protección sea eficaz y efectiva. Esta gente necesita que alguien le plante cara. No es fácil, pero hay que hacerlo. Dispón de nuestras placas y, por supuesto, de nuestra disposición a hacerlas respetar.
La muerte de la mujer y su hijo alojados en el 35 de Szent István sumió en la tristeza a todos los acogidos. Muchos no habían querido asomarse a las ventanas cuando recogieron el cadáver y todos parecían haberse conjurado para no hablar de la tragedia. Aquellos días nadie cocinaba ni parecía preocupado por comer. Hasta los niños permanecían callados y paralizados por el susto. Algunos profesores se ofrecieron para darles clase y la mañana la pasaban en un rincón escuchando lecciones de Matemáticas, Geografía y Ciencias. Alguien sugirió la conveniencia de aprender español, pero nadie iba más allá de poder decir «Buenos días», «¿Cómo está usted?», «Muchas gracias» y «Hasta la vista». Una mujer que hablaba inglés tomó la idea y empezó a enseñarlo a pequeños y mayores.
Heinz y Helmit Vándor eran dos muchachos modélicos. Como eran los mayores del grupo de niños, siempre ponían orden entre sus compañeros y organizaban el intercambio de lecturas. Los pocos libros que les proporcionaban pasaban de mano en mano y a menudo eran releídos hasta cinco veces. Los dos hermanos vivían pendientes de su madre y tenían un exquisito cuidado de no proporcionarle ningún disgusto ni motivo añadido de preocupación. Los dos sabían jugar al ajedrez y sobre un improvisado tablero dibujado en el canto de una caja se disputaban partidas e intentaban enseñar a jugar a otros pequeños para tener cada vez mayor número de contrincantes.
Eva Láng era en la cuarta planta la verdadera dinamizadora del grupo. A sus padres y a su tía ninguna mañana les faltó una taza con algo caliente dentro. Café o sucedáneos no tenían casi nunca, pero ella se las ingeniaba para prepararles alguna infusión que les reconfortase. Era especialista en mezclar hierbas y hojas para obtener algo bebible. Cuando se suicidó la compañera, toda la familia de Eva sufrió una crisis nerviosa fuerte. Y lo mismo les ocurrió a otros. Algunos que no eran especialmente religiosos, se volvieron estrictos en el cumplimiento de los preceptos de la fe hebraica, y se pasaban los sábados sin moverse ni para beber un vaso de agua. Otros dejaron de hablar como si de pronto se hubiesen quedado mudos.
A los judíos les estaba prohibido tener aparato de radio pero algunos seguían conservándolo a sabiendas de que podía costarles la vida y lo escuchaban en las noches en que no se cortaba la electricidad. El avance de los aliados seguía siendo imparable en todos los frentes. Los norteamericanos y británicos proseguían su incursión por el Sarre y atacaban al norte de Aquisgrán. Las plataformas volantes estadounidenses bombardeaban mientras que el Ejército Rojo entraba en Uzhorod, capital de Rutenia, y mantenía posiciones en los aledaños de Budapest. Las noticias que la BBC difundía sobre los bombardeos que estaban multiplicándose sobre la capital cifraban los muertos en centenares. En cambio el periódico Virradat (Amanecer), que el Pfeilkreuzler seguía sacando cada mañana y Perlasca les llevaba a veces, sostenía que las tropas húngaro-germanas resistían a los ataques soviéticos en Hungría meridional y recobraban posiciones al noroeste.
Una mañana en que como todos los días los empleados de la legación salieron a comprar y repartir víveres para los refugiados, uno de los coches quedó atrapado en un bombardeo. El conductor, que viajaba solo, intentó alejarse pero algunas calles estaban cortadas y cuando quiso salir hacia uno de los puentes que aún permanecían abiertos, una explosión que pareció surgir del suelo levantó en vilo el vehículo, lo empujó unos metros por los aires como si fuese de pluma y acabó dejándolo estrellarse contra los muros de una casa vieja que se derrumbó hecha cascotes encima. Todo ocurrió en escasos segundos. El chófer murió en el acto, aplastado bajo unas cuantas toneladas de escombros, y el automóvil quedó convertido en un amasijo de chapa y hierros retorcidos.
En la legación tardaron varias horas en enterarse. Habían sido muchos los edificios destruidos y los automóviles aplastados por el bombardeo y nadie se preocupaba ya de recuperar los cadáveres. De no haber sido por la placa diplomática del coche, seguramente nunca se hubiese sabido lo que en realidad había ocurrido. Ángel Sanz Briz acudió con algunos empleados de la legación al lugar del accidente e incentivó con un envoltorio de billetes a los responsables del trabajo obligatorio a fin de que apartasen los cascotes y no dejasen para el día siguiente la recuperación de los restos del conductor.
Volvieron a la legación y se despidieron en silencio, luchando cada uno contra sus propias lágrimas.
—Y esa gente estará sin comer —fue lo único que se le escuchó decir al encargado de negocios—. Pensarán que nos hemos olvidado de ellos.
* * *
La nieve que cubría la ciudad a oscuras resplandecía bajo la luna creciente. Los cañones soviéticos emplazados al norte estaban silenciosos y los bombarderos parecían haberse tomado un descanso. Contemplada desde lo alto, la ciudad no podía mostrarse más tranquila y silenciosa. Ángel Sanz Briz pensó en la viuda y en los hijos del conductor. También le vino a la mente la imagen de los refugiados en las casas, sin comer, asustados quizás de que no hubiesen ido a visitarlos, hacinados aguardando un futuro que…, movió la cabeza, suspiró en profundidad, tampoco se presentaba prometedor. Los nazis eran unas bestias furiosas indignas de pertenecer a la especie humana, pero los bolcheviques seguramente no iban a depararles mejor suerte.
La sirvienta, que se había pasado el día llenando maletas, colocó en la mesa un mantelito bordado a mano, una botella de cerveza, un vaso vacío, un cuchillo, un tenedor y una lata de sardinas recién abierta. Pero aquella noche Ángel Sanz Briz ni se fijó en el aperitivo que le aguardaba. Recogió las fotografías enmarcadas que había sobre las consolas del salón y las metió en uno de los baúles. Luego, agarró la de Adela con Adelita y Paloma en brazos, las contempló unos instantes y la apretó contra el pecho antes de guardarla con los papeles más delicados en su cartera de mano. Nadie en la legación sabía aún que esa era su última noche como encargado de negocios de España.
Pensaba comunicárselo a los empleados aquella tarde, pero la muerte del conductor le desaconsejó hacerlo. Había preferido no intranquilizarlos antes de tiempo y aprovechar las dos semanas que tenía de plazo para abandonar Hungría para consolidar una mínima organización de ayuda a los perseguidos que confiaban en la protección de la bandera española. Le atormentaba la idea de que el asedio a la ciudad se siguiese prolongando y que, ya sin un representante diplomático capaz de plantar cara ante tantos desmanes, los incontrolados asaltasen las casas y cebasen su sed de sangre contra los acogidos.
También le preocupaba la situación en que se quedaban los empleados de la legación y sus asimilados, como Perlasca, Barrueta y compañía. Durante el duermevela ensayó mentalmente lo que les diría. Él no podía hacer otra cosa: la orden de Madrid era tajante. A pesar de ello, no podía evitar la sensación de que les traicionaba y que iba a comportarse como el capitán que se apuntaba el primero a abandonar el barco. Había agotado el plazo hasta el último momento y, aunque nada deseaba más que abrazar a su mujer y a sus hijas, la idea de marcharse no había dejado de atormentarle desde el día 16, cuando antes incluso de recibir el telegrama del Ministerio comunicándole el final de su misión, le llamó Daniellson, el ministro de Suecia, para decirle que como su legación iba a asumir la representación española, se ponía a su disposición.
—Es una decisión del Gobierno que yo como español y como funcionario del Estado no puedo por menos de acatar —les explicó a los apesadumbrados empleados de la legación—. Personalmente lamento muchísimo tenerme que marchar en estas circunstancias. Preferiría esperar a que llegasen los soviéticos y luego ya se vería. Pero aquí no es mi voluntad la que cuenta. No soy Ángel Sanz Briz, que personalmente no es más que un español de tantos: soy el representante de España ante una potencia extranjera con un Gobierno al que España no reconoce de iure e invadida por una nación con la que España no tiene relaciones. Creo, por lo tanto, que al margen de mis sentimientos es una decisión muy acertada la que Madrid ha adoptado y lo sorprendente es que no la hayan tomado antes.
Como nadie decía nada, añadió:
—No voy a despedirme de nadie. La legación sueca asumirá la representación al no quedar ningún representante diplomático acreditado para sustituirme. Oficialmente diremos, y así lo harán también los suecos, que he viajado a Suiza forzado por la falta de comunicaciones para recibir instrucciones del Gobierno. Les dejo el saldo de mi cuenta particular para que mantengan hasta donde sea posible los gastos suyos y de los que permanecen refugiados en la residencia y con lo que les quede, para que sigan ayudando hasta donde les sea posible a nuestros protegidos.
—Y, ¿si surgen problemas…? —acertó a preguntar la señora Tourné.
—Llamen a Suecia. Ellos están empeñados incluso más que nosotros en la protección de esta gente. Su ministro me ha prometido que harán cuanto esté en sus manos. También pueden llamar a la Cruz Roja. Algunas de sus instituciones hospitalarias están protegidas por nuestra placa y nuestra bandera. Ellos les ayudarán. También monseñor Rotta está al tanto de mi marcha y dispuesto naturalmente a colaborar. Y, ¿qué más puedo decirles? Pues que les llevo a todos en mi corazón, que intentaré quedarme unos días en Berna por si desde allí puedo hacer algo por ustedes y por nuestros protegidos y que, gracias por todo, de verdad. Dios les pagará todo lo que están haciendo.
La mañana siguiente, desde la ventanilla del coche, sujeto a la borla que colgaba al lado de la ventanilla, Ángel Sanz Briz contempló la silueta del monte Géllert emergiendo de la niebla que se enredaba entre las torres del barrio de Buda. Al salir del laberinto del castillo, los imponentes muros del Halászbástya, el gran mirador de la ciudad conocido como el bastión de los pescadores, le recordaron los paseos de los domingos con Adela, una enamorada de Budapest, y Adelita en los brazos. Abajo el río aparecía cubierto por una capa de hielo. Cuando ya iban a embocar el puente Erzsébet, construido en honor de la emperatriz Sisí, el conductor señaló a lo lejos. Dos cadáveres atados por la cintura emergían de la superficie helada enganchados en un dique. A su alrededor, una mancha ennegrecida contrastaba con el blanco de la nieve que se amontonaba en la orilla.
Ángel Sanz Briz se dejó caer abatido dando la espalda a la ventanilla.
—Vine a Budapest creyendo que el Danubio era azul y me voy convencido de que es rojo.