Las últimas sombras de la madrugada protegieron a los hombres que sigilosamente iban penetrando en las oficinas vacías de la empresa Bornemisza y apostándose en los despachos y rincones más discretos. Poco más tarde, un pelotón de la Guardia Real se desplegaba con menos discreción por los edificios próximos y alrededores de los muelles del Danubio, desiertos como todos los domingos.
Con las campanadas anunciando el comienzo de la misa de las ocho en una iglesia cercana, se fueron aproximando con lentitud al edificio dos automóviles negros. Uno venía del puente Erzsébet y el otro descendía del lado de Pest. Pero los dos tenían el mismo destino y rodaban para confluir a la misma hora. Sus ocupantes se contemplaron mutuamente a través de las ventanillas sin reflejar nada especial en sus miradas. Cuando se pusieron a la misma altura, los dos vehículos giraron a la izquierda y penetraron por la parte trasera en uno de los galpones de la empresa. En cuanto se pararon los motores, los pasajeros descendieron con agilidad y caminaron detrás de un improvisado guía hasta el despacho del presidente de la compañía. El intercambio de cortesías fue breve.
—Tomen asiento, por favor —dijo el que enseguida había asumido las funciones de anfitrión.
—Gracias —respondieron los dos forasteros al unísono.
Miklós Horthy hijo, que parecía de un excelente humor a pesar de la clandestinidad y la tensión del momento, ofreció cigarrillos a los visitantes y, en cuanto les vio bien acomodados, dijo:
—Mi padre, el regente, les envía un saludo que les ruega transmitan al presidente Tito. La vecindad que une a nuestros países nos obliga a entendernos en estos momentos difíciles en que nos encontramos.
—También nuestro camarada Tito quiere hacer llegar al Gobierno de Hungría sus deseos de que nuestros dos pueblos vuelvan a disfrutar la paz que el terror nazi nos ha usurpado.
—Lo primero que quisiera decirles —se apresuró a anticipar el hijo del regente y encargado de cerrar las condiciones del armisticio con Yugoslavia—, y así me gustaría que se lo transmitiesen al presidente Tito, es que nosotros, con nuestro padre a la cabeza, nunca hemos sido nazis ni hemos simpatizado con los nazis. Sólo las circunstancias históricas que nos ha tocado vivir, unidas a la situación estratégica de nuestro país, nos han obligado a una alianza con los alemanes que siempre hemos deseado fuese temporal.
Los dos interlocutores del hijo del regente sonrieron al escuchar estas palabras. Miklós Horthy, continuó:
—Bien es verdad que, y esto también es importante que quede claro con ustedes igual que ha quedado ya aclarado con los soviéticos, tampoco se nos puede pedir ahora que nos volvamos comunistas…
Pero no tuvo tiempo a terminar su observación. La puerta se abrió de repente y cuando quiso darse cuenta, el hijo del regente vio a dos policías alemanes apostados a ambos lados del pasillo y a un hombre de aspecto jovial que le encañonaba con una pistola. Casi no hubo palabras. Los dos visitantes se levantaron de sus butacas y le sujetaron por las solapas, mientras tres jóvenes fornidos con el uniforme de las SS lo derribaban sobre la alfombra persa que cubría el suelo y en cuestión de segundos lo envolvían en ella igual que si de un regalo de Navidad se tratara. Cuatro minutos más tarde, el pesado envoltorio era colocado sin demasiados miramientos en una camioneta que arrancó inmediatamente a gran velocidad.
Cuando los miembros de la Guardia Real apostados en las inmediaciones se dieron cuenta de que estaba ocurriendo algo extraño y comenzaron a disparar, ya era tarde. Otto Skorceny, sonriente y sudoroso, se limpió el polvo que al levantar la alfombra había moteado su uniforme, cogió el teléfono de campaña que le pasó el responsable de comunicaciones del comando, y transmitió unas palabras en clave; luego se cuadró y gritó con voz potente: «¡Heil, Hitler!». El taconazo quedó ahogado por los disparos que llegaban del exterior. Pero eso al héroe del Gran Sasso ya le preocupaba poco: tenía la zona cercada y una vez más su arriesgada misión había sido culminada con éxito. En el intercambio de tiros murieron un comisario de la Gestapo y tres policías húngaros.
Hacía tiempo que Edmund Veesenmayer, el standartenführer de las SS, quien compartía odios recíprocos con el regente, se frotaba las manos de satisfacción. Antes de coger el teléfono, se puso en pie, dio una vuelta por el despacho, contempló un instante desde la ventana el frondoso bosque de la isla Margit que se extendía a sus pies, y volvió a sentarse para disfrutar unos instantes más del feliz momento que le estaba aguardando. Luego pulsó el botón del interfono y pidió a su ayudante que le pusiera en comunicación con Su Alteza. Eran las nueve y cinco del domingo 15 de octubre de 1944. Un día que se anticipaba histórico.
Horthy, que hablaba mejor el alemán que el húngaro, escuchó sin pestañear las malas noticias que le espetó a bocajarro, sin el más mínimo respeto a la cortesía diplomática ni al protocolo, el siempre desagradable ministro plenipotenciario del Reich. Acababan de informarle de que había habido un tiroteo en el muelle, donde sabía que su hijo iba a entrevistarse con dos emisarios de los partisanos serbios, y ya sospechaba que algo debía haber ido mal. Ni por asomo sospechaba aún que el capitán Marty era un agente doble, que los alemanes habían estado informados desde el principio de sus intentos de negociar la rendición con el enemigo y que los supuestos representantes del presidente Tito en realidad eran dos miembros de las SS de origen yugoslavo que hablaban correctamente el serbio.
—Su hijo ha sido cogido in fraganti fraguando una traición a nuestros compromisos. Y no es la primera vez que su Gobierno fue sorprendido intentando llegar a acuerdos con el enemigo a nuestras espaldas. El Führer está furioso y dispuesto a actuar con la firmeza con que las circunstancias políticas y militares exigen. En su nombre quiero exigirle que de manera pacífica y ordenada abandone inmediatamente el cargo de jefe del Estado. Sólo así podremos garantizar su seguridad y la de su familia. En caso contrario, nuestras fuerzas, que ya han tomado las posiciones estratégicas necesarias, asumirán el poder y procederán a su detención.
No hubo despedida. Miklós Horthy colgó el teléfono con brusquedad. Normalmente era un hombre reflexivo y cauteloso. Pero en esta ocasión no necesitó meditar ni consultar a sus asesores para anticipar en cinco días una decisión que ya tenía adoptada. Escribió unas notas a mano y ordenó a su ayudante de campo que la emisora nacional estuviese preparada a las doce para difundir un mensaje a la nación.
El día había amanecido frío y brumoso. Pero según iba avanzando la mañana, la amenaza de lluvia empezaba a alejarse dando paso a un cielo azul y soleado muy propio de la estación otoñal en Budapest.
* * *
—Tómese esto. Verá cómo siente alivio enseguida.
El ama de llaves de la residencia, cuyo carácter autoritario nunca dejaba opciones a discutir sus sugerencias, plantó ante la nariz congestionada de Ángel Sanz Briz una tetera humeante. Ya la víspera había estado estornudando, pero esa mañana se despertó peor y, como era domingo, aguantó en la cama hasta cerca de las diez. Incluso pensó en quedarse acostado todo el día. Fue al oír las campanas de la catedral, llamando a la misa, y ver los rayos de sol que se filtraban por las junturas de las contraventanas cuando decidió levantarse y dar un paseo hasta la Nunciatura. Sabía por experiencia que dejar pasar un domingo o fiesta de guardar sin cumplir el precepto le dejaba toda la semana una sensación de malestar y hasta de cierto remordimiento.
—Y, ¿cómo dice que se llama este potingue? —preguntó al ama de llaves al tiempo que levantaba la tapa chorreante de vapor de la tetera.
—Kalmopyrin —respondió la sirvienta—. Es muy bueno. El mejor remedio que existe para los catarros y las gripes. Pregunte a cualquier húngaro y le dirá lo mismo. Se usa desde la antigüedad. Los remedios que venden en las farmacias no sirven para nada.
El diplomático español se sirvió una taza, sopló suavemente y probó un sorbo. No quería desairar al ama de llaves pero era poco dado a las tisanas y sólo bebió unos sorbos. Se levantó, recogió el misal de la mesa de su despacho, se enfundó una gabardina de color verdusco y le dijo al ama de llaves:
—Volveré para almorzar. Seguramente me quedaré en casa toda la tarde.
La mujer apenas escuchó. Estaba sonando el teléfono y se había vuelto a atenderlo.
—Es para usted don Ángel.
El encargado de negocios de España escuchó sin mover un músculo. Apenas se le oyó decir algún «sí», o preguntar con un «¿y…?». Nunca hablaba por teléfono sobre algo comprometedor. «Bien. Nos vemos ahora en la legación, gracias», remató la conversación, y colgó. En voz muy alta para que la mujer, que había ido a arreglar el dormitorio, le oyese, dijo:
—Rectifico. Es probable que no venga a almorzar. Estaré en el despacho.
La señora Tourné estaba sentada a su mesa de trabajo con una verdadera montaña de papeles delante. A su derecha, sobre la mesa lateral de la máquina de escribir, tenía unos cuantos pasaportes abiertos y colocados unos encima de otros. Al fondo, en su sitio de siempre, Zoltán Farkas escuchaba la vieja pero potente radio de galena de la legación y hojeaba con aire distraído los aburridos periódicos de la mañana.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Se ha olvidado de que es domingo? —preguntó a la canciller.
—Farkas ya le ha dicho, ¿verdad? Hay muchos rumores. Parece que hubo tiros esta mañana en los muelles. Yo he venido porque tengo mucho trabajo atrasado. Anteayer y ayer vinieron muchas personas a solicitar pasaportes y a pedir cartas de protección. Les he dicho que eso no damos. Parece que las legaciones de Suecia y Suiza han empezado a extenderlas.
—¿Todos sefardíes?
—Bueno. Unos dicen que son sefardíes, otros que quieren irse a vivir a España. Alguno parece que tiene allí familiares. Ya sabe. Gente que tiene miedo. Hacen lo que sea con tal de escapar a la persecución. Yo le estoy preparando un informe de cada caso. A las familias sefardíes les estoy expidiendo un pasaporte familiar. En los casos en que no lo tengo claro, le pasaré a usted la documentación para que decida. Quería que mañana, cuando llegue a la oficina, lo encuentre todo a la firma encima de su mesa.
—Bien. Eso está muy bien. Hay que actuar con rapidez. Conviene que nuestros compatriotas sefardíes estén documentados cuanto antes. Luego ya se verá qué podemos hacer con ellos. Habrá que convencer a Madrid para que puedan viajar.
Zoltán Farkas no tenía más noticias que las que ya le había anticipado por teléfono. Ángel Sanz Briz pensó en llamar al nuncio para disculparse por no poder ir a misa y de paso para sondear si sabía algo de lo que estaba ocurriendo, pero imaginó que estaría preparándose para oficiar la Eucaristía y decidió dejarlo para más tarde.
—Estoy esperando a ver si la radio dice algo. Aunque es probable que tengamos que aguardar hasta la tarde a que nos lo cuente la BBC. Estos días está entrando muy bien una emisora de los comunistas que debe de emitir desde Moscú o desde algún lugar ocupado por los bolcheviques. Se autoproclama Emisora de la Resistencia. Algunas veces habla el propio Laszló Rajk, el jefe del Partido Comunista en la clandestinidad. ¿Sabe quién es, verdad? Estuvo luchando en España con las Brigadas Internacionales. Era uno de los jefes de la brigada Rákosi. Lo recuerda continuamente. Lo que ocurre es que no me parece que esa emisora sea fiable. Mucha propaganda, pero información, poca.
—Antes me decía la señora Tourné que otras legaciones habían empezado a conceder cartas de protección, bueno, yo les llamaría salvoconductos, en castellano tenemos una palabra muy precisa para ello, a algunas personas. ¿Existe en la legislación húngara algo sobre su naturaleza y validez de este tipo de documentos? —preguntó el diplomático.
—Creo que sí —respondió el abogado—. Aunque su naturaleza es más administrativa que jurídica. Jurídicamente lo que tiene validez plena es el pasaporte, con los derechos de nacionalidad que lleva inherentes. El salvoconducto es un instrumento de legalización provisional y de documentación temporal por el cual quien lo expide asume la responsabilidad o si prefiere la protección, del individuo que lo usufructúa.
—Quizás nosotros podríamos proteger así a algunas personas… Tendría que consultar a Madrid claro, pero a aquellos que tienen alguna relación con España tal vez podríamos protegerlos un poco con salvoconductos.
—Sin duda. Un salvoconducto es en la práctica el documento que teníamos hasta ahora los empleados y colaboradores de la legación. De todas formas, para que tengan validez plena sería conveniente contar a priori con el reconocimiento por parte de las autoridades húngaras. No sé cómo lo habrán hecho los suecos, que desde que llegó el señor Wallenberg han empezado a emitir cartas de protección a todo el que la solicita. Quizás sería bueno hacer una gestión con Negocios Extranjeros y con Interior, explicarles que la legación tiene a una serie de personas a las que necesita proteger y que va a proporcionarles salvoconductos. Pondrán dificultades, pero quizás presionando con la habilidad con que usted sabe hacerlo, acaben accediendo. ¿Madrid estará de acuerdo?
—Tendrá que estarlo. No veo por qué va a poner resistencias. Las normas recibidas hasta ahora no son muy explícitas, pero tampoco impiden que se haga. Yo creo, señor Farkas, que lo que se pueda hacer para salvar una vida, o por evitarle el sufrimiento a una persona, siempre está justificado. Partiendo de este razonamiento, tal vez sea mejor no preguntar.
—Lo dice el Talmud: Quien salva la vida de un hombre, salva a la humanidad entera. Bueno, no recuerdo si es así exactamente. Pero la idea es esa.
La programación de la emisora nacional húngara pasó con brusquedad de una composición sinfónica a una marcha militar. Sanz Briz y Farkas se sobresaltaron en sus asientos. Aunque la audición era correcta, el abogado acercó la cabeza al aparato de radio y el diplomático cambió de sitio para poder escuchar con el oído bueno.
La señora Tourné entró con un montón de pasaportes en las manos. Los depositó encima del escritorio y comentó:
—Hace un momento pasaron varios tanques alemanes por la calle Andrássy en dirección al puente. Me lo ha dicho el conductor, que ha venido por si usted le necesita. Llamó a su casa y el ama de llaves le informó de que usted había venido para la legación en su coche particular. Dice que los tanques salieron de la estación Keleti. Los tenían embarcados en un tren para llevarlos al frente y los desembarcaron a toda prisa. Tiene razón el señor Farkas: algo grave debe de estar ocurriendo.
* * *
El escaso tráfico que circulaba por las calles de Budapest se paralizó en cuestión de segundos. A las doce en punto la emisora nacional interrumpió la música militar para dar paso a la voz fácil de identificar de Horthy anunciando sin demasiados circunloquios que Hungría abandonaba la guerra. «Alemania —concluyó— tiene perdida la contienda. Y ningún pueblo tiene derecho a sacrificarse en el altar de un aliado. La continuación de la guerra significará convertir a nuestro país en un campo de batalla. Ante esta realidad y la convicción de que todo el esfuerzo que hagamos en estas circunstancias será inútil y no serviría a otro fin que verter sangre inútilmente, el Gobierno se ha visto obligado a iniciar negociaciones con la URSS y a solicitar un armisticio».
La gente se agolpaba alrededor de los aparatos de radio. Muchos habían abierto las ventanas para facilitar que la señal radiofónica llegase a los vecinos. Nadie se atrevía a dar crédito a lo que estaba escuchando. Las negociaciones mantenidas en diferentes momentos de la guerra con los aliados nunca habían sido dadas a conocer en el interior del país. Las palabras del regente chocaban con sus recientes y vibrantes arengas invitando al pueblo a luchar y resistir. La sociedad húngara guardó unos minutos de silencio para metabolizar su sorpresa, e inmediatamente se dividió.
Los germanófilos, secundados por cuantos vivían atemorizados por la vuelta de los comunistas al poder, fueron los que tardaron más en reaccionar. Los demócratas, los partidarios de la revolución y los enemigos de los nazis enseguida irrumpieron en manifestaciones de alegría. Manifestaciones a las que también se sumaron muchas personas sin posición política definida pero con familiares movilizados. En las csillagosház, los escasos aparatos de radio que algunos judíos conservaban clandestinamente difundieron el mensaje del regente en la intimidad de los retretes o amortiguado por mantas.
La noticia de que la guerra se daba por concluida y que los alemanes deberían abandonar el territorio magiar igual que habían abandonado el rumano fue como un soplo de esperanza para las decenas de miles de judíos que aguardaban en el hacinamiento y la miseria el momento de su deportación hacia los negros augurios de lo desconocido. Algunos, pocos, prorrumpieron en manifestaciones de alegría que en algunos casos llegaron a las calles; otros, la inmensa mayor parte, optaron por la cautela y prefirieron esperar. Pero todos sin excepción respiraron hondo, inflaron sus pulmones encogidos por la angustia, y disfrutaron con ilusión de soñar por el cambio de su suerte.
Los periodistas de la radio, cada vez con más oyentes colgados de su sintonía, hicieron enseguida extractos del discurso del jefe del Estado del que destacaban frases muy duras contra los alemanes. El Reich hacía tiempo que había traicionado la fidelidad que debía a su aliada, la nación húngara. El Ejército germano había ocupado Hungría por la fuerza, la Gestapo había deportado a un gran número de políticos húngaros y había tratado de solucionar el problema judío de una manera arbitraria, con desprecio total de los derechos humanos. Berlín no había aportado efectivos militares suficientes para frenar al Ejército Rojo y sus soldados se preocupaban más de pillar y devastar la tierra húngara, de ultrajar a sus habitantes y de hacer todo lo posible por socavar su sistema político que por defender sus fronteras.
En algunas calles enseguida surgieron manifestaciones de alegría. Las plazas céntricas vivieron momentos de euforia. Entre la conmoción general, muchas mujeres se olvidaron de preparar el almuerzo. Numerosas familias renunciaron a la comida dominical para celebrar el final de la guerra. Mientras tanto, en los cuarteles de las fuerzas de ocupación alemanas y sobre todo en las sedes del plenipotenciario del Reich, de la Embajada de Alemania, de las SS y de la Gestapo reinaba la indignación y el nerviosismo. Las fuerzas de la Wehrmacht fueron puestas en estado de alerta. Y millares de cruzflechados, inconfundibles en sus camisas verde oscuro y sus pantalones negros embutidos en botas de media caña, caminaban en parejas o en grupitos y sin ocultar sus armas hacia las sedes y puntos de reunión del Pfeilkreuzler, el partido más radical e identificado con el nacionalsocialismo de Hitler.
* * *
Tampoco en la legación de España se acordó nadie de comer. En el despacho del encargado de negocios, Zoltán Farkas escuchaba, tomaba notas y traducía sobre la marcha las noticias que la radio iba difundiendo. Ángel Sanz Briz, a quien el kalmopyrin había descongestionado completamente la nariz, aguardaba con impaciencia las notas que le iba pasando su colaborador. Habló varias veces con los otros jefes de misión y comprobó que todos estaban tan desconcertados como él.
El nuncio estuvo un poco enigmático y casi cortante. Entre circunloquios le hizo entender que sería mejor que hablasen personalmente. Dudó si acercarse a la Nunciatura pero enseguida descartó la idea. Debería permanecer en el despacho y enviar un informe a Madrid sobre lo que estaba ocurriendo. Incluso lo tenía redactado ya en sus líneas generales. Pero algo le frenaba; su intuición le decía que debía esperar. Era domingo, miró el reloj y cuando comprobó que aún no eran las tres le vino al recuerdo la lección de un profesor de la Escuela Diplomática.
«El primer mandamiento de este oficio —les había dicho tras una larga perorata sobre la argumentación, la precisión y la concisión de los despachos— es no precipitarse. Los diplomáticos somos los ojos y los oídos del Estado en el extranjero. Y el Estado no puede ser ni engañado ni inducido al error. Para equivocarse y confundir a la gente ya están los periodistas, que viven de la irresponsabilidad». Abstraído en los recuerdos de la Escuela, que siempre le llevaban a pensar qué tal le iría a su íntimo amigo Pedro Cortina, Sanz Briz tardó en darse cuenta de la presencia ante su escritorio de la señora Tourné. La canciller tenía por costumbre entrar al despacho y colocarse delante de la mesa a esperar a que el jefe la invitase a hablar.
El humo de los cigarrillos, que el diplomático había ido encendiendo uno detrás de otro, siempre con la colilla del anterior, formaba nubecillas que se elevaban hasta el techo. Ángel Sanz Briz, que permanecía en actitud pensativa, con la mano en la barbilla y el codo apoyado en la escribanía, levantó la vista y la interrogó con los ojos.
—Está en la cancillería un señor español que desea verle, don Ángel.
—¿Un español? ¿Sefardí, quizás?
—No. No creo. Es español de España. Habla igual que usted. A los sefardíes y a los hispanoamericanos los sé distinguir.
—¡Qué extraño! ¿Es residente? ¿Le tenemos inscrito en el Registro consular?
—No. Me acordaría. Nunca le he visto.
—¿No le preguntó su nombre?
—Sí. El apellido es muy raro. Javier Barrueta o Barruteta, no sé. Le pregunté dos veces y me resultó violento preguntarle una tercera. Habla muy deprisa y da la impresión de que está nervioso. No para de moverse.
—Ya. Pues, hágale pasar. Vamos a ver en qué podemos ayudarle. No sé, me resulta extraño un español por aquí. ¡Menudo día que ha buscado para venir! Adviértale que estamos muy ocupados con lo que está ocurriendo. No podré dedicarle mucho tiempo.
—Si quiere, le digo que venga mañana. Le doy hora. No me ha dicho que tuviera que ser ahora mismo.
—No, no. Le atenderé ahora. Nadie va a la legación de su país un domingo si no es por algo urgente.
—Es un chico joven. No tendrá 25 años. ¡Qué va!
—Bien, pues vamos a ver en qué podemos ayudarle.
Javier Barrueta hacía días que se movía por Budapest sin conseguir aclarar sus ideas. Ya había estado un par de veces merodeando por la calle Eötvos sin atreverse a entrar en la legación de España. Cuando aquel domingo observó, por el revuelo que había en las calles, que estaba ocurriendo algo grave, se asustó y decidió entrar a pedir ayuda.
Ángel Sanz Briz escuchó sin mostrar extrañeza su relato, al principio bastante incoherente. Era vasco e hijo de un juez. Se había alistado voluntario en la División Azul y formaba parte de un batallón desmovilizado que había estado luchando contra los partisanos en los Cárpatos hasta hacía poco tiempo. En qué condición militar se hallaba, no estaba claro. Voluntad de ser repatriado a España, además, no mostraba. Pero necesitaba ayuda, se estaba quedando sin dinero, no hablaba idiomas más allá de cuatro palabras en francés y sus documentos eran insuficientes. El encargado de negocios revisó algunas guías de tránsito emitidas por los militares alemanes y se estremeció imaginando lo que podría ocurrirle al muchacho si caía con aquellos papeles en manos de los bolcheviques.
Conversaron durante más de media hora. Sanz Briz le explicó la situación. No tenía ni idea de lo que podría ocurrir en las horas siguientes, pero él temía lo peor. Los alemanes no iban a aceptar dócilmente la decisión del regente. Hungría era el único bastión defensivo que les quedaba. El joven, en cuanto fue adquiriendo confianza, se mostró más explícito y acabó reconociendo que se había quedado descolgado del batallón. Efectivamente, cuando llegara a España podía ser considerado prófugo.
El encargado de negocios le escuchaba e iba haciéndose una composición de lugar. Estaba en la ilegalidad en España y en Hungría. Quizás tendría que acabar rindiendo explicaciones a la justicia militar cuando regresara. Pero era un español con todo el derecho a que la legación protegiese su vida y, si hacía falta, atendiese sus necesidades. Así lo veía él. Saltaba a la vista que era un buen chico, quizás un poco irresponsable pero sin malicia ni voluntad de causar mal a nadie. Además de que había combatido como voluntario contra los comunistas. Otros muchos jóvenes españoles de su edad habían preferido quedarse en sus casas.
—Bien. Esta es la legación de tu país. Más adelante habrá que clarificar tu situación. Si te parece, registraremos tu presentación ante la representación consular, lo cual puede servirte en el caso de que te abran un proceso cuando regreses a España. Y te extenderemos un salvoconducto ahora mismo para que puedas moverte. Ya conoces cómo están las cosas. Evita, por supuesto, meterte en cualquier problema y si te detienen o te ves en alguna dificultad con la policía, avisa. De todas formas, vuelve por aquí la semana que viene y con más tranquilidad vemos la mejor manera de arreglar tu situación.
* * *
La inconfundible voz hitleriana de Ferenc Szálasi, jefe del armado Pfeilkreuzler, el partido de los nyilas, o Cruz de Flecha, atronó con tono de arenga militar en las ondas de la emisora nacional. «Su Alteza el regente violó este mediodía la Constitución y el honor de la patria húngara. No conforme con incumplir los compromisos con un aliado, que más que un aliado es un hermano, porque Hungría y Alemania están unidas por lazos de fraternidad indisolubles, también violó la promesa que tantas veces había hecho a la nación». Ante esta situación, el movimiento cruzflechado —añadió—, siempre vigilante en la defensa de la Patria, había tomado la decisión extrema de asumir el poder. «Hemos tenido que elegir entre la nación y la Constitución, entre la justicia y el derecho, entre la vida y la ley. Y lo hemos hecho seguros de que esa lucha terminará con la victoria del nacionalsocialismo y el establecimiento de un nuevo orden. Hungría será libre e independiente en el seno de la comunidad moral, espiritual y material de los nuevos pueblos europeos. Para ello es fundamental el apoyo que Hitler, el Führer del pueblo alemán, está prestando a nuestro país en tan difíciles momentos. Quiero expresarle la emocionada gratitud de los húngaros de bien. Con su ayuda y con nuestra determinación clara, venceremos al enemigo comunista y podremos por fin emprender la creación de la Gran Patria Cárpata Danubiana que, en el marco de la comunidad nacionalsocialista, estamos soñando».
La Guardia Real, reforzada con algunos policías de asalto y un pelotón de infantería, había desplegado sus limitados efectivos en torno al palacio. El regente había dado la orden de prepararse para resistir hasta la muerte y en la corte de los Habsburgo las órdenes nunca eran objeto de discusión. Mientras tanto, los blindados alemanes que daban cobertura a tiradores de élite, varias decenas de miembros de las SS y fuerzas paramilitares armadas hasta los dientes del partido cruzflechado ocuparon la zona y taponaron todas las salidas en un perímetro mayor que incluía numerosos edificios administrativos.
El embajador alemán, cuya residencia había quedado cercada también, lo mismo que la sede del Gobierno, estableció contacto con el primer ministro de Horthy, Lakatos, y le convenció de lo absurda que podría ser la resistencia en que el regente parecía haberse empeñado. Tenían como rehén a su hijo y les sobraba capacidad de fuego de artillería para dejar reducido el palacio a escombros en cuestión de horas.
Bien entrada la noche, un grupo de personas integrado por un matrimonio mayor, una mujer joven vestida de negro con un niño de tres años de la mano y dos sirvientas portando pequeños maletines llamaron a la puerta de la Nunciatura, dijeron unas palabras al guardián que se asomó por la garita y en cuanto se abrió la verja entraron silenciosamente. Treinta minutos después, un mensajero cruzaba a Pest con un sobre lacrado, subía por la desierta calle Király, torcía a la izquierda, se detenía ante el número 11 de la calle Eötvos, donde ondeaba las 24 horas la bandera española.
* * *
Nadie durmió en el Palacio Real. El regente pasó la noche hablando por teléfono y discutiendo la situación con los generales al mando de las diferentes divisiones que integraban el ejército. Unos habían sido sorprendidos por la noticia de la rendición, otros no habían entendido el mensaje exacto de las palabras del regente, y un par de ellos, los dos más identificados con su decisión, habían sido detenidos ya por los alemanes. Mientras en las habitaciones privadas de la familia Horthy los soldados tapiaban ventanas e improvisaban refugios para resistir a un ataque, los sirvientes llenaban maletas y baúles en previsión de tener que huir. Desde las avanzadillas de la Guardia Real, los oficiales comprobaban con sus prismáticos cómo el cerco nazi seguía preparándose para un largo asedio. Aprovechando la oscuridad de la noche, una unidad de artillería había reforzado las posiciones clave con ametralladoras y morteros.
Pasaban pocos minutos de las ocho cuando un automóvil negro, con el banderín del Reich bien visible, descendió por la colina de Las Rosas hacia el Danubio, cruzó por las inmediaciones del Bastión de los Pescadores, y enfiló las estrechas calles del Laberinto de Buda que desembocan en la explanada del Palacio Real. Los controles nazis abrían paso generosamente con taconazos de oficiales y soldados, marciales gestos de respeto y gritos potentes de «¡Heil, Hitler!». Sentado atrás, en el lugar protocolario de mayor respeto, el plenipotenciario del III Reich, doctor Edmund Veesenmayer, observaba en silencio pero revestido de una gran autoridad. La primera condición que había impuesto para ir a hacerse cargo de la rendición del regente es que no se le haría esperar en palacio ni un instante.
El almirante Miklós Horthy acababa en esos momentos de contemplarse en el espejo y de comprobar que su estado era impecable. A pesar de las prisas, el barbero real le había rasurado por segunda vez en el día; su uniforme de marino de agua dulce estaba impecable en su planchado, y las condecoraciones alineadas en su pecho aparecían relucientes. No faltaban, por supuesto, las que en los últimos años le había impuesto en medio de una gran parafernalia el Führer Adolf Hitler en persona. Seguido por sus ayudantes, por el primer ministro Géza Lakatos, que lucía en su uniforme de general la Cruz de Hierro, y por la guardia de honor, se dirigió al salón del Trono y, cinco segundos antes de que se abriese la puerta para dar paso al desagradable visitante germano, se sentó en la gran silla de las audiencias imperiales. A Veesenmayer no le gustó que viéndole avanzar por el salón, contemplado por los miembros de la corte reunidos en medio de tanta solemnidad, su anfitrión tardase tanto en levantarse para saludarle.
La audiencia fue breve y fría. Horthy accedió, sin que se alterase un músculo de su cara, a las condiciones que el plenipotenciario alemán le fijó de manera escueta y desconsiderada. Firmaría un documento proponiendo formalmente al Parlamento el nombramiento de Ferenc Szálasi como presidente del Gobierno; luego enviaría a la radio un comunicado de su puño y letra rectificando el mensaje de rendición de la víspera, y, finalmente, formalizaría su renuncia a la regencia. Como contrapartida, tanto él como su familia recibirían asilo en la Embajada de Alemania donde se les garantizaba seguridad hasta su traslado a Alemania. Varios coches, escoltados por vehículos militares, aguardaban en el patio para efectuar el traslado.
* * *
Ángel Sanz Briz contempló unos segundos el escudo del Vaticano impreso en la parte superior, rasgó con cuidado el sobre, sacó una hoja escrita a mano y leyó su contenido. El nuncio de Su Santidad le informaba en secreto de que la condesa Ilona de Edelsheim, viuda de István Horthy, el hijo del regente muerto en combate, el hijo de tres años de ambos, y sus padres, eran huéspedes de la Nunciatura. Acababan de pedirle asilo, y estaban asustados.
—Debería irse a descansar un poco —le dijo a la señora Tourné—. Deje a su hijo a cargo y acuéstese un rato si quiere en una de las camas de la residencia. El día va a ser largo.
Zoltán Farkas dormitaba, respaldado en su silla, con el aparato de radio al lado. La música militar a todo volumen traspasaba las paredes de la cancillería. Los ceniceros rebosaban colillas tras una noche de incertidumbre con la única compañía del tabaco. El encargado de negocios aprovechó para revisar los nuevos pasaportes que le había dejado la víspera la canciller. Todos los nombres y caras le resultaban desconocidos: Gabriel Julio, médico, nacido en 1895 en Eger; Alberto Guerrero, comerciante, Constantinopla; Abraham Lévy, nacido en Zenica, y Abrahámné, su mujer, nacida en Füzesgyarmat; Nicolás Mevorach Azriel, comerciante, nacido en Belgrado, su mujer Nicolasné, de Tápióbicske, y su hija Valéria, nacida en Budapest…
La música militar se desvaneció suavemente, se hizo un silencio de décimas de segundo en las ondas para dar paso al himno nacional y enseguida un locutor de la emisora nacional húngara anunció la lectura de un mensaje escrito de Su Alteza el regente.
«Al pueblo y al Ejército húngaros: Por la presente declaro anulada la proclama dirigida el 15 de octubre a la nación húngara. Al mismo tiempo retiro la orden dada a las tropas. Las fuerzas armadas tienen el deber de continuar la lucha con el entusiasmo que exige la difícil situación de los combates y mostrarse dignas de la gloria del Ejército. Dios les acompañará en su camino y guiará el destino de la nación. Budapest, 16 de octubre de 1944. Miklós von Horthy».
«La prensa de Berlín informa en sus ediciones matutinas de hoy —informó otro locutor en cuanto se disolvieron los últimos compases del himno nacional que cerraron la lectura del comunicado— que el regente Horthy actuó ayer presionado y contra su voluntad. Ni él ni sus generales están dispuestos a permitir que las tropas bolcheviques se adueñen de Hungría». Los periódicos locales, que Gaston Tourné depositó sobre la mesa de Farkas tarde ya en la madrugada, destacaban la alegría con que la población acababa de recibir la noticia de que Hungría y Alemania, unidas ahora por la fraternidad de sus partidos nacionalsocialistas, harían frente con decisión y coraje a la agresión de los soviéticos. Algún diario ironizaba contra el fiasco sufrido por los judíos que se habían apresurado a retirar las estrellas de David de sus casas y de sus mangas.
Ferenc Szálasi, cuya fotografía aparecía en las portadas de los diarios, no dio tiempo a las especulaciones que la gente, sin atreverse a salir a la calle, se hacía en las casas con la oreja puesta en los receptores. Precedido igualmente del himno nacional, empuñó el micrófono para informar personalmente al país de que el regente, «respondiendo a las necesidades de la situación», y antes de renunciar a la jefatura del Estado, había autorizado la creación de un Consejo de Regencia de tres miembros que él, desde su condición de presidente del Gobierno, encabezaría.
Los comunicados oficiales empezaron a sucederse uno tras otro a lo largo de la mañana. Primero se anunció la composición del Consejo de Regencia, integrado por Cari Beregffy, Francis Hainiss y Béla Csia. Luego, la lista del nuevo Gabinete. Las carteras más importantes eran asumidas por los altos jefes del Pfeilkreuzler: vicepresidente, Jenö Szöllösi; ministro de Negocios Extranjeros, barón Gábor Kemény, y ministro del Interior, Gábor Vajna, mientras las restantes carteras eran asumidas por otros líderes de los cruzflechados y activistas de su confianza de los restantes partidos pronazis.
Al mediodía, el nuevo Gobierno anunció su programa: «La nación ha decidido movilizar todas sus fuerzas para liquidar por completo el anterior régimen. Estableceremos un nuevo régimen social, político y económico de acuerdo con los principios de la ideología nacionalsocialista. Su base en el orden interior estará constituida por los principios del movimiento hungarista: la solidaridad nacional y la justicia social; y el orden exterior, por el pacto tripartito con las potencias del Eje. La primera prioridad será preparar al país para la guerra total y el primer objetivo, preparar al país para que Hungría tenga su puesto en la Europa nacionalsocialista del futuro». Entre los asuntos más urgentes, antes incluso que la solución de los problemas económicos, Szálasi anunció que su Gobierno resolvería de una vez por todas la «cuestión judía».
El tren en el que viajaba cómodamente acomodado en sus salones de primera clase el estratega de las deportaciones, Karl Adolf Eichmann, lanzaba chorros de vapor en una estación de la antigua frontera germano-austríaca listo para partir hacia Budapest en cuanto la amenaza de los bombardeos alemanes lo permitiese. Horas más tarde, ya en territorio húngaro, el sturmbannführer contempló con indiferencia y aire cansado otro tren de lujo de sólo dos unidades estacionado en el andén contiguo. Cuando un ayudante le informó de que tras los visillos que protegían las ventanillas de la curiosidad popular viajaba el exregente Miklós Horthy, su esposa, su nuera viuda, su nieto y sus consuegros, ya el convoy estaba en marcha y se perdía en el horizonte.
Veinticinco años de la agitada historia húngara se agotaban con la marcha de su gran protagonista hacia un incierto futuro de exilio en Baviera.
* * *
Anny Koppel no tuvo fuerzas para sumarse a la alegría con que otros vecinos del edificio celebraron la noticia del armisticio anunciado por Horthy. La jaqueca por una parte, y su capacidad premonitoria para anticiparse a los hechos por otra, le aconsejaron permanecer en su habitación y aguardar el desarrollo de los acontecimientos. Le costó mucho retener a los dos niños a su lado, deseosos de sumarse al jolgorio que se vivía en los pasillos y las escaleras, pero algo, no sabría explicar muy bien qué, en su instinto le decía que aquella alegría era precipitada y que, como solía ocurrir a menudo, podría acabarse convirtiendo en llanto.
Y así había sido. A las cinco y escasos minutos, las voces cesaron de repente, todo el mundo volvió a sus aposentos, y muchas mujeres que se habían precipitado a descoser las estrellas de las mangas tuvieron que ponerse a coserlas de nuevo cuidando de que la huella anterior del remiendo quedase bien tapada y no acabase convirtiéndose en un motivo delator. La noche del 17 no pudo pegar ojo y, sin decir nada a nadie, en cuanto llegó la hora permitida para salir a la calle, echó a andar a buen paso hacia la legación de España.
Había cuatro o cinco personas esperando a la entrada y al fondo vio a una mujer rubia, de edad mediana y aspecto agradable, que conversaba amistosamente con un hombre apuesto, con el pelo entrecano y los modales desenvueltos. La mujer miró a la cola que empezaba a formarse, se puso en pie y Anny escuchó que le decía a su interlocutor:
—Perdone un momento, Giorgio. Voy a avisar a don Ángel de que está usted aquí. —Volviéndose a los visitantes, todos judíos a juzgar por su aspecto miserable y el miedo que se reflejaba en sus ojos, les prometió—: Enseguida les atiendo.
La puerta del despacho del encargado de negocios se abrió y apareció un hombre menudo, vestido con traje negro, que saludó efusivamente al hombre alto que aguardaba al lado de la mesa de la señora Tourné.
—¡Qué alegría verle, amigo Perlasca! ¿A qué debemos el honor de la visita de un excombatiente de nuestra guerra de Liberación? Pase, pase al despacho y conversamos unos minutos. No muchos, porque estoy redactando un informe sobre los últimos acontecimientos y en días como estos todos los minutos resultan insuficientes.
Ángel Sanz Briz estiró el brazo para echarlo por la espalda de su visitante, bastante más alto que él, y le empujó hacia el interior del despacho. Antes de cerrar la puerta, se asomó de nuevo y dirigiéndose al grupo de judíos que aguardaban, les dijo:
—Buenos días. Perdonen que no les haya saludado antes. Ahora les atenderá la señora canciller.
La señora Tourné se levantó de un salto y aprovechó para decirle algo en voz baja.
—Don Ángel, se me meten en el despacho. Esto no puede ser. Deberían hacer cola en la calle, ¿no le parece?
—Sí. Evidentemente. Pero es probable que tengan miedo a que venga la policía y les detenga o que los cruzflechados les ataquen. Póngase en su lugar. Mientras quepan… —Se volvió hacia Perlasca, que ya había tomado asiento sin que nadie le hubiese invitado, y le preguntó—: Bueno, ¿y cómo va esa vida con todo lo que está pasando?
—Mal, y lo peor es que seguramente va a empeorar. He tenido que salir poco menos que huyendo de la casa donde me alojaba. Descubrí que la portera es nazi y pasa información a los alemanes. Y en la Embajada de Italia, hay más guerras que en la calle. Allí no puedo aparecer. Así que vengo a pedirle ayuda.
—Cuente con ella. ¿Qué puede hacer España, que tanto le debe, por usted?
—Lo más urgente, extenderme un pasaporte. Un pasaporte español. España es ahora mismo el país neutral más respetado por estos animales que han asumido el Gobierno. Digo animales porque no se me ocurre otra palabra. Pero son peores que los propios animales. Y se lo digo yo que una gran parte de mi vida he trabajado con ganado.
Ángel Sanz Briz se quedó pensativo y respondió, arrastrando mucho sus palabras.
—Es que yo un pasaporte así en frío no puedo dárselo. Necesito una autorización de Madrid. Y eso requiere que pasen dos años desde que se solicita. A usted con sus antecedentes, es probable que no se lo denieguen. Pero requerirá mucho tiempo. Si fuese usted sefardí… no habría problemas.
—¿De esos judíos que hablan un español muy raro? No, no soy. Me bautizaron de niño y, aunque poco devoto, católico, apostólico y romano para siempre. Entonces, ¿qué me sugiere que haga? No puedo salir del país, no tengo dónde esconderme, y en cuanto me cojan… dos tiros en la cabeza y al Danubio. ¿Sabe que esta mañana ya sacaron algunos cadáveres?, ¿no?
—No, no sabía.
—Se ve que fusilaron a unos cuantos al amanecer al borde del río y luego, en cuanto clareó el día, los fueron a buscar. Esto no ha hecho más que empezar.
—De eso estoy seguro. En fin, estoy dándole vueltas a lo de su pasaporte. La burocracia es terriblemente despiadada. Quédese aquí unos días e intentaré convencer a Madrid de que me cursen una autorización para un pasaporte temporal. No sé. Igual ni me contestan. Es un caso un poco…
—Es un caso de optar entre la burocracia y la vida, mi vida, don Ángel. Le agradezco su hospitalidad y su disposición. Pero…
El encargado de negocios no escuchaba. Todo el cansancio y el sueño acumulado a lo largo de tres días horribles habían reventado en fuertes latidos que golpeaban sus sienes. Dio un golpecito con el puño en la mesa sin dejar de mirar al vacío, se irguió en el asiento, miró al excombatiente italiano a los ojos, y le ordenó:
—Vaya a hacerse unas fotos ahora mismo. ¿Tiene usted dinero? Págueles lo que sea para que se las entreguen hoy. Y en cuanto las tenga, vuelva con ellas.
—Gracias, don Ángel —respondió Giorgio Perlasca mientras se llevaba la mano al bolsillo del chaleco, sacaba un minúsculo envoltorio del que extrajo un par de fotografías tamaño carné aún húmedas del líquido del revelado.
—Veo que venía usted preparado —dijo sonriendo Sanz Briz al hacerse cargo de las fotos. Y salió a dar las oportunas órdenes a la canciller seguido por Giorgio Perlasca quien antes de que la señora Tourné rellenase el documento, le pidió:
—Si no es mucho pedir, don Ángel, me gustaría llamarme desde ahora Jorge. A pasaporte español, nombre español. Jorge Perlasca. Suena bien, ¿verdad?
Veinte minutos más tarde, Jorge Perlasca, nacido en Como en 1910 y de profesión empleado, recibía un flamante pasaporte del Estado español. Era el número 38 de los emitidos por la legación española en Budapest en menos de una semana. Y, como medida de precaución, llevaba fecha de expedición el 12 de septiembre, antes del cambio de régimen…
—¿Treinta y ocho llevamos ya? —se interesó Sanz Briz.
—Treinta y ocho, sí.
—Bien. Sabe que el anterior Gobierno, a saber qué va a pasar ahora, nos autorizó a emitir cien. Como si estas cosas se pudieran fijar por cupos. Pero bueno, si ellos son listos, nosotros vamos a no comportamos como tontos. A partir de ahora, además del número póngales una letra. Así, este de nuestro amigo Jorge, será el 38 A. Y cuando lleguemos a cien, volvemos a empezar con el 1 B y luego con la C, hasta agotar el alfabeto. Por este procedimiento podemos llegar, con las 28 letras del alfabeto, a los 2.800. Son tan acémilas que no creo que se den cuenta ni es de esperar que aguanten tanto en el poder como para poder descubrirlo.
—Lo que están haciendo con los judíos es terrible —comentó Perlasca—. Bueno, con los judíos, con los gitanos y cualquier día con los latinos como nosotros. Reconozco que antes los judíos no me caían bien, y la verdad es que no me caían bien sin conocerlos, por la propaganda en contra que nos machacaba. Ahora, cada vez me dan más lástima y simpatizo mejor con ellos. Me gustaría poder hacer algo para ayudarlos. No hay derecho.
—Y a nosotros. De momento estamos dando pasaportes a los Sefardíes y vamos a ver qué ocurre, pero quizás haya que hacer algo más.
—Si necesita ayuda, cuente conmigo. Tengo todo el tiempo del día y de la noche para lo que haga falta.
—¿Dinero necesita? Si quiere le presto. Incluso podemos ver la forma de que le fijemos un pequeño salario. Y quédese a dormir aquí unos días con los empleados. La residencia empieza a convertirse en una comuna, pero siempre es mejor la incomodidad que la inseguridad.
—Tengo dinero. No mucho, pero de momento ese problema no existe. Y, sí, acepto su hospitalidad una vez más: me quedaré.
La canciller interrumpió su conversación.
—Hay una mujer que tiene a su marido en Barcelona y quiere saber si la podemos ayudar a comunicarse con él. ¿Le importa hablar con ella? Se la ve muy angustiada a la pobre.
—Por supuesto. Hágala pasar.
—Yo les dejo, ¡compatriotas! —exclamó Perlasca exhibiendo su flamante pasaporte como quien muestra un trofeo—. Muchas gracias por todo. Luego, señora Tourné, me dice dónde me puedo instalar que no cause muchas molestias. Y, ya sabe, don Ángel, soy su nuevo empleado, honorario, por supuesto.
Anny Vándor, de soltera Koppel, parecía asustada. Ángel Sanz Briz la invitó a sentarse y se interesó por su problema. Ella escuchaba con los ojos muy abiertos y frotándose continuamente las manos. Asentía a todo sin hablar. Cuando por fin dijo algo, el encargado de negocios español se dio cuenta de que no tenían ningún idioma común. Farkas estaba tomando notas al lado de la radio y fue la señora Tourné la que hizo de intérprete. Entonces les contó su historia.
—Vamos a tratar de que el Ministerio haga llegar a su marido la carta que usted nos entrega. Lamento tener que pedirle que la deje abierta. No pretendemos entrar en sus asuntos personales. Pero son las normas. Vamos a enviarla por valija. Y no hay que olvidar que Europa está en guerra. Aparte de que si usted quiere, habida cuenta de que su marido está residiendo en España y les reclama, creo que podemos proveerlos con algún tiempo de documentación que les proteja hasta que su situación se normalice.
Mientras la canciller traducía, Sanz Briz recordó el gesto de Perlasca cuando le pidió las fotos.
—¿No traerá usted por casualidad unas fotos suyas y de sus hijos?
La mujer le miró extrañada y respondió:
—No. No, señor. ¿Quiere enviárselas a mi marido?
—Si quiere, también. Inclúyalas en la carta, por supuesto. Pero, no. Las necesitamos para extenderle un documento de protección español. Incluso un pasaporte provisional. Así, si tienen algún problema, lo presentan y tal vez les sirva. En cualquier caso la legación les defendería si esa protección fuese violada.
Anny Koppel sonrió por primera vez.
—¿También para mis hijos? —preguntó.
—Sí, sí. Claro.
—¿Cuándo tengo que traérselas?
—Cuanto antes, mejor. Hoy, mañana, en cuanto pueda. Cuanto antes, mejor.
Ángel Sanz Briz se quedó pensando en los dos niños y en la angustia que su padre estaría viviendo sin saber nada de la suerte que estaban corriendo. Miró el reloj y eran casi las tres de la tarde del 17 de octubre de 1944. En esos momentos, acababa de llegar al mundo una niña sana y hermosa predestinada a responder al nombre de Paloma Sanz Briz Quijano. Claro que su progenitor tardaría aún un par de semanas en saber de su existencia, ignorada incluso oficialmente durante más de un año por la siempre puntillosa burocracia española. Mientras su padre, Ángel, expedía en Budapest pasaportes y concedía cartas de naturaleza para salvar a muchas víctimas propiciatorias del terror nazi, en España su madre, sus tías y sus abuelos se olvidaban incomprensiblemente de inscribirla en el Registro Civil.
* * *
Los húngaros apenas mostraron su extrañeza cuando se enteraron por los medios de comunicación de que su nuevo presidente mantenía conversaciones frecuentes con la Virgen. Ferenc Szálasi nunca obviaba en sus violentos discursos la devoción mariana que le guiaba en la vida y el origen celestial de sus ideas políticas. Muchos años atrás, ya sus compañeros de promoción en la academia de oficiales de Wiener-Neustadt le tenían por un demente, pero en Budapest la gente tardó en enterarse.
Era muy joven todavía cuando empezó a sentir obsesión por la pureza de la raza. Estaba convencido de que la raza húngara era superior a las demás y necesitaba por lo tanto ser purificada y preservada. Claro que cuando empezó a desarrollar sus teorías no había reparado en que él sólo llevaba en sus venas un 25 por ciento de sangre húngara: su padre, Salosian, era armenio, y su madre, eslovaca e hija de alemana. Quizás fue entonces cuando decidió extender las fronteras de su admiración racial y concibió el konnationalizmus, base del concepto de la Gran Patria Cárpata Danubiana.
El hungarismo, organizado en torno al Nyilas Keresztes Mozgalom, el Movimiento de la Cruz de Flechas o Pfeilkreuzler, el Partido Cruzflechado, sería el centro de la unión en un mismo destino de húngaros, eslovacos, croatas, eslovenos y rutenos La comunidad europea, fruto de la comunión de todos sus pueblos en el nacionalsocialismo, se repartiría en tres grandes naciones: Alemania, que dominaría el Norte y el Este; Italia, que sería la potencia hegemónica en el Sur y el Mediterráneo, y la Gran Patria Cárpata Danubiana, que se extendería desde el centro por el Este. Para Szálasi, el mundo giraría en torno a tres ideologías: el cristianismo, el hungarismo y el marxismo. Y las dos primeras derrotarían a la última.
Nada más asumir el poder anunció que su primer objetivo era acabar el libro que estaba escribiendo. Se llamaría Ut es Cel (El camino y la meta). En él, y gracias en gran medida a los consejos recibidos directamente de Nuestra Señora, estarían todas las claves de que el hungarismo se valdría para ganar la guerra a los bolcheviques, para componer la Gran Patria Cárpata Danubiana y para crear el Orden Corporativo de la Nación Trabajadora que proporcionaría a los húngaros la prosperidad económica y la justicia social que ambicionaban. Los judíos, advirtió sin rodeos y con la vehemencia con que siempre hablaba, no tenían sitio en una sociedad racialmente pura y moralmente sana como la que el Movimiento Hungarista pretendía.
Ferenc Szálasi tenía 47 años. Había sido expulsado del Ejército por su actividad política cuando acababa de alcanzar el grado de comandante de estado mayor. Y había cumplido una condena de tres años en la cárcel que oficialmente respondía a las actividades violentas que desarrollaba su partido y, en la opinión de muchos, a haber lanzado el rumor de que una de las abuelas del regente Horthy era judía. «Lo importante —decía— son las ideas, el resto vendrá por añadidura». Sus seguidores, sin embargo, preferían el resto, que les proporcionaba bula para vejar, torturar, saquear y matar.
El símbolo del partido eran dos flechas cruzadas con puntas a ambos lados. Tenía un evidente parecido con la esvástica nazi aunque, en contra de lo que mucha gente creía, no había sido plagiada. Szálasi la había sacado de uno de los recuerdos religiosos más venerados por los húngaros: la corona de San Esteban. El partido funcionaba con estructura militar y sus militantes tenían grados. El líder era un fanático de la parafernalia y el orden, lo cual chocaba con su aspecto chabacano y su propensión a la anarquía personal y al caos mental. Szálasi disfrutaba con la ostentación y el boato, y sus seguidores, entre ellos muchos militares de baja graduación, con la bravuconada y el garrotazo en la cabeza.
Nunca los alemanes se habían fiado demasiado de él. Le consideraban demasiado loco y exaltado. Alguna de sus teorías, por ejemplo la que aspiraba a colocar a la Gran Patria Cárpata Danubiana a la misma altura del Reich, les causaba risa y desprecio. Encontraban ridicula su convicción de que era un predestinado para salvar, regenerar y purificar a su pueblo. De hecho lo habían dejado fuera de los gobiernos anteriores. Pero veneraba a Hitler, contaba con un gran poder para movilizar masas y, aunque se autodefinía como asemita, era un antisemita con las ideas muy claras: en el futuro de Europa que él concebía sólo había sitio para tres religiones: la católica, la protestante y la ortodoxa.
Respecto a la raza, a los nazis les molestaba que no fuese un defensor a ultranza del übermenschen, el superhombre alemán ario. Szálasi estimaba que la raza más pura era la turania-húngara, exactamente la que aglutinaba a todos sus ancestros. Tenía tal admiración por la superioridad humana de los individuos de esta raza por él inventada que coleccionaba en su casa calaveras prototípicas de su estructura ósea.
* * *
Hacía meses que España no despertaba el interés de los periodistas de la BBC. Pero el día 20 de octubre volvió a ser noticia de portada en todos los noticiarios. La víspera, tres mil hombres armados y entrenados en Francia habían cruzado por sorpresa la frontera y ocupado el Valle de Arán. Bajo el nombre de Operación Reconquista, los exiliados de la guerra civil se lanzaban a una ofensiva contra el régimen del general Franco que, dicho sea de paso, atravesaba uno de los momentos más delicados desde el final de la contienda. A la previsible derrota de Alemania e Italia, los dos países que le habían ayudado a vencer a las fuerzas leales a la República, se unía en el interior una fuerte tensión social derivada de la escasez y carestía de los bienes de consumo más indispensables.
Ángel Sanz Briz, cada vez más sumergido en la vorágine de la política húngara, estaba prestando escaso interés a las informaciones sobre la invasión. Era fácil entrar en el Valle de Arán, pensaba, pero avanzar luego hacia el sur sin apoyo interno sería casi imposible. Los guerrilleros, además, carecían de apoyo aéreo y eso les dejaría enseguida sin capacidad de respuesta a la resistencia que no dudaba estarían ofreciendo las tropas nacionales. En la mañana del día 23 le convocaron a una reunión en el Ministerio de Negocios Extranjeros. Tenía curiosidad por conocer a sus nuevos interlocutores y le sorprendió encontrarse con las mismas caras. El subsecretario, el señor Szentmiklósy, era un conocido suyo de aquellos meses en que la actividad diplomática giraba en torno a las recepciones oficiales, las cenas de gala y los bailes de sociedad, algunos memorables en el Palacio Real.
—Nuestro Gobierno —le dijo tras las cortesías de rigor— está al corriente de la agresión que está sufriendo su país y quiere apresurarse a expresarle nuestra condena y nuestra solidaridad. España y Hungría enfrentan una amenaza común, la amenaza del comunismo, y comparten ideas también comunes sobre el futuro de Europa. El caudillo Franco es para nosotros un ejemplo admirable de determinación y tesón al que todos, comenzando por nuestro presidente Szálasi, queremos emular.
Las palabras del subsecretario cogieron por sorpresa al encargado de negocios de España.
—Muchas gracias —respondió—. Así lo haré saber a mi Gobierno. Estoy seguro de que, ocurra lo que ocurra, el pueblo español y el pueblo húngaro sabrán conservar siempre el sentido de la amistad que les une.
El subsecretario carraspeó levemente y preguntó:
—¿Tienen previsto ustedes expresar oficialmente el reconocimiento al nuevo Gobierno? Algunas potencias lo han hecho ya y no hemos querido informar de ello en espera de conocer la actitud de España. España, tengo que reconocérselo con franqueza, es muy importante. Además de ser el país neutral más importante, también es, como le decía, el que orienta nuestro horizonte. El otro día, por ejemplo, me comentaba uno de los líderes más representativos del movimiento cruzflechado lo interesante que resultaría una colaboración con la Falange Española.
—La verdad es que no sabría responderle. Ignoro si mi Gobierno ha considerado necesario expresar el reconocimiento del nuevo Gobierno húngaro o estima, como puede parecer lógico, que la continuidad institucional que representa lo hace innecesario. El hecho de que nuestra legación siga funcionando con normalidad y de mi propia visita hoy al Ministerio son buena prueba de que para España nada ha cambiado. En cualquier caso, informaré a Madrid y, en la medida en que esté en mis manos, trataré de que comprendan sus argumentos.
—Hay otro problema. Es el de nuestra representación en Madrid. Si estuviese funcionando con normalidad todo sería más fácil.
—Este es un problema que tendremos que estudiar con atención. Espero que en cuanto se normalicen las cosas, podamos afrontarlo. Lo que ocurre, señor subsecretario, hablándole también con toda franqueza, es que hay algunos aspectos de la política húngara que chocan con nuestra posición y con nuestros intereses. Ya sé, ya sé, que son asuntos internos de Hungría, pero de alguna manera nos afectan a todos. El principal es, claro está, la cuestión judía.
El subsecretario se encogió de hombros con aire de impotencia.
—Ni siquiera diría que es un asunto interno de Hungría. Se trata de una imposición de nuestros aliados alemanes que no tenemos otra opción que acatar. Es un problema grave, no se crea. En España casi no tienen población judía. Si la tuviesen como aquí, seguramente serían ustedes más comprensivos respecto a las leyes judías. Pero, en fin, espero que quede resuelto en pocas semanas.
—Le engañaría si le dijese que eso me tranquiliza. Para mi Gobierno es ahora mismo una gran preocupación la suerte que puedan correr los miles de judíos que viven la amenaza de la deportación, los trabajos forzados y tal vez la muerte. En este sentido, nosotros tenemos una posición muy clara. Nos guían los principios de la fe cristiana que consideran primordial el respeto a la vida. Hay, no sé si sabe, una colectividad judía, los sefardíes, que tienen por derecho la nacionalidad española. Y, naturalmente, van a contar en todo momento con nuestro apoyo. Aparte de que hay otros que por razones comerciales o familiares tienen alguna vinculación con España y nos sentimos obligados a defenderlos.
El subsecretario escuchaba las palabras del representante español sin mover un músculo de la cara. No era normal que en una conversación como aquella se hablase con tanta claridad. Ángel Sanz Briz, hasta donde él conocía, era un diplomático de formas suaves y hasta versallescas. Cuando se expresaba con tanta contundencia seguramente era porque su Gobierno le había dado luz verde para ello. La conversación estaba resultando muy esclarecedora: confirmaba los temores que unas horas antes le había expuesto al nuevo ministro. Los retrocesos alemanes en los diferentes frentes y su previsible derrota están empujando a España a afianzar su neutralidad y a hacerla cada día más elocuente.
—Sería un gran gesto por parte de ustedes —prosiguió Sanz Briz— que yo transmitiría a mi Gobierno junto con sus consideraciones, ampliar el número de pasaportes para judíos sefardíes y otros casos que puedan presentarse a la legación. El anterior Gobierno nos otorgó un límite de cien, lo cual es insuficiente. Necesitaríamos bastantes más. En realidad no debería fijarse un límite. No es lógico que la vida de las personas se fije en bloques.
—¿Cuántos necesitaría, doscientos?
—Mejor doscientos que cien. Pero sigue siendo una cifra insuficiente.
—Bien. De momento trabajen sobre la base de doscientos, trataré de que el ministro hable con su colega de Interior y podamos, aumentar alguno más. Estamos hablando de pasaportes españoles ¿verdad?
—Por supuesto. Pasaportes españoles. Reivindicamos el derecho a emitirlos y, por supuesto, defenderemos que sean respetados
* * *
El Ejército Rojo respondió al acceso de los cruzflechados al poder ocupando Debrecen, la llamada «Roma calvinista», la segunda ciudad del país. Incluso anunciaron la constitución de un Gobierno, encabezado por Miklós Dálnoki, que iría asumiendo la administración de las regiones liberadas. Pero a Ferenc Szálasi, semejante contrariedad no pareció preocuparle. Firmó a toda prisa las nuevas disposiciones contra los judíos que aún permanecían en la capital y anunció que se recluiría unas semanas en un castillo próximo a la frontera austríaca para concentrarse mentalmente y terminar su libro.
Consideraba fundamental que su obra salvadora se convirtiese en lectura obligada para todos los ciudadanos. Sólo así, siguiendo las líneas maestras de su inspiración celestial, empezarían a resolverse los problemas. Su adjunto, Jenö Szöllösi, asumiría durante su ausencia la jefatura del Gabinete. Antes de abandonar Budapest, ofreció una recepción solemne al Gobierno, altas instituciones del Estado, representantes del Eje, Fuerzas Armadas, dirigentes del partido y Cuerpo Diplomático. El acto, investido de una gran solemnidad, era el primero de esa naturaleza que se celebraba desde la entrada de los alemanes en el país hacía ocho meses. La ausencia más notada fue la de un representante de España.
Ángel Sanz Briz sopesó en la soledad de su despacho la oportunidad de acudir y, convencido de que su presencia sería interpretada, y quizás hasta publicitada, como una prueba del reconocimiento oficial por parte de España, algo que el Ministerio de Asuntos Exteriores no parecía dispuesto a hacer, optó por enviar una disculpa diplomática y quedarse en la legación revisando y firmando pasaportes. Los rumores bien fundados sobre un endurecimiento de las leyes contra los judíos y el boca a boca dentro de las casas estrelladas sobre la predisposición española a proteger a quienes tuvieran alguna relación con España empezaban a convertir a la legación en un centro de peregrinaje.
La gente acudía a las representaciones de los países neutrales con la fe de los desahuciados que visitan un santuario. La señora Tourné y su hijo Gaston, que cada vez la ayudaba más en el ingente trabajo que se le había venido encima, trataba a todo el mundo con corrección y siempre con la sonrisa en los labios. Acostumbrada a la rigidez con que tradicionalmente se llevaba la concesión de pasaportes, se sobresaltaba de vez en cuando viendo hasta qué extremos se habían relajado las limitaciones burocráticas. Antes de cubrir un pasaporte, pasaba al despacho y le exponía al encargado de negocios las circunstancias de su solicitante. Todas rivalizaban en dramatismo, en miedo y en angustia. Ángel Sanz Briz, que al principio lo revisaba todo y lo comprobaba todo, desbordado como ahora estaba, apenas escuchaba las razones y le hacía señas de que siguiera adelante.
Una multitud de judíos se agolpa a la puerta de una embajada para pedir un salvoconducto, como los que otorgaba Sanz Briz. En la otra imagen pabellón en una feria del diario Pesti Ujsag, con un gran cartel en el que proclama: «Zona exenta de judíos».
Archivo Histórico Fotográfico del Museo Nacional de Hungría
—No se olvide de ponerles la salvedad de que es un pasaporte temporal y que su renovación necesitará…
—Descuide —le tranquilizaba la canciller. Y salía con la sonrisa aún más amplia, a decirle al asustado solicitante que en unos minutos más y lo tendría listo.
Las nuevas disposiciones decretadas por el Gobierno a finales de octubre para resolver la eufemísticamente llamada cuestión judía, aún endurecían más las condiciones de vida de los hebreos. Se les dividía en seis grupos distintos, según estuviesen capacitados para desempeñar trabajos forzados, y deberían concentrarse todos en un gueto en el barrio de Józsefváros que sólo podrían abandonar siguiendo las instrucciones de los responsables de su movilización, unas veces para trabajar sin sueldo y otras para ser deportados. Los periódicos publicarían todos los días las disposiciones organizativas que se fuesen dictando y en las calles del gueto se colocarían notas con las órdenes para la jornada siguiente. Horas después, las calles alternaban el pavor que causaban los bombardeos con la pena que producía ver largas colas de judíos maltrechos caminando en largas filas bajo el frío en dirección a las estaciones o lugares de concentración.
Eva Láng se asustó mucho cuando se enteró de que tendrían que cambiar nuevamente de casa y que en cualquier momento la familia sería dividida para ser deportada e intentó convencer a su tía Ernesztin, que cada vez se mostraba más asustada, para ir a la legación española a averiguar si el tener un pariente en La Coruña podía ser motivo para obtener algún tipo de protección. Otras sedes diplomáticas se sabía que estaban emitiendo unos salvoconductos que ponían a sus conocidos a cubierto de la persecución. Pero su tía no acababa de decidirse y un día decidió ir ella sola. Cuando después de mucho caminar se adentró en la calle Eötvos, enseguida observó una larga cola de gente aterida de frío que doblaba la esquina.
* * *
El otoño había sido especialmente benigno pero al llegar noviembre el invierno se anticipó con toda su crudeza. Las primeras nieves cubrieron los tejados y las temperaturas cayeron a cinco grados bajo cero. «Esto no es nada —repetía la señora Tourné cada vez que el encargado de negocios se quejaba de que el ambiente en la legación era desagradable—. Ya verá cuando nos pongamos a veinte bajo cero y las calles se conviertan en pistas de hielo». Hasta la superficie del Danubio exhibía ya los primeros cristales de hielo, flotando corriente abajo entre los barcos que lo cruzaban cuando lo permitían los bombardeos.
En la Nunciatura Apostólica, en Disz, el ambiente era más confortable. Una estufa de gran tamaño y una chimenea bien repleta de leños caldeaban la sala de reuniones desde diferentes ángulos. Monseñor Rotta había convocado a los representantes de los países, después de sondearles a todos previamente, para intentar consensuar una nueva declaración contra la deshumanizada política antijudía que el Gobierno empezaba a ejecutar. Entenderse con el fanatismo del Pfeilkreuzler y el sadismo de los nyilas sería difícil. Faltaba además el contrapeso, siempre proclive a establecer algún tipo de equilibrio, de Horthy. Sólo el representante del Vaticano tenía depositada una pequeña esperanza en la religiosidad del presidente Szálasi.
Creo —les dijo a sus invitados— que deberíamos enfocar la nota sobre todo desde planteamientos religiosos. Todos los aquí reunidos somos cristianos y todos compartimos los mismos principios de respeto a la vida del ser humano. Otros razonamientos, que también compartimos, quizás chocarían con el sectarismo del Gobierno y, por supuesto, con la rigidez con que hace suyas las órdenes que le dan los alemanes.
Monseñor Rotta había preparado el borrador de una nota en esta línea y la sometió a la consideración de los representantes de España, Portugal, Suecia y Suiza. El tono era cortés pero duro, excepcionalmente duro. En ella se denunciaban abiertamente los asesinatos que se estaban cometiendo en los campos de concentración, las vejaciones a que estaban siendo sometidos centenares de miles de personas, la separación de los hijos de sus madres, las violaciones de innumerables mujeres y los fusilamientos de inocentes sin posibilidad alguna de defenderse. En función de todo ello, «los representantes de las potencias neutrales no pueden abdicar del deber que les impone su sentimiento de humanidad y de caridad cristiana de expresar su más vivo rechazo ante el Gobierno húngaro por este proceder».
Ángel Sanz Briz, quien tenía claro que bajo el paraguas del Vaticano podía comprometerse bastante más que en función de las escasas instrucciones que había recibido de Madrid encontró el escrito muy adecuado a la gravedad de la situación. Era fuerte, desde luego, pero ya no cabía andar con paños calientes por más tiempo. Cada día que pasaba, el drama era mayor. El mismo criterio era compartido por el conde Pongracz, cónsul honorario de Portugal, y Carl Daniellson, el ministro sueco. La sorpresa la proporcionó Karl Liz, encargado de negocios de Suiza. El documento le parecía excesivo y creía necesario suavizarlo, y enviarlo al Gobierno como memorándum y no como nota firmada. Además, debería suprimirse la amenaza de los gobiernos de revisar su actitud respecto a Hungría.
Tras unos primeros momentos de desconcierto, y de un breve debate sobre los planteamientos suizos, el propio nuncio accedió a revisar su redacción. Todos estaban de acuerdo en que el bloque de países neutrales no debía mostrar fisuras. Para reafirmarlo, además, irían los cinco a entregarle el documento al ministro de Negocios Extranjeros. E invitarían a sumarse, con su firma y con su presencia, a Friedrich Born, el delegado de la Cruz Roja Internacional.
Gábor Kemény escuchó al grupo y prometió hacer llegar el memorándum al Presidente. Pero no dio esperanzas de que sus denuncias fuesen atendidas. Explicó a los diplomáticos los planes existentes para la creación del gueto y les dijo que las deportaciones eran una contribución húngara a las necesidades que tenía Alemania de mano de obra. Ellos, vino a razonar, mandan soldados a defendernos y nosotros les compensamos enviándoles trabajadores. Los judíos serían divididos en seis categorías. Todos vivirían en el gueto hasta que se tomase una decisión sobre su traslado a otra parte. Allí podrían salir a la calle en determinadas horas. Pero no podrían abandonar el recinto ni poseer radio, ni usar el teléfono. Se instalaría en el gueto una oficina de correos que controlaría su correspondencia, que sólo podía ser dirigida a otros judíos, estar redactada en húngaro y limitarse a tarjetas postales de color amarillo. Los sobres quedaban prohibidos. Dirigiéndose al nuncio, que escuchaba sin ocultar claras muestras de desaprobación, afirmó:
—Una de estas categorías, exactamente la sexta, incluye a los judíos conversos que practican la religión cristiana. Estarán en el gueto, pero separados de los otros; sus casas en vez de la estrella de David estarán marcadas con una cruz lo mismo que los brazaletes que deberán llevar cuando salgan a la calle.
Tanto el representante sueco como el español plantearon la situación de los judíos con pasaportes extranjeros o salvoconductos emitidos por sus legaciones. Y el ministro, después de escuchar sus argumentos, accedió en tono conciliatorio a estudiar el caso.
—Tendré que discutirlo con el ministro del Interior —dijo—: Son ellos los que lo coordinan todo. En cuanto tenga respuesta, les mantendré informados.
* * *
«Ante las monstruosas crueldades que vienen perpetrándose en este país contra los individuos de raza judía…». Ángel Sanz Briz preparaba su informe para el Ministerio con verdadera indignación. Cuando esa mañana iba para la oficina había visto una larga columna de judíos, desnutridos y harapientos, que caminaban bajo la despótica mirada de sus guardianes ribera del Danubio adelante y se le había encogido el alma. Entendía lo que era la guerra, él mismo acababa de participar en una, y era consciente de los excesos a que puede llevar el odio, pero no le encajaba en la cabeza el rencor gratuito contra aquel pueblo desvalido y, si no completamente inocente, tampoco más culpable que los demás.
Ya la reunión en la Nunciatura y luego la entrevista de la víspera con el ministro de Negocios Extranjeros le habían dejado una sensación dolorosa. ¿Qué nuevos intereses traería entre manos el Gobierno helvético para oponerse a una nota como la elaborada por monseñor Rotta? En fin, él también estaba sujeto a las instrucciones que le daban y la verdad es que en las últimas semanas no estaban poniéndole obstáculos para actuar. Una actuación que, se repetía a menudo para autojustificarse, respondía a excepcionales razones humanitarias más que a planteamientos administrativos o diplomáticos. En realidad, administrativamente sólo el silencio de sus superiores protegía sus iniciativas, pero si surgían problemas, que tal vez acabarían surgiendo, eso se discutiría después. Mejor asumir un expediente, o una sanción, o incluso la expulsión de la carrera, algo que sólo pensarlo le horrorizaba, que vivir siempre con el remordimiento de no haberse comportado como persona ante un semejante.
¿Expulsión de la carrera…? No quería ni pensarlo. Sería una afrenta para la familia y una gran frustración para sus ambiciones. Pero su decisión ya estaba tomada. Si había que jugárselo todo actuando en el mismo borde de las leyes españolas y del régimen húngaro, merecía la pena. Sería cuestión de habilidad coraje… y, por supuesto, suerte. La imagen habitualmente firme del nuncio que le vino a la mente cuando se hallaba sumido en estas reflexiones le reconfortó. No se lo había contado a nadie ni se lo contaría. El día de la reunión fue el último en despedirse y, cuando ya todos sus compañeros se hallaban en los coches, monseñor Rotta le cogió del brazo y le condujo de nuevo hacia el interior de la Nunciatura. Creyó que iba a comentarle algo sobre la extraña reacción del encargado de negocios suizo, pero no. Le preguntó por su mujer y por la niña y enseguida empezó a hablarle del amor, de Dios y de la caridad cristiana. Entretenido en la conversación, casi no se percató de que habían descendido unas escaleras de piedra y llegado a una especie de catacumbas en las que pudo observar que se ocultaban varias decenas de personas.
—La historia se repite, don Ángel —le dijo el nuncio como explicación, y siguió hablándole de la satisfacción que el ser humano siente cuando hace el bien.
Sería bueno que en Madrid supiesen que la Nunciatura Apostólica estaba convertida en refugio para muchos judíos. Pero ¿lo sabrían en Roma? ¿Contaría monseñor Rotta con autorización de la Secretaría de Estado para implicarse tanto como se estaba implicando? Claro que lo suyo era distinto; él era un sacerdote, y ahí sí que era nítida la distinción entre burocracia y caridad. No, de eso no podía informar. Tenía un excelente concepto de la profesionalidad de sus compañeros en el palacio de Santa Cruz, pero tampoco era descartable que alguno se chivara a la Embajada de Alemania. «Ante las monstruosas crueldades que vienen perpetuándose en este país contra…», releyó. Era duro, sí. Algún profesor les había dicho en más de una ocasión que el diplomático debía evitar calificar los hechos en sus informes. Lo que ocurría, razonó mientras cambiaba alguna coma, es que los hechos eran así: monstruosos y crueles.
Zoltán Farkas, un hombre con el que cada día se sentía más identificado, le pasó un texto en húngaro para los salvoconductos. Había estado estudiando la legislación internacional al respecto y opinaba que para que fuesen aceptables deberían responder a razones administrativas precisas. El asunto de los sefardíes, no ofrecía dudas. Aunque el real decreto de Primo de Rivera ponía un límite para su legalización como ciudadanos españoles, en unas circunstancias tan excepcionales, podía ser invocado, y más si se hacía constar en los registros que la inscripción consular estaba hecha con anterioridad. Y lo mismo podía aplicarse a casos como el de Giorgio Perlasca o a la familia Vándor: se les podían extender pasaportes temporales alegando que llevaban más de dos años esperando para obtenerlos.
Para los salvoconductos, o cartas de protección como les llamaban otras legaciones, Farkas había encontrado una fórmula que justamente le había inspirado la familia de Eva Láng, cuyo argumento para reivindicar ayuda era que tenían un cuñado de su padre residiendo en La Coruña.
—Largo me lo fiais —comentó Sanz Briz, a quien comprobar que tenía en sus manos fórmulas para participar en la salvación de algunas personas le había devuelto la sonrisa—, cuñado del padre. Pero está bien, sí: vale. Es lo que habrá que hacer con todos los que nos pidan protección. A quienes tengan una mínima justificación les damos un pasaporte por tres meses, y al resto, un salvoconducto. Ahora habrá que ver el caso que estos energúmenos hacen del derecho de extranjería que hay que invocar en ellos.
—A ver qué le parece la fórmula que he encontrado —dijo el abogado mostrando un papel manuscrito con letra impecable.
«Familiares residentes en España han solicitado la ciudadanía española para las personas aquí nombradas. La legación española se halla facultada para extenderles un visado de viaje. La legación española pide a las autoridades competentes que tengan presente esta circunstancia por lo que atañe a eventuales medidas».
—Sobre este texto básico —explicó el abogado— luego se adaptan las cartas de protección a los datos y circunstancias de cada caso. En realidad el texto es lo de menos. Conviene que sea correcto de cara al Ministerio. Porque para la policía y los nyilas, por no hablar de la Gestapo, que esos no entienden una palabra de húngaro, lo importante es que vean papel impreso, el escudo de España y sellos, muchos sellos, aparte de las fotografías, claro.
—Muy bien. Adelante. Y ahora, me deja, que estoy preparando un informe para Madrid.
—Imagino que el ministro no les dijo ayer que ya tenemos a los soviéticos a treinta kilómetros. Cualquier día vienen a visitarnos.
—No. Al ministro, como al resto del Gobierno, sólo le importa que los planes para la solución final de la cuestión judía se cumplan y Hitler se quede contento. Esa información, ¿procede de buena fuente?
—Fuentes militares. Prácticamente la ciudad está cercada.
Ángel Sanz Briz movió la cabeza y volvió al documento que estaba redactando. «Ante las monstruosas crueldades…», releyó por cuarta vez, y le pareció bien. «Es la realidad», pensó.
* * *
Eva Láng se cubrió coquetamente con el sombrero del colegio para hacerse la foto y en cuanto la tuvo en sus manos corrió a la legación de España. Tenía miedo que cerrasen al mediodía y le sorprendió que ninguno de los empleados parecía tener la costumbre de almorzar. La larga cola de gente avanzaba con lentitud hacia la mesa de la señora Tourné, que escuchaba las razones de cada uno, tomaba notas, comprobaba las fotografías y daba unas órdenes a un muchacho, su propio hijo Gaston, que aporreaba en una vieja máquina de escribir las palabras milagrosas que podían salvar una vida o librar de una deportación.
Cuatro horas más tarde, la muchacha corría alegre como antaño hacia su casa con el documento de protección en el bolsillo. Pero de pronto se acordó de su marido, con el que apenas había convivido unas horas, sometido a trabajos forzados. Y sintió remordimiento. Cuando llegó a casa, buscó entre las fotos de la boda una en la que apareciese en primer plano y, sin decirles nada a sus familiares, al día siguiente volvió a la legación.
—¿Puedo incluir en el documento a mi marido? —preguntó a la señora Tourné.
—¡Claro! Es lo lógico, ¿no? ¿Qué problema hay?
—Es que está en un campo de trabajo.
—Y, ¿no tiene fotografía?
—Sí. Fotografía traigo una. El problema es que, como está en un campo, ¿usted cree?
La señora Tourné consultó con Farkas. El abogado escuchó de labios de Eva Láng la situación. Y concluyó:
—Le haremos un salvoconducto conjuntamente con el suyo, familiar, y aparte le extenderemos un certificado reclamando que sea eximido de la obligación del trabajo forzado.
Salvoconducto de la familia Lang, con la foto de Pál Lang, el inundo, en un campo de concentración.
La muchacha no cabía en sí de gozo. Al ver el documento, con la fotografía de ella a la izquierda, en pequeño, y la de Pál a la derecha, más grande, casi se puso a dar saltos. Cuando salía por la puerta, le asaltó una duda. Se volvió y preguntó:
—Pero si le envío este documento a Pál, para que él lo presente a las autoridades del campo…
—Es lo que usted debe hacer inmediatamente. Y si las autoridades del campo no le dejan libre, debe avisarnos para que nosotros presentemos la reclamación procedente.
—Ya —asintió ella—. Yo lo que quiero decir es que si le envío este papel, me quedo aquí sin nada. ¿Cómo demuestro entonces que estoy protegida por la legación de España?
—Pues es verdad. Tiene usted razón. La solución es hacerle una copia. ¿Tiene más fotos?
—Mías, sí. De él, no.
—Gaston —ordenó Farkas—, prepárale un salvoconducto individual para ella. Nuevo. Y que envíe el familiar a su marido.
Mientras Gaston aporreaba la máquina, Eva Láng volvió a acercarse a la mesa de Zoltán Farkas y le preguntó:
—¿También podrían damos una carta así para mis padres, mi hermano y mi tía? En realidad la idea de venir a visitarles fue de mi tía Ernesztin. Lo que ocurrió es que luego ella no se atrevió.
Cerca ya de las cinco, con la luna brillando en la nieve que se amontonaba en los tejados, la señora Tourné, depositó en el escritorio del encargado de negocios tres montones de documentos.
—Estos son pasaportes normales. Estos, los pasaportes temporales. Y estas, las cartas de protección.
—¡Ufff! —exclamó Sanz Briz—. ¿Cuántos llevamos ya?
—Hoy, más de doscientos. En total, no sabría decirle. Hay que sumar. Quizás setecientos u ochocientos. Eso sin contar los visados colectivos a los niños o los de Bergen-Belsen. Y no va a parar. Se está corriendo la voz, así que mañana no van a ser menos.
Ángel Sanz Briz empezó a firmar los pasaportes normales. Apenas leía el nombre, la profesión, la edad… «Papo Nissim, comerciante; Georg Tomás, comerciante; María Lujza Barolini, ama de casa; Sevy Dant, comerciante; Antonio Spitzer, funcionario; Zala Kálmán, pensionista… Luego continuó con el montón de pasaportes provisionales: Aszédi Zoltán, médico; Barna Miklósné, mecánico; Béla Henrik, empleado; Barát László, comerciante…».
Cuando llegó al montón de salvoconductos, enseguida reparó en una larga serie, Láng Pal; Láng Zsuzsa, Láng Zsolt, Láng Zsófia, Láng Katalin…
—Una familia numerosa, ¿eh? —comentó sin dejar de firmar.
—Son los familiares del que amuebló el Pazo de Mierás.
—De Meirás —corrigió Sanz Briz sonriente. Y levantando la vista, sosteniendo la pluma en el aire, añadió—: Lo que es la vida. Les advierte a todos que ante el más mínimo problema nos avisen, ¿verdad?
* * *
Raoul Wallenberg, el delegado especial del rey de Suecia, vivía en un apartamento amplio y confortable con vistas a la isla Margit, a la impresionante mole neogótica del Országház, el Parlamento húngaro, y a la catedral de San Esteban. Bajo la luz esplendorosa de la luna, desde su ventana también podían contemplarse aquella noche los destrozos que la aviación soviética había causado al Margithíd uno de los puentes que mejor caracterizaba la fisonomía de la ciudad construido en honor de Santa Margarita, la piadosa hija del rey Béla IV.
—Siéntese, señor Sanz. No se quede ahí de pie —dijo el diplomático sueco al tiempo que le colgaba el abrigo.
Era un joven de porte distinguido, alegre y dicharachero. En absoluto respondía a los cánones del diplomático de carrera obsesionado por medir sus palabras y, en caso de duda, optaba por hacerse el distraído contemplando los cuadros o cualquier detalle de la decoración para evitar comprometerse. Tenía un aire de bondad y una capacidad de entusiasmo que al encargado de negocios de España le gustaba. Se habían conocido en la cena de su presentación en la legación sueca y la simpatía que se despertaron enseguida fue recíproca. Sin embargo, la comida que se prometieron al despedirse, había tardado meses en celebrarse. Y había sido casi por casualidad. Sanz Briz estaba firmando documentos, y a al final de la tarde, cuando le pasaron una llamada de Wallenberg. Tras los primeros saludos, el sueco, en un nuevo alarde de espontaneidad, le dijo:
—Usted no tiene familia aquí, ¿verdad? Pues, si no tiene compromiso, ¿por qué no se viene a cenar a mi casa? No sé qué podré ofrecerle, pero mi cocinera preparará algo, estoy seguro.
Y Ángel Sanz Briz, que no era demasiado partidario de las improvisaciones, aceptó.
—¿Qué puedo ofrecerle para beber?
—Cerveza, por favor.
—Sí, claro —asintió Wallenberg.
Instantes después apareció él mismo portando una bandeja con dos botellas de cerveza y dos vasos. Mientras servía, comentó:
—¿Sabe quién estuvo aquí anteanoche, sentado en esa misma butaca en que está usted? No se lo imagina. Adolf Eichmann.
Sanz Briz dio un salto en la butaca.
—¡Ah, sí! Ya nos contó usted en la legación hace tiempo que le había invitado a cenar.
—Sí. Entonces no pudo ser. Pero ahora, cuando regresó, volví a visitarle, le recordé el compromiso y aceptó. Y sé lo que estará usted pensando. Tener en casa a un hombre así no es agradable, y estoy de acuerdo con usted. Sólo darle la mano me causa rechazo. Lo que ocurre es que creo que es una buena manera de conseguir cosas. Estamos en una carrera por la vida de muchos que no puede detenerse. Y hay que ser pragmáticos. Conseguiremos más entendiéndonos con él, aunque nos repela, que a la contra.
—Quizás sí —comentó Sanz Briz. Y añadió—: Y, ¿qué tal? ¿Entró en algún tipo de razones?
—No. Eso es imposible. No razona. Está convencido de que las órdenes de Hitler responden a la voluntad de Dios o poco menos. Él no se plantea por sí mismo si lo que hace está bien o mal. Fue una conversación a veces muy abierta, no se crea. Le pregunté por qué no renuncian a seguir eliminando judíos y me respondió que eso sería lo último que harían. «¿No son conscientes de que tienen perdida la guerra?», le pregunté a bocajarro. Y él me respondió: «Sí, tal vez sí». «Entonces —le argumenté—, ¿para qué siguen ensañándose con los judíos? Ellos no van a cambiar el rumbo de la contienda». Y me dijo: «Soy consciente de que vivimos en el otoño de nuestra ilusión como nazis. El otoño se caracteriza por las hojas secas que se desprenden de los árboles y luego el viento las echa a volar. Pues ese es mi caso y el caso de otros muchos como yo. Estamos a merced del viento que nos lleva hacia nuestro destino final. Ya es tarde para hacer otra cosa».
Wallenberg se entusiasmaba hablando.
Fue gracioso —prosiguió— lo que me ocurrió con él. Fijamos la cena y luego yo me olvidé. Todavía no me explico cómo ocurrió, pero me olvidé. Hasta que al anochecer oigo ruido en la calle, me asomo y veo una larga fila de vehículos militares, soldados que saltaban y tomaban posiciones en los alrededores, agentes de la Gestapo que se cuadraban. ¿Qué ocurre?, me pregunté. Cuando veo a Eichmann, inconfundible en su uniforme de las SS, entrar en el portal. Menos mal que estaba en casa y menos mal que la cocinera tuvo capacidad de reacción e improvisó una cena sobre la marcha.
—¡Qué violento! —comentó Sanz Briz.
—Imagíneselo. Yo creo que no se dio cuenta. Es un hombre que no ve más allá de sus tacones. Los nazis no son conscientes de su crueldad. Encubren su maldad bajo unas ideas que no saben ni pueden defender. Lo sorprendente es que ahí sentado, oyéndole hablar de su trabajo, la impresión que me causaba a ratos era la de una persona normal. Y son monstruos.
Con el café, hablaron sobre las posibilidades de hacer algo más para salvar vidas. Wallenberg estaba muy interesado en conocer detalles sobre la reunión en la Nunciatura. Sanz Briz sintió la impresión de que el ministro de la legación, Daniellson, no le había informado con detalle. Pero no quería ser él quien violase la confidencialidad de una reunión diplomática y, en cuanto pudo, desvió la conversación hacia la entrevista que habían mantenido con el ministro de Negocios Extranjeros.
—La conversación con el ministro me ha dejado una sensación de impotencia enorme. No hay forma de razonar con él.
—Eso me ocurre a mí desde que llegué. Es muy difícil hacer algo contra la sinrazón. Al final acaba uno expidiendo cartas de protección que, bueno, mientras las respeten, bien. Pero después, el día que decidan utilizarlas como papel higiénico, ¿qué hacemos? ¿Cuál va a ser el paso siguiente? ¿Querrán darlo nuestros gobiernos?
—Para ese momento es para el que hay que estar preparados —respondió Sanz Briz—. Será muy importante que ninguna de nuestras legaciones abdique de su deber al exigir el respeto a las personas que coloca bajo su protección. Ese es un aspecto que yo tengo muy claro. Prefiero extender menos salvoconductos y poderlos defender luego con energía.
—Eichmann dice que tiene planes para liquidar el asunto en tres o cuatro semanas. Él niega, claro, que el destino de sus deportados sean los campos de exterminio. Niega la existencia de las cámaras de gas y las ejecuciones en masa. Asegura que son campos de trabajo. Es tal su cinismo que responsabiliza a la resistencia y a ajustes de cuentas entre los pobres judíos de los cadáveres que los camiones mortuorios del municipio tienen que recoger por las mañanas en las calles. En fin, es terrible. Por cierto, el ministro les prometió unas instrucciones a seguir por los extranjeros y protegidos diplomáticos.
—Dijo que lo trataría con el ministro del Interior. Dudo de que hagan nada. Y la verdad es que no sé qué será peor —concluyó el encargado de negocios de España—. Tal vez sea mejor que no sigan legislando.
—¿Ustedes siguen teniendo bajo su protección a un montón de niños, verdad?
—Quinientos. Con sus cuidadores, a los que, por cierto, voy a ordenar mañana que se les extiendan documentos de protección personales. Por fortuna los niños están bien y, hasta ahora, nadie está obstaculizando nuestra labor de protección y supervisión. Pero tengo que reconocerle que tiemblo cada vez que me acuerdo de ellos, que es varias veces al día. Y no sólo por el temor a que un mal día se les crucen a estos bestias los cables y quieran deportarlos como hicieron con sus padres, cosa nunca descartable. Me preocupa sobre todo que pueda alcanzarles algún bombardeo. Ya los ha habido cerca de donde están refugiados. Y no veo forma de cambiarlos a otro sitio más seguro.
—Dónde van a caer las bombas es imprevisible. Ahí sí que no va a poder hacer nada.
—Ese es el problema. El resto lo iremos afrontando dentro de la pelea diaria. Para mí, desde luego, la protección de los niños es primordial. La verdad es que hubo mala suerte. Ya tendrían que estar en Tánger. Aunque ahora lo veo imposible.
* * *
Los cruzflechados consideraban inadmisible que los hombres llevasen barba. Szálasi interpretaba que quien se dejaba crecer la barba era porque quería ocultar un cráneo impuro. Ningún individuo que tuviera el honor de pertenecer a la raza turanio-húngara renunciaría jamás a mostrar sus rasgos varoniles sin disfraces. Los incidentes con los judíos ortodoxos, que consideraban parte de su fe dejar crecer la barba hasta la altura del pecho, eran frecuentes. Algunos, aunque con harto dolor para sus creencias, habían optado por afeitarse para evitar males mayores, pero otros se obstinaban en mantenerse fieles a la tradición talmúdica lo cual era considerado como un desafío a su autoridad por los nazis locales.
Ángel Sanz Briz estaba repasando el contenido de la valija, que una vez más había llegado con casi dos semanas de retraso, cuando entró Gaston Tourné en el despacho muy alarmado para decirle que había un incidente grave en la calle. Con la puerta abierta, él mismo pudo escuchar los gritos, voces y carreras de los centenares de judíos que como todos los días desde que habían asumido el poder los nyilas del Pfeilkreuzler hacían cola desde muy temprano para conseguir un salvoconducto con el que poder defenderse cuando les llegase la hora de la deportación. Las máquinas de escribir de la cancillería, que llevaban muchos días echando humo, se habían quedado silenciosas.
—Los cruzflechados quieren llevarse a un rabino —explicó el muchacho, que cada vez que tenía que hablar con el encargado de negocios tropezaba con dificultades para vencer su timidez.
—¿De la legación?
—No señor, de la cola. Lo ha visto el conductor.
Ángel Sanz Briz tardó en abrirse paso entre la gente que se apretujaba muerta de miedo en busca de refugio en el pasillo que daba acceso a la cancillería. Fuera vio una larga fila de personas pegadas a la pared de la legación contemplando con ojos de pánico cómo en la acera de enfrente unos jóvenes, con los inconfundibles uniformes del Partido de la Cruz de Flecha intentaban arrastrar hacia la calle Andrássy a un anciano tirándole de la barba.
—¿Estaba en la fila? —preguntó al conductor a voces.
—Con precisión, no lo sé. Es probable que lo hayan cogido antes de que se incorporase.
Uno de los que aguardaban se puso a explicarle en alemán que primero habían pasado unos agentes de la Gestapo en moto, quienes se quedaron mirando la cola, y poco después fue cuando llegaron los cruzflechados en busca de camorra.
—Seguro que los avisaron los de la Gestapo —concluyó el hombre, que no dejaba de agitar en su mano un pequeño mazo de fotografías.
Ángel Sanz Briz dudó un instante. Realmente, si, como parecía, los hechos se habían producido fuera del perímetro de la legación, nada podría hacer. Peor aún, su intervención podría ser interpretada como un acto de injerencia en los asuntos internos del país y dar lugar a un nuevo motivo de enfrentamiento con el Gobierno. Su intuición, estimulada por algunos detalles de las últimas horas, le alertaba de que estaba en el punto de mira de la desconfianza de los nuevos mandatarios. La gente de pronto había dejado de gritar. El anciano, arrastrado como una carretilla de espaldas, pateaba la calle con rabia y de vez en cuando hacía inútiles esfuerzos por desasirse de sus captores. Uno de los más jóvenes, apenas un adolescente, se volvió hacia los que miraban y con los brazos en alto encendió una cerilla e hizo ademán de acercarla a la barba del anciano.
En ese momento, Ángel Sanz Briz no se contuvo. Apartó con las manos a las personas que tenía al lado, cruzó la calle de cuatro zancadas y se encaró con el grupo, cortándoles el paso, antes de que doblasen la esquina. Ante la cara de estupor de los cruzflechados señaló con el índice en alto la bandera española que ondeaba en la ventana del primer piso de la legación.
—Dígales —le dijo al conductor que se había acercado siguiendo sus pasos— que están atentando contra el estatuto de extraterritorialidad de la misión diplomática de España.
Sorprendidos, los cruzflechados escuchaban sin soltar al hombre, al que sostenían por los sobacos.
—Están cometiendo un acto hostil contra un país amigo. Estoy seguro de que ni Hungría ni España desean un conflicto como el que puede generar una actuación tan irrespetuosa como esta. Mientras se encuentren en el recinto de la legación, todas las personas aquí presentes gozan de la protección de nuestro país.
—Es judío. Y nos ha insultado —replicó uno.
—Es un ciudadano que al menos momentáneamente usufructúa protección de España. Si una vez que abandone la legación, las autoridades tienen alguna acusación contra él, eso ya no es de mi incumbencia. Para eso están los tribunales de Justicia. Pero ahora les exijo que lo suelten y me lo entreguen. En caso contrario tendré que presentar una queja diplomática ante el Ministerio de Negocios Extranjeros y, por supuesto, también tendré que informar a mi Gobierno. Estoy seguro de que nuestro Caudillo, el generalísimo Franco, no admitirá excusas ante un hecho así.
El diplomático observaba cómo los brazos de los nyilas que sujetaban al anciano cedían conforme el conductor, que era un hombre de voz enérgica, iba traduciendo al húngaro sus advertencias. E insistió:
—Les exijo que me entreguen la custodia de este señor ahora mismo y por mi parte me comprometo a dejar el incidente en un malentendido.
El cruzflechado que había encendido la cerilla y que parecía el más inquieto, hizo una mueca de rechazo. Pero otro le detuvo con el codo, miró a sus compañeros con aire de interrogación, y tendiéndole una mano a Ángel Sanz Briz, afirmó:
—Está bien. España está con nuestro movimiento. Franco también es nuestro Caudillo. ¡Perseverancia! ¡Viva Szálasi!
—¡Perseverancia! ¡Viva Szálasi! —respondieron los cinco a todo pulmón. Sus taconazos desacompasados no dejaron oír el golpe de la cabeza del anciano al darse con el suelo helado.
Sanz Briz aguardó de pie, en medio de la calle, a que se alejaran.
—A partir de ahora —ordenó a los conductores al tiempo que entre todos intentaban levantar al anciano—, aparquen los coches del lado de la legación, pegados a la acera y con el banderín puesto. Es antirreglamentario, pero con esta gente puede resultar eficaz. Los vehículos con la placa diplomática y el banderín contribuirán a delimitar mejor la extraterritorialidad. Y los judíos que hagan cola entre la pared de la legación y los coches van a sentirse más protegidos.
Entre todos trasladaron al pobre viejo al interior de la residencia. Tenía un chichón en la cabeza, le dolía la espalda de los golpes recibidos y temblaba como una hoja. Pero en cuanto se repuso un poco reflejó una vitalidad sólo comparable al malhumor del que enseguida hizo gala. La taza de té que le ofreció una sirvienta la rechazó con un movimiento de la mano que casi la hizo volar por encima de las cabezas de los presentes. La señora Tourné, que se había acercado a tomar nota de sus datos para extenderle el salvoconducto, le escuchó murmurar en yiddish al oído de uno de los que le habían ayudado a levantarse.
—Protección de España, la acepto. De Franco, otra cosa, no.
Ángel Sanz Briz contemplaba embelesado la primera imagen que veía de su nueva hija cuando la canciller intentó contárselo. «¡Ah, sí, eh!», murmuró sin prestarle mucha atención a la señora Tourné. En esos momentos sólo estaba para la foto de Paloma. Era un tierno primer plano en el que la niña aparecía con la carita enfurruñada, molesta tal vez por los fogonazos del flash. En el sobre, junto a una larga carta de su mujer, había más fotos: con la madre, que tenía buen aspecto tras el parto; con los abuelos, felices y sonrientes, y con su hermana Adelita, hecha ya una mujer. Las disfrutó una a una, en silencio, y cuando las pasó todas, volvió a recrearse en el primer plano de la enojada Paloma. Pasaron unos cuantos minutos hasta que se dio cuenta de la presencia de la canciller, cargada como venía siendo habitual de pasaportes y salvoconductos para la firma. Le tendió la foto, sin percatarse de que no tenía manos disponibles para cogerla, y le preguntó:
—¿Qué le parece?
La canciller depositó los documentos sobre la escribanía, contempló a la niña unos instantes y exclamó:
—¡Uy, qué rica! ¡Es preciosa! No se olvide, por favor, de transmitirle mi felicitación a doña Adela. Tiene usted una familia encantadora.
El diplomático empezó a firmar, primero los pasaportes provisionales y luego los salvoconductos. Margit Dukesz, institutriz; Aladár Eisler, director; Tibor Farné, costurera; Pál Fabó, estudiante; Miklós Fahér, electricista; Eva Feldmann, obrera…
—¿Cuántos llevamos? —preguntó sin levantar la vista.
—Hoy, menos. Entre el incidente y otros problemas, apenas doscientos salvoconductos y unos treinta pasaportes. Por cierto, sefardíes, sefardíes, ninguno. Yo creo que es que no hay más.
—Bueno. Si no son sefardíes, digamos que son sus familiares. ¿Con qué problemas han tropezado, me decía?
—Pues, mire: todos. Una de las máquinas de escribir funciona mal. Vamos a ver si conseguimos otra. El señor Farkas dice que va a ir a buscar la suya a casa. Pero yo le dije que no debe salir de la legación.
—Que vaya un conductor.
—Sí. Eso he pensado. Lo que ocurre es que hoy no han tenido ni un momento libre. Además hemos tenido que buscar cintas, que no se encuentran por ninguna parte, y papel carbón, que tampoco hay. A ver si mañana podemos ir más deprisa. Si contásemos con otra máquina de escribir y una mecanógrafa, avanzaríamos bastante.
—Intente conseguirlo. El problema será la máquina. La mecanógrafa no ofrecerá mucha dificultad. Incluso se podría echar mano de alguno de los que vienen a pedir protección. Si encontramos a alguien de confianza, incluso podría brindársele alojamiento aquí, en la residencia.
* * *
El incidente con los cruzflechados dejó preocupado al encargado de negocios de España. Los salvoconductos que la legación estaba ofreciendo a cuantos los solicitaban tenían el riesgo de que al proliferarse mucho dejasen de tener validez. Había rumores de que en alguna representación diplomática había empleados desaprensivos que los vendían e incluso empezaba a circular el rumor de que la Resistencia los estaba falsificando en grandes cantidades. A Sanz Briz le obsesionaba la idea de poderlos defender a ultranza llegada la ocasión. Para ello consideraba imprescindible una actitud firme y enérgica, pero también estimaba fundamental arropar su actuación con una buena gestión diplomática previa.
Lo malo era que las circunstancias daban la impresión de que se habían confabulado para que todo resultase más difícil. El Gobierno estaba mosqueado por las dudas españolas a ofrecerle el reconocimiento que creía merecer, el conflicto de la legación húngara en Madrid seguía sin resolverse, y la legación española, lejos de mostrarse condescendiente con la aplicación de las medidas contra los judíos, era una de las representaciones diplomáticas que más activas se estaban mostrando en sus protestas e iniciativas para obstaculizar los planes de la solución final. Por otra parte, tampoco Ángel Sanz Briz estaba plenamente seguro del respaldo que, en el caso de que las cosas se complicaran, le brindaría su Gobierno. Hasta ese momento en Madrid apenas se habían limitado a dejarle hacer, cosa que ya consideraba suficiente.
En una de las traducciones de la prensa que le pasó Zoltán Farkas se enteró de que había sido nombrado un nuevo jefe de seguridad en Budapest. En la creciente influencia alemana le denominaban el gauleiter de la ciudad. Sobre él recaía, desde ese momento, la responsabilidad por el orden público y particularmente el cumplimiento de las órdenes «relativas a la cuestión judía».
—¿Sabe algo de este personaje? —le preguntó a Farkas.
El abogado se encogió de hombros. Nunca había escuchado su nombre. Desde luego, no era uno de los líderes habituales del Pfeilkreuzler que vociferaban desde la radio a todas horas.
—Estoy pensando en ir a verle. A ver si me recibe.
—No creo que adelante mucho. Pero, bueno. La negativa, ya la tiene.
La secretaria del gauleiter le citó para el día siguiente a las cuatro de la tarde. Y el funcionario le recibió con puntualidad absoluta. Sanz Briz acudió acompañado por Farkas, quien insistió en ser él quien hiciese de intérprete. Había ensayado antes todos los detalles de la entrevista: las frases iniciales de cortesía, los rodeos con que iría introduciendo las cuestiones espinosas, e incluso las respuestas a hipotéticas preguntas que pudiera formularle sobre los problemas que dificultaban en esos momentos las relaciones. Para lo que no iba preparado en absoluto era para la brusquedad rayana en la grosería, con que fue recibido.
—¿Qué es lo que pretende usted de mí? —le preguntó en tono insolente antes de invitarle a sentarse el gauleiter—. Espero que no venga, al igual que lo han hecho otros colegas suyos, a interesarse por la suerte de los judíos. Esta es una cuestión que compete exclusivamente a nuestro Gobierno.
—Realmente —empezó diciendo Sanz Briz, pensando mucho sus palabras— mi visita es de simple cortesía. Acaba de ocupar usted un puesto muy importante y he considerado oportuno venir a presentarle mis respetos y a ofrecerme para…
—Lo que tendrían que hacer ustedes, los representantes de los países neutrales, es preocuparse menos por la suerte de los judíos, de la cual ya el Gobierno se responsabiliza, y prestar más atención al drama que están viviendo millones de húngaros en los territorios ocupados por los bolcheviques. Nosotros a los judíos sólo les exigimos que contribuyan con su trabajo al esfuerzo de la guerra. Pero en las regiones invadidas, nuestra gente se muere de hambre y es víctima de torturas atroces de las que nadie habla. Ninguna legación neutral, ni siquiera la de España, nos ha brindado su colaboración para atender, por ejemplo, a las necesidades de los 400.000 refugiados transilvanos, rumanos y búlgaros que tenemos en Budapest.
Ángel Sanz Briz escuchó atentamente. Cuando terminó su larga parrafada, aguardó unos segundo por si intentaba continuar, y le respondió:
—Entiendo sus argumentos. Para conocer estos detalles, que hasta ahora me eran desconocidos, es para lo que he venido a verle. Me ofrezco para colaborar en la medida en que sea posible a ayudar a los refugiados. Y, por supuesto, también quisiera exponerle la situación de algunas personas aquí residentes a quienes nuestra legación tiene la obligación de proteger. Hay un grupo de judíos de origen español, conocidos como sefardíes, que tienen pasaporte español y por los cuales responde España.
—Pues lo que tienen que hacer ustedes es enviarlos a su país cuanto antes.
—Eso es lo que intentamos. Lo que ocurre es que no es tan fácil. Mientras arreglamos su traslado, nuestro Gobierno exige para ellos la protección lógica. En Alemania había muchos más, y las autoridades alemanas nunca han ofrecido resistencia a nuestros argumentos. Algunos que por error habían sido enviados a campos de concentración, enseguida fueron devueltos a sus casas y, en cuanto las circunstancias lo permitieron, a España.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—No sabría decírselo con precisión. Estamos estos días poniendo su documentación en regla. Sobre trescientos pasaportes, quizás alguno más.
—Muchos —comentó torciendo el gesto.
—Bueno.
Ángel Sanz Briz comprendió que estaba ante la mejor ocasión de su vida para practicar la estrategia del buen diplomático ante una situación delicada: hablar, escuchar, nunca negarse, prometer a medias y… aplazar siempre. Conversaron un buen rato, coincidieron en apreciar la inteligencia con que el Caudillo había logrado derrotar al comunismo y, una hora más tarde, se despidieron como amigos. El gauleiter, sospechando quizás su condición judía, evitó sin demasiado disimulo darle la mano a Farkas.
Ya con el coche en marcha, Sanz Briz movió la cabeza y dijo:
—En fin… Mejor tenerle como amigo.
En cuanto llegó al despacho, le escribió una carta en la que le agradecía la audiencia que le había concedido y aprovechaba para adjuntarle un cheque, de su cuenta personal, como donativo para las víctimas húngaras de la guerra. Al día siguiente, le llamó el gauleiter. Su tono de voz era distinto. Ante todo quería pedirle disculpas por su actitud de la víspera, le agradecía el detalle que había tenido con los refugiados y se ofrecía para cualquier cosa en la que pudiera serle útil. Ya había tomado nota de la existencia de un grupo de españoles de religión judía que deberían ser objeto de un trato diferenciado y así se lo haría saber a sus subordinados para evitar confusiones.
* * *
—España —dejó caer el ministro en medio de su airada perorata— podría ayudar al pueblo húngaro en la búsqueda de la paz.
Ángel Sanz Briz llevaba más de veinte minutos erguido en la silla aguantando con verdadero estoicismo al ministro de Negocios Extranjeros. El barón Gábor Kemény era un hombre de prestancia que de repente había cambiado los exquisitos modos aristocráticos heredados por los modales impertinentes asumidos por el Gobierno. El encargado de negocios de España estaba en su despacho, revisando pasaportes y firmando salvoconductos cuando recibió la llamada del Ministerio. Él era hombre impulsivo, pero sabía controlar su temperamento sanguíneo, y el tono que usaban los nuevos gobernantes no le gustaba. Cuando era imprescindible, recurría a la buena imagen de que gozaba el régimen español entre ellos, y sin embargo le molestaba que a veces le tratasen como si fuese uno de los suyos. Por un instante estuvo tentado de decir que no podía acudir así, de un momento para otro. Al final se impuso su pragmatismo.
—Señor ministro: España tiene, usted lo sabe, muchos problemas heredados, unos de la guerra y otros de la situación general en Europa. Yo le pido un poco de paciencia. Me consta que mi Gobierno contempla hacer público un reconocimiento oficial del nuevo régimen húngaro. ¿Cuándo? —Hizo una breve pausa para observar el efecto de sus palabras en el ministro—: Espero que pronto. Fecha, no puedo darle. Será en el momento oportuno y de la manera en que se considere más adecuada. Les ruego un poco de paciencia.
—Ha pasado casi un mes —replicó el ministro.
—No es mucho tiempo, señor ministro. Hace cinco años que terminó la guerra en España y hay muchos países que aún no han hecho público su reconocimiento diplomático al nuevo régimen español. Lo importante, en mi opinión, es que las relaciones se mantengan activas, que estudiemos nuevas formas de cooperación y que…
—Estoy dispuesto a enviar a Madrid un plenipotenciario a negociar. Comuníqueselo así a su Gobierno. Irá en cuanto usted me comunique la conformidad de su ministro.
—Bien. Lo haré, señor ministro. ¿Puedo adelantar el nombre? Sería ir ganando tiempo; así podría ir preparándole el visado. Respecto a las cuestiones relacionadas con nuestra protección a algunos judíos, señor ministro, yo quiero serle muy franco. Una gran parte de los protegidos son españoles de pleno derecho y usufructúan pasaporte español. Nuestros pasaportes, supongo que los conocerá, no especifican ni la raza ni la religión de sus titulares. Todos los españoles somos iguales ante la ley. Y, por otra parte, la protección responde a una tradición española que tiene claramente sus orígenes en nuestra concepción cristiana de la vida. Para nosotros, señor ministro, el trato inhumano que a veces están recibiendo muchos ciudadanos en Budapest choca con nuestras creencias. Ya lo he expresado, en nombre de mi Gobierno, en el documento que les entregamos el otro día los representantes de las potencias neutrales. Nuestro Caudillo tiene esas ideas muy claras y muy claras son sus instrucciones.
—Ya les he explicado a todos ustedes que ese es un asunto sacado totalmente de lugar. La prensa aliada ha empezado a airear rumores falsos y maliciosos sobre los campos de trabajo y algunos gobiernos están haciendo de ello un motivo de propaganda contra el Reich y contra el Eje. El problema está llegando a su fin. En dos o tres semanas más, ya no habrá judíos en Hungría. Todos estarán en donde tienen que estar, haciendo su aportación a la guerra en los campos. Allí tienen comida. Y usted sabe que para pasar necesidades ahora mismo en Europa no es necesario ir a un campo de trabajo.
—Nos enfrentamos a unos planteamientos diferentes, señor ministro, sobre el trato a las personas. Para nosotros, ayudar en alguna medida a personas que tienen alguna relación con nuestro país es un problema de dignidad nacional y de conciencia personal. Yo le ruego que lo comprenda. No vamos a abusar; no vamos a interferir. Pero es imprescindible para que las relaciones discurran con normalidad, que no obstaculicen nuestra obligación. Si no partimos de un respeto mutuo acerca de nuestros compromisos nacionales y nuestros principios morales, el entendimiento en otros campos podría volverse muy difícil. Sería perjudicial para el reconocimiento diplomático que estamos estudiando cualquier incidente que perturbe la relación y la amistad.
—Yo quería plantearle otra cuestión. Conoce como yo el momento en que se encuentra la guerra. Budapest es objeto diario de bombardeos y es bastante probable que la presión bolchevique aumente en las próximas semanas. Nuestras fuerzas armadas en colaboración con los alemanes están preparando una contraofensiva para recuperar el territorio ocupado. En estas circunstancias, al Gobierno le resulta muy difícil trabajar con el sosiego y la concentración que la situación le exige. Por eso, siguiendo instrucciones de nuestro presidente Szálasi, el Gabinete va a instalarse en Sopron. Allí, cerca de la frontera austríaca, las condiciones son mucho mejores. ¿Conoce usted Sopron?
—Sí. Una ciudad muy bonita.
—Pues allí nos gustaría tenerle dentro de unos días. Nuestro Ministerio será uno de los primeros en trasladarse. Y queremos que nos acompañen, como es lógico, las misiones diplomáticas acreditadas. Las embajadas de los países del Eje están de acuerdo. Usted es el primer representante de un país neutral con el que hablo de este asunto. Pero tratándose de España, y teniendo en cuenta siempre la afinidad que existe entre nuestros planteamientos políticos, confío en que no haya problemas. Yo espero que en diez días estaremos ya allí. Así que, si está de acuerdo, puede ir haciendo las maletas.
Ángel Sanz Briz, cogido de sorpresa, tardó en reaccionar. Trasladar la legación en pos del Gobierno era complicado y caro. Pero sobre todo, la iniciativa implicaría el reconocimiento automático del nuevo régimen, algo que era evidente que Madrid no estaba dispuesto a hacer.
—Bueno, eso encierra muchas dificultades. Nuestra legación no tiene tantos recursos como para cambiar de sede en unas horas. En cualquier caso, lo estudiaremos con la mayor atención. Hoy mismo informaré a mi Gobierno.
El ministro no ocultó su desagrado ante la falta de una respuesta clara. Ofreció la mano al representante de España, pero no dio ni un paso para acompañarle hasta la puerta. Ni siquiera avisó a Protocolo para que vinieran a recogerle y a acompañarle. Ángel Sanz Briz se encontró en el pasillo solo y perdido. Las paredes del viejo palacio retumbaban con los ecos de un bombardeo cercano. Los empleados corrían en desbandada a los refugios.
* * *
—Le ha llamado monseñor Rotta. Fue él en persona —le dijo la señora Tourné como saludo—. Quería felicitarle por el nacimiento de su hija. Dice que es usted un descastado, que no le avisó, que ha tenido que enterarse por fuera… Pero bueno, que le perdona, que sabe que está usted muy atareado, que le envía sus bendiciones para la niña y ¡para los padres!, aunque tiene dudas sobre si el padre se la merece y… bueno, ya sabe usted como bromea cuando está de buen humor, y, ¡ah, sí!, que le llame cuando pueda. Es muy simpático.
—Póngame con él. La verdad es que tiene razón. Lo que ocurre es que quería ir a decírselo personalmente. El que se enteró fue monseñor Verolino, que me llamó anoche a casa.
—Don Ángel —le llamó la canciller cuando abría la puerta del despacho—. También hay una carta del Ministerio. No la he abierto. Viene lacrada.
Ángel Sanz Briz cortó el canto del sobre con unas tijeras y extrajo un documento de tres hojas mecanografiadas. El director general de Política Exterior, siguiendo instrucciones del ministro y en cumplimiento de la promesa que les había hecho a los jefes de las legaciones neutrales, tenía el honor de comunicarle el «arreglo definitivo de la cuestión judía». El encargado de negocios español creía que el ministro se había olvidado. Tenía un montón de pasaportes y salvoconductos para firmar, sabía que había varias decenas de personas aguardando ansiosas para recogerlos, pero aquello le parecía más apremiante. Salió a la cancillería y le dijo a la señora Tourné:
—Dos cosas, señora Tourné. ¿Cuántos llevamos?
—Siempre me pregunta lo mismo, don Ángel, y nunca sé cómo responderle. Esta tarde voy a sumar. Mire, unos cuarenta sefardíes, sobre ciento treinta pasaportes provisionales y entre mil doscientas y mil cuatrocientas cartas de protección. Hoy hemos despachado bastantes. Si tuviésemos otra máquina de escribir, podría ayudarnos la señora de Farkas. Se me ha ofrecido. ¿Qué le parece?
—Bien, muy bien. ¿Dónde podemos encontrar una máquina?
—No lo sé. Podría encargarse de buscarla el señor Perlasca. Saca las cosas de debajo de las piedras. Y pasa por aquí todos los días dos o tres veces. Está deseando ayudar. Dice que se aburre y que no le gusta estar sin hacer nada.
—Me parece una buena idea. Encárgueselo. O, ¿prefiere que se lo diga yo?
—¡No! ¡Qué va! El problema es que no tenemos autorización de Madrid. Y una máquina no es material fungible. Es un bien inventariable. Seguro que va a costar quinientos pengös o tal vez más.
—No se preocupe. Voy a darle dinero particular mío. Estas cosas voy a asumirlas yo personalmente. Luego ya arreglaré en Madrid. Pague con cargo a nuestros fondos sólo lo que es actividad normal de la legación. Y, otra cosa, esta tarde quería reunirme con todos ustedes para ver lo que hacemos. En cuanto haya terminado de atender al público, nos reunimos en mi despacho: usted Farkas, su hijo… ¡ah!, ha tenido usted una idea. Avise también a Perlasca, que quizás pueda ayudar. Y, se acuerda de aquel chico español, ¿cómo se llamaba? Javier… algo.
—Sí. Barrueta.
* * *
En el palacio de Santa Cruz, en el centro histórico de Madrid, el subsecretario de Asuntos Exteriores se había empeñado en llevar en sus propios brazos todo el montón de documentos que necesitaba despachar con el ministro. Era tan alto el montón, que apenas veía por dónde caminaba y al entrar al despacho, tropezó con el canto de la puerta y todos los papeles se desparramaron por el suelo. Las secretarias del ministro tuvieron que ayudarle a recogerlos y ordenarlos al mismo tiempo que hacían esfuerzos sobrehumanos para contener la risa. Aquel subse, efectivamente, era un patoso.
En cambio al ministro, el incidente no le había hecho especial gracia. Tenía el tiempo justo y eran muchos los asuntos que consideraba prioritarios. Uno, la situación presupuestaria del Ministerio. A esas alturas del ejercicio, mediados de noviembre, ya no quedaba ni un par de reales para mandar a comprar un sello de correos. Tendría que hablar con el Caudillo del asunto: los retos que afrontaba la diplomacia española ante el final de la guerra no podían afrontarse con el presupuesto, todavía bélico, con que contaban. El subsecretario era patoso en los movimientos, pero pulcro en los detalles. Y las cuentas estaban al céntimo. Otro asunto importante eran los planes para el cierre de la embajada en Vichy.
José Félix de Lequerica hojeó de manera mecánica el dossier y sintió pena del final del Gobierno de Pétain. Había pasado allí cuatro años estupendos y… Pero no había más remedio. Su propio nombramiento como ministro había sido una manera hábil de retirar al embajador, y ahora se imponía liquidar todo el montaje y pensar en París. Abstraído en sus recuerdos, apenas prestó atención al siguiente tema que le planteaba el subsecretario.
—Tenemos otra situación delicada en Hungría. Siguiendo sus instrucciones, no hemos reconocido al Gobierno aunque mantenemos abierta la legación con un encargado de negocios al frente.
—Allí es donde está Ángel Sanz Briz, ¿verdad?
—Sí, señor ministro. Es el encargado de negocios. Está trabajando mucho y bien. Manda buenos informes y maneja la situación con tacto y delicadeza.
—Es un chico muy valioso. No lo pierda de vista.
—Lo sé, lo sé, señor ministro. Además de que debe de estarlo pasando mal; imagínese una ciudad bombardeada tres o cuatro veces cada día. Y sin embargo él no se queja ni ha planteado hasta ahora ningún problema personal a pesar de que está casado, acaba de tener su segunda hija, a la que no conoce.
—Está casado con una Quijano, de Santander. Conozco mucho a su padre. Y a ella. Muy buena gente. Y, ¿qué le pasa a nuestro amigo Sanz Briz?
—Pues, no, a él, como le decía, no le pasa nada. El problema es la situación. Todos los informes, incluidos los suyos, coinciden en que las tropas soviéticas están a las puertas de Budapest. Cualquier día la capital húngara será una ciudad ocupada por el Ejército Rojo. Y nosotros no tenemos relaciones con la URSS. Por lo tanto… Aparte de que ahora, el Gobierno proalemán, en una prueba más de que aquello está al caer, quiere trasladarse a una ciudad llamada Sopron que está en la frontera con Austria. Y pretende que las legaciones extranjeras, también se trasladen allí. Esto es de hoy. Sanz Briz fue requerido por el ministro para dar una respuesta rápida. Tengo aquí su telegrama. El mismo advierte que el traslado de la legación implicaría una forma de reconocimiento. Yo…
El subsecretario resopló prolongadamente antes de continuar.
—No sé cuál será su superior criterio. Pero personalmente creo que mantener abierta aquella legación no tiene sentido.
—¿Quién más está?
—Alemania, claro; Italia y Saló, no sé cómo se tienen repartido aquello, y los neutrales: el Vaticano, por supuesto, con un nuncio muy activo en defensa de los judíos, Suecia, Suiza y nosotros. ¡Ah! Y Portugal, pero a nivel de cónsul honorario.
—Y, ¿qué van a hacer los otros, lo sabemos?
—No.
—¿Por qué no sondea a los suecos?
—Lo haré. Ellos están muy implicados con la Cruz Roja Internacional en la ayuda a los judíos. Están jugando muy fuerte esa baza.
—Es lógico. Los alemanes se equivocan. Podrán liquidar a muchos judíos. Pero contra el poder judío real, que es el del dinero, y contra la milenaria fe judía, no van a poder.
El ministro pasó a otro legajo y comentó:
—Creo que tiene usted razón. La verdad es que allí ya no pintamos nada.