III
Los campos de la muerte

El teléfono con sus timbrazos duros y persistentes dejó al encargado de negocios con la palabra en la boca. Todo el personal de la legación estaba reunido en el salón de la residencia para celebrar la liberación de los compañeros detenidos una semana atrás. Aunque todos seguían teniendo muchos motivos para sentirse preocupados, la alegría por encontrarse juntos de nuevo, regada con buen vino, empezaba a dominar el ambiente. Ángel Sanz Briz, que dos días antes, a causa del incidente, había cancelado la recepción con motivo del aniversario del 18 de Julio, fecha del alzamiento de las tropas de Franco contra la República había ordenado descorchar unas botellas de las mejores reservas de tinto de la bodega y la cocinera había preparado una amplia variedad de canapés.

—¿Ha probado usted la tortilla, señor Sanz? —le preguntó con timidez en cuanto se incorporó al grupo, desprovista ya del delantal blanco.

—Muy rica, muy rica —respondió el diplomático, apartando la copa de la boca—. ¿Quién le enseñó a hacerla?

—Las señoras españolas que han ido pasando por la legación, señor. Unas me explicaron una cosa, otras, otra y, poco a poco, he ido aprendiendo. Pero tengo la impresión de que no sale igual que en España. Quizás sean las patatas, o el huevo, o… no sé, la señora Adela me decía que tal vez el agua. Pero en fin, a la gente parece que le gusta, porque siempre es lo primero que se acaba.

—Está muy buena —repitió Sanz Briz—. ¿Le pone usted cebolla?

—Un poco, sí, señor.

Los detenidos habían sido puestos en libertad de uno en uno en diferentes lugares de la ciudad. El conductor había estado detenido junto a otros catorce hombres en una granja de las afueras y cuando al atardecer se encontró libre no sabía qué hacer. El policía que anunció que podía marcharse no le había dado ningún tipo de explicaciones sobre el camino a seguir para regresar a casa. Apenas se limitó a darle un empujón y a decirle:

—Venga, puedes largarte. Esta vez has tenido suerte.

No había nadie para preguntar. Y le atormentaba la idea de que le sorprendiesen en la calle fuera de las horas en que los judíos tenían permitido salir. Nunca le había caracterizado el sentido de la orientación. Pero es que, además, la llanura siempre dificultaba encontrar un lugar de referencia. Intuía que Pest estaba carretera adelante, pero no había luna, y las luces estaban apagadas para dificultar los bombardeos. Después de caminar un par de horas consideró más prudente refugiarse en un cobertizo que vio cerca, a la entrada de una huerta, y allí aguardó a que empezase a clarear. Con el sol asomando por encima del monte Géllert e intentando pasar inadvertido entre los campesinos que se cruzaban con los aperos agrícolas al hombro, llegó a un barrio conocido y, sobre las once y cuarto, a la legación donde todos le recibieron con grandes muestras de alegría. Era el último en llegar. Apenas hacía una hora que el encargado de negocios había regresado del Ministerio donde le anticiparon que había sido liberado la víspera y estaban extrañados de que no hubiese dado noticias.

Habían sido unos días muy tensos en la legación. Ángel Sanz Briz no conseguía centrarse en nada que no fuese la liberación de los empleados. Había hablado con los representantes de los otros países neutrales y les había anticipado que tenía instrucciones de actuar con la mayor firmeza. España no podía transigir con una violación semejante del espíritu que debía presidir las relaciones entre dos países. Y se pasaba horas y horas dándole vueltas a los pasos que debería seguir si el problema no se resolvía en un plazo que cada minuto que pasaba se iba acortando. Incluso pensó en recurrir al regente y, si no había más remedio, a los alemanes. Visitaría a Veesenmayer aunque tuviese que saltarse todas las reglas del respeto a la soberanía del país anfitrión. Tanto el subsecretario como el director general, que eran sus interlocutores en el Ministerio, eran diplomáticos profesionales y como eran conscientes de la gravedad de los hechos, no tenía duda de que estaban haciendo lo que podían para evitar que el incidente evolucionase a mayores.

Esta reflexión enseguida le llevaba a retomar el temor que le atormentaba desde su primera conversación con el subsecretario. ¿Y si ya era tarde? La próxima vez, se repetía interiormente, actuaría de otra forma. Primero iniciaría las gestiones pertinentes y luego consultaría a Madrid. Tenía un importante compromiso con el Estado, y consigo mismo como funcionario, pero ese compromiso nunca podía sobreponerse a su sentido cristiano de la vida y a sus obligaciones como persona. Le tranquilizó un poco ver asomar por la puerta a Zoltán Farkas. El abogado había envejecido visiblemente en los cinco días de cautiverio. Estaba sin afeitar, con el pelo desgreñado y la ropa arrugada. Lo habían llevado a empellones hasta un campo de deportes y allí había permanecido prácticamente sin comer y sin beber hasta que oyó su nombre por un altavoz y creyendo que le llamaban para deportarle, se encontró con la agradable sorpresa de que le liberaban.

—A veces aparecían por allí algunos agentes de la Gestapo —contó— y, ¿quiere usted creer que se mostraban más respetuosos que los policías húngaros? A mí nadie me interrogó ni se me acusó de nada. Me tomaron nota del nombre al entrar, me hicieron marcar las huellas de los dedos en una cartulina, me dieron un número y… eso fue todo. Pregunté a los que me estaban fichando de qué se me acusaba y puede usted imaginarse la cara con que me miraron. Tampoco me respondieron cuando pregunté si podía ponerme en contacto de alguna manera con mi familia.

—¿Y qué hacían todo el día?

—Nada. Desesperarnos y temer siempre lo peor. Estaríamos allí unas cuatrocientas personas. Hablábamos con mucho miedo, claro. Y la conversación siempre era la misma. En esos días sacaron a dos grupos, se supone que para llevarlos a la estación, y llamaron a varios, ignoro si para ponerlos en libertad, como ha sido mi caso, o para ejecutarlos. El rumor, o mejor dicho la creencia, era que a algunos los mataban. Hay quien ha visto furgones de la policía o de elementos parapoliciales llegar de madrugada a los cementerios y descargar cadáveres como si fuesen fardos de paprika.

Ángel Sanz Briz tomó algunas notas. E inmediatamente llamó al Ministerio para agradecer su intervención en la liberación del abogado pero para recordar que aún faltaban los restantes. Todos ellos fueron llegando en las horas siguientes menos el conductor que aún se retrasaría un día. Habían estado en lugares diferentes. La sirvienta de la residencia había sido recluida con varios centenares de mujeres más en la nave de un almacén en Obuda. En el grupo había ancianas, enfermas y embarazadas para las cuales no existía ningún tipo de consideración. Un atardecer tres jóvenes fueron llevadas a empellones al exterior y regresaron una hora más tarde llorosas, con el pelo revuelto y sin atreverse a levantar la vista del suelo. El médico había estado en los sótanos de una comisaría con varias decenas más de judíos que no habían cumplido la orden de trasladarse a las csillagosház y prácticamente no se había enterado de nada, ni siquiera del tiempo que hacía fuera. El trato que recibió fue normal para lo que cabía esperar y mal que bien había tenido la oportunidad de comer algo dos veces al día. Lo que peor llevó fue quedarse sin tabaco.

—Creo que he sido el que tuvo más suerte —reconocía.

En cuanto estuvieron todos, el encargado de negocios anunció que les invitaba a tomar una copa juntos al final de la jornada. Era la primera vez que todo el personal de la legación se reunía al margen de los actos oficiales. Sanz Briz los saludó uno a uno según fueron entrando en el salón de la residencia, igual que hacía en las grandes recepciones con los miembros del Gobierno y del cuerpo diplomático, e inmediatamente les invitó a participar del cóctel que ya estaba servido. Para beber había, además de buenos vinos húngaros y alemanes, cerveza y refrescos. Las conversaciones enseguida se animaron. Los recién liberados relataban una y otra vez su dramática experiencia mientras la señora Tourné iba de un lado para otro cuidando de que todo estuviese en orden. El abogado Farkas tomó la palabra para expresar su agradecimiento al Gobierno español, y particularmente al generalísimo Francisco Franco, por su apoyo, y al encargado de negocios, por su decisiva y generosa intervención ante las autoridades húngaras. Le debían su libertad y quizás también la vida, y eso nunca podrían olvidarlo.

Ángel Sanz Briz escuchaba a Zoltán Farkas y sus palabras le produjeron un claro sentimiento de liberación. Afortunadamente sus gestiones habían llegado a tiempo. Quizás habían conseguido salvarles la vida a todas aquellas personas con las que, aunque en diferentes niveles, convivía a diario. Era monstruoso todo lo que les había ocurrido, lo mismo que lo que les estaba pasando a centenares de miles de judíos colocados en el punto de mira del odio nazi. Habría que estar atento y reaccionar con rapidez ante cualquier nuevo atropello que pudieran cometer con su gente.

La señora Tourné inició unos tímidos aplausos que enseguida fueron secundados por todos los asistentes. Ángel Sanz Briz se arregló instintivamente el nudo de la corbata, dio un paso adelante, carraspeó levemente y, justo en el instante en que iba a empezar a hablar, los timbrazos secos del teléfono le dejaron con la primera palabra en los labios. Gaston Tourné, que como era habitual en él se refugiaba en la discreción del fondo, se abalanzó a atender la llamada. Apenas se le oyó. Asintió con la cabeza, dejó el aparato sobre la consola y le susurró algo al oído a su madre que iba a su encuentro. La canciller asintió a su vez, se acercó al encargado de negocios, y le dijo:

—Es el nuncio apostólico, don Ángel.

—Le llamo yo en cinco minutos —replicó el encargado de negocios.

—Debe de ser urgente. Mi hijo dice que es monseñor en persona quien está al aparato.

Sanz Briz pidió disculpas y echó a andar a buen paso en busca de un teléfono alejado del salón para poder hablar con mayor tranquilidad. Hacía poco tiempo que le habían trepanado un oído y, aparte de que seguía teniendo una capacidad auditiva limitada, los ruidos de fondo siempre le causaban grandes molestias.

—Nos coge en plena fiesta, monseñor. Ya están todos. Gracias a Dios y a sus oraciones, todos han regresado sanos y salvos. Los he reunido con el resto del personal de la legación porque en circunstancias como estas es muy importante que el ambiente en el trabajo esté presidido por la cordialidad y la solidaridad. La verdad es que tengo un buen equipo de colaboradores. Mis antecesores han sabido seleccionar muy bien.

Monseñor Rotta apenas respondió con un «¡estupendo!». Su llamada respondía a motivos más urgentes. Acababa de recibir informaciones aún imprecisas pero de muy buena fuente que, con todas las reservas propias del caso, quería compartir con el representante de España. Ángel Sanz Briz escuchó sin atreverse a respirar. Cuando el nuncio hizo una pausa, intentó formular alguna de las preguntas que en ese momento le venían a la cabeza, pero no tuvo tiempo.

—Es todo lo que sé. Las preguntas que supongo que querrá hacerme también yo me las formulo y no tengo respuesta. Necesito tener la línea ocupada el menor tiempo posible. También voy a escuchar la radio a ver si dice algo. En cuanto consiga saber algo más, le llamo de nuevo.

—Muchas gracias, monseñor. Le agradezco mucho su llamada.

Cuando regresó al salón, encorvado, pensativo y con la mano sujetando la barbilla, todos los empleados notaron que algo grave estaba ocurriendo. Caminó con pasos lentos hacia el centro e intentó retomar el discurso que había pensado dirigirles a sus colaboradores. Tenía obsesión por aprender a hablar bien en público y sus intervenciones siempre las ensayaba ante un espejo o un cristal opaco. Pero en esos momentos todo lo que pensaba decir, y por supuesto cómo pensaba decirlo, se le había esfumado en la cabeza. Se alegró en nombre de todos por volver a estar juntos, destacó la tristeza que se había adueñado de la legación durante la ausencia de una parte de los empleados, y elogió la cordialidad que reinaba en el trabajo. «Vuestra liberación —puntualizó— se ha producido gracias a la intervención firme y enérgica del Gobierno del generalísimo Francisco Franco. Fue el propio ministro de Asuntos Exteriores, el señor Jordana, quien nada más recibir la primera información de lo ocurrido me dio la orden de emplear a fondo todos nuestros recursos diplomáticos para forzar a los que les tenían detenidos a ponerlos en libertad».

—¡Viva Franco! —gritó uno de los empleados con fuerte acento.

—¡Viva! —gritaron todos. Y rompieron a aplaudir.

El diplomático sintió que la emoción le subía garganta arriba y apenas logró decirles que aquella era su casa, que España les consideraba bajo su protección, y que al igual que ya estaban haciendo la señora Tourné y su hijo, quienes se sintiesen inseguros podían instalarse allí hasta que las circunstancias cambiasen.

Se había hecho de noche y algunos se miraron como preguntando si la oferta iba en serio.

—Si quieren quedarse a dormir esta noche, pueden hacerlo. Comodidad no les garantizo. Pero seguridad confio en que sí. De todas formas, imagino que querrán estar con sus familiares. Para ello les ofrezco uno de los coches. Con la matrícula diplomática siempre irán más seguros.

Fueron saliendo uno a uno. El señor Farkas, que se había quedado rezagado, le dijo a Sanz Briz ya en la puerta:

—Gracias otra vez, don Ángel.

El diplomático le cogió del brazo y le arrastró hacia el despacho. Ya en la penumbra de la cancillería, le dijo:

—Hay noticias. Parece que han atentado contra el Führer. Le ha estallado una bomba al lado.

—¿Ha muerto?

—No lo sé. Vamos a ver si la radio dice algo. Quédese un momento y luego le llevo a su casa en mi coche. Y si tienen miedo, le repito: véngase con su mujer a dormir a la mía. Allí no creo que se atrevan a entrar. He hecho poner una bandera bien visible en el tejado.

La BBC abrió su informativo con la noticia. Hitler había salido milagrosamente ileso de un atentado. El cuartel general del Führer acababa de confirmar que una bomba de efecto retardado había estallado a pocos metros del lugar donde se encontraba el canciller. Varios militares, encabezados por el coronel Stauffenberg, se hallaban detenidos y serían sometidos a un consejo de guerra sumarísimo en las próximas horas. Pocos minutos después de estallar la bomba, el propio Hitler había telefoneado a los altos cargos del Reich para tranquilizarles y reafirmar su autoridad. Un comentarista de la emisora hizo un análisis de urgencia sobre las consecuencias que cabía sacar del atentado: era el mejor ejemplo del descontento existente en Alemania, de la descomposición en que había entrado el régimen nazi y de la depresión que estaba causando la previsible derrota a que se hallaba abocada la Wehrmacht.

* * *

También en el Palacio Real se seguían con el mayor interés las noticias que la radio iba desgranando sobre el atentado que el Führer acababa de sufrir. Los servicios de escucha en el gabinete de comunicaciones tomaban nota apresurada de los nuevos datos que se iban conociendo y sobre la marcha pasaban informes manuscritos a la secretaría del regente, quien desde su despacho tampoco apartaba el oído de la sintonía de la BBC. Con la llegada del verano, la audición de la onda corta había empeorado y la voz de los locutores británicos se iba y regresaba como impulsada por el viento. Horthy levantó el teléfono y habló con el general Ujszászy, jefe de la Central de Seguridad del Estado. Los servicios secretos apenas habían notado movimientos extraños de los alemanes. La guardia había sido reforzada en algunos edificios oficiales y a los alrededores del palacio habían llegado dos vehículos blindados con doce hombres que fueron desplegados inmediatamente por el área exterior. Noticias de Berlín… pues sólo las que venía ofreciendo la radio y el comunicado del cuartel general del Führer. Estaba confirmado que Hitler había salido ileso, pero habría que esperar para ver si realmente había detrás una conspiración seria y, sobre todo, cómo evolucionaban los acontecimientos a partir de ese momento.

Horthy agarró un telegrama que tenía sobre su escritorio, lo releyó por cuarta o quinta vez mientras escuchaba a su informador, y sintió que de nuevo la sangre le subía a la cabeza. Ni por su orgullo de militar ni como jefe del Estado húngaro podía aceptar que un personaje como Ribbentrop, que había escalado a la cúspide del Reich a base de cuadrarse ante Hitler, se dirigiese a él en aquel tono. Ni siquiera habían tenido la cortesía de que fuese el Führer, de jefe de Estado a jefe de Estado, quien firmara el mensaje. Era el responsable de las relaciones internacionales quien, en un gesto de total desconsideración diplomática, se permitía incluso amenazarle. Ribbentrop advertía al regente de que si no rectificaba su propósito de relevar al Gobierno proalemán de Döme Sztójay para sustituirlo por un gabinete militar encabezado por el general Géza Lakatos, las tropas de ocupación tomarían el control total del poder.

—Mañana, pase a verme. Tenemos que hablar —le dijo el regente al jefe de los servicios secretos.

Horthy acababa de tomar una decisión muy firme. Ujszászy era un militar inteligente y pragmático. Odiaba por igual a los nazis y a los bolcheviques, pero era tal su discreción que nadie, salvo el regente, que le tenía por uno de sus colaboradores más leales, lo había descubierto. Era un negociador duro y cauteloso aunque lo disimulaba con un trato afable y una capacidad excepcional para escuchar. Había estado algún tiempo en Moscú como agregado militar y, por lo tanto, conocía los métodos expeditivos del estalinismo. Pero había dejado buenos amigos y contactos al más alto nivel de la nomenklatura. Nadie como él, pensó el regente, para explorar las posibilidades de un armisticio que permitiese abandonar la guerra, la salida del Eje y la proclamación de la neutralidad. El regente hubiese preferido entenderse con los ingleses, cosa que ya había intentado y que se había convencido de que era inviable: Londres no quería saber nada de Hungría.

Varios judíos son obligados a trasladarse a las casas estrelladas del gueto. Archivo Histórico Fotográfico del Museo Nacional de Hungría.

La noticia del atentado contra Hitler circuló como un rayo de luz por las casas estrelladas donde se hacinaban los 220.000 judíos de la ciudad. Las radios clandestinas eran seguidas con avidez y enseguida con decepción debajo de las mantas y jergones. Nadie quería exponerse a que los vigilantes de las puertas escuchasen algo raro o, por supuesto, a que algún vecino lo denunciase a fin de adquirir algún mérito. Entre tantas miserias juntas no faltaba la actitud vil de algunos delatores. La esperanza que despertó entre aquellos infortunados la muerte del dictador duró poco. Los que consiguieron dormir aquella noche lo hicieron con la amarga sensación de que la última oportunidad de salir de tantas penurias quizás se había frustrado por una cuestión de centímetros.

* * *

El conductor pisó con fuerza el acelerador cuando observó que Sanz Briz miraba el reloj con preocupación y el motor rugió casi con estruendo. El encargado de negocios de la legación española era un obseso de la puntualidad. «A los españoles con el reloj nos ocurre como a la mujer del César —solía explicar a quien mostraba su sorpresa—: además de ser puntuales, debemos parecerlo». Estaba invitado a cenar en la legación sueca y deseaba llegar a las ocho y media, ni un minuto antes ni un minuto más tarde. Sabía muy bien que el nuncio seguramente se haría esperar un buen cuarto de hora pero, tratándose de un monseñor italiano, todo el mundo lo consideraría lógico. En cambio tampoco tenía dudas de que Karl Liz, el jefe de la legación suiza, llegaría con la precisión de los mejores relojes de su país.

Cari Daniellson, el ministro sueco, había invitado a Friedrich Born, delegado de la Cruz Roja Internacional, y a los representantes de los estados neutrales en una aparente iniciativa rutinaria. La vida social en Budapest había desaparecido casi por completo y los escasos diplomáticos que aún quedaban en la ciudad se aburrían como ostras. Pero con la invitación a cenar, Daniellson pretendía además cumplir su obligación protocolaria de presentar al nuevo consejero, Raoul Wallenberg, que acababa de incorporarse a la legación.

El ministro sueco, diplomático de carrera poco proclive a comprender las órdenes políticas que a veces le hacía llegar su Gobierno, no acababa de entender el atípico nombramiento de aquel joven millonario que, avalado nada menos que por la Corona, había llegado dispuesto a enmendarle la plana justo en uno de los aspectos más sensibles de las relaciones entre los dos países: la aplicación de las leyes antijudías. Daniellson no contemplaba con buenos ojos la persecución que estaban sufriendo los hebreos, pero a él le habían enseñado que lo fundamental de una misión diplomática era evitar cualquier motivo de fricción que pudiese originar un conflicto.

La persecución de los judíos era en su opinión un asunto entre húngaros y, por lo tanto, las legaciones extranjeras deberían ejercer su influencia para paliarla pero con mucha cautela. El sentido nacionalista que exhibían el Gobierno, los partidos que tanto vociferaban por las calles y el propio regente eran además un obstáculo añadido para cualquier intervención. Y Wallenberg, pensaba Daniellson, estaba muy lejos de responder a estos principios. Era impulsivo, un tanto presuntuoso, y exponía sin ninguna prudencia unas ideas de solidaridad humana que estaban muy bien para ser desarrolladas en la Iglesia, pero no en un ambiente de tensión y odio como el que se vivía en Budapest.

La cena fue agradable y el menú, a base de platos suecos entre los que no faltó un delicioso salmón ahumado, excelente. Las conversaciones en la mesa eludieron de manera muy evidente los temas políticos y militares. Apenas hubo algunos comentarios y algún intercambio de información sobre los últimos detalles que se iban conociendo del atentado contra Hitler. Los promotores habían sido ejecutados pocas horas después y parecía que el Führer volvía a tener la situación controlada. Todos pensaron en la amplitud que podría tener la conspiración en la Wehrmacht, pero ninguno se atrevió a suscitarlo. Aunque todos se conocían desde hacía tiempo y habían trenzado entre sí lazos de amistad, ninguno ignoraba que las paredes podían estar escuchando y que la cautela en tales circunstancias siempre resultaba insuficiente.

Con las tazas de café en la mano y las copas de licor al lado, la conversación se fue animando tras los postres. Wallenberg, que en contra de su costumbre había permanecido callado durante la cena, tomó la palabra en cuanto su jefe le brindó la primera oportunidad y enseguida se entusiasmó intentando convencer a los restantes invitados de la necesidad de actuar con mayor decisión ante el drama que los judíos estaban viviendo desde hacía años en todos los países bajo dominio nazi. Contó algunos datos que conocía sobre los campos de concentración y alertó de que en Budapest lo peor para los judíos aún no había comenzado. Era intolerable, concluyó, que cuando el final de la guerra estaba ya a escasas semanas vista, centenares de miles de seres humanos que nada tenían que ver con la contienda cayesen víctimas del incomprensible odio racial de Hitler y sus secuaces.

Fue el propio Daniellson quien, sorprendido tal vez por la vehemencia y la falta de prudencia diplomática de su subordinado, aprovechó un instante de silencio de Wallenberg para, efectivamente, lamentar la situación en que se encontraban los judíos, en la necesidad de que las potencias neutrales intensificaran sus gestiones para intentar mejorar el trato que estaban recibiendo, aunque, matizó enseguida, sin que eso fuese visto como un deseo de interferencia lo cual, siempre en su opinión, además de chocar con uno de los postulados básicos de la actividad diplomática, a la postre podía resultar contraproducente. Hungría era un país soberano, al que los estados allí representados reconocían, y eso obligaba a actuar con mucho tacto.

—Un país soberano —replicó con cierta acritud el delegado de la Cruz Roja— con el jefe del Estado encerrado en su palacio, medio país invadido por los bolcheviques y el resto ocupado por los nazis…

—Hay muchos países de Europa en estos momentos que están en circunstancias similares y hasta peores. La propia Francia… —intentó defenderse Daniellson.

—Eso es evidente. Pero no se puede decir que estén en el ejercicio de su soberanía. Yo creo —añadió Born— que son los aliados los que deberían tomar alguna iniciativa para parar el exterminio de los judíos húngaros. Cuando lleguen los bolcheviques a Budapest ya no van a encontrar ninguno.

—Eso es evidente —corroboró Wallenberg—. Estuve hablando con Adolf Eichmann y…

Una exclamación de sorpresa salió al mismo tiempo de varias gargantas ante la revelación del consejero sueco recién llegado.

—Sí. He ido a verle al hotel Majestic, me recibió, hablamos y no es que me lo haya explicado todo: lo he visto yo. Hay un montón de gente trabajando bajo sus órdenes en la planificación de las deportaciones de los judíos de Budapest. Sostienen que cumplen órdenes y que es necesario sacarlos de la ciudad para poder organizar la defensa contra los comunistas. Dice que los judíos son espías, que son los que orientan los bombardeos, en fin…

—Y, cuénteme, Wallenberg —intervino con su habitual hablar pausado el cónsul honorario de Portugal, el conde Pongracz—, ¿cómo es Eichmann? Y perdone que le pregunte esto, pero usted es la primera persona que conozco que le ha visto y le ha tratado. Imagino que un fanático, ¿verdad?

—Sin duda. Para él el nazismo no es una ideología, es una religión cuyo dios, perdone, monseñor —dijo haciéndole una reverencia con la cabeza al nuncio—, cuyo dios, digo, es el Führer. Le dije que nosotros queremos salvar de la deportación a los que podamos, porque nuestro Gobierno no admite distinciones raciales o religiosas, y me ha respondido que a él también le gustaría, que no hace su trabajo por placer, sino por obligación y convicción. Incluso me apuntó que ya habían permitido la salida a algunos judíos ricos que accedieron a dejar a la causa de la guerra sus bienes a cambio de libertad para viajar a Suiza o a los Estados Unidos.

Karl Liz, el representante suizo, asintió con la cabeza. Ángel Sanz Briz recordó que había una negociación para que unos 1.700 judíos, muchos de ellos húngaros, que se hallaban en el campo de Bergen-Belsen, a unos 60 kilómetros de Hannover, pudieran salir hacia América a través de España. Monseñor Rotta le interrumpió y le dijo:

—Ustedes, los españoles, están ayudando en varios países. Tengo entendido que existe una rama de judíos conocidos como judíos españoles o… no recuerdo ahora la palabra en hebreo. Algo así como sefa-re…

—Sefardíes.

—¿Mantienen alguna relación todavía con España? —preguntó Daniellson, muy interesado en desviar la conversación hacia cuestiones menos comprometidas.

—Continúan hablando español. Español antiguo, sin apenas evolucionar, pero español. Se entiende perfectamente. Y mantienen muchos recuerdos de la cultura española. Algunos incluso conservan las llaves de las casas que sus tatarabuelos tuvieron que abandonar hace 450 años.

—O sea que ya había führers en la península Ibérica cuatro siglos atrás —dijo Wallenberg sin demasiadas concesiones a la cortesía diplomática.

—Eran otros tiempos. Me parece una afirmación inapropiada. Entonces los judíos fueron expulsados de muchos países. Y fue una expulsión pacífica. Muy perjudicial, además, para la economía española. La prueba de que no sufrieron persecución es que ellos siguen conservando un amor hacia España enorme. Basta hablar con uno de ellos para comprobarlo.

—Y, ¿cuál es el… amor, ha dicho usted, bien, el amor de España hacia ellos? —insistió Wallenberg al tiempo que Daniellson se revolvía inquieto en la butaca—. Ahora que los nazis los mandan matar, ¿España los defiende?

Ángel Sanz Briz sentía que el corazón le latía con más fuerza. Le caía bien aquel joven, listo, engreído, un tanto impertinente pero con un fondo de bondad evidente, que intentaba acorralarle aprovechándose de uno de los grandes pecados históricos de los españoles. Dio un sorbo a la copa de coñac y le respondió:

—Sí, señor. Tienen derecho a pasaporte español. Muchos en países como Grecia, Bulgaria, Francia y la propia Alemania se han salvado de ir a los campos de concentración gracias a su condición de españoles. Les fue devuelta la nacionalidad en el año 1924.

—En Hungría hay pocos, ¿verdad? —se interesó Friedrich Born.

—Muy pocos. Nunca hubo colectividades sefardíes en este país. Los que hay actualmente proceden de Turquía.

—Y, ¿tienen el pasaporte, dice usted?

—Los que lo han solicitado, desde luego —respondió Sanz Briz—. Y si alguno no lo tiene y lo pide, se lo concederemos sin problemas. Es más, si ustedes se encuentran con alguno díganle que tienen ese derecho. Es probable que muchos ni lo sepan.

—España es un país de una gran generosidad —sentenció el nuncio—. Debe de ser el único que hace estas cosas.

—Entre todos —volvió a interrumpir Wallenberg— podemos ayudar a muchos judíos a salvarse. Ustedes son diplomáticos y tienen unas reglas a las que ajustarse. Yo les pediría que hiciesen algo más. Siempre se puede hacer más. El Gobierno húngaro está aislado. Necesita de ustedes. El llamamiento que hicieron algunos dignatarios extranjeros, entre ellos nuestro soberano, fue muy eficaz. Habría que promover otras iniciativas así. Y, por supuesto, nosotros vamos a estudiar formas de proteger a ciudadanos judíos con…

—Cartas de protección —se apresuró a precisar el ministro de la legación.

—¿Cartas de protección? —preguntó el representante portugués.

—Salvoconductos —respondió por lo bajo Sanz Briz.

—¡Ah! Y, ¿las admitirán las autoridades húngaras?

—Las autoridades húngaras y las alemanas, que no son peores añadió el delegado de la Cruz Roja.

—No son peores, no —cortó el suizo—. Actúan con más saña los húngaros que la propia Gestapo. Hay muchos ejemplos. Aparte de que los alemanes empiezan a mostrarse proclives a negociar puentes de plata para que algunos puedan huir. Es cuestión de dinero. El Reich necesita divisas. Y muchos de sus jefes, también, claro. La inflación en Berlín está alcanzando dimensiones astronómicas.

Ángelo Rotta recordó los principios que inspiran la caridad cristiana. Horrible era, en su opinión, lo que estaban haciendo los nazis con los judíos y horrible era también que sus vidas empezaran a ser puestas en subasta. Él coincidía con Wallenberg en la conveniencia de que los estados e instituciones allí representadas coordinasen mejor el humanitario deber que la situación de tantos seres humanos cuya dignidad y condición estaban siendo avasalladas les exigía. Al ver que todos asentían con la cabeza, prosiguió:

—Propongo que a partir de ahora aumentemos nuestra colaboración en el intento de salvar al mayor número posible de desgraciados ante la incertidumbre que su deportación les proporciona. Estamos viviendo unos momentos de gran confusión en la política húngara. Nadie sabe quién es del Gobierno o quién está contra el Gobierno. Cualquier gestión que intentemos hacer choca con la ausencia de unos interlocutores con credenciales válidas para escucharnos. Propongo aguardar unos días para reflexionar y, si les parece, en mi condición de más antiguo en el puesto, en cuanto la situación se clarifique les convocaré a una reunión y discutimos lo que podemos hacer.

Ángel Sanz Briz, siempre respetuoso y comedido, evaluó su situación: era el representante del país neutral más grande y populoso aunque en la práctica era el menos neutral, y además él era el más joven en edad y el más nuevo en el puesto entre los jefes de legación. Esperó respetuosamente por lo tanto a despedirse de cada uno. Todos ellos, al estrecharle la mano, se interesaron por su mujer y por la niña, a cuyo bautizo habían asistido hacía un año. Adela Quijano, mujer abierta, simpática y extravertida —perfecta para embajadora, como le había dicho un día el nuncio—, había dejado una excelente impresión entre los colegas de su marido. Y la niña, Adelita, estaba en el recuerdo de todos.

De regreso a casa, cerca de la medianoche, a través de las calles desiertas y casi a oscuras, pensó en ellas. La última noticia que había tenido era que estaban en Santander. Imaginó el ambiente veraniego en torno a la playa del Sardinero y enseguida empezó a pensar en el hijo que estaba para llegar. Sin solución de continuidad se acordó de los quinientos niños judíos que esperaban desde hacía meses autorización para salir hacia Tánger. Afortunadamente estaban bien y, de momento, no parecían correr peligro. Era una suerte, porque la posibilidad de que los alemanes autorizasen su evacuación por territorio ocupado cada vez parecía más remota. Cuando llegó a casa, se dio cuenta de que no tenía sueño. Así que, antes de acostarse, se puso a escribirle a su mujer.

No le gustaba escribir cartas personales en el despacho: primero, porque el ambiente de trabajo parecía que le restaba intimidad, y segundo, porque siempre acababa con la sensación de que le estaba robando tiempo al Estado. Aquella noche, sin embargo, tampoco se sentía inspirado en su propia casa para decirle a su mujer todo lo que le hubiese gustado expresarle. La cena le había dejado una sensación de ansiedad e impotencia que notaba empezaba a angustiarle. Había que hacer algo, sí. Lo que estaba ocurriendo a su alrededor con millares y millares de personas no podía ser admitido por un hombre de convicciones cristianas como las suyas por muy altas y delicadas que fuesen sus obligaciones profesionales. Además de que ambas condiciones no eran ni podían ser excluyentes.

«Madrid —recordó que ya otra vez se lo había prometido a sí mismo— todo esto tiene que saberlo. En el Ministerio no son conscientes de la cruel realidad que aquí se vive». Casi sin darse cuenta, con la espalda encorvada sobre la mesa y la Parker en la mano, se hizo dos promesas: La primera, mantener informados minuciosamente a sus superiores sobre la dramática situación de los judíos. La información, reflexionó, es poder. Cuando sepan lo que ocurre, serán más ágiles y decididos tomando decisiones. Y la segunda, poner a título personal, y en la medida de sus facultades también en lo profesional, todo cuanto estuviera en sus manos para ayudar a los perseguidos a sobrellevar su desgracia. Se quedó pensativo un buen rato, con la luz de la lámpara calentándole la incipiente calva que empezaba a clarear por encima del hueso occipital, y recordó que una de las obras de misericordia, la sexta de las corporales, era redimir al cautivo.

Sacudió con rabia la pluma, que se había quedado reseca sobre el papel, y empezó a escribir un despacho para el Ministerio.

* * *

La familia Königsberg ahogaba su reclusión en aquel inhóspito apartamento de la calle Rózsa en la nostalgia de sus recuerdos familiares. Era gente trabajadora, pacífica y honrada. Nunca se habían metido en política ni podía decirse de ellos que fuesen especialmente religiosos. No trabajaban en shabbat y respetaban las normas bíblicas en la mesa, pero se pasaban años sin visitar la sinagoga y algunos incluso se habían casado con gentiles, y habían sido aceptados enseguida en el clan familiar. Eva, cuyo matrimonio con Pál le había mudado el apellido por Láng, era la que peor se adaptaba al régimen de semicautividad a que se veían forzados.

En un espacio que apenas llegaba a los 35 metros cuadrados convivía el matrimonio Arnold e Ilona, Eva y su hermano György, y la hermana del padre, Ernesztin. Las dificultades para la convivencia en un ambiente tan reducido se agravaban por la noche. El insomnio parecía haberse adueñado de todos ellos. Eva, que siempre había soñado con viajar al extranjero, hablaba a menudo con su padre y con la tía Ernesztin del cuñado László que un buen día decidió marcharse solo a conocer mundo y había llegado a una ciudad de España llamada La Coruña donde se enamoró de una mujer y se quedó a vivir quizás para siempre.

En las cartas, que Ernesztin guardaba junto a sus joyas y objetos de valor, contaba cosas muy bonitas sobre la ciudad y la vida en España. De lo primero que se había enamorado era del mar y de las olas gigantes que veía en los días de tormenta desde la ventana de su casa. Ni Ernesztin ni Eva habían visto nunca el mar y cuando se asomaban al ventanuco de su alojamiento intentaban imaginarse sin éxito cómo sería. Quizás como el lago Balatón, pero inmenso, con olas y grandes peces y trasatlánticos iluminados con grandes fiestas a bordo. La ciudad, les contaba László, era preciosa. Las casas de color blanco tenían grandes ventanales acristalados tras los que las mujeres pasaban horas y horas mientras los hombres permanecían en los bares bebiendo vino en cuencos de barro y hablando de sus aventuras marinas.

Su mujer tenía un hablar dulce y melodioso que había despertado en él el amor nada más conocerla. Económicamente no les iba mal. España estaba atravesando muchas dificultades pero el Gobierno del general Franco actuaba con firmeza y el que quería trabajar siempre acababa saliendo adelante. Él estaba dedicándose a lo de siempre, a la ebanistería. Disponía de un pequeño taller donde hacían muebles cuya originalidad les proporcionaba fácil salida. En una de las cartas, la esposa de László, cuyo nombre no acertaban a descifrar en la enrevesada letra de su pariente, les ponía unas frases en español que, claro está, no entendieron. «Tenemos que buscar a alguien que sepa español que nos traduzca», comentó la tía Ernesztin. Eva la escuchó y enseguida asoció su idea con otra cosa que su tío político les contaba.

El general Franco era de allí y estaban preparándole una mansión para que pasase en ella las vacaciones. El lugar se llamaba Pazo de Meirás, un paraje muy bonito en plena campiña. Sin embargo lo mejor de todo era que ya les habían encargado unos bancos y unos arcones de madera de castaño para decorar el palacio. ¿No era estupendo que con tantas mueblerías excelentes como había en La Coruña se hubiesen fijado en su taller? Había ido ya a tomar medidas, pero el Caudillo, como le llamaba cariñosamente la gente, no estaba. Le esperaban para dentro de unos días, para la fiesta de Santiago, que era el patrón de los católicos en aquella provincia. En España, concluía, es muy raro encontrar a alguien que no sea de religión cristiana.

Arnold, el padre de Eva, sugirió hacer algo para no perder el contacto con su cuñado. Si les escribía a su antigua residencia en la avenida Andrássy, seguro que la carta se perdía, y si les escribía allí, a la casa estrellada, lo normal es que los porteros encargados de vigilarlos la leyeran y después la destruyesen. Para ellos también era difícil escribirle. Todos sus movimientos eran vigilados y comprar un sello para el extranjero, aparte de que en el barrio no había, podía resultar sospechoso. Fue Ilona, la madre de Eva, la que tuvo la idea:

—Podíamos intentar hablar con la legación de España. Yo sé dónde está. En la calle Eötvos, muy cerca de nuestra casa; pasé por delante muchas veces. Ellos igual acceden a ayudarnos.

—Lo dudo —dijo Arnold moviendo la cabeza con aire de escepticismo.

—Por intentarlo… —intervino Eva—. Yo iría a ver.

—Puede resultar peligroso, ¿no crees tú, Arnold? —comentó su hermana.

—Y, ¿qué no es peligroso? No sé. La calle Eötvos queda un poco lejos. Hay que darse prisa para ir y volver en tres horas.

—¿Vamos, tía? —preguntó Eva intentando asegurarse la complicidad de Ernesztin—. El no, ya lo tenemos.

—Bueno. Entre morirnos aquí de angustia y que nos maten en la calle unos nyilas salvajes del Pfeilkreuzler, ¿qué diferencia hay?

* * *

La señora Tourné se estremeció tecleando el manuscrito que el encargado de negocios le había entregado con el mayor sigilo para enviar a Madrid por valija. Nunca, en sus 25 años de trabajo en la legación, se había enviado al Ministerio un informe tan duro sobre lo que estaba ocurriendo con los judíos. Casi todo lo que Ángel Sanz Briz contaba, circulaba en cuchicheos desde hacía algún tiempo. Pero entre escucharlo en tono de rumor y verlo firmado por un diplomático tan poco dado a las especulaciones y chismorreos como el encargado de negocios de España, había una gran diferencia. Se había encerrado en el cuarto de la cifra para evitar que algún curioso se acercara por detrás a husmear y hubo un momento que hasta el tecleo de la máquina de escribir le causaba estremecimiento. Poco a poco se había ido acostumbrando a la letra de su jefe, pero a veces le costaba adivinar algunas palabras y tenía que esforzarse para no cometer faltas. Sanz Briz exigía una pulcritud total en sus despachos y particularmente cuando iban dirigidos al ministro. La palabra «ascienden» aparecía confusa. Pero sí, era «ascienden», y siguió copiando:

…ascienden a 500.000 el número de israelitas deportados. Sobre su destino corren en esta ciudad los rumores más alarmantes. Uno de ellos, que circula con insistencia, hace creer que la mayor parte de las expediciones de judíos (a las que se procede en vagones de ganado, colocando a 80 personas en cada uno de estos en verdadero hacinamiento) se dirigen a un campo de concentración situado en las inmediaciones de Kattowitz, donde se les asesina por medio de gas y se utilizan sus cadáveres como materias grasas para determinadas industrias. Sin afirmar que semejante barbaridad sea cierta, consigno a V. E. el rumor por la insistencia con que en esta capital se ha propagado.

Con objeto de salvar a algunos judíos de la persecución de que son víctimas, el Ministerio de la Guerra ha ideado la creación de un cuerpo de trabajadores integrado por individuos de esta raza. Hay reclutados unos 80.000 y están bajo las órdenes del general Hennyei, quien les trata con arreglo a procedimientos humanos. Se les dedica a trabajos de salvamento después de los bombardeos y a otras obras de utilidad pública. Pues bien, ni siquiera esta organización se ha respetado y han sido ya bastante numerosos los trabajadores judíos a ella pertenecientes que han sido también detenidos y deportados, contra la voluntad del propio ministro de la Guerra.

Acababa de poner el punto final cuando entró en el despacho un policía alto y serio con un mensaje personal de palacio para el jefe de la legación. Ángel Sanz Briz abrió el sobre lacrado y sonrió. Era la noticia que esperaba desde hacía varias semanas: el regente le recibiría en audiencia privada a las diez de la mañana del día siguiente. Por primera vez en su carrera participaría en una entrevista al nivel más alto como representante oficial de España.

—Procuren no molestarme —le pidió a su secretaria.

—Trabaje tranquilo —respondió la señora Tourné con los folios que acababa de copiar en la mano.

Encerrado en su despacho, el encargado de negocios español empezó a preparar con todo tipo de detalles su actitud en la audiencia. Escribió en un cuaderno las palabras de salutación que dirigiría al regente y, después de corregirlas, probó a ensayarlas ante un superior imaginario sentado enfrente. En cuanto consiguió memorizarlas, escribió también varias preguntas que con discreción creía que debería formularle al jefe del Estado. Aunque, bien mirado, el hecho de haber sido convocado invitaba a pensar que sería el propio Horthy quien tomaría la iniciativa. La situación de la legación de Hungría en Madrid podría ser un tema conflictivo. Dándole vueltas a la forma en que debería defender la negativa del Gobierno español a conceder el plácet al nuevo ministro, pasó la tarde y una gran parte de la noche. Cuando se levantó, poco antes de las ocho de la mañana, se sentía cansado y con dolor de cabeza. No había logrado pegar ojo.

Aunque tenía tiempo más que sobrado, se afeitó con prisas, apenas probó el desayuno y se vistió el traje que tenía reservado para las grandes ceremonias. Conocía la rigidez del protocolo del Palacio Real y era consciente de que debía producir una buena impresión si quería hacerse con una buena imagen en la corte. A pesar de las críticas por su aparente pasividad ante la ocupación alemana y la persecución contra los judíos, Ángel Sanz Briz seguía teniendo el mejor concepto del regente.

Horthy le recibió vestido de almirante y le prodigó una cordialidad que el diplomático español no esperaba. La rigidez del protocolo imperial tras las impresionantes paredes del palacio de los Habsburgo terminó con los taconazos y cabezazos propios del saludo. Había estrechado la mano de Su Alteza, como se le trataba, en algunas recepciones y siempre le había visto como un hombre altivo y bastante distante. Pero en el cara a cara era otra cosa. Apenas le dejó pronunciar el breve parlamento que llevaba preparado y, tras una pregunta de cortesía sobre su estancia en Budapest, le dijo:

—Tenía interés en que tanto usted como su Gobierno, y particularmente el general Franco, conozcan las razones por las cuales accedí a la entrada de los alemanes el 19 de marzo y, sobre todo, las que me obligan a permanecer en mi puesto a pesar de las difíciles circunstancias por las que atraviesa mi país y mi regencia.

Ángel Sanz Briz pidió autorización para tomar algunas notas.

—Por supuesto —le respondió el regente—. Y pregunte lo que quiera. España y su neutralidad, que no está reñida con las buenas relaciones que siempre han mantenido ustedes con Alemania, constituyen para mí un ejemplo que desgraciadamente no estoy en condiciones de poder imitar.

La conversación se prolongó cerca de una hora. El encargado de negocios español, sorprendido de que Horthy no aludiese al problema del plácet al nuevo ministro de Hungría en Madrid y animado por el ambiente de cordialidad en que estaba desarrollándose la conversación, se arriesgó a suscitar él mismo la cuestión.

—Entiendo perfectamente a su Gobierno. Su actitud es completamente natural. Muchas veces se usa mi nombre partiendo de una falsedad. Así que me alegro de poder desmentir ante usted lo que recientemente manifestó nuestro subsecretario de Negocios Extranjeros. Dijo que la negativa de España a conceder el plácet a su candidato había desagradado al regente. Pues, no: no me ha desagradado. Ustedes están siendo más sensibles a mi delicada posición que mi propio Gobierno.

El jefe de protocolo del Palacio Real acompañó a Ángel Sanz Briz hasta la puerta. Por vez primera acababa de recibir tratamiento de embajador. Pero, lo que era más importante, Horthy le había hecho depositario de una serie de informaciones de primera mano que encerraban sin lugar a dudas un gran valor. Cuando llegó a la legación se encontró con personas que deseaban hablar con él pero les pidió que volviesen por la tarde. Quería redactar un informe sobre la entrevista y enviarlo a Madrid en una valija extraordinaria aquella misma noche. El despacho comenzaba con el relato que Horthy le había hecho sobre su entrevista con Hitler el 18 de marzo en el castillo de Klessheim (Salzburgo).

…en el curso de la consiguiente entrevista, se le comunicó al regente la decisión adoptada por el Reich de invadir a Hungría, basando tal decisión en el hecho de que tres oficiales ingleses habían llegado a este país para establecer contacto con el Gabinete de Kállay y para estudiar los preliminares de una paz separada. El regente contestó que aunque ignoraba el hecho, estimaba que nunca debía negarse nadie a establecer contacto verbal con el enemigo ya que este, en el caso presente, Inglaterra, podía muy bien enviar un mensaje a Hungría para que este país sirviera de intermediario cerca de Alemania al objeto de que el Reich retirase sus fuerzas del frente del Oeste, en la seguridad de que no sería atacado, y poder así concentrar todos sus esfuerzos en aniquilar a Rusia, tras lo cual podría alcanzarse una paz… Estima el regente que la historia de los tres oficiales ingleses fue, pura y simplemente una excusa con la que justificar la actitud de Alemania que temía no tener bien cubierta la retirada de sus ejércitos operantes en los Balcanes, retirada a la que Hungría, geográficamente, presta lugar. El regente trató de oponerse a la invasión, diciendo a Hitler que Alemania había perdido la simpatía de todos los países europeos, y que era Hungría el único Estado que le era leal, como lo había demostrado en todo el curso de la guerra, del mismo modo que durante la guerra de 1914-1918; que Alemania iba a enajenarse con su actitud injustificada, la simpatía del único país que todavía le era fiel. El razonamiento no surtió efectos y la invasión fue realizada.

Se formó el Gobierno, completamente germanófilo, y la Gestapo, secundada eficazmente por los elementos germanófilos de Hungría, comenzó la caza de judíos, a los que se ha tratado de manera inhumana y cruel, siendo deportados un gran número de ellos. Han sido además detenidas numerosas personalidades húngaras que permanecen en prisión o en los campos de concentración alemanes, y a las que hasta la fecha no han podido encontrárseles cargos concretos en los que poder basar una condena. El regente, me dice, no ignora las adversas críticas a que la permanencia en su puesto y su pasividad aparente, han dado lugar. Su Alteza se ha visto obligado a tolerar todo ello, a fin de evitar males mayores. Volviendo al tema de los judíos, Su Alteza me expresó su enérgica condena de los atropellos de que vienen siendo víctimas los individuos pertenecientes a esa raza. Como los comentarios que circulan en esta capital sobre la situación interior en Alemania son poco optimistas para el régimen nazi, pregunté a Su Alteza si no estimaba que esa situación vendría a favorecer la resolución satisfactoria del problema aquí planteado. El regente, gran cazador, me contestó que nunca eran más peligrosos los jabalíes que cuando se sentían heridos de muerte.

Apenas había puesto punto final al informe, le llamó monseñor Verolino, el auditor de la Nunciatura. No le preguntó de frente por la audiencia, pero era evidente que en la representación del Vaticano ya sabían que se había celebrado. Monseñor Rotta y monseñor Verolino, su segundo en la legación, eran las dos personas mejor informadas en la ciudad. El auditor le dijo que tenía el encargo del nuncio de hacer un sondeo para poder fijar la fecha de la reunión que habían contemplado en la legación sueca.

—Es difícil poner a unas personas tan ocupadas de acuerdo. Alguno se va de vacaciones unos días. Tengo la impresión de que no podremos estar todos hasta dentro de diez días. A usted, ¿qué tal le irá?

—Perfectamente, monseñor —respondió Sanz Briz—. Aunque aún falta bastante tiempo. Yo voy a ver si puedo empezar a hacer algo por mi cuenta antes.

—Dios se lo pagará, no tenga usted dudas, don Ángel.

* * *

El Ministerio de Asuntos Exteriores en el madrileño palacio de Santa Cruz se había quedado en cuadro. El ministro, general Francisco Gómez de Jordana, había trasladado su despacho veraniego a San Sebastián, en su condición de ministro de jornada del Caudillo, y con él también había abandonado la sede del Ministerio una amplia lista de altos cargos, ayudantes, asesores, secretarias, operadores de cifra y conductores. Como venía siendo tradicional, a mediados de julio la capital del Estado se instalaba temporalmente en la bella ciudad vasca, que los nativos conocían con el nombre de Donosti.

San Sebastián se convertía así durante unas cuantas semanas en el centro de la actividad política y diplomática y, por supuesto también, en un lugar de interés para cuantos desde las sombras ejercían el espionaje o soñaban con algún tipo de conspiración capaz de derribar la férrea y cruel dictadura que contra todo pronóstico se estaba consolidando. La atención casi exclusiva de políticos, diplomáticos, militares y periodistas estaba centrada en la evolución de la guerra, cuyos cañonazos casi podían escucharse del otro lado de la frontera francesa. Franco y sus generales ya habían perdido todas las esperanzas de que Hitler ganase la contienda y se devanaban los sesos viendo la manera de congraciarse con los aliados. Que el régimen español fuese asimilado a los agonizantes sistemas nazis y fascistas de Alemania, Italia, Rumania, Croacia, etcétera era un motivo de gran preocupación para muchos de sus responsables más altos.

El Generalísimo, cuya astucia política ya era universalmente reconocida, se había anticipado de hecho a la evolución de los acontecimientos en 1942 con el sorprendente nombramiento del conde de Jordana como responsable máximo de la política exterior. En realidad lo que había sorprendido no era el nombre de Jordana, quien ya había ocupado el puesto en el primer gabinete de Franco, antes incluso de que terminara la guerra civil. Lo que verdaderamente despertó el interés dentro y fuera de España había sido la destitución que el nombramiento llevaba parejo de quien hasta esos momentos aparecía como el número dos del Gobierno y como el principal defensor de la vinculación al Reich: Ramón Serrano Súñer. El regreso de Jordana a Exteriores fue contemplado enseguida más que como una prueba de la caída en desgracia del «cuñadísimo», como era conocido Serrano —su mujer y la del Caudillo eran hermanas—, como un intento disfrazado de reyerta familiar por alejarse del Eje.

La atención internacional estaba puesta aquel verano en el avance imparable de las tropas aliadas por territorio galo. Tras el desembarco de Normandía, la resistencia alemana no había parado de ceder terreno. Hungría, una isla perdida en la confusión de fronteras centroeuropeas, interesaba poco. El encargado de negocios, un diplomático joven, brillante y ambicioso, enviaba despachos diarios dando cuenta pormenorizada de la situación en la que el país se encontraba. Pero, aunque técnicamente eran unos despachos modélicos, bien redactados, precisos, rigurosos y muy actuales, nadie les hacía caso. Los funcionarios de guardia en la Dirección General de Europa les echaban una ojeada rutinaria cuando salían del departamento de descodificación pero enseguida pasaban a engrosar la cesta donde se amontonaban los documentos destinados a rellenar los estantes ya repletos de legajos de los sótanos del palacio.

Muy pocos de aquellos documentos tan cuidadosamente elaborados por Ángel Sanz Briz y tan pulcramente copiados a máquina por la señora Tourné ascendían a la mesa del subsecretario y casi ninguno había tenido todavía la suerte de ser sometido a la consideración del ministro. Tampoco eran muchos los que obtenían respuesta. Se les consideraba simplemente informativos. El jefe en funciones de la legación planteó en varias ocasiones la política a seguir ante la persecución a que estaban sometidos los judíos y el funcionario de turno, agobiado quizás por los calores estivales, apenas se limitó a remitirle lo que en el argot burocrático se conocía como las generales de la ley; es decir, las normas que se venían aplicando de manera rutinaria en todas las representaciones diplomáticas y consulares.

Las normas cambiaban con frecuencia y eran objeto permanente de excepciones y de criterios dispares de interpretación. Ángel Sanz Briz, que nunca lograba separar bien las instrucciones políticas de sus incongruencias jurídicas frecuentes, había cosas que no lograba entender. Los sefardíes tenían derecho a pasaporte español y sin embargo tenían vetada la nacionalidad. El pasaporte que él podía proporcionarles con una cierta discrecionalidad les permitía viajar por el mundo adelante pero curiosamente no ir a España cuando les viniese en gana o mucho menos establecerse a vivir en la que formalmente era su patria. Eso requería otros requisitos que chocaban con todo tipo de limitaciones.

El Gobierno español era generoso en el papeleo pero cicatero en la hospitalidad. Solamente en tránsito se brindaba acogida a algunos y siempre sometida a diferentes condiciones y limitaciones. Ante la necesidad de esperar a que saliera de España un grupo de judíos para que pudiera entrar otro, muchos acabaron siendo llevados a los campos de exterminio. Algunas veces, como ocurría con los quinientos niños que en Hungría esperaban ser trasladados a Tánger, la descoordinación burocrática a varias bandas hacía imposible el salvamento. Bien es verdad que en el caso de los niños, superados ya los problemas por parte española, era la negativa alemana la que imposibilitaba la evacuación. El encargado de negocios español, viéndose desbordado por tantas dificultades, había optado por reclamarlos a las autoridades húngaras y, tras muchas gestiones, logró autorización para traerlos a Budapest y colocarlos bajo la protección diplomática de la legación.

El jueves 3 de agosto, a las dos menos veinte, murió en San Sebastián el conde de Jordana. La información oficial difundida por la prensa decía que el ministro hacía días que se venía sintiendo mal a pesar de lo cual había acudido a su despacho como todas las mañanas. Fue a las once, tras una reunión con el director general de Política Exterior, cuando comenzó a sufrir fuertes dolores abdominales. El médico personal del ministro, Santiago Carro, enseguida detectó que estaba sufriendo hemorragias internas y, a pesar de que le aplicó un tratamiento de emergencia con toda rapidez, dos horas y media más tarde falleció. Llevaba en el cargo apenas dos años. Algunos rumores que la censura no permitió recoger especulaban con la posibilidad de que la hemorragia tuviese sus orígenes en una caída de caballo que el general había sufrido la semana anterior cuando practicaba la equitación.

Apenas se había apagado el eco de los funerales de Estado que el Gobierno promovió con gran pompa y parafernalia, y en medio de todo tipo de rumores sobre la sucesión, la Casa civil del jefe del Estado anunció el nombramiento de José Félix de Lequerica y Erquicia como nuevo ministro de Asuntos Exteriores. Lequerica, abogado vasco de una familia de tradición conservadora, llevaba varios años en Francia como embajador, primero en París y luego ante el Gobierno del general Pétain en Vichy, cargo y destino que curiosamente no le impedían seguir manteniendo un asiento en la corporación municipal del Ayuntamiento de Bilbao, del que había sido alcalde durante la guerra civil. Lequerica fue convocado con toda urgencia un atardecer a San Sebastián, hizo el viaje por carretera casi sin equipaje, y 24 horas más tarde juraba como ministro.

Con su nombramiento, Franco lograba varios objetivos: sustituir a un hombre de su confianza por otro que sumaba además buena experiencia diplomática, abrir un paréntesis de expectativas aperturistas entre los aliados, no inquietar a los alemanes que tenían a Lequerica como un amigo y, lo más importante, retirar la representación ante el agonizante régimen de Vichy sin hacerle un feo al héroe de Verdón. El Caudillo ya desde sus tiempos en África tenía en el general Pétain al hombre por el que sentía mayor admiración. El nuevo ministro, que era consciente del galopante proceso de desmoronamiento del Reich, llegaba al Gobierno de Franco con un objetivo muy claro: había que virar el rumbo de la política exterior pero sin que la política interior se resintiese. Una gran parte de los apoyos con que contaba el régimen sentía simpatías por la ideología nazi, admiraba a Hitler y deseaba que ganase la guerra.

* * *

Un sacerdote joven colocó sobre la mesa de reuniones de la Nunciatura cinco tapetes cuadrados, un vaso encima de cada tapete y dos jarras de agua en el centro. Pocos minutos más tarde fueron tomando asiento alrededor de la gran mesa los participantes a la reunión. En la parte frontal, bajo la protección de un crucifijo tallado en madera de olivo de Palestina, monseñor Ángelo Rotta, se santiguó mecánicamente, elevó unos instantes la vista al infinito en actitud de oración, y acompañando las palabras con ligeros golpecitos de su mano derecha en el brazo del sillón, comenzó:

—Señores, muchas gracias por su visita a nuestra representación apostólica. Estamos aquí unidos por los sentimientos humanos que compartimos y por la preocupación que tanto sus gobiernos como la curia romana y particularmente su santidad Pío XII sienten ante la despiadada persecución a que están siendo sometidos en este país centenares de miles de semejantes nuestros.

Monseñor Rotta hizo una breve pausa para comprobar el efecto de sus palabras entre sus visitantes. A su derecha. Carl Daniellson, ministro de la legación de Suecia, escuchaba con semblanle sobrio y sin mover una arruga del rostro. En cambio el ya casi anciano conde Pongracz, representante honorario de Portugal, asentía con la cabeza, lo mismo que Karl Liz, el encargado de negocios de Suiza, situado a continuación. Del otro lado, a la derecha del sueco, Ángel Sanz Briz, encargado de negocios de España, aparecía abstraído en alguna reflexión profunda. Ya al entrar, el nuncio, gran observador y excelente psicólogo, le había encontrado menos efusivo que otras veces.

Y es que Sanz Briz carecía de instrucciones de sus superiores en el Ministerio de Asuntos Exteriores para pronunciarse sobre el asunto central de la reunión. Todas las consultas que venía formulando sobre los problemas de los judíos obtenían contestaciones vagas o, en la mayor parte de los casos, la callada por respuesta. La única vez que le habían dado una autorización clara para actuar fue a raíz de la detención de varios empleados de la legación. Por una parte, pensaba, era mejor no obtener respuesta que obtener una respuesta negativa. El silencio administrativo siempre constituía una base legal para funcionar por omisión de normas, pero al mismo tiempo le dejaba expuesto a responsabilidades que un funcionario no debería asumir en solitario. En sus consultas siempre introducía alguna frase que le dejase a cubierto. Pero, aun así, era difícil que si se extralimitaba y surgía algún conflicto, en Madrid nadie iba a defenderlo.

Monseñor Rotta juntó las dos manos en actitud oferente, las apoyó unos segundos en la barbilla, y prosiguió:

—Los hechos, más allá del drama que las familias judías están viviendo aquí en Budapest, en las casas estrelladas, son terribles. Según datos que manejan los reverendísimos miembros del Episcopado magiar, ya han sido deportados de Hungría alrededor de medio millón de judíos. —Hizo otra breve pausa y, reafirmando con la vista la importancia de la cifra que acababa de ofrecer, añadió—: Y esto no es lo peor. Lo más grave es que si nuestros informes son correctos, y no tenemos dudas de que lo son, más de trescientos mil ya han muerto en el camino o asesinados en los campos donde fueron internados.

Ángel Sanz Briz saludó con una inclinación de cabeza a monseñor Verolino, el auditor de la Nunciatura, que entraba sigilosamente por una puerta lateral con unos papeles en la mano y tomó asiento en la otra cabecera de la mesa. El sacerdote sacó un paquete de tabaco y se puso con gran desenvoltura a liar un cigarrillo de picadura, gesto que el encargado de negocios de España, fumador a veces casi compulsivo, imitó enseguida. Su cabeza continuaba siendo un torbellino en el que giraban las convicciones y las inquietudes más contradictorias. El hecho de que la reunión se celebrase en la Nunciatura y que la propuesta de acuerdo que se suscitase vendría de la mano del representante de la Iglesia católica le tranquilizaba. No podía ser él, entre los representantes de los países neutrales, el único que desairase al Vaticano. Recordó el desconcierto que posiblemente reinaría en el palacio de Santa Cruz con el cambio de ministro y justificó con ello el escaso eco que prestaban a sus escritos. Lequerica era amigo de su suegro casi desde niños, pero ni él quería tener que recurrir a las relaciones familiares para que le sacasen de un atolladero ni, por supuesto, consideraba que un secretario de embajada, que es lo que él era en realidad, tuviese que ocuparle un minuto de su tiempo nada menos que al ministro de Asuntos Exteriores.

—…y las deportaciones van a continuar —proseguía el nuncio—. Han cesado a raíz del cambio del Gobierno por orden del regente, pero van a reiniciarse en cualquier momento. Su Alteza se opone, me consta; lo mismo que se opone la mayor parte del Gabinete del general Lakatos. Lo que ocurre es que, ¡qué les voy a decir a ustedes que no sepan! Ellos no son los que mandan. Las deportaciones son una imposición de los alemanes que no quieren marcharse de Hungría antes de haber exterminado al último judío. Tenemos, a juicio de la Iglesia, razones cristianas más que suficientes para pronunciarnos en contra de tanta atrocidad. Y creo, además, que debemos hacerlo porque nuestra protesta dará fuerza moral tanto al regente como al Gobierno para seguirse oponiendo.

Todos expresaron su asentimiento con gestos o con breves palabras de conformidad. El nuncio aprovechó la actitud de consenso que parecía existir para plantear su propuesta:

—Nos hemos tomado la libertad de preparar el borrador de una nota que, si me permiten, monseñor Verolino, que la ha estado poniendo en limpio, va a leerles.

La nota, redactada en francés, comenzaba expresando «el sentimiento de dolorosa sorpresa que [los representantes de las potencias neutrales] sentían ante el hecho de que iban a reanudarse las deportaciones de judíos». Más adelante, tras señalar el rechazo que las nuevas deportaciones iban a provocar en sus países, añadía: «Los representantes de las potencias neutrales [animados] por un sentimiento de solidaridad humana y de caridad cristiana nos sentimos obligados a elevar una enérgica protesta contra tal proceder, injusto en sus motivaciones —es absolutamente inadmisible que los hombres sean perseguidos y puestos ante la muerte por el simple hecho de su origen racial— y brutales en su ejecución».

Concluía el escrito con la siguiente apelación: «Por todo ello, pedimos al Gobierno de Hungría que ponga fin a estos procesos que por el honor de la Humanidad jamás deberían haber comenzado, y expresamos nuestra esperanza en que retomando las antiguas tradiciones de su pueblo, Hungría vuelva a los principios y métodos caballerosos y plenos de espíritu cristiano que siempre le han permitido ocupar un alto lugar entre los pueblos civilizados». Monseñor Verolino concluyó la lectura y, ante el asentimiento de todos, pasó el papel a la firma. Ángel Sanz Briz observó por el rabillo del ojo la paternal sonrisa del nuncio apostólico, sacó apresuradamente su estilográfica del bolsillo interior de la chaqueta y fue el primero en estampar su firma.

—Creo —comentó el nuncio mientras contemplaba cómo el documento iba siendo refrendado sin haber modificado ni una coma de su redacción original— que deberíamos entregarlo en mano. ¿Qué les parece si nombramos una delegación para llevarlo al Gobierno?

También hubo unanimidad al aceptar la idea, como la habría a continuación cuando alguien sugirió que fuesen los dos representantes de mayor nivel, el propio nuncio y el ministro de Suecia, los encargados de entregarlo al primer ministro. Nada más llegar al despacho, poco antes del mediodía, Ángel Sanz Briz redactó un informe detallado de la reunión: «Convocados por el Nuncio Apostólico de Su Santidad en esta capital, nos hemos reunido bajo su presidencia en la mañana…». Luego reproducía el texto de la nota de protesta, y concluía: «Todos los asistentes aprobaron su contenido y se mostraron dispuestos a firmarla, y, en vista de ello, el que tiene el honor de suscribir estimó oportuno adoptar la misma actitud, a pesar de no haber recibido instrucciones de V E.» Las últimas frases las releyó varias veces antes de firmar.

—A ver en Madrid con qué salen —pensó.

Y casi instintivamente sacó del cajón la carpeta que ponía «Sefarditas» y se concentró una vez más en el examen de los documentos que contenía.

* * *

En algunas calles más soleadas el asfalto hervía bajo los cuarenta grados de calor que marcaban los termómetros. Al igual que casi todos los años por esas fechas, los más viejos repetían que no recordaban haber vivido un verano tan caluroso en Budapest. Nadie había salido de vacaciones y, sin embargo, la gente parecía haber desaparecido de unas calles habitualmente concurridas y bulliciosas. Los bombardeos, que se repetían tres o cuatro días de la semana, eran esperados las veinticuatro horas con verdadero terror. Y las tiendas, habitualmente bien abastecidas, empezaban a mostrar estantes vacíos y carencias de muchos artículos de primera necesidad. El racionamiento a que estaban sometidos los productos alimenticios generaba descontento en las capas sociales más bajas donde la llegada de los bolcheviques empezaba a ser aguardada por muchos con esperanza.

Pero ni el calor ni las privaciones parecían afectar al discurrir vertiginoso de los acontecimientos políticos y militares. Serían poco más de las cuatro y media de la tarde del 19 de agosto cuando la radio nacional húngara interrumpió su programación y empezó a ofrecer música religiosa mientras las campanas comenzaron a tañer. En esos momentos se cumplía el aniversario de la triste noticia que un año atrás había consternado a la ciudad y empañado la vida en el Palacio Real: el piloto István Horthy, hijo de Su Alteza el regente, había muerto en un accidente aéreo cuando participaba en un ataque contra posiciones del Ejército Rojo en los Cárpatos.

István Horthy era, lo mismo que su hermano mayor Miklós, uno de los jóvenes más apuestos y admirados de la alta sociedad de Budapest. Su presencia en las fiestas de gala se había convertido en una condición indispensable para que pudieran ser consideradas como un éxito. Muchos dignatarios de la corte veían con inquietud la propensión de los dos hermanos a las diversiones y al derroche, pero enseguida cambiaron de opinión cuando nada más comenzar las incursiones soviéticas, Miklós se convirtió en ayudante diplomático de su padre e István, que estaba recién casado, se alistaba voluntario en la aviación. En el curso de piloto coincidió con su amigo de infancia, el conde de Orssich, y ambos fueron destinados a un escuadrón de cazas que actuaba como avanzadilla de la resistencia a la penetración de las tropas comunistas.

Tanto István Horthy como el conde de Orssich tripulaban aviones de bombardeo ligeros Regione Due Mile, de la casa Fiat, proporcionados por la Italia de Mussolini a las Fuerzas Armadas Húngaras a raíz de su incorporación al Eje. Aquella mañana, viajando en el coche del hijo del regente desde la residencia de oficiales hasta los hangares, el conde de Orssich e István Horthy comentaron la facilidad con que los aparatos, que tenían una hélice demasiado grande para su volumen, capotaban a poco que se enfrentasen con una ráfaga de viento. La víspera precisamente Orssich había pasado verdaderos apuros para hacerse con el control de su aparato con el que consiguió remontar cuando ya rozaba los árboles.

Aquel día, cuando aterrizó unas horas más tarde de su conversación con István, feliz tras haber cumplido una misión muy peligrosa, el conde ya desde la cabina observó que había ocurrido algo grave. Nadie se acercó a ayudarle a descender, los soldados corrían de un lado para otro, los oficiales gritaban de manera desacostumbrada… Cuando entró en la sala de descanso de los pilotos, el ambiente era desolador. Nadie quería darle la noticia. Fue el coronel, que permanecía abatido en un rincón, quien le informó de que su amigo, el hijo del regente, había muerto. El avión había capotado sobre un paraje boscoso y las ramas de los árboles habían impedido al piloto restablecer el equilibrio del aparato y remontar el vuelo.

Los funerales en Budapest habían constituido una impresionante manifestación de duelo, en versión de la prensa. Pero se vieron empañados por el rumor, que la Historia siempre encontraría carente de fundamento, de que el hijo del regente había muerto cuando volaba hacia posiciones soviéticas con el fin de reunirse en secreto con generales rusos para negociar las condiciones de un armisticio. Los alemanes, que conocían las intenciones de Horthy de desasirse de su tutela, sabían que era mentira, pero cada vez se hallaban más convencidos de que el regente maquinaba en secreto alguna estrategia para romper sus compromisos con el Reich.

Con todo, István Horthy alcanzó la condición de héroe nacional en cuestión de horas. Además de la aureola de popularidad que disfrutaba, haber muerto por defender la patria frente a la agresión bolchevique acabó convirtiéndole en un mito popular como lo reflejaba el ambiente de sentimiento que despertó su aniversario. Todas las miradas de compasión se volvían hacia su joven viuda, Ilona, condesa de Edelsheim, su hijo de tres años y sus padres. Al igual que habían hecho el día del entierro, el regente y su esposa presidieron los funerales del aniversario con gran dignidad y sin exteriorizar en ningún momento el dolor que les invadía. La figura de Horthy, tan desdibujada y tan cuestionada en los últimos meses, despertó nuevas muestras de simpatía y adhesión que él, dando pruebas una vez más de su instinto político, intentó aprovechar enseguida para frenar las deportaciones de judíos y confirmar el Gobierno del general Géza Lakatos.

Los acontecimientos tanto dentro como fuera de Hungría no permitían un respiro en la grave situación en que se hallaba el conflicto. El día 23 Rumania firmó el armisticio con los aliados. El rey Miguel, que había negociado en secreto con los ingleses, mandó detener al general Antonescu, el dictador que con mano férrea venía aplicando las directrices alemanas en el país y, unas horas después, declaró la guerra al Reich. En el cuartel general del Führer, la noticia de lo que consideraron la traición rumana fue recibida casi al mismo tiempo que la confirmación de la entrada de los aliados en París. Hitler estaba furioso con sus generales. Hungría, que hasta esos momentos tenía una importancia relativa para el Reich, pasaba a convertirse en un territorio crucial para poder afianzar la defensa en el frente del Este.

Efectivamente, acosadas por las tropas con las que unos días antes combatían en las mismas trincheras y amenazadas por la llegada de contingentes aliados, las divisiones de la Wehrmacht estacionadas en Rumania iniciaron una retirada hacia territorio magiar que en menos de una semana duplicó la presencia militar germana en Hungría. Con los nuevos efectivos, los militares alemanes reforzaron el control de los puntos estratégicos de la capital, incrementaron las defensas aéreas y fortalecieron las líneas defensivas en los Cárpatos. La capacidad de decisión de las fuerzas de defensa y de seguridad húngaras quedó prácticamente anulada. Al Gobierno casi no le quedaban ya poderes efectivos mientras que el regente apenas conservaba la capacidad constitucional de firmar los decretos que debía publicar la Gaceta Oficial del Reino. Porque, curiosamente, a pesar del caos reinante, la Constitución seguía en vigor y el Parlamento, aunque muy mermado y casi inactivo, seguía funcionando.

El día 28 de agosto, tras una áspera conversación entre Horthy y el plenipotenciario del Reich, Edmund Veesenmayer, el regente promulgó una orden de expulsión del país contra Adolf Eichmann. Y sorprendentemente, el poderoso y soberbio sturmbannführer la acató de manera inmediata. En cuestión de horas hizo las maletas, se despidió de sus colaboradores y partió para la estación Keleti donde el tren para Viena tuvo que esperar un buen rato por él y su voluminoso equipaje. Ya en el estribo, y en voz muy alta para que los que habían ido a despedirle lo escucharan, declaró que se iba, pero que regresaría. Y pronto. La expulsión de Eichmann, que amenazaba con frenar los planes para deportar a los 220.000 judíos que aún sobrevivían en Budapest, irritó una vez más a Hitler. Hungría era, entre tantos problemas como le agobiaban, como una avispa que revoloteaba alrededor de su cabeza, zumbándole en el oído y amenazando continuamente con picarle en un ojo.

Veesenmayer y los jefes de las divisiones estacionadas en el país recibieron al día siguiente instrucciones para actuar con mano aún más dura. El Gobierno de Lakatos se enfrentó con un ultimátum ante el que acabó cediendo: el 4 de septiembre, Hungría declaraba la guerra a Rumania. La posibilidad soñada por Horthy de que los aliados liberasen a su país al margen de los soviéticos entrando por el Este, se esfumaba. Y los alemanes, incluso sin Eichmann, seguían imponiendo una política de persecución contra los judíos que la policía húngara y los partidos de extrema derecha, particularmente los cruzflechados, aplicaban con verdadero sadismo. El regente compartía la idea de que los judíos como colectividad no resultaban simpáticos al resto de la población, pero no podía admitir que las antipatías personales llegasen a extremos de venganza como los que se estaban aplicando. Tenía informes sobre la mesa de que varias decenas de personas habían sido asesinadas con total impunidad en comisarías, sedes de organizaciones pronazis y en solares, cunetas, estaciones e incluso en apartamentos de las propias casas estrelladas donde se hallaban recluidos. En dos casos al menos, los nyilas —militantes del partido de la cruz de flecha de Ferenc Szálasi— habían asaltado los cuartos donde vivían familias judías para robar las joyas que sospechaban escondían y ante la pasividad de los guardias de la puerta habían matado a sangre fría a todos los ocupantes.

* * *

—¿Tenemos alguna forma de ponernos en contacto con los sefardíes? —preguntó Ángel Sanz Briz.

La señora Tourné y Zoltán Farkas se cruzaron miradas de interrogación. El encargado de negocios llevaba unos días un tanto extraño. Desde la reunión en la Nunciatura hablaba poco y a veces cuando le hablaban a él daba la sensación de que no estaba escuchando. Era evidente que le preocupaba la situación de los quinientos niños cuya evacuación a Tánger empezaba ya a dar por descartada. Los alemanes no respondían y la Embajada en Berlín parecía evidente que había perdido influencia. Tras muchas gestiones, muchos tiras y muchos aflojas con las autoridades húngaras, Sanz Briz había logrado que los trasladasen a Budapest donde permanecían bajo protección de la legación de España en unas residencias. Aquella mañana calurosa había llamado a las dos personas de su mayor confianza para analizar con ellos la mejor manera de garantizar, primero su seguridad, y después su cuidado. Luego, el encargado de negocios pasó al tema de los sefardíes:

—Algunos tienen su pasaporte en regla y vienen a renovarlo cuando les va a caducar. Pero son pocos. Durante la guerra en España algunos lo dejaron vencer por miedo a tener que alistarse en el servicio militar —explicó la canciller.

—Es cierto. Y ahora bien que lo lamentarán —dijo el abogado—. Pero, sí, deben de ser muy pocos. Algunas veces he oído hablar de una reducida colonia de emigrantes del imperio otomano que hablaban español y se comportaban de manera diferente. Pero ya deben de haberse integrado y dudo que queden muchos.

—Sí deben de quedar, sí —rectificó la señora Tourné—. Los que vienen por la legación hablan siempre en plural. «Nosotros, los sefardíes; la colonia sefardí debería…». Pero a saber dónde estarán ahora. Los de fuera, seguro que deportados o… vaya usted a saber. Tal vez convertidos en jabón si es verdad lo que dicen. Y los de Budapest…

—¿En jabón? —la interrumpió el diplomático.

—Eso dicen. En los campos de internamiento los matan y con la grasa de los cadáveres hacen jabón. Como para no lavarse una en la vida, ¿verdad? —replicó la canciller.

—Imagino que no llegarán a tanto. Aunque parece fuera de dudas que barbaridades con ellos las cometen todas —dijo Sanz Briz.

—Nada bueno con ellos van a hacer, desde luego. Y teniendo en cuenta que ninguno regresa para contarlo… ¡PufFf! —exclamó Farkas, expeliendo con fuerza el aire.

—Vamos a ver si podemos hacer algo por ayudarles —prometió Sanz Briz—. He formulado consultas al Ministerio para ver hasta dónde podemos llegar. De momento hay que preocuparse de los niños. No podemos olvidamos, primero de que son quinientas criaturas inocentes, y segundo que están bajo la protección de España. Tendremos una gran responsabilidad ante Dios y ante nuestra dignidad como nación si les ocurre algo. Hay que emitir hoy mismo unas cartas de protección colectivas que les mantengan documentados y hay que vigilar que reciban buen trato y no les falte ni comida ni cuidado médico.

—Eso puede costar mucho dinero, don Ángel. Y la legación ahora mismo está casi sin fondos. Las transferencias de Madrid cada vez llegan con más dificultades.

—No importa. Eso no es problema. Los gastos los asumiré yo personalmente. Dispongo de liquidez en mi cuenta particular para hacer frente a lo más urgente. Y pediré a mi familia que me haga un giro con urgencia.

A la señora Tourné se le torció el gesto cuando el jefe de la legación sugirió que fuese Gaston quien se ocupase de visitar las residencias donde los niños permanecían internados y de informar a diario de los problemas o necesidades que fuesen surgiendo. A la canciller le daba miedo que su hijo, de origen judío igual que ella, tuviera que estarse moviendo por la ciudad y, tal vez, teniendo que enfrentarse a los nazis. Pero no dijo nada. Tomó nota en el cuaderno que siempre llevaba en la mano cuando entraba en el despacho del encargado de negocios.

—Que les lleven también algo para que puedan jugar. No sé, pelotas, muñecas, cosas así. ¿Podremos conseguir algunos juguetes? —sugirió Ángel Sanz Briz.

—Sí, señor. Aunque lo que más necesitarán será alimentos…

—Por supuesto. Eso es lo primero. Que Gaston hable con los cuidadores. Ellos saben qué es lo más urgente. Pero los niños también necesitan jugar. Y no se trata de cosas incompatibles —sentenció el diplomático con resolución. Al hablar de los pequeños no podía evitar que le conmoviese el recuerdo de su hija, de quien hacía más de dos semanas que no tenía noticias—. Respecto a los sefardíes —prosiguió—, piensen qué podemos hacer. Usted, señora Tourné, revise los libros a ver cuántos tienen el pasaporte en regla y quiénes son los que lo tienen caducado. He estado estudiando nuestra legislación al respecto y creo que podríamos documentarlos de nuevo tanto a ellos como a sus familiares askenazis sin mayor dificultad.

—El real decreto de diciembre de 1924 lo permitía. Pero creo que tenía un plazo límite para acogerse que terminaba en 1930 si no recuerdo mal —aclaró el señor Farkas.

—Así es. Lo estuve estudiando. Creo de todas formas que en las circunstancias excepcionales que concurren, podemos aplicar aquella disposición con carácter retroactivo. Lo que ya será más difícil es enviarlos a España. Nuestro Gobierno es reacio a que entren emigrantes mientras persistan las dificultades económicas derivadas de la guerra. Habría que gestionar para ellos algún permiso de residencia fuera, en algún tercer país. Veremos qué se puede hacer.

—También convendría alertar al Ministerio de que España tiene nacionales que está dispuesta a proteger —comentó el abogado.

—Lo voy a hacer. Voy a advertirles de la condición de españoles de los sefardíes. Así, cuando surjan los conflictos, que surgirán, no podrán llamarse a engaño. Por favor, señora Tourné, conciérteme una entrevista con el subsecretario si puede ser para mañana mismo. Le agradeceré su intervención en la liberación de ustedes y le hablaré de los sefardíes. Sería bueno saber cuántos son, pero imagino que eso será poco menos que imposible en las circunstancias actuales.

—¿Sugiere que hagamos correr la voz? —preguntó Farkas.

—Pues, sí. Intenten establecer contacto con los que tengan pasaporte o lo hayan tenido. Sería bueno para ellos que viniesen a la legación para poner sus documentos en orden y, si es necesario, para hacer las gestiones necesarias a fin de que su condición de extranjeros y ciudadanos de un país neutral sean respetados. Creo que podemos hacer una buena obra.

* * *

El conductor tuvo que dar un volantazo brusco a la derecha para poder entrar en la explanada que se extiende delante de la estación Nyugati. El ocupante del asiento trasero del coche, el encargado de negocios español, que en los últimos días se mostraba menos hablador que antes, parecía medio dormido cuando de pronto, sin darle tiempo a colocar el intermitente, le ordenó:

—Entre a la estación. Voy a ver qué está pasando con la valija. No me sorprendería nada que la tengan abandonada en algún rincón.

—A estas horas será difícil encontrar a nadie con quien tratar, don Ángel. Usted sabe que por uno o por otro, en este país no hay quien dé golpe.

Ángel Sanz Briz abrió la puerta e iba a descender del coche, cuando escuchó la voz del conductor que le sugería:

—Quédese usted. Voy yo a preguntar. Conozco a gente que trabaja aquí y que tal vez pueda ayudarnos. O si lo prefiere, guardo la bandera y le acompaño.

—No. No se preocupe. Lo haré yo. Quédese usted en el coche. No me fío si lo dejamos solo.

La gigantesca mole de la estación de donde partían los trenes para el Oeste, estaba desierta. Los puestecitos en que tradicionalmente se vendían chucherías, refrescos y periódicos habían sido abandonados. De la larga fila de taquillas enrejadas que se abrían en una imponente pared de mármol, sólo una seguía abierta, pero el empleado también parecía haber desertado. El diplomático español permaneció unos minutos a la espera, llamó dos o tres veces con los nudillos, y finalmente optó por acercarse a los andenes, de donde llegaban algunas voces, a ver si veía a algún ferroviario que pudiera informarle. Los trenes estacionados daban la impresión de llevar mucho tiempo parados en las vías laterales que desembocaban en el andén principal. No se veía a nadie. El reloj circular que establecía los horarios oficiales de partida de los convoyes estaba parado, quizás por falta de cuerda, en las cuatro y veinte. Ángel Sanz Briz miró su Patek Philippe de oro y pasaban ocho minutos de las siete.

Caminó por el andén del otro lado en dirección a las voces que escuchaba en la lejanía y divisó al fondo una formación larga de hombres con ropas oscuras que a pesar del calor se cubrían con gorras y sombreros. Inicialmente creyó que eran reclutas que se incorporaban a filas. El Ministerio de la Guerra acababa de ordenar la movilización de todos los jóvenes nacidos en 1925, es decir, los que acababan de cumplir o cumplirían en lo que restaba de 1944 los 19 años. Cuando se acercó un poco más observó que estaba equivocado: muy pocos de aquellos hombres, unos trescientos quizás, eran jóvenes. Por el contrario, algunos mostraban claramente los rasgos de la vejez. Todos parecían cansados y muchos reflejaban en sus rostros síntomas evidentes de terror. Permanecían de pie, en fila de a tres, con sus hatillos y maletines raídos en el suelo, cambiando de vez en cuando de posición para no caer rendidos. Seguramente habían caminado unas decenas de kilómetros para acceder por su pie a la deportación que les aguardaba.

Desde una prudente distancia, con el corazón encogido y tratando de dominar la rabia sorda que empezaba a concentrársele en las sienes, el representante diplomático de España observó durante unos minutos la escena. Desde ese momento ya no hablaría de oídas. Era la primera vez que presenciaba en directo la deportación de judíos en masa. Por un instante estuvo tentado de volver al coche. Pero la curiosidad y la indignación pudieron más que su prudencia diplomática. Se tentó instintivamente el bolsillo interior derecho de la chaqueta para comprobar que llevaba encima sus documentos y echó a andar con buen paso hacia la formación. Varios policías y cuatro voluntarios con el inconfundible uniforme de la cruz de flecha ejercían a gritos su autoridad con los prisioneros. Al fondo, de pie ante la puerta del despacho del factor de la estación, dos oficiales de las SS contemplaban la escena con indiferencia. Uno de ellos le miró un instante y enseguida volvió la vista a la formación donde parecía haber surgido un pequeño incidente.

A escasos metros de los oficiales de las SS goteaba un grifo mal cerrado. Algunos detenidos habían logrado autorización para acercarse de uno en uno a beber. Hasta que en un momento determinado un hombre mayor, que a duras penas conseguía sostenerse en pie, hizo ademán de acercarse al agua sin pedir permiso. Uno de los guardias se abalanzó sobre él a porrazos con verdadera furia. El hombre intentó protegerse torpemente con los brazos y al primer golpe que le alcanzó de plano en la cabeza cayó al suelo. Sus compañeros de filas se apartaron para evitar pisar el círculo de sangre que se iba formando a su alrededor. Los guardianes intercambiaban voces en húngaro que Ángel Sanz Briz no entendía. Apenas acertaba a concluir que eran órdenes para los restantes detenidos que al escucharlas hacían esfuerzos sobrehumanos por permanecer erguidos y sin mirar al lugar del incidente. El diplomático español se acercó a uno de los oficiales de las SS y, mostrándole su credencial, intentó explicarle que venía a recoger una maleta perdida. El alemán, que no entendía nada de lo que quería decirle, le alejó con un gesto de la mano. Dos detenidos, atentamente vigilados por cuatro guardianes, estaban levantando el cuerpo del infortunado que en un mal momento se había dejado dominar por la sed.

Ángel Sanz Briz se asomó a la oficina del factor, ya más con la intención de disimular su curiosidad que de otra cosa, y comprobó que estaba vacía. Al volver la vista al andén, el oficial de las SS con el que había estado intentando hablar le hizo un gesto con los dedos de la mano en dirección a la boca para informarle de que el empleado estaba cenando. El hombre herido era llevado en balancín por dos de sus compañeros hacia el fondo del andén y en el cemento podía verse el rastro rojo que sus heridas iban dejando. Al alejarse, y dando rienda suelta a un impulso que instintivamente le salió de dentro, el diplomático preguntó en voz alta:

—¿Sefardíes? ¿Alguno de ustedes es sefardí? —hizo una pausa y tras comprobar que los oficiales de las SS seguían sin prestarle atención, añadió—: ¿Alguien tiene algo que ver con España? ¡Sepharad! ¿No? ¿Nadie?

Nadie se inmutó en las filas. Ninguno tenía fuerza ni para ver ni para oír ni para entender. Sanz Briz regresó al hall de la estación. Sobre la taquilla abierta habían colocado un cartel que ponía Viena. Cinco o seis personas hacían cola para comprar billete para el tren de la noche. Al llegar al coche el conductor le contó que los alemanes habían derribado un avión de combate norteamericano al sur de la ciudad y que el piloto, que se lanzó en paracaídas, había sido capturado flotando en el Danubio.

* * *

Las sombras iban envolviendo lentamente la ciudad condenada a dormirse a oscuras. Ángel Sanz Briz había empezado a dar cuenta de las sardinas que le había servido el ama de llaves de su residencia y observaba desde el ventanal del salón el jardín cuando vio a un hombre moverse entre los arbustos con gran agilidad. Inicialmente creyó que era el jardinero, un hombre un tanto misterioso, parco en palabras, que caminaba como si huyese de alguien, aparecía y desaparecía en las horas más insospechadas, y casi nunca hacía caso a las sugerencias. Ya había estado a punto de despedirle en una ocasión, pero se dio cuenta a tiempo de que conocía el oficio y, aunque anárquico, era trabajador y responsable. Aquel verano el jardín era una verdadera hermosura. Los rosales, bien abonados y bien regados, habían florecido todos al tiempo, y el conjunto, con los tulipanes, las adelfas y los crisantemos componían una deliciosa sinfonía de colores que el representante de España en Hungría no se cansaba de admirar. El olor embriagador del jazmín que crecía justo debajo del ventanal, era la única compensación que el diplomático había tenido aquel caluroso día de finales de agosto en una ciudad que en pocas semanas se había transmutado de verdadera delicia en auténtico infierno.

Abstraído en sus reflexiones, no escuchó que alguien llamaba a la puerta ni la breve conversación de la sirvienta con el desconocido que aprovechando las primeras sombras de la noche se había colado en el recinto de Villa Széchenyi. La empleada lo hizo esperar a la entrada, se acercó con pasos sigilosos al saloncito desde el que Sanz Briz contemplaba la bella panorámica de Buda que se extendía a sus pies y le dijo en voz muy baja:

—Está ahí un señor que quiere verle. Parece un poco nervioso. Me ha dicho que es urgente.

—¿No ha dicho quién es?

—No, señor. Dice que se lo explicará a usted.

El diplomático sopesó unos instantes la situación. En las últimas semanas ya había recibido en su casa algunas visitas inesperadas. Una vez había sido un diputado que quería un visado para que su esposa pudiese salir hacia algún país sin guerra. Pocos días antes fue un emisario del gabinete del regente, que le traía información reservada sobre la carta que había enviado a Hitler en respuesta a las desconsideradas amenazas de Ribbentrop tras el cambio de Gobierno, y a veces llegaban mensajeros de la Nunciatura con copias de notas o informes elaborados por los miembros del Episcopado en diferentes lugares. Pero todos se anunciaban cuando se les abría la puerta. Era la primera vez que alguien se presentaba de incógnito. Sin embargo, apenas dudó.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó.

—Normal.

—Bueno. Hágale pasar.

La sirvienta al llegar a la puerta se dio la vuelta, miró la botella de cerveza y la lata de sardinas a medio consumir que permanecían sobre la mesa y lo recogió todo apresuradamente. Unos segundos más tarde, entró en el salón un hombre de unos cuarenta años, con fuertes entradas en el pelo, y en mangas de camisa.

—Buenas noches —saludó—. Perdone mi atrevimiento y que le moleste a estas horas. Soy el ingeniero Ottó Komoly. Quizás me conozca de nombre. Era el presidente de la Federación Sionista Húngara. De hecho lo sigo siendo, aunque como usted comprenderá, poca representación nos queda. Aparte de que a mí me consideran el jefe de la Resistencia y nada desean más que echarme la mano encima para cortarme la cabeza.

Ángel Sanz Briz escuchó sin mostrar sorpresa aunque enseguida se percató de la delicada situación en que se hallaba. Tenía en su casa al hombre más buscado de Hungría, aunque Komoly no era un delincuente ni constaba que hubiese hecho nada como para tener que huir de la justicia.

—Me he arriesgado a visitarle, señor Sanz Briz, después de conocer el interés con que se tomó la situación de los quinientos niños que nuestros amigos de Tánger quieren acoger, y la…

En un reflejo casi instintivo, el diplomático le hizo una seña con la palma de la mano para que aguardase un instante. Se volvió hacia la ventana abierta, comprobó que no había nadie por los alrededores y bajó las cristaleras. Luego le hizo seña de que se sentara en el sofá contiguo a su butaca preferida. Por la cabeza no dejaban de pasarle ideas a cuál más inquietante. Si aquella entrevista llegaba a conocimiento del Gobierno, en el mejor de los casos sería declarado persona non grata y su carrera seguramente se vería truncada. Los húngaros, que hacía tiempo acusaban a España de falta de comprensión, aprovecharían para volcar en él sus represalias. Claro, pensaba, que si la información llegaba a los alemanes, la cosa aún podría ser peor. Las relaciones de Franco con el Reich ya no eran como antes, pero ningún secretario de embajada justificaría un conflicto con Berlín.

—Como le estaba diciendo, valoramos mucho, señor Sanz Briz, su caballerosa disposición para resolver el problema de los niños, la protección que les están brindando desde su legación y la valentía con que hace unos días firmó la protesta de los países neutrales contra las deportaciones de judíos. España, además, ha tenido algunos gestos con nuestros hermanos sefardíes que les honran como pueblo y como Estado. Ha sido una agradable sorpresa para nosotros que el régimen español, a pesar de tener una deuda de guerra con el Reich, no sólo no ha ejercido persecución alguna contra los judíos sino que está ayudando a que algunos se salven. Quiero agradecérselo y pedirle, primero a usted como persona sensible a nuestra situación que ha demostrado que es, y después a su Gobierno, que sigan haciéndolo. Tanto los judíos que sobrevivan a este genocidio como sus descendientes, no les quepan dudas de que les estarán agradecidos eternamente.

—Esté usted seguro de que haremos cuanto esté en nuestras manos. En España no existe ningún tipo de leyes discriminatorias entre los ciudadanos. Y nuestro Caudillo, efectivamente, ha facilitado la documentación y evacuación a través de España a numerosos judíos, particularmente sefardíes, que sufrían amenazas en Grecia, Bulgaria, Francia o la propia Alemania. Respecto al problema de los quinientos niños, desgraciadamente nuestra capacidad de maniobra se ha agotado. Les hemos proporcionado documentación, está en regla el permiso para que entren en España en tránsito para Tánger, pero los alemanes han denegado el paso por Austria. No veo forma alguna de sacarlos.

—Por el momento no existe. Habrá que esperar. Me consta que usted hizo mucho más de lo que cabía pedirle para evacuarlos y me consta su preocupación por protegerlos y mantenerlos bien atendidos. No necesita justificar nada. Yo quisiera plantearle ahora otra petición. Se la traigo por escrito y firmada por el presidente adjunto de la Federación Sionista Húngara, Raoul Kastner, y por mí mismo.

El ingeniero Komoly le tendió un papel mecanografiado con una exposición en francés sobre la situación de espera para ser evacuados de 1.691 judíos húngaros retenidos en el campo de trabajo de Bergen-Belsen. La Agencia Judía, con el apoyo de los Estados Unidos, llevaba desde el 21 de junio negociando con el Gobierno español un visado en tránsito hacia Lisboa para el grupo, pero pasaban las semanas sin obtener una respuesta concreta.

—Como usted sabrá —prosiguió el jefe de la Resistencia—, todos los días salen trenes con millares de deportados sin que podamos hacer nada o muy poco para evitarlo. Todos los días mueren en ejecuciones directas o en las cámaras de gas instaladas en algunos campos de exterminio decenas de millares de personas, en su mayor parte de raza judía.

—¿Tienen ustedes constancia de que realmente eso está ocurriendo? Es demasiado brutal para…

—Por supuesto, señor Sanz Briz. Le enviaré pruebas que le van a escalofriar. Se nos acusa de espías, de ejercer resistencia armada… Todo es mentira. No teníamos ni tenemos organización paramililar, como tienen todos los grupos pronazis de la ciudad, ni armas. Mire, señor Sanz Briz: hace cuatro meses, en Hungría había más de 800.000 judíos. Hoy quedamos unos 200.000 en Budapest y seguramente algunas decenas de miles más que todavía sobreviven en los campos donde se encuentran internados. Pero para fin de año, si antes no termina la guerra, calculamos que no quedarán más allá de diez o veinte mil. Y serán, recuérdelo, los que ustedes, los españoles, los suecos, el Vaticano, Portugal y los suizos consigan salvar con su protección. Muy pocos, fíjese, una pequeña parte, pero mire, son vidas. Estadísticamente, una cantidad insignificante; uno a uno, una bendición de Dios. Los suecos, por ejemplo, están decididos a actuar de una manera enérgica y decidida, gústeles o no a los nazis.

—Nosotros —aclaró el encargado de negocios— podemos también echar mano de algunos resortes administrativos para documentar a algunos. Esta misma mañana he dado órdenes a mis colaboradores para que intenten localizar a los miembros de la comunidad sefardí que quieran obtener pasaporte español. Creo que podremos proporcionárselo sin problemas. Y, por supuesto, el pasaporte incluye nuestra protección.

—Sefardíes creo que hay muy pocos. Pero eso que usted me dice es importante. ¿Cómo deben demostrar su condición de sefardíes?

Sanz Briz se encogió de hombros. Ateniéndose a las normas que guardaba su antecesor, era difícil. Lo que ocurría es que al ser tantas y tan dispares a veces, los jefes de misiones o consulados disponían de una gran flexibilidad para decidir. Después de darle muchas vueltas, él ya había tomado una decisión: sería magnánimo otorgando pasaportes provisionales que permitiesen a los beneficiarios librarse de la persecución alegando su extranjería, e incluyendo una cláusula que advertía de la necesidad de obtener un permiso del Ministerio de la Gobernación de España para su transformación en definitivos.

—Bueno, hay diferentes formas. Algunos casos resultan muy evidentes. Los propios nombres y apellidos lo demuestran. Otras veces no resulta tan fácil, desde luego. Pero estudiaremos cada caso que se presente y trataremos de darle una solución. No se trata tanto de conceder una nacionalidad como de salvar una vida. Usted lo decía antes.

—Por supuesto. Pues se lo agradezco mucho. Y no quiero molestarle. Trataré de mantener algún contacto indirecto con usted. Además de que le haré llegar un informe detallado de lo que está ocurriendo en algunos campos de concentración. No se lo creerá, porque eso no cabe en mente humana, pero le garantizo a usted que es rigurosamente exacto. El mundo, que ante nuestro drama se comporta con una incredulidad dramática, pronto descubrirá que ante sus ojos cerrados y en pleno siglo XX se ha estado cometiendo una de las atrocidades más grandes de la historia.

—Lo leeré con mucho interés, señor Komoly. Y enviaré su solicitud a Madrid, aparte de que me preocuparé personalmente del asunto, En cuanto reciba autorización, procederé a documentar al grupo con un pasaporte o un salvoconducto colectivo que les permita abandonar el campo donde están penando. Y, por favor, con la discreción lógica, haga correr la voz entre los sefardíes, e incluso entre sus familiares askenazis, de que si están interesados podemos concederles documentación y protección.

Tras los cristales de la ventana cerrada, Ángel Sanz Briz le vio moverse por el jardín con la rapidez de un felino. Se subió a la tapia y, ocultándose tras un macetero, observó unos instantes la calle desierta. Luego repitió la misma precaución del otro lado y, cuando comprobó que no había nadie vigilando, entreabrió sigilosamente la puerta trasera y se perdió en la espesura del bosque que trepaba por la colina de Istenhegy.

—¿Qué quiere que le prepare para cenar? —escuchó que le preguntaba la sirvienta.

—No tengo hambre. Cualquier cosa —respondió sin quitar la vista del jardín y la calle pendiente que tenía enfrente.

—No sé. Tengo muy pocas cosas en la despensa. Quería explicarle que cada día me resulta más difícil hacer la compra. Aunque madrugo, cuando llego nunca encuentro nada. La gente está empezando a desesperarse.

—¿Ha tirado las sardinas que quedaban?

—No, no. Las tengo ahí por si aún las quiere.

—Sí. Tráigamelas con la cerveza. Y, si acaso, me hace una tortilla francesa.

—Lo siento, señor. Huevos no hay. Hace dos días que intento comprar y no encuentro. Es una de las cosas que más escasean.

Comió una sardina, se limpió el aceite que le arroyó por la bar billa, y encendió la radio. La señal de la BBC entraba con mucho ruido Movió el dial y captó por primera vez una emisora de la Francia recién liberada. La mayor parte de la información estaba polarizada por la euforia con que se estaba celebrando en París el final de la ocupación nazi. Sanz Briz escuchó unos minutos y enseguida echó de menos la precisión informativa de los británicos frente al estilo panfletario de los locutores franceses. Cuando iba a mover el dial, en un nuevo intento por captar la BBC, una sintonía anunció el paso a la información internacional. Tras una primera noticia sobre los últimos avances aliados en los tres frentes, el locutor hizo una pausa para tomar aliento y añadió:

En Hungría la situación continúa agravándose por momentos. Ante la presión de los soviéticos por el norte y el oeste y los intensos bombardeos ingleses, norteamericanos y, en las últimas horas, también rusos, sobre objetivos situados en las inmediaciones de la capital, Budapest, el Gobierno, siguiendo instrucciones de los generales alemanes de ocupación, ha declarado zonas de interés militar todas las regiones carpáticas así como los alrededores del lago Balatón. También ha sido decretado a partir de mañana el cierre de los establecimientos nocturnos y la limitación en el funcionamiento de los transportes colectivos a fin de preservarlos de las bombas y economizar combustible. En las últimas jornadas las alarmas aéreas han sonado en la ciudad hasta seis veces diarias. Todas las personas libres del servicio militar, entre los 14 y los 60 años en el caso de los hombres y entre los 14 y los 50 años tratándose de mujeres, deberán prestar trabajos gratuitos. Los mercados y tiendas están desabastecidos de productos tan indispensables como sal, leche o pan. El descontento entre la población amenaza con un estallido popular de protesta que, a juicio de los observadores, si no se ha producido ya es por temor a la represión de los invasores nazis y sus no menos crueles seguidores magiares.

Aquella noche volvió a dormir mal. A las preocupaciones se unía el calor. Por la mañana, cuando llegó a la legación se encontró sobre la mesa del despacho un sobre amarillo sin remite, entregado en mano y dirigido a su atención.

—Alguien lo introdujo anoche por debajo de la puerta principal —le explicó la señora Tourné—. No he querido abrirlo.

Ángel Sanz Briz rasgó la solapa y sacó un dossier de unos treinta folios de papel fino, escritos en francés en copia azul de papel carbón a un espacio. En la primera página, en mayúsculas, rezaba: «Rapports sur les camps de “travail” de Birkenau et d'Auschwitz». El abigarrado texto incluía, según pudo observar el jefe de la legación española, estadísticas, descripciones de lugares, largas listas de nombres de judíos asesinados, mapas de localización de los campos, e incluso planos de su interior. Conforme lo iba hojeando, el diplomático sentía cómo su cuerpo se iba descomponiendo. Cuando se lo enseñó a Zoltán Farkas, el abogado de origen judío cambió de color.

—Es terrible, terrible —acertó a decir con lágrimas en los ojos—. Esto el mundo no lo sabe ni se lo imagina.

—Vamos a empezar a movernos, señor Farkas. Hay que apresurarse a localizar a los sefardíes.

—Yo ya he enviado algunos mensajes.

—Bien. A los que lleguen hay que atenderlos con rapidez. Y como la caridad debe empezar por la propia casa, vamos a documentarles mejor a todos ustedes. Que la señora Tourné prepare pasaportes familiares para usted y para los demás empleados de la legación. Vamos a emitirles pasaportes provisionales que les permitan adquirir estatuto de extranjeros. Hoy mismo quiero que salgan de aquí todos hechos unos españoles, cuando menos de derecho. E incluyan a sus familiares directos, mujer, hijos y padres si los hubiere.

—Muchas gracias, don Ángel. ¿No le creará a usted problemas en Madrid? Los pasaportes requieren una autorización previa.

—Espero que no. Estamos en situación de guerra. Pondremos, ya le digo, una cláusula de validez temporal. Para renovarlo o prorrogarlo haremos constar que será necesaria la conformidad de las autoridades españolas. No puedo ofrecerles la nacionalidad, pero sí una protección similar a la que les supondría la nacionalidad. Ni los húngaros ni los alemanes tienen por qué saber que se trata de pasaportes con limitaciones.

Mientras sus subordinados preparaban los documentos, el encargado de negocios escribió:

Excmo. Señor Ministro de Asuntos Exteriores.

Excmo. Señor. Muy Señor mío: Adjunto elevo a manos de V.E. un informe sobre el trato a que se condena a los judíos en los campos de concentración alemanes. Dicho informe me ha sido entregado por elementos de la junta directiva de la organización sionista de esta capital. Su origen, pues, le hace sospechoso de apasionamiento. Sin embargo, de los informes que he podido obtener de personas no directamente interesadas en la cuestión y de mis colegas al Cuerpo Diplomático aquí acreditado, resulta que una gran parte de los hechos que en él se describen, son desgraciadamente auténticos. Lo que comunico a V.E. para su debida información.

El Gobierno español sería uno de los primeros en tener datos exactos de la existencia de la más moderna tecnología de la muerte por medio de verdaderas cadenas industriales concebidas y operadas para asfixiar y reducir a cenizas cada día a varias decenas de miles de personas. Ángel Sanz Briz, desde la soledad de su puesto en Budapest, trataba de imaginarse la reacción que el documento causaría en el Ministerio. Pero pasaron los días, las semanas y hasta meses sin que nadie, absolutamente nadie, diera muestra alguna de que lo había leído.

* * *

Casi peor que las migrañas, que la mantenían postrada en la cama la mayor parte del día, era para Anny Koppel enfrentarse cada atardecer con el problema de inventarse algo para que sus dos hijos, Heinz y Helmit, pudiesen ir a la cama con algo caliente en el estómago. Carecía de lo más indispensable para hacerles un caldo, no había forma de conseguir verduras ni aceite, ni huevos y, lo peor de todo, sus escasas reservas económicas empezaban a agotarse. Llevaban varias semanas viviendo gracias a la ayuda de unos amigos cristianos con los que se encontraban a escondidas en las horas en que podían salir a la calle, pero en los últimos días también ellos tenían dificultades para adquirir hasta lo más esencial.

Agobiada con estas preocupaciones, mirando con desolación a la minúscula y desabastecida cocina, tardó en percatarse de que llamaban a la puerta. Era una vecina, quien con gran misterio entró en el cuartucho, cerró la puerta detrás si y, hablándole casi al oído, le dijo:

—Esta noche van a venir a…

Anny se estremeció de arriba abajo. Los niños, tumbados boca abajo en el camastro que compartían, releían un viejo libro de cuentos que les había prestado algún amigo del edificio.

—Creo que debemos irnos. Mi marido sugiere que vayamos a dormir a un piso que tenemos en la calle Práter, a unas cuantas manzanas de aquí. Está desocupado y allí durante una noche será difícil que nos encuentren. Luego, mañana ya se verá. No hay otra solución, Anny. Es mejor arriesgarse que la deportación.

Anny no lo dudó. Aquella familia amiga le inspiraba confianza y tranquilidad. Descosió apresuradamente las estrellas amarillas de las mangas de las chaquetas de los niños, comprobó que no habían dejado marca, y ella se vistió con un abrigo raído en el que no había llegado a colocar la estrella. Una hora más tarde, los cinco subían a un tranvía casi vacío que avanzaba con gran estruendo en la dirección de la casa. A pocos metros ya de su parada, el tranvía adelantó a una columna de judíos, quizás doscientos, que conducidos por varios cruzflechados se dirigían a la estación de Józsefváros. Algunos pasajeros que viajaban en los asientos delanteros, se asomaron a las ventanillas y al pasar a la altura de los prisioneros, comenzaron a insultarlos.

Anny y sus hijos permanecían encogidos y con el corazón en un puño ante el temor a verse descubiertos. Ni siquiera la observación de su vecino, hecha en voz muy baja, apenas audible, les tranquilizó:

—Lo más probable es que los que gritan e insultan sean judíos también. Estoy casi seguro de que lo hacen para disimular su condición. La vida siempre está llena de miserias.

Anny (Koppel) Vándor tuvo que hacer grandes esfuerzos por no romper a llorar. ¡Cómo echaba de menos a su marido! Con él al lado, todo sería diferente. Era un hombre de grandes recursos y seguro que si estuviese allí ya se le habría ocurrido algo para salir de aquella situación. Hacía mucho que no tenían noticias suyas. Pero con los cambios de domicilio, era lógico que las cartas no llegaran.

La casa era confortable pero carecía de mobiliario y de persianas. Para evitar llamar la atención, entraron en silencio y evitaron encender la luz. Caminaban a gatas y enseguida se tumbaron en el suelo, sin comer nada, y durmieron pegados a las paredes, protegidos por las pequeñas cornisas que salían de las ventanas hacia dentro.

—Hay que evitar que los vecinos nos vean —repetía el dueño—. Habrá que moverse agachados.

Los niños se quedaron dormidos muy pronto. Anny, en cambio, no consiguió conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada. Aunque ya estaba acostumbrada a la incomodidad, la dureza del piso le producía dolores por todo el cuerpo. Hablando medio en sueños uno de los niños la llamó dos o tres veces:

—¡Mamá! ¡Mamá! Tengo hambre…

Pero enseguida le oyó respirar profundo de nuevo. E imaginándolo desde su impotencia con las tripas vacías y doloridas por el hambre, dejó rienda suelta a sus lágrimas. Cuando se despertó por la mañana, había tomado una determinación: en cuanto pudiese pasaría por la legación de España a ver si podían ayudarla a ponerse en contacto con su marido. ¡Lo mal que Ferenc lo estaría pasando sin noticias de ellos!

Cerca ya del mediodía, el dueño de la casa, que se había arriesgado a salir sin la estrella en la manga, regresó cabizbajo aunque contento:

—Fue una falsa alarma. No han pasado por la calle Visegrád. Me asomé y todo está normal. Creo que debemos volver.

* * *

«Cumpleaños… ¡feliz!» Ángel Sanz Briz escuchó voces a la puerta del despacho y cuando quiso darse cuenta se encontró rodeado por todos los empleados de la legación que acudían en tropel a felicitarle. No se había olvidado, por supuesto, de que era 28 de septiembre y cumplía 34 años. Pero ni el ambiente ni mucho menos su estado de ánimo estaban esos días para celebraciones. Inicialmente había pensado organizar una cena con todos sus amigos y colegas pero, después de analizar las dificultades y de considerar la mala imagen que causaría en ciertos ambientes una fiesta celebrada en tan dramáticas circunstancias, acabó por desistir. Incluso tenía dudas si hacer algo el primero de octubre, Día del Caudillo. Por un lado debería hacerlo, ya había dejado pasar el 18 de julio, aunque por otro había muchas razones para dejar pasar la fecha. Las otras legaciones tampoco estaban organizando nada especial con motivo de sus fiestas nacionales.

Con los empleados era otra cosa. Todos estaban teniendo un comportamiento admirable. Llegaban puntuales a trabajar incluso bajo los bombardeos. Y, a pesar de todo lo que estaban sufriendo y de las penurias que estaban pasando, seguían mostrando un estado de ánimo excelente. Había sido un día muy complicado, de un Ministerio a otro, teniendo que enfrentarse con interlocutores prepotentes que hablaban sin saber lo que decían, y viéndose obligado más de una vez a tener que ponerse serio y a decirles: «Mi país no va a aceptar…». Menos mal que ante actitudes firmes, se plegaban. Eso es lo bueno que tenían. «Los nazis —pensaba— son como los perros: nunca hay que demostrarles miedo, porque entonces has perdido. Ellos lo que necesitan es que les griten».

Estaba sumido en estas reflexiones cuando de pronto se vio rodeado. Zoltán Farkas, gran melómano y sin lugar a dudas un buen músico frustrado, dirigía el coro con su voz de barítono marcando el tono, y la señora Tourné mostraba una tarta recubierta de chocolate con un 34 dibujado con merengue encima. Había sido preparada en secreto por la cocinera después de recorrer media ciudad en busca de los ingredientes necesarios. El diplomático, que entre visita y visita ministerial había pasado el día añorando a su familia, se emocionó. Intentó decir algo y apenas le salió un gracias tartamudeante que sus compañeros de trabajo rieron con evidentes muestras de afecto. Pasados unos minutos, por fin acertó a decirles:

—Esta prueba de amistad me conmueve. A nadie se le oculta que estamos viviendo unas circunstancias muy duras y es importante que nos sintamos unidos. Hay muchas personas perseguidas sin motivo real, nadie de hecho se ve libre del sufrimiento colectivo que incluso los extranjeros estamos asumiendo. España, ustedes lo saben tan bien como yo, es un país que siempre se ha caracterizado por la generosidad. La figura mítica de don Quijote refleja a menudo nuestra forma de ser y nuestra forma de comportarnos. Y ahora, vamos a tener ocasión de demostrarlo una vez más. La legación tiene sus limitaciones de actuación en un país extranjero, en cuyos asuntos internos otro no debe interferirse. Pero también la legación, y sus miembros en particular, tenemos un compromiso de humanidad con nuestros semejantes que no debemos olvidar.

Los empleados, que no esperaban algo así, se habían puesto serios y escuchaban sin pestañear. Ángel Sanz Briz, hizo una pausa y prosiguió:

—Esta mañana he estado visitando a algunos miembros del Gobierno e incluso de la Policía. Quería informarles, para que luego no haya problemas, de nuestro compromiso con los sefardíes. Los judíos sefardíes son españoles, la legación va a documentarlos como tales con el correspondiente pasaporte, y defenderá su nacionalidad española con la firmeza que sea necesaria. Costó convencerles. Pero al final, me recibió el ministro de Negocios Extranjeros y accedió. Llegamos a un acuerdo absurdo: la legación queda facultada para extender hasta un máximo de cien pasaportes a los sefardíes que los soliciten.

—Sobran. No hay tantos —interrumpió la señora Tourné.

Bueno, eso aún no lo sabemos. Quizás aparezcan más de los que sospechamos. Viniendo hacia la legación he pensado que siempre que sea posible vamos a extender pasaportes familiares. El ministro no precisó si eran cien pasaportes individuales o familiares y nosotros vamos a interpretar el acuerdo en el sentido que nos conviene. Si dicen algo, responderemos que es nuestra costumbre. Y lo defenderemos. Es muy importante que en una situación como la que afrontamos, la legación sepa actuar con firmeza. España no puede dejarse avasallar. Conviene que todos hagamos correr la voz para que los sefardíes y sus descendientes vengan. Nuestros pasaportes pueden ser su salvación.

—Ya han venido algunos. Cuatro o cinco —dijo la señora Tourné—. Todos tenían ya el pasaporte, menos uno. Le tomé los datos y le dije que volviese el martes. A los otros que lo tienen a punto de vencer, también les estoy preparando la renovación.

—¿Les ha dicho que avisen a sus conocidos?

—Bueno, es que, si se corre la voz, puede…

—Mire, señora Tourné. Mejor será extender un par de pasaportes indebidos que dejar que unas personas sean enviadas a los crematorios por tiquismiquis administrativos. Consúlteme las dudas, pero intente abreviar. Esperar hasta el martes, cuando empujan a la gente a los trenes quizás sea muy arriesgado.

—Es que usted no estaba. Y yo no puedo decidir. Hasta ahora emitir un pasaporte siempre ha demorado un par de semanas como mínimo.

—Y lo entiendo. Así debe ser en condiciones normales. Ahora no estamos en condiciones normales. Ya he mandado a Madrid algunas propuestas de actuación y una de ellas, por supuesto, es documentar a los sefardíes. Y Madrid ya me ha respondido en parte: los sefardíes que deseen viajar a España podrán hacerlo a su cargo y sólo en tránsito. Para otorgarles la autorización necesitan un visado de entrada a otro país. Pero eso ahora no importa. No estamos actuando cara a España sino ante Hungría. Y, si me permiten, pasamos al salón de la residencia y nos tomamos una copa juntos. ¿Les parece bien?

Al cruzar por la cancillería, la señora Tourné le mostró unos dosieres apilados sobre su mesa.

—Mire, estos son los sefardíes que han venido hoy. Ya están preparados sus expedientes. Si quiere antes de marcharme dejo ya listos pura la firma los pasaportes.

Ángel Sanz Briz miró por encima y leyó: «Arouch, Alberto, comerciante; Arouch, Magda, comerciante; Arouch, Isac, estudiante; Raflai, Jorge, chófer; Baruch, Isac, comerciante; Baruch, Eugenia, comerciante; Baruch, Peter, comerciante; Egril Imréné, costurera; Egril, Gladys, estudiante…».

—Bien. Veo que algunos son familias. Hágales un pasaporte colectivo. Tome buena nota de su dirección de siempre. Y adviértales que no tienen obligación de vivir en las casas estrelladas y que ante cualquier problema, nos avisen. Es muy importante que si ellos no pueden, alguien nos haga saber enseguida cualquier contingencia que sufran.

—Tienen mucho miedo. Les asusta pensar que les vean entrando en la legación. Temen que haya espías de los nazis aquí. Todos creen que Franco y Hitler son la misma cosa.

—¡Qué disparate! —exclamó el representante de España.

* * *

Los servicios secretos, controlados directamente por el regente, lograron establecer dos vías de comunicación con los comunistas. El propio general Ujszászy entró en contacto con la cúpula del Kremlin mientras que el capitán Marty, uno de los oficiales más brillantes del espionaje húngaro, hacía otro tanto con el presidente Tito. Inicialmente se fijó la fecha de la rendición para el 10 de octubre y, cuando se iba aproximando la fecha, se postergó para el 20. Faltaban por cerrar algunos detalles que serían concretados en Budapest por una delegación secreta que enviaría a discutirlos personalmente el dictador yugoslavo. La reunión fue fijada para el día 15 por la mañana y la representación húngara la encabezaría un delegado del jefe del Estado, concretamente su hijo y homónimo Miklós Horthy.

Los alemanes, mientras tanto, tampoco se mantenían quietos. Aunque contra todos los pronósticos no habían reaccionado todavía a la humillante expulsión de Eichmann, era evidente que en algún momento intentarían tomarse la revancha. La creencia de que sus descalabros en los diferentes frentes de guerra les mantenían sin capacidad de reacción sólo era compartida por los antinazis más optimistas. Los nyilas, organizados en grupos parapoliciales, cada día cobraban más protagonismo en las calles, protegidos siempre por la pasividad complaciente de la Gestapo que los utilizaba, y de rebote de los propios policías húngaros, siempre más proclives a obedecer a los ocupantes que a sus jefes directos. Ferenc Szálasi volvía a mostrarse políticamente muy activo, después de algún tiempo de ostracismo, y en las últimas semanas se le había visto entrar y salir en varias ocasiones de las sedes del poder de los ocupantes. Incluso corrieron rumores de que dormía en la Embajada alemana, a pocos metros del Palacio Real.

A finales de septiembre el plenipotenciario del Reich abandonó el país por carretera y tardó cuatro días en regresar. En los círculos allegados al regente sospechaban, y con buen criterio, que había ido a Alemania a recibir instrucciones. No sabían con precisión, por supuesto, que Edmund Veesenmayer se había reunido durante bastantes horas con Hitler y, mucho menos, que el Führer le había acabado dando luz verde para ajustarle las cuentas de una vez por todas al incómodo Horthy.

La ciudad, mientras tanto, se iba llenando de refugiados rumanos, búlgaros y de las propias comarcas húngaras amenazadas por los avances soviéticos. Aunque la cosecha era excelente, el campo se iba quedando sin brazos y sin tranquilidad para recogerla. Los colaboradores del regente contemplaban con pavor el estallido social que empezaba a vislumbrarse como inevitable. Sólo la presencia de los tanques alemanes en las esquinas, los taconazos atemorizadores de los miembros de la Gestapo, las tropelías de los nyilas, los matones cruzflechados y, sobre todo, los bombardeos mantenían a la gente callada.

Los refugios habilitados en los sótanos eran durante horas y horas del día y de la noche el lugar donde centenares de miles de habitantes de Budapest daban rienda suelta a sus angustias, a sus rabias y a sus reacciones histéricas. La gente estaba claramente dividida entre los partidarios del Eje, que contaban a su favor con el argumento del orden, la defensa nacional y el anticomunismo, y los defensores de los aliados, que tenían que vérselas con la dificultad de defender a quienes les tiraban las bombas.

* * *

El general Lakatos, presidente del Gobierno, comprobó una vez más ante el espejo de su cuarto de aseo privado que su uniformidad estaba en regla, cogió un maletín de cuero repleto de documentos y abandonó su despacho en dirección del vecino Palacio Real. Aunque conocía al almirante Horthy desde hacía bastantes años y mantenía con él unas buenas relaciones de camaradería militar, cuando tenía que visitarle en su condición de regente siempre cuidaba hasta los detalles más minuciosos que imponía el protocolo heredado de la época de los Habsburgo.

Ningún despacho de los que habían mantenido en sus pocas semanas al frente del Gobierno había sido agradable. Todavía no había logrado ofrecerle al regente una información positiva o tranquilizadora. El deterioro de la situación política, social y militar no daba tregua. Todos los esfuerzos de su Gobierno naufragaban frente a los obstáculos que ponían los alemanes, los temores de la población y la falta de moral con que sus ministros actuaban. Esa mañana soleada pero ya fresca de primeros de octubre, tampoco el primer ministro iba con noticias más optimistas.

El regente le recibió con aspecto sobrio. Lakatos era consciente de los esfuerzos que hacía en público para disimular la depresión que sufría desde la ocupación alemana. Lo único que podía hacer era ser breve y conciso. El vuelco de Rumania, a quien unos días antes habían declarado formalmente la guerra, estaba revelándose catastrófico. La policía calculaba que eran ya más de 400.000 los refugiados que habían entrado en Budapest en las dos últimas semanas. Su situación era difícil. Carecían de lo más indispensable y la proximidad del invierno con todos sus rigores amenazaba con volverla aún más dramática. Los alemanes, con la siempre entusiasta colaboración de los cruzflechados, seguían acosando a los judíos que empezaban a morirse de hambre en las casas donde permanecían semiprisioneros. Las deportaciones las llevaban a un ritmo lento, pero estaban aumentando los asesinatos directos. Todas las mañanas aparecían cadáveres en los lugares más insospechados. Todos los días los trabajadores forzosos movilizados por el ayuntamiento recogían los restos mortales de varias decenas y a veces hasta centenares de personas.

Horthy escuchó sin mover un músculo. En su rostro siempre altivo saltaba a la vista ahora la sensación de impotencia. El general Lakatos, además, había dejado para el final la peor de las noticias que había acudido a comunicarle: sin el obstáculo rumano, el Ejército Rojo estaba convirtiendo su avance por territorio húngaro en un paseo militar. Aquella madrugada, las tropas de Stalin estaban a treinta kilómetros de Budapest.

Justo a la misma hora en que el regente despachaba con su primer ministro, tres vehículos militares alemanes cubiertos de polvo penetraban a gran velocidad por los portones, abiertos de par en par para facilitarles el acceso, del palacio de las Rosas, sede del cuartel general nazi. El teniente coronel de las SS, Otto Skorceny, saltó del jeep con gran agilidad e, imbuido de la aureola que le había proporcionado unos meses atrás la liberación de Mussolini en su prisión del Gran Sasso, se adentró a buen paso en el edificio. Los taconazos y el eco de los «¡Heil Hitler!» de los centinelas le acompañaron por el largo pasillo que conducía al despacho bunkerizado de Edmund Veesenmayer.