—Niños, ¡queréis dejar de hacer ruido! —se desgañitaba la vecina gritando por el hueco de la escalera—. ¡Heinz, Helmit! ¿No sabéis que vuestra madre está enferma? Iros a jugar más lejos, por favor.
Anny Koppel, la madre de Heinz y Helmit, llevaba varias horas postrada en la cama víctima de unos dolores de cabeza insoportables. Hacía muchos años que padecía unas migrañas incurables. Ya de pequeña en Czernowitz (en la región austríaca de Bokovina) había sido auscultada sin éxito por todos los médicos de la ciudad. Luego, en Viena, donde pasó su adolescencia y juventud, también su marido, Ferenc Vándor, la había paseado por las consultas de los mejores especialistas con los mismos pesimistas resultados: lo suyo era incurable y, previsiblemente, con la edad las cosas irían a peor.
Aquella mañana de junio de 1944 casi no era capaz de hablar. Hacía algunas semanas que los dolores no la atacaban, pero la tarde del sábado empezaron de nuevo y por experiencia se había dado cuenta de que tenía para largo. Cuando intentó levantarse sintió que la habitación giraba a su alrededor y las piernas le flaqueaban. Los niños estuvieron a su lado un buen rato, en silencio, sin saber qué hacer. Incluso la ayudaron a ponerse en pie para observar a través de la ventana la negrura amenazadora de lluvia que se extendía por encima de los galpones del otro lado del Danubio. Heinz, el mayor, sugirió llamar a la vecina y ella asintió con la cabeza al tiempo que se dejaba caer de nuevo en la cama.
La vecina, una mujer siempre dispuesta para ayudar en la adversidad en que los judíos del barrio estaban viviendo, preparó el desayuno de los niños en un momento y, antes de ponerse a limpiar la casa, le llevó una aspirina con un vaso de agua a Anny.
—Ya he tomado varias. No sé ni cuántas… —musitó la enferma en alemán, con voz casi inaudible.
—No importa. Tómatela e intenta dormirte —le ordenó la vecina al cerrar la puerta de la habitación en yiddish, el idioma en que mal se entendían con la ayuda imprescindible de algunas señas.
Enseguida se quedó amodorrada bajo el efecto de los analgésicos. Había empezado a llover y el viento azotaba las ventanas. En el entresueño nuevas preocupaciones sobre sus hijos vinieron a agobiarla. Hacía más de dos meses, exactamente desde el 5 de abril, no tenían clase. Poco después de la llegada de los alemanes, las autoridades habían cerrado las escuelas. La justificación eran los bombardeos de los aliados, pero en la práctica la medida a quien más afectaba era a los niños judíos. Hacía mucho que la discriminación había llegado a las escuelas y era evidente que ni los nazis ni sus correligionarios húngaros, que solían actuar con mayor fanatismo que los propios alemanes, querían que estudiasen. Ella intentaba enseñarles algo por las noches, pero sus conocimientos eran limitados y, además, tenía el problema del idioma: había llegado a Budapest hacía cinco años y seguía sin hablar húngaro, lo cual dificultaba mucho su comunicación con el resto de la comunidad.
Algún sexto sentido, sin embargo, la alertaba aquel día en medio de la modorra de que algo raro estaba pasando. Los ruidos habituales del edificio revelaban una preocupación especial, notaba nerviosismo en los pasos que llegaban desde la escalera, e intuía conversaciones apresuradas en voz baja de sus vecinos. «¿Qué estará pasando?», se preguntó entre latidos de las sienes. «En fin —se intentó tranquilizar a sí misma—, por mucho que pase, peor ya no nos podemos poner». Nunca su vida había sido fácil después de una infancia entre amenazas y persecuciones y una juventud sujeta a sobresaltos. Pensó en su marido, al que hacía veinte meses largos que no veía. Ferenc era húngaro, pero vivía en Viena cuando se casaron hacía ya quince años.
Ferenc Vándor había combatido como voluntario en el derrotado ejército austro-húngaro durante la Gran Guerra y, en los últimos días de la contienda, cayó prisionero de los rusos que lo tuvieron tres años en Siberia sin saber cuál iba a ser su suerte. Cuando se conocieron Anny y Ferenc él aún reflejaba los traumas de aquella penosa experiencia. En los primeros tiempos de matrimonio habían sido muy felices, pero enseguida empezaron de nuevo los problemas para los judíos como ellos. Los grupos nazis se convirtieron en una amenaza permanente para su tranquilidad. En 1939, pocos meses después de que Hitler consumase la Anschluss, la anexión de Austria, decidieron marcharse. Él tenía toda su familia en Hungría y no tenían dudas de que les ayudarían a rehacer su vida en Budapest. Ferenc era un hombre bien dotado para las actividades mercantiles y en pocos meses consiguió levantar un negocio de exportaciones e importaciones.
Todo cambió cuando, ya en 1942, viajó a Milán primero y a Barcelona después para concretar algunas operaciones y el día que quiso regresar se dio cuenta de que no podía. Con un pasaporte en el que claramente se especificaba su condición de judío, no podía cruzar las fronteras controladas por los alemanes. Hungría estaba rodeada y vigilada por sus aliados del III Reich. Y, desde luego, en manos de los soviéticos tampoco quería caer de nuevo. En Barcelona no encontró especiales problemas para instalarse y esperar, pero conforme iba evolucionando la guerra, cada día tropezaba con mayores dificultades para comunicarse con su mujer y sus hijos. Tenía una trágica experiencia bélica y todos sus esfuerzos, a la vista de las noticias que llegaban de Budapest, iban dirigidos a conseguir sacarlos de allí y traerlos a España. Pero no era nada fácil.
Mientras tanto, todos sus familiares desperdigados por diferentes ciudades húngaras iban desapareciendo sin dejar rastro. Algunos habían sido fusilados, otros intentaban ocultarse donde podían, y la mayoría, unos treinta en total, habían sido deportados. Anny les escribía pero sus cartas no obtenían respuesta. Un día se sintió sola, con sus dos hijos, y casi sin ahorros para seguir subsistiendo. Económicamente su familia siempre se había defendido bien y ella nunca había tenido que trabajar. Es más, aparte de las labores de la casa, se dio cuenta de que no sabía hacer nada. Sólo tenía una alternativa: ponerse a servir, hacer horas en la casa de alguna familia cristiana, pero eso tampoco era posible. Las últimas disposiciones contra los judíos lo prohibían.
La mujer tenía aficiones artesanas que nunca había cultivado y un talabartero del barrio, al que conocía, se prestó a enseñarle a trabajar el cuero. Unos días más tarde montó un pequeño taller en la cocina de su casa, que era el único lugar donde tenía un poco de espacio libre, y empezó a hacer lo más sencillo: cinturones. Compraba el cuero ya curtido y las hebillas ya hechas y con esos materiales enseguida adquirió gran maestría haciendo modelos exclusivos que un artesano también del barrio dedicado a confeccionar guantes accedió a colocar en su escaparate a cambio de una sustanciosa comisión en las ventas. El gran problema que tenía Anny es que no podía salir a vender sus cinturones fuera de las zonas judías ni trabajar casi durante el día. Los dos niños y la casa apenas le dejaban tiempo. Aparte de que trabajar con la atención que exigía el repujado del cuero y la atención de la vista bajo la luz artificial resultaban el peor remedio para sus migrañas.
Eran poco más de las once cuando la vecina entró en la habitación sin pedir permiso y sin reparar en la somnolencia de la enferma. Estaba muy nerviosa y no esperó a que Anny se despertase del todo para empezar a contarle lo que ya era el gran motivo de consternación en el barrio.
—Anny, nos echan…
—¿Cómo…? ¿Cómo que nos echan? —preguntó la enferma sobresaltada e intentando incorporarse en la cama.
—Nos echan de nuestras casas. Ya, inmediatamente.
—¿Que nos echan? ¿Quién, los propietarios? Yo estoy al corriente del pago del alquiler.
—No, no. Ellos. Los…
—¿Los alemanes?
—No, el ayuntamiento. Bueno, sí: los nazis.
—Y nos echan, ¿adónde? ¿Que nos deportan, quieres decir?
—No, de momento, no. Ahora tenemos que irnos a vivir a unas casas especiales para judíos. No quieren que estemos mezclados con los gentiles. Viene en el periódico. Algunos ya están preparando el traslado.
—Pero el traslado, ¿adónde?
—Adonde ellos dicen. Donde nos toque. En unos edificios marcados con una estrella en la fachada. Toda la gente está consternada. Pero tú sigue acostada. Así no puedes ir a ninguna parte. Quizás al estar tan enferma como estás no te obliguen a marcharte.
Pero Anny Koppel no pudo aguantar más en la cama. Enseguida llegaron jadeantes sus dos hijos.
—Mamá, mamá —decía Heinz entrando por la puerta—, tenemos que irnos a vivir a otro sitio. Lo dice todo el mundo. La gente ha empezado a empaquetar las cosas.
—Vamos a ver, hijo, vamos a ver.
Se abrazó a los dos y permanecieron un rato en silencio. Todo giraba a su alrededor y sentía unas náuseas que le producían la sensación de que el estómago se le daba vuelta como un calcetín. Dio un beso a cada uno de los niños y sacando fuerzas de algún lugar oculto, se puso en pie y se vistió deprisa. En la calle no encontraba a nadie que pudiese explicarle en alemán lo que estaba ocurriendo. Los vecinos parecían presa del pánico. Pasó el día intentando encontrar a algún conocido que la ayudara, pero todo el mundo iba de un lado para otro sin detenerse. El desconcierto era total y se agravaba con continuos rumores cada vez más alarmantes.
Al atardecer, Anny y sus hijos empezaron a empaquetar sus enseres más imprescindibles: la ropa de cada uno, las mantas y sábanas, los cacharros de la cocina, las fotografías familiares y algún pequeño objeto de valor que aún conservaban. También empaquetaron los utillajes necesarios para trabajar el cuero, algunos cinturones aún sin concluir y el material que tenía sin utilizar. Sabían que tenían que marcharse, pero ignoraban dónde iban a dormir al día siguiente. Fue una amiga, Joli, quien se ofreció para que su marido, al mismo tiempo que buscaba alojamiento para ellos en alguna de las casas fijadas por el ayuntamiento, intentase también encontrar algo para ella y sus hijos. Aquella noche no consiguió dormir. Conocía mal la ciudad, apenas tenía amistades y sus hijos estaban en una edad muy mala para todo. Que a ella la deportasen y la enviasen a un campo de concentración le daba igual con tal de que los dos niños quedasen a salvo. Pensó en enviarlos al campo, pero todos los familiares de su marido habían dejado de dar noticias desde hacía tiempo.
Poco antes del mediodía siguiente vino a verla su amiga. Habían tenido suerte: en medio del desconcierto general, con unas sesenta mil familias intentando instalarse en los edificios acotados, su marido había encontrado dos habitaciones. Eran muy pequeñas, eran como habitaciones de hotel, pero más grandes, tratándose de familias reducidas como se trataba, no les permitían otra cosa.
—Y, ¿dónde están? —preguntó Anny ansiosa.
—Al norte de la ciudad. En la calle Visegrád, en el número 15. Es un segundo piso. La puerta vuestra es la tercera.
—La calle Visegrád… No me suena. ¿Por dónde cae? ¿Es lejos?
—Bastante. Habrá que ver cómo llegamos. Mi marido está intentando arreglarlo. Habrá que caminar mucho y…
—Y, ¿las cosas?
—Eso estaba pensando. ¡Malditos nazis!
—No hables muy alto, Joli.
—Me da igual que me oigan, que alguien se chive, me da igual todo. Si pudiese, les mataría retorciéndoles la garganta con las manos.
La mujer movió la cabeza a derecha e izquierda.
—Bueno, dejémoslo así. Porque vamos a acabar locos todos y eso es lo que deben de estar deseando esos malnacidos. Vamos a ver si mi marido, que ya sabes que siempre encuentra soluciones para todo, lo arregla.
—¡Qué suerte tener un marido al lado en situaciones así! El pobre Ferenc cómo debe de estar sufriendo sin noticias nuestras. Y, ahora que lo pienso, ¿cómo va a escribirnos?
—Todo se arreglará, mujer. Ahora, lo primero es instalarse donde sea porque aquí no podemos seguir. Allí quizás vayan a prendernos en cualquier momento, pero aquí es seguro que lo harán si desobedecemos sus órdenes. Los nazis no precisan disculpas para torturar o matar a quien sea, pero tampoco es cuestión de evitarles remordimientos de conciencia aportándoles razones para que descarguen su sadismo sobre nuestras cabezas.
El marido de Joli consiguió que el carbonero le alquilase dos carretas de transportar carbón. Estaban preparadas para tracción animal, pero encontrar mulos o asnos que tirasen de ellas en aquellas circunstancias era pedir demasiado. Tenían que moverlas a mano y caminar tirando de ellas por la ciudad cuatro o cinco horas para llegar a su nueva casa. El hombre miró al cielo y comentó:
—Algo ha despejado. Esperemos que no llueva. Si os parece saldremos al amanecer. ¿Lo tenéis todo preparado? Muebles ya sabéis que no dejan llevar. Los apartamentos tienen algunos camastros sin colchones. He visto que los porteros de los inmuebles lo controlan todo. Cualquier cosa que no les parece bien, la requisan u obligan a tirarla a la basura.
Salieron poco antes de las siete. Cada familia empujaba su carreta. En los baches que cogían, surgía una nubecilla de polvo de carbón que removido por el viento acabó tiznándolos de negro a todos. Centenares de familias en circunstancias similares les acompañaban en su misma ruta o se cruzaban con ellos en otras direcciones. En una calle estrecha todavía próxima a su barrio unos jóvenes se asomaron a un balcón y les gritaron: «¡Perros judíos! ¡Iros de una vez para no volver!». Un anciano que presenciaba el éxodo en la acera, cogió un pedrusco y se lo arrojó sin fuerza al grupo. En algunos lugares había policías húngaros que los miraban con indiferencia.
Los dos niños de Anny empujaron el carro como dos personas mayores. Continuamente miraban a su madre que a duras penas conseguía sobreponerse al dolor de cabeza. Sólo hicieron dos paradas para recobrar fuerzas a lo largo del recorrido y llegaron a la casa sobre el mediodía. Era un edificio feo pero sólido. Unos voluntarios escogidos a dedo por el portero colocaban en la fachada una improvisada estrella de David. El portero les recibió revestido de una autoridad verdaderamente despótica. Incluso reaccionó violentamente cuando descubrió que Anny Koppel no hablaba húngaro. Contempló impasible sus esfuerzos por descargar sus enseres y luego, antes de dejarles instalarse, les leyó la cartilla. Prácticamente casi no podrían salir del edificio ni a buscar comida.
—En caso de bombardeo de sus amigos americanos o ingleses —dijo con tono de odio—, bajen a protegerse a los sótanos. Nadie debe quedarse en su casa.
Anny, que no comprendía lo que estaban hablando, seguía atormentándose con sus preocupaciones. ¡Cómo iban a vivir si ya no podía trabajar! Y comprar comida… Por ella, que aguantaba con un vaso de agua, no se inquietaba. Pensaba en los niños, que estaban en la peor edad para pasar hambre.
* * *
Zoltán Farkas, el hombre para todo de la legación de España, casi siempre era el primero que llegaba a la oficina. Vivía cerca de la calle Eötvos y, además, le gustaba madrugar, algo que nadie en el despacho comprendía. El propio encargado de negocios, Ángel Sanz Briz, le gastaba bromas a veces con su empeño por convertir en una competición mañanera la apertura de la puerta de la cancillería. A él no le importaba trabajar hasta tarde ni llevarse deberes para hacer en casa, pero por las mañanas solían pegársele las sábanas al cuerpo con bastante frecuencia, y eso a pesar de que la luminosidad que entraba por la ventana de su dormitorio solía despertarle muy pronto.
Farkas, aparte de estar habituado a saltar de la cama a las seis, también empezaba a sentir síntomas de insomnio. Caía rendido en la cama y unos minutos después ya estaba roncando. Pero por poco tiempo: pasadas hora y media o dos horas se despertaba sobresaltado por alguna pesadilla, empezaba a darle vueltas en la cabeza a sus preocupaciones, y ya no conseguía conciliar el sueño de nuevo hasta la noche siguiente. A sus sesenta años, transcurridos sin especiales problemas, todo se le empezaba a poner cuesta arriba. La vida, que nunca se cansa de dar bandazos, le había llevado a una situación angustiosa.
Procedía de una familia acomodada de ascendencia judía y, a pesar de que no había pisado una sinagoga en su vida ni mantenía especiales relaciones con las colectividades hebreas, cuando cinco años antes comenzaron a aplicarse las primeras medidas antisemitas, su estatus profesional y social empezó a cambiar. Muchos amigos le cerraron las puertas en una actitud deplorable, los clientes de su acreditado bufete le fueron abandonando y, cuando quiso darse cuenta, apenas conservaba su condición de asesor jurídico de la legación española. El trabajo que realizaba era esporádico y no estaba bien pagado, pero algo era algo y, sobre todo, le permitía exhibir una acreditación que le mantenía a cubierto de las persecuciones antisemitas que no paraban de aumentar.
Aquella mañana de junio, caminando encogido por el relente de las primeras horas hacia el despacho se estremeció viendo a centenares de judíos cargados con maletas, macutos y envoltorios, algunos empujando carritos y otros llevando del manillar bicicletas con bultos encima, que se trasladaban hacia sus lugares de confinamiento. Uno de ellos podía ser él, de hecho tendría que ser él con su familia, porque en el bando del ayuntamiento no se contemplaban excepciones. Cualquier día le pararían y en cuanto observasen que entre sus bisabuelos había más de tres de raza judía, sería hombre acabado. Tendría la agravante de haber desobedecido las órdenes y de nada le servirían sus conocimientos legales. Hungría hacía mucho tiempo que había dejado de ser un Estado de derecho aunque, pensándolo se sonrió, curiosamente, incluso bajo ocupación alemana, seguía teniendo una pantomima de Parlamento funcionando.
Era un experto en cuestiones constitucionales y lo que se estaba haciendo con las leyes para que todo tuviera una apariencia correcta le ponía enfermo. Él, cuando empezó a quedarse sin trabajo y dejó de pasarse horas y horas en los juzgados, donde con su apellido ya no sería admitido, cogió el hábito de ir todos los días a la legación e instalarse allí igual que si se tratara de un empleo fijo y rígido. Tanto el ministro, Miguel Ángel Muguiro, como el secretario, Ángel Sanz Briz, eran dos personas cultas y rectas. Los dos estaban en sintonía con la política nacionalista del régimen del general Franco, al que representaban, pero ninguno sintonizaba con las atrocidades que el nacionalsocialismo de Hitler estaba cometiendo con los judíos en todos los países que mantenía bajo ocupación.
Como ninguno de los dos diplomáticos sabía húngaro y Sanz Briz tampoco hablaba alemán, que era el segundo idioma en la ciudad, recurrían a él para que hiciese traducciones de prensa e incluso habían empezado a utilizar sus servicios como intérprete en las entrevistas oficiales que no se desarrollaban en francés. Su dominio de la terminología jurídica y su conocimiento profundo de la situación le estaban convirtiendo en un colaborador muy valioso y pronto así empezaron a reconocérselo. Le pusieron un sueldo fijo, pequeño pero seguro, y le dotaron de una documentación que si bien es verdad que no le confería inmunidad diplomática, sí le servía de salvoconducto para no tener que llevar la estrella en la manga y para evitar de momento cambiar de residencia.
Los periódicos de la mañana, que el repartidor acababa de introducir por debajo de la puerta de la Cancillería, reproducían en sus primeras páginas un artículo de Joseph Goebbels, publicado en el semanario alemán Das Reich. Farkas lo ojeó y se puso a traducirlo. «Alemania —decía el cerebro de la propaganda del Reich—, cuya historia es un nuevo calvario, es la levadura no solamente de Europa, sino del mundo entero. Nuestra generación actual tiene que cumplir una misión en Alemania que sobrepasa casi los límites de las posibilidades humanas. Estamos obligados a atravesar este valle de dolores y solamente a su salida podremos recoger el fruto de nuestros esfuerzos».
Era, interpretó enseguida el abogado, la prueba fehaciente de que la guerra iba mal para los alemanes. Escuchaba cada noche varias emisoras extranjeras y, salvo las controladas desde Berlín, las informaciones coincidían en que el Eje perdía terreno en todos los frentes, incluido, por supuesto, el húngaro. Goebbels, que era astuto y maquiavélico, empezaba a preparar psicológicamente al pueblo para los contratiempos que aguardaban al régimen.
—Buenos días, señor Farkas —saludó la señora Tourné mientras se quitaba el abrigo—. Creo que ya conoce a mi hijo Gaston. Va a estar por aquí con nosotros a partir de ahora. Viene a trabajar, así que cualquier ayuda que pueda prestarle, no dude en pedírsela.
El abogado levantó la vista del periódico y saludó con la cabeza al chico. Ya le conocía. Habían coincidido muchas veces cuando venía a recoger a su madre para acompañarla a casa. En invierno oscurecía muy pronto y la situación no estaba como para que una mujer, y más una mujer judía, anduviese sola por las calles.
—Bienvenido, Gaston. Me alegro mucho de que estés con nosotros.
El chico era tímido y, además, había sido aleccionado la víspera por su madre sobre las claves para trabajar en una representación diplomática: discreción, continencia verbal, y obediencia al jefe. «Los embajadores, ministros de legación y encargados de negocios —le explicó— representan a sus Estados y por lo tanto exigen y merecen un respeto especial. Nunca te sientes en presencia del encargado de negocios hasta que él no te lo ordene ni te adelantes tú a hablarle ni, por supuesto, permanezcas sentado cuando él esté de pie». Gaston asentía en silencio. «Tampoco expreses nunca tus opiniones y menos si son políticas. Aunque España es un país, los alemanes ayudaron a Franco a derrotar a sus enemigos en la guerra civil española, y los españoles le están agradecidos. Don Ángel, el encargado de negocios, es un hombre muy correcto y muy buena persona. Pero él tiene que cumplir su misión y lo hace con una gran rectitud. Lo que él piensa de verdad nunca lo sabremos, porque él, lo ha dicho algunas veces, siempre pone por delante sus responsabilidades oficiales a sus propias ideas».
Ángel Sanz Briz llegó a las nueve en punto. El conductor le acompañó por el patio adentro de la legación llevándole una pesada cartera de cuero negro. Vestía una gabardina oscura y un traje azul marino. Nadie de la legación le había visto nunca sin corbata, pulcramente afeitado y con los zapatos relucientes. Saludó con un escueto «Buenos días» y, aunque se percató de la presencia del hijo de la canciller, no se detuvo. Nunca despachaba nada ni saludaba a nadie, salvo en encuentros fortuitos, fuera de la solemnidad del despacho. La mesa estaba como la había dejado el sábado y como la dejaba siempre: limpia y ordenada. Reparó en la bandera roja y amarilla con el escudo del yugo y las flechas en la franja central que se erguía a la izquierda de su butaca, en el lugar reglamentario. Estaba un poco arrugada, habría que cambiarla por una nueva. Preguntaría a la señora Tourné si quedaban repuestos en el almacén. Cuando iba a sentarse notó un extraño olor a humedad en el ambiente. Había llovido tanto durante el fin de semana que el agua había traspasado las paredes. Iba a encender el primer cigarrillo cuando la canciller llamó con los nudillos.
—Perdone, don Ángel. Quería decirle que está aquí mi hijo, como habíamos hablado el viernes. Está muy asustado por todo lo que está pasando. Pero verá que es un buen chico. Cuando usted quiera lo hago entrar y se lo presento.
—¡Ah! Muy bien. Hágalo pasar ahora mismo. Luego tengo que despachar con el señor Farkas. Dígale que entre.
Gaston entró en el despacho sin atreverse a mirar al hombre que, desde la solemnidad de una gran mesa de madera tallada y un crucifijo de marfil encima, le sonreía. El diplomático le dio la bienvenida y sin invitarle a sentarse le indicó que se pusiera a disposición de su madre.
—Aquí quien manda —le comentó forzando la sonrisa es la señora Tourné.
Cuando madre e hijo abandonaban el despacho, le dijo a ella:
—Adviértale de la confidencialidad y el secreto de…
—Ya lo he hecho, don Ángel. Pierda cuidado. Yo me responsabilizo.
—No tengo dudas. ¡Ah! Dígale, por favor, al señor Farkas que pase.
El abogado entró con los periódicos en las manos. Conservaba su porte señorial de siempre, pero en los últimos meses había envejecido de manera ostensible. La espalda empezaba a encorvársele y el pelo ya estaba casi tan blanco como la nieve que durante semanas y semanas del pasado invierno cubrió la ciudad. Ángel Sanz Briz, aunque era partidario de mantener siempre una prudente distancia personal con sus subordinados, con aquel hombre sentía que empezaba a unirle una cierta amistad. Contribuían a afianzarla el hecho de que Zoltán Farkas nunca intentaba aprovecharse de la confianza que estaba recibiendo y, en definitiva, el ser los dos universitarios y ambos licenciados en Derecho. Para la legación, la colaboración de una persona tan sensata, equilibrada y experta era fundamental.
—Estaba traduciendo un artículo de Goebbels que imaginé podía interesarle. Los periódicos no publican nada que me haya resultado novedoso. Aseguran que durante los bombardeos de la semana pasada sobre Budapest, las defensas germano-húngaras de la ciudad derribaron 17 aviones aliados. En fin, ¿vio usted alguno en el suelo? Yo, tampoco. Como que no iban a publicar fotos de los restos de los aparatos en tierra si fuese cierto, ¿verdad?
—Es lo mismo que dijo la BBC anoche recogiendo un comunicado del cuartel general del Führer. No saben qué decir para enmascarar sus retrocesos. Mire, yo tenía…
—También he visto, eso sí —le interrumpió el abogado—, las nuevas normas dictadas por el Ministerio del Interior sobre el confinamiento de los judíos. Se ve que el ayuntamiento, en su bando del otro día, se quedó corto. El Ministerio, ante las dudas que le hicieron llegar los porteros de los edificios estrellados matiza que los individuos de raza judía sólo pueden salir a la calle entre las dos y las cinco de la tarde. Se les prohíbe visitar los parques y ocupar asientos en los transportes públicos salvo en los espacios o vagones reservados para ellos. En los refugios aéreos deberán dejar los lugares más seguros a los cristianos. Además, no podrán hablarse a través de las ventanas ni visitar a personas o familias de otras religiones. Con todo, lo más grave es que se les retiran las cartillas de racionamiento. No sé qué van a comer.
—Además de cruel, humanamente cruel, es insensato. Son muchos miles de desesperados; muchos miles de personas que no tienen nada para perder y en cualquier momento pueden provocar un estallido social de consecuencias incalculables. No sé adonde quieren llegar.
—Quizás sea lo que pretenden. Sería una disculpa para librarse de unas cuantas decenas de millares. Fue lo que ocurrió en Varsovia. O la semana pasada en un pueblo de la Francia ocupada. ¿No lo escuchó en la radio?
—No recuerdo. ¿Qué pasó?
—Ocurrió en un pueblo llamado Oradour-sur-Glane, o algo por el estilo. Las SS asaltaron la localidad, obligaron a los habitantes a entrar en la iglesia y algún edificio público más y, cuando los tuvieron a todos dentro, prendieron fuego a los inmuebles. A los que intentaban huir por las ventanas, los mataban a tiros según iban saltando. Creo que se salvaron diez personas de los cerca de setecientos habitantes que había. Es una de esas cosas que por mucho que se las cuenten a uno, uno nunca se cree —hizo una pausa larga en espera del efecto de sus palabras y, ante el silencio de Sanz Briz, continuó—: Y aquí parece que van a empezar pronto las deportaciones. En las provincias ya están terminando y ahora le toca a Budapest. Quieren dejar la ciudad limpia de judíos en cuatro semanas. Y, ya sabe, los que llevan, no regresan. Qué hacen con ellos no lo dicen pero todo el mundo lo sabe. Es terrible, don Ángel, terrible… En fin, lo que tenga que ser, será, claro.
—Lleve siempre encima la documentación diplomática que le hemos extendido. Y en caso de peligro, véngase con su familia a la residencia, que está vacía, como sabe, o avíseme inmediatamente.
—No quisiera molestarle más. Pero, si me veo en apuros, lo haré. Qué remedio.
—Déjeme la traducción de las nuevas disposiciones, porque voy a preparar un despacho con todo lo de estos días.
—Todavía no las tengo escritas. Será cuestión de veinte minutos. Estaba acabando lo de Goebbels.
—Me las va a leer y tomo nota. Porque necesito que se ponga con un documento muy importante que quiero enviar a Madrid con urgencia. Es el informe que el príncipe primado ha enviado a los señores obispos sobre sus gestiones acerca de las autoridades. Creo que es muy interesante. La Iglesia ya no ve en los nazis a unos aliados en su enfrentamiento secular contra los judíos. Sospecho que en su cambio drástico de actitud está influyendo bastante que estos bárbaros están persiguiendo con la misma saña a los judíos que a sus familiares conversos al catolicismo, que hay muchos, más de los que yo pensaba.
—En Hungría, unos 56.000, según tengo entendido.
—Más o menos, sí. Y entre ellos, medio millar de religiosos: sacerdotes, monjas, frailes, seminaristas… Bueno, como le decía, he conseguido este documento y quiero hacérselo llegar a Madrid. Mi Gobierno es muy sensible a las iniciativas del clero. Y el cardenal Justinianus Serédy es una personalidad muy respetada. Durante nuestra guerra de liberación, siempre apoyó la causa nacional. Estoy seguro de que este documento despertará mayor interés que cincuenta despachos nuestros juntos. Se lo digo sin haberlo leído, que conste.
—Me pongo con él inmediatamente. A ver si lo tengo listo para el mediodía.
—Haga lo que pueda. Es largo y quiero enviarlo completo. Si no consigue terminarlo antes de almorzar, procure, eso sí se lo ruego, concluirlo por la tarde. Hay unas iniciativas diplomáticas en curso que sería muy bueno que contasen con nuestro apoyo. Somos, señor Farkas, la potencia neutral europea más importante y está llegando el momento de que empecemos a jugar mejor nuestro papel. Pero para eso hará falta preparar el ambiente en Madrid. España tiene muchos problemas como para que nuestros gobernantes se preocupen u ocupen de los que existen en otros países.
—¡Claro! —asintió el abogado—. Pero el general Franco, que tantas pruebas de anticipación ha dado, imagino que será consciente de que Hitler tiene la guerra perdida, lo mismo que la tiene perdida Mussolini, por más que mantenga la farsa de la República de Saló. En la neutralidad de España casi nadie cree. El Gobierno debería empezar a hacer gestos hacia los aliados si no quiere ser incluido luego entre los perdedores.
—Los alemanes tienen efectivamente muy negra su suerte en la guerra, aunque todavía no les daría yo por derrotados. Estoy convencido de que sus armas secretas pueden dar sorpresas. Los soldados nazis han demostrado ya que no son invencibles como nos habían hecho creer, pero su industria militar, me temo que aún tiene recursos importantes por utilizar. Ahora bien, estoy de acuerdo con sus razonamientos. Y una forma de exteriorizar nuestras distancias con el Eje debería ser una mayor implicación en el salvamento de judíos. España nunca ha sido un país racista y el régimen en ningún momento cayó en la tentación ni en la invitación del Reich para empezar a serlo.
Sanz Briz se echó hacia atrás en la silla, abrió los brazos y concluyó:
—Vamos a poner nosotros algún granito de arena, señor Farkas. El documento del cardenal no irá directamente a los archivos del palacio de Santa Cruz. Estoy seguro de ello.
Nada más salir el abogado, recuperó la carpeta que ponía «Sefarditas» y empezó a revisar su contenido. Además de algunos datos sobre los sefardíes, apenas docena y media, que se hallaban inscritos en la sección consular como españoles, el ministro Muguiro había ido guardando recortes de prensa y documentos sobre la errática política que el Ministerio llevaba sobre la persecución implacable que estaban sufriendo los judíos. Algunos despachos de su antecesor le permitieron conocer los antecedentes de la actitud que hasta ese momento había mantenido la legación. En uno, fechado el 5 de abril, el representante informaba al Gobierno del fuerte impacto que habían causado en la capital las medidas adoptadas contra los judíos. «Se asegura —escribía— que el decreto trata a los judíos con más rigor que la propia legislación alemana sobre el particular».
Más adelante, el representante español añadía: «La ciudad aparece desde ayer llena de individuos que ostentan la estrella amarilla. La reacción de la población no judía frente a tan inusitado espectáculo ha sido de conmiseración. No puede, desgraciadamente, afirmarse lo mismo de las fuerzas alemanas que ocupan Hungría. Desde su llegada a este país numerosas casas de israelitas han sido completamente saqueadas por la Gestapo y sus habitantes maltratados de obra por esta famosa policía que sigue actuando con plena libertad de movimiento. El saqueo y pillaje se ha extendido en varias ocasiones a domicilios de húngaros no judíos pero considerados germanófobos».
Entre los papeles amarillentos más antiguos, Ángel Sanz Briz reparó en una hoja de La Gaceta de Madrid en la que en letra pequeña aparecía el real decreto promulgado durante la dictadura del general Primo de Rivera —concretamente el 20 de diciembre de 1924— por el que se reconocía la nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados por los Reyes Católicos en 1492, que dispersos por Europa, norte de África y Oriente Medio, seguían conservando el idioma y el sentimiento de que España era su patria. Había oído hablar del decreto muchas veces, conocía detalles sobre su promulgación, pero nunca lo había leído.
Sin embargo, antes de hacerlo volvió atrás y releyó el despacho de Muguiro. Todo lo que contaba era cierto y sin embargo le sorprendió la valentía con que lo exponía. No era imaginable, al menos cuando él estaba destinado en el Ministerio, que los embajadores y ministros de legación pusieran negro sobre blanco acusaciones tan fuertes sobre los alemanes. Era una lección de honradez personal la que su antecesor le dejaba con aquel documento. ¿Cómo habría caído en Madrid? Imaginó que entre los partidarios de los aliados, bien, pero entre los germanófilos, fatal.
Entonces se dio cuenta de un detalle más que sospechoso: aquella nota tan inusual se había anticipado tan sólo una semana a su destitución.
* * *
Karl Adolf Eichmann contemplaba desde el amplio ventanal de su despacho en la última planta del elegante hotel Majestic, bien protegido por agentes de las SS, el ir y venir a lo lejos de los barcos por el Danubio. Estaba de pie, con las botas de caña puestas y el uniforme de sturmbannführer de la Gestapo recién planchado. La majestuosidad del río le impresionaba y la calma de sus aguas le confundía: por más que se fijaba, nunca conseguía descubrir la dirección que llevaban en su calmo discurrir hacia el mar Negro. Por encima del río, la colina de Buda exhibía una de las panorámicas urbanas más bellas que había tenido ocasión de admirar. Al final, sobre la exuberancia forestal de la isla Margit, se alzaba el cuartel general del plenipotenciario y lo contempló unos instantes con indudable complacencia.
Él era prácticamente la única persona en Hungría, desde el regente para abajo, que no tenía que obedecer las órdenes del todopoderoso Edmund Veesenmayer. Como jefe del Einsatzgruppen, es decir, de todas las fuerzas de policía empeñadas en el exterminio de los judíos, a quien tenía que rendir cuentas era a su Reichführer, Heinrich Himmler, y a su jefe máximo en la Gestapo, Heinrich Müller. Y para los dos tenía excelentes noticias. Su secretaria se acercó sin hacer ruido y le tendió el informe que había estado pasando a máquina.
Eichmann no evitó una sonrisa de felicidad. Sus ayudantes habían estado toda la mañana poniendo en orden las estadísticas y el resultado no podía ser más espectacular. A pesar de tantas dificultades como habían tenido que vencer, empezando por la lentitud de los trenes húngaros, en menos de un mes 437.402 judíos habían sido o ejecutados in situ o deportados a los campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau (más de 300.000), Mauthausen, Bergen-Belsen, Sobibor, Dachau… Datos precisos y reales. En los primeros días habían tenido que maquillar las cifras para calmar la impaciencia de Berlín, pero enseguida habían logrado implantar un ritmo espectacular a los embarques. La división del país en cuatro zonas había permitido una planificación casi perfecta de las capacidades de transporte. Ahora, ya con las autoridades húngaras mejor mentalizadas, y a falta sólo de completar la operación en el Transdanubio, habría que empezar a trabajar en los planes para Budapest. Con un poco de suerte, y si las cámaras de gas eran capaces de mantener su capacidad de exterminio, en un mes, el problema judío habría dejado de existir. Era importante, desde luego, que el Gobierno de Sztójay siguiera colaborando como lo venía haciendo.
El confinamiento de los judíos en determinados bloques estaba marchando muy bien. Él mismo había presenciado desde su coche oficial el insólito espectáculo de las mudanzas y le había parecido bien. Los cristianos se inhibían ante el angustioso ir y venir de los judíos, a veces con sus ancianos y enfermos a cuestas, y eso le agradó. Temía que algunos vecinos o amigos de los judíos intentasen ayudarles, lo cual hubiese causado un conflicto grave. El ayuntamiento había dado pruebas de buena voluntad con el proceso y estaba actuando con eficacia. En pocas semanas había habilitado alojamiento controlado para todos. Sólo le preocupaba una cosa: los potentados de la colectividad hebrea no se acababan de enterar de que las medidas también iban contra ellos. Algunos hacía tiempo que habían huido a países neutrales, como Suiza y Suecia, pero quedaban bastantes aún protegidos bajo diferentes paraguas. El dinero con que contaban obraba milagros cuando mediaba una Administración tan caótica, y sobre todo tan corrupta, como era la de Döme Sztójay. Aunque todos los ministros tenían una clara filiación pronazi y todos declaraban su simpatía por el Führer, no había forma de que se entendiesen entre sí. Veesenmayer tenía que darles las órdenes concretas a cada uno, porque con algunos de ellos el presidente ni siquiera era capaz de hablar.
Era inadmisible, seguía lucubrando Eichmann con la vista puesta ahora en la imponente fachada del histórico hotel Géllert, de cuyos baños termales tantas veces había oído hablar durante su adolescencia. Algo le distrajo del hilo de sus pensamientos y pasó a darle vueltas a una idea, y más que una idea una iniciativa, que últimamente estaba ocupando una gran parte de su tiempo e inteligencia. La guerra necesitaba recursos económicos y materiales y la vida de los judíos, de los judíos ricos, por supuesto, podía convertirse en una fuente importante de ingresos para las arcas del nacionalsocialismo.
Ya se habían hecho algunas transacciones menores y las perspectivas eran buenas. El sturmbannführer mantenía negociaciones secretas con un abogado famoso de Transilvania, Katzner Rezsö, para liberar a 700 judíos de relieve de Hungría a cambio de 10.000 camiones y otros vehículos de transporte militar. Eichmann consideraba prioritario ganar la guerra. Tiempo vendría después para tomarse la revancha por la humillación que suponía para el Reich una claudicación de tal naturaleza. El intercambio, si se llegaba a un acuerdo, sería efectuado en Salónica.
Como también hacía falta dinero, mucho dinero, ya tenía entre manos otro proyecto no menos ambicioso: permitir la salida hacia la Confederación Helvética de 30.000 prisioneros judíos por el precio de veinte millones de francos suizos. Sus interlocutores extranjeros estaban muy interesados en salvar judíos, así que era muy probable que acabasen pagando. Aunque inicialmente la cantidad les había parecido desorbitada, él les había sido muy franco:
—Por menos —les dijo— no hay trato. Piénselo. Si están de acuerdo, concretamos los detalles del negocio. Si no, que los molinos de Auschwitz muelan. Para eso están.
* * *
—Señora Tourné, procure que no me interrumpa nadie. Voy a preparar un despacho.
Ángel Sanz Briz cerró la puerta con suavidad. Nada le molestaba más que los portazos. Cuando alguien en la oficina cerraba una puerta o una ventana con fuerza, recuperaba el acento aragonés de su infancia, y exclamaba: «¡Chico! ¡Chico!». Aquella tarde no tenía visitas previstas y en la cancillería sólo estaba la señora Tourné. El diplomático consultó unas notas que tenía sobre la mesa, desenfundó la Parker 51 que siempre llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, y empezó a escribir una nota para el ministro:
S/ caótica situación política interior de Hungría.
Excmo. Señor.
Muy Sr. Mío: A medida que pasa el tiempo la fuerte conmoción producida en este país por la invasión alemana acaecida el día 19 de marzo pasado, se manifiesta en una serie de situaciones que han venido agravándose paulatinamente hasta llegar en el momento presente a un estado verdaderamente revolucionario.
Tras la formación del Gobierno presidido por Sztójay los diversos grupos políticos húngaros que hasta entonces no habían podido actuar por impedírselo la situación política precedente han procedido a una reagrupación de sus fuerzas y comenzado su actividad. Existe una organización dirigida por Imrédy, ministro sin cartera, que aspira a derrocar a Horthy y ser nombrado regente. La que capitanean los dos subsecretarios del Ministerio del Interior, Endre y Baky. Esta se caracteriza por su carácter sanguinario y la feroz persecución de que hacen objeto a los judíos. Por otra parte, Baky aspira también a ser jefe del Estado. La anomalía de la actual situación queda bien patente con un hecho como el acaecido hace pocos días en una reunión de jefes del Ministerio del Interior. El ministro, señor Jaross, manifestó al subsecretario Endre su gran descontento por su actuación, en franca contradicción con las órdenes que le habían encomendado. El subsecretario se limitó a contestar que no tenía por qué dar explicaciones de su actuación, y que no se consideraba en relación de dependencia frente a su ministro ya que él, Endre, ocupaba un cargo debido a la confianza de que gozaba cerca de Himmler, jefe de la Gestapo alemana.
Otra organización es la dirigida por Heim, que en tiempo fue el jefe de la policía personal del regente y que fue destituido por haberse descubierto que era un espía de Alemania. Existen, además, la organización llamada Def que obedece al servicio secreto del Estado Mayor del Ministerio de la Guerra húngaro; otra que acaudilla un llamado coronel Zöldy, y, por último, la muy importante que capitanea Szalasi, jefe del partido cruzflechista. Todas estas organizaciones que se disputan el poder, disponen de armas y trabajan independientemente y unas contra otras, habiendo llegado alguna de ellas a entrar en conflicto con la propia Gestapo.
Como se desprende de lo que queda expuesto, la autoridad del Gobierno no puede ser más precaria, pues se halla completamente desbordada por los elementos extremistas adictos a Alemania.
Dios guarde a V. E. muchos años.
Sanz Briz releyó la nota un par de veces, matizó algunas frases y la entregó a la canciller para que la mecanografiase.
* * *
Tumbada en el suelo de aquel apartamento sin ventanas que casi no habían tenido tiempo para limpiar, Eva Láng —nacida Eva Königsberg en 1925— rompió a llorar desconsoladamente en medio de la oscuridad. Había estado haciendo esfuerzos toda la tarde por mostrarse serena y hasta alegre, pero llegó un momento en la noche que no pudo evitar darles rienda suelta a tantas lágrimas como pujaban por saltarle en los ojos. Tenía miedo a que sus padres y su hermano György, a los que ya suponía dormidos, se despertasen al oírla gemir, y no sabía que a cada uno de los tres le estaba ocurriendo lo mismo. Todos lloraban en silencio sin entender nada de tantas desgracias como de pronto les estaban cayendo encima.
El día que acababan de vivir empezaba a grabarse en sus memorias como una pesadilla. Habían madrugado, como otras decenas de miles de familias judías, y caminaron más de seis horas hasta encontrar su nuevo domicilio. Ninguno de ellos conocía aquel barrio popular próximo al aeropuerto, ni había oído hablar de la calle Rózsa en cuyo portal 71 deberían permanecer confinados hasta nuevas órdenes. El corazón les latía a todos con rabia y tristeza al tiempo cuando abandonaron el excelente piso del número 9 de la avenida Andrássy.
Todos tenían sobradas razones para odiar a los nazis y a sus secuaces húngaros, pero Eva duplicaba las de todos sus allegados juntos. Era una joven bonita, alegre y simpática. Aunque era bajita de estatura, tenía unos ojos azules y vivarachos que cautivaban desde el primer golpe de vista. Cuando iba por la calle, los agentes de la Gestapo que montaban guardia en las esquinas devoraban su trasero con la mirada. Y lo mismo le ocurría cuando pasaba por el número 60 de su calle, donde tenía la sede central el Pfeilkreuzler o Partido de la Cruz de Flecha, la más radical de las múltiples organizaciones extremistas que habían surgido en Hungría tras la derrota en la Gran Guerra y la no menos traumatizante revolución de Béla Kun en que desembocó.
Los cruzflechados que montaban guardia en los alrededores nunca desaprovechaban la ocasión de vejar a los transeúntes judíos que se arriesgaban a pasar por las proximidades con la reglamentaria estrella amarilla en el brazo. Muchos daban rodeos de kilómetros para eludirlos, pero Eva Láng vivía tan cerca que difícilmente podía evitarlos. Estaba recién casada y, como cada noche antes de dormirse, se puso a pensar en su marido Pál, con el que apenas había convivido 24 horas. Se conocían desde que ella tenía 14 años y él 17 y, aunque saltaba a la vista de todo el mundo que se gustaban, nunca hasta el día de la boda se habían cruzado una palabra de amor ni un beso ni una caricia.
Todo lo arreglaron los padres de ambos jóvenes en el mes de febrero, bien es verdad que con la aquiescencia pasiva de los dos. Eva, que iba a cumplir 19 años, sentía unas irrefrenables aficiones literarias y empezaba a hacer pinitos en la poesía mientras que Pál acababa de ratificar en la Universidad una capacidad excepcional para las ciencias: unas semanas antes del compromiso se había licenciado en un tiempo récord en matemáticas. Cuando sus padres visitaron a los de Eva para pedirles su mano ya los judíos húngaros sufrían todo tipo de discriminaciones, pero ninguno de ellos se imaginaba ni en el más pesado de los sueños que lo peor estaba por llegar.
Pocos días después de la entrada de los alemanes, Pál fue reclutado oficialmente para aportar sus conocimientos científicos al funcionamiento de una fábrica de armas, cuya producción se consideraba fundamental para frenar el avance de las tropas soviéticas, en Vác, a unos cien kilómetros de Budapest. Su gran sorpresa al llegar junto con más de un centenar de universitarios judíos como él al complejo técnico-militar fue saber que tendría que demostrar sus habilidades en el campo de los números primos picando piedra de la mañana a la noche. Su nueva condición de trabajador forzoso no le devengaba salario alguno ni le permitía abandonar el recinto ni mucho menos le confería el derecho a descansar los domingos.
Como la fecha de la boda estaba fijada oficialmente para el día 18 de abril, tanto sus padres como los de Eva, que no consideraban de buen augurio tener que retrasarla, movieron las escasas influencias que aún les quedaban, echaron mano de sus ahorros para comprar algunas voluntades y, en el último momento, consiguieron que los responsables del campo le concediesen un permiso de 48 horas para contraer matrimonio. Llegó a la ceremonia verdaderamente derrengado después de caminar horas y horas y sin olvidarse de que al día siguiente debería desandar lo andado para reincorporarse de nuevo al duro tajo que le aguardaba.
Eva lo recordaba entre suspiros aquella primera noche en la csillagosház, la casa estrellada. A pesar de que apenas habían estado los dos a solas, quería con locura a Pál y se horrorizaba imaginando lo que le estarían haciendo. La había impresionado mucho verle tan flaco y encorvado cuando se encontraron en la sinagoga, y no había podido evitar un escalofrío por la espalda cuando en plena comida nupcial él había mostrado a sus suegros los callos, ampollas y llagas que tenía en las manos. También ella estaba agotada aquel día y aunque no sentía sueño, poco después cerró los ojos y se quedó profundamente dormida. Soñó que su marido había conseguido escaparse del campo de trabajo y que los dos huían por la llanura en busca de un país desconocido donde disfrutar de su amor.
En sueños se le vino a la imaginación el recuerdo de su medio tío, en realidad era cuñado de su padre, László Stern, quien años atrás había ido a un país lejano llamado España, a una ciudad marítima con muchos ventanales acristalados de nombre La Coruña, donde enseguida se enamoró de una mujer y se quedó a vivir para siempre. Cuando despertó con las costillas doloridas por la dureza del suelo y una sed abrasadora, volvió a echarse a llorar. España, la tierra con la que había estado soñando, también era un país fascista; estaba cansada de oírselo decir a su padre, Arnold.
* * *
El estruendo hizo temblar el edificio y los cristales de las ventanas de la legación de España reventaron en añicos. Ángel Sanz Briz dio un salto en la silla y se abalanzó al antedespacho de donde llegaban gritos. El señor Farkas intentaba calmar a la señora Tourné que gritaba presa del pánico. La bombilla que colgaba del techo seguía bamboleándose como en un temblor de tierra y el suelo aparecía cubierto de vidrios y cascotes.
—Ya pasó, ya pasó, cálmese… —le decía el abogado a la canciller al tiempo que le abanicaba con un legajo. Volviéndose al encargado de negocios, comentó—: Ha sido aquí mismo. Yo creo que fue una bomba.
La señora Tourné, que empezaba a superar el sofoco e intentaba secarse los ojos con un pañuelo, negó con la cabeza.
—No puede ser. Los aviones hacía ya bastante tiempo que habían pasado. La verdad es que nunca habían volado tan encima de nosotros.
Abstraído corrigiendo por tercera vez el despacho que quería enviar aquella misma mañana a Madrid, el diplomático no se había percatado del zumbido de los cazas que, como venía ocurriendo con bastante frecuencia desde la primavera, buscaban objetivos estratégicos para atacar. Pero nunca habían arrojado su mortífera carga sobre el centro de la ciudad. Era extraño.
—Cayó en el hospital judío —dijo desde la puerta Gaston, que llegaba jadeante de la calle—. Sale mucho humo y hay mucha gente alrededor.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Tourné.
Sanz Briz se asomó a la puerta y contempló unos instantes la confusión que reinaba por los alrededores. La bomba había causado desperfectos en todos los edificios de la calle. La gente estaba asomada a las ventanas y no ocultaba el miedo. Vecinos que nunca se habían saludado se hablaban a voces intentando intercambiar información sobre lo ocurrido. Efectivamente, había caído una bomba sobre el hospital y el ambiente era de total confusión. El diplomático comprendió enseguida que nada podía aportar con su presencia en la calle y decidió regresar al despacho y ocuparse de que la normalidad en la legación se restableciese cuanto antes. Para empezar, era necesario reponer los cristales. La legación no podía quedar así durante la noche, aparte de que en cuanto cayese un poco la tarde no aguantarían el frío. Después de unos días de calor casi veraniego, las temperaturas habían vuelto a bajar.
La electricidad estaba cortada pero para su sorpresa el teléfono no se había visto afectado. Le llamaba el nuncio quien todavía no se había enterado de lo ocurrido.
—Y, ¿con qué objeto bombardean los aliados un hospital que al menos oficialmente aún es judío? No lo entiendo.
—Tiene que ser un error. Una bomba perdida. Los hospitales no se bombardean, no son objetivos estratégicos —dijo el representante español.
Monseñor Rotta lamentó lo ocurrido y enseguida pasó a informarle:
—No sé si sabe que Su Alteza el señor regente ha recibido en las últimas horas mensajes de Su Santidad del rey de Suecia, del Gobierno suizo y del presidente de la Cruz Roja Internacional pidiéndole encarecidamente que detenga las deportaciones y otras medidas de represión contra los ciudadanos judíos. La Santa Sede está muy preocupada por las últimas disposiciones del Gobierno húngaro que tanto turban la sensibilidad de la Iglesia.
La cautela no recomendaba a ninguno de los dos diplomáticos profundizar más. Ángel Sanz Briz, que aún sentía su corazón palpitar con fuerza por el susto, fue casi cortante. La víspera de aquel miércoles en que comenzaba oficialmente el verano había estado revisando los documentos confidenciales que en diferentes carpetas le había dejado su antecesor y había comprobado que las relaciones bilaterales entre España y Hungría efectivamente no atravesaban por un momento brillante. Y las razones venían de atrás.
A pesar de haber estado los dos gobiernos en consonancia política desde hacía tiempo, siempre había algún obstáculo que impedía que el entendimiento fuese mejor. Madrid, que cada vez quería dar nuevas muestras de una neutralidad habitualmente escorada hacia el Eje, había reaccionado con frialdad, y hasta con algún gesto de desaprobación, a la entrada de las tropas germanas en Hungría. Sin embargo Sanz Briz, que no simpatizaba con los alemanes aunque a quienes de verdad odiaba era a los soviéticos, tardó en desaprobar del todo la iniciativa. Su análisis era que Hungría no tenía capacidad militar para frenar al Ejército Rojo, y si caía Budapest, Stalin podría pasearse con la mayor tranquilidad por media Europa.
De todas formas, la última chispa en las relaciones no había surgido por la invasión alemana sino como una consecuencia indirecta e inesperada de las circunstancias en que se produjo. A finales de marzo, diez días después de la reunión del castillo de Klessheim en la que Horthy fue obligado a transigir con la ocupación, el ministro de la legación de Hungría en Madrid, señor Ambró, sorprendió al Gobierno de Döme Sztójay con un telegrama oficial que decía: «En vista de las nuevas circunstancias y convencido de que el regente no ha ejercido su voluntad libremente, no puedo servir más al actual Gobierno, y deseo permanecer representando a aquella Hungría que puede decidir libremente sobre su destino».
Horas después, la actitud del alto funcionario húngaro que estaba siendo silenciada por la censura tanto en Madrid como en Budapest se convertía en noticia de primera página de la prensa aliada. El subsecretario húngaro de Negocios Extranjeros llamó al ministro de la legación española, Miguel Ángel Muguiro, y le exigió que España reconociese a un encargado de negocios que enviarían a Madrid de inmediato para lo cual era necesario que Ambró fuese desalojado de la sede diplomática del paseo de la Castellana y entregado en calidad de detenido a su Gobierno.
Pero en el palacio de Santa Cruz no tenían tantas prisas por resolver el conflicto. Apoyar las pretensiones de un Gobierno jurídicamente legítimo pero políticamente tan impresentable como era el de Sztójay diría muy poco en beneficio de un régimen que intentaba desesperadamente sacudirse los estigmas que le habían dejado las decisivas ayudas recibidas de los dos grandes regímenes totalitarios que ahora se batían en retirada. Muguiro, que al igual que su segundo de a bordo Sanz Briz trataba de compatibilizar sus ideas liberales con su adhesión al Movimiento, se encontró de repente entre la pared española y la espada húngara. Su habilidad para dar largas y suavizar la situación a base de vaselina diplomática chocó enseguida con la impaciencia de un Consejo de Ministros integrado por una docena de lo más granado del extremismo político magiar.
Unos días después de enterarse de forma extraoficial de que en Budapest había altos cargos del Gabinete partidarios de declararle persona non grata, Muguiro recibió de Madrid la orden de abandonar el puesto. El encargado de negocios lo recordaba, siempre con las mismas dudas, mientras extraía los documentos metidos en sobres que se hallaban en el fondo de la valija diplomática que por fin había llegado. Llevaba días esperando su llegada y no sólo para recibir noticias de la familia: también esperaba instrucciones para afrontar determinados asuntos. En algunos documentos intuyó que podían estar. Pero venían cifrados y, ansioso por conocer su contenido, renunció a la comida para, en la soledad del despacho, como dictaban las normas, proceder a la descodificación. Era un trabajo lento y pesado. Y cuando terminó y leyó los documentos, no pudo evitar una sensación de abatimiento. El autor de la nota podría haberse ahorrado casi todo el esfuerzo. Las instrucciones que venía reclamando y tanto precisaba, apenas se reducían a un «arréglese usted como pueda».
En otro despacho, también cifrado, el Ministerio le informaba de que el alto comisario en Tánger, general Orgaz, autorizaría la entrada en la ciudad de quinientos niños húngaros que en virtud de una serie de negociaciones internacionales iban a ser expatriados. Era uno de los asuntos que Muguiro le había dejado pendientes de solución. Llevaba ya varios meses de papeleo y tanto al ministro como a Ángel Sanz Briz les ponía enfermos comprobar la parsimonia con que se lo estaban tomando en Madrid. Ellos habían agilizado los trámites burocráticos cuanto habían podido y ya habían empezado a perder las esperanzas de que la operación pudiera consumarse. Les tranquilizaba saber que mientras tanto, los niños estaban bien. La nota era un paso adelante, pero no el último, por desgracia. Los niños tendrían que esperar hasta que abandonase Tánger un grupo de «refugiados centroeuropeos israelitas». Entre tanto, él no debería extenderles el visado colectivo que España se había comprometido a facilitarles.
El encargado de negocios leyó el escrito con atención y lo arrojó con un gesto de malhumor sobre la mesa. Miró al crucifijo y se quedó unos instantes con la vista clavada en Jesucristo y la mente implorándole que su hija Adelita nunca tuviese que verse en una situación así. Cuando los ojos volvieron a los documentos que aún permanecían sin descifrar, se propuso hacer cuanto estuviera en sus manos por enviar cuanto antes a los pequeños fuera del peligro de los bombardeos, los cañonazos y, sobre todo, de las garras de aquellas fieras humanas que el racismo nazi estaba creando. En la valija también llegaron pasaportes en blanco, papel para cartas con el membrete oficial, varios libros de la Editora Nacional de propaganda política y, lo que personalmente él más esperaba, una larga carta de su mujer. Afortunadamente, todo iba bien: llevaba el embarazo sin problemas, Adelita estaba cada día más alta y más guapa, ya con ganas de empezar a hablar y por supuesto de caminar, y la familia de ambos se hallaba perfectamente. La letra angulosa y elegante de su esposa le traía siempre el recuerdo del día que se conocieron. Había sido en San Sebastián, ya al final de la guerra española.
Adela Quijano Secades, la mayor de los hijos del propietario de la empresa Nueva Montaña Quijano, en Santander, estaba con sus padres pasando unos días de descanso en el hotel María Cristina. Sobre las cuatro de una tarde gris y brumosa, la llamó su amiga Carmen Rezola, para invitarla a una fiesta que estaba improvisando para aquella noche en su casa.
—No me falles. Lo vas a pasar bien. Será una cosa muy reducida pero ya verás que habrá gente interesante.
Adela, que estaba un poco aburrida mirando el mar por las ventanas de su habitación, prometió asistir. No podía calcular la importancia que iba a tener aquella reunión para su vida. Al llegar se encontró con un hombre, muy atractivo con su uniforme militar, de mirada muy seria, pero de gran sentido del humor, con una gentileza que no era habitual en esos días en los que la guerra civil había impuesto también su dureza y tosquedad en las maneras de la mayoría de los jóvenes. El flechazo fue inevitable. Sanz Briz siempre contaba cómo le había deslumbrado la belleza y la elegancia de su futura mujer.
Pocos días después se hicieron novios y el 10 de mayo de 1942, ya con la situación en España bastante estabilizada, se casaron en la iglesia de las Esclavas de la capital cántabra. Una tía de Adela, la madre Soledad, era la superiora del convento. El banquete nupcial se celebró en La Cubana, la residencia de los padres de la novia.
Esta vez Adela no le enviaba fotografías de la niña y eso le frustró un poco. En cambio sí le mandaba dos ejemplares de la revista Dígame, con un buen resumen de lo que había sido la feria taurina de San Isidro. Una de las cosas que más echaba de menos de España eran las corridas de toros. En Budapest, la verdad es que encontraba pocas ocasiones para evadirse de la tensión del despacho. Había buenos partidos de fútbol, que también le gustaba, pero ningún equipo despertaba particularmente su atención. La vida nocturna, que tanto habían disfrutado Adela y él en los primeros tiempos, había muerto casi por completo. Quedaba la música, los conciertos, las propias orquestas zíngaras que seguían animando los restaurantes cuando los nazis no los echaban con gaitas destempladas, pero tampoco el ambiente era como antes. Nada era como antes en la ciudad europea cuya vida social más se había resistido a sucumbir bajo la metralla.
Eran algo más de las dos cuando escuchó a la señora Tourné trajinar por el antedespacho. Luego asomó la cabeza, le dio las buenas tardes, y le preguntó:
—¿Usted no ha comido, don Ángel? ¿Quiere que Gaston le traiga alguna cosa?
—No, muchas gracias —respondió de mala gana—. No tengo hambre. He estado descifrando unos documentos y me ha pasado la hora. Esta noche cenaré doble.
Pero sobre las cuatro sintió que la debilidad empezaba a provocarle dolor de cabeza. Repasó el despacho que había enviado a Madrid hacía dos días, junto con el documento del príncipe primado, y se preguntó si ya lo habrían recibido y, si lo habían recibido, cómo habría sentado en el Ministerio. Ese documento y la nota del papa Pío XII al regente, seguro que no caerían en el vacío. Preguntó a la canciller si tenía alguna cosa pendiente de firma; escogió entre los libros que acababan de enviarle, se echó uno casi al azar al bolsillo —ninguno era especialmente sugerente— y salió a tomar algo con la doble intención además de ver el ambiente que se vivía en la ciudad después del bombardeo.
El hospital judío había sufrido destrozos considerables. La policía lo había acordonado y patrullaba a su alrededor. Los enfermos habían sido evacuados a otros centros y los muertos a la morgue. Por el centro de la ciudad semidesierta ya no se veían, como unas semanas antes, judíos con estrellas amarillas en las mangas. Budapest, una ciudad antes tan alegre y activa, empezaba a cobrar el aspecto de una ciudad en guerra. Le encantaba andar y cuando quiso darse cuenta estaba en las inmediaciones de la Gran Sinagoga, en la calle Dohány, de la que tan orgullosos se sentían los judíos de la capital. Con capacidad para 3.000 personas, era la más grande de Europa y una de las más bonitas.
Hacía cien años exactamente que había empezado su construcción bajo las órdenes del gran arquitecto Ludwig Förs. Pero los planes de la colectividad para celebrar el centenario se habían frustrado ante la persecución que estaban sufriendo sus miembros. Los nazis y sus simpatizantes húngaros acababan de profanar tan sagrado recinto convirtiendo una parte en almacén de material militar y el resto en establo para los caballos y mulos que aguardaban a ser enviados al frente. Sanz Briz contempló a prudente distancia su fachada romántica oriental, con elementos bizantinos y moriscos, y no ocultó un gesto de contrariedad. Como el estómago seguía reclamando algo con cierta urgencia, continuó hacia la derecha, en dirección a la plaza Vörösmarty, donde a pesar de la crisis seguía abierta y en todo su esplendor la confitería Gerbeaud. Ya en la esquina empezó a disfrutar del olor de los hornos donde cada día se cocían los mejores pasteles de la ciudad.
En la contraportada de la carta aparecían algunos datos de la historia del establecimiento. Había sido fundada en 1858 por Henrik Kugler, quien unos meses después lo vendió al francés Emil Gerbeaud, que además del nombre también le había proporcionado la fama que varias décadas después seguía revalidando cada día. Ángel Sanz Briz comprobó que todos los periódicos colgados de una percha a la entrada del salón de té estaban en húngaro y, como no los entendía, se palpó el bolsillo y comprobó que efectivamente llevaba un libro para leer mientras tomaba un té con algo sólido. La mayor parte de los clientes que reían o vociferaban a su alrededor eran militares alemanes que, por lo que cabía imaginar, se hallaban fuera de servicio. Algunos estaban acompañados circunstancialmente por muchachas húngaras.
Ángel Sanz Briz ojeó la carta y pidió un plato de túróstáska, unas deliciosas pastas, especiales para acompañar el té, que el señor Gerbeaud había dejado como herencia y recuerdo de su maestría en el obrador. El diplomático español, que cuidaba mucho sus comidas para no engordar, reconocía que resistirse a una tentación como aquella no era posible entre seres humanos. El libro que enseguida apareció en sus manos estaba mal encuadernado y había sido impreso en un papel áspero y poroso. Se titulaba España y el mar y su autor era Luis Carrero Blanco, marino de profesión y, por lo que Sanz Briz había oído por el Ministerio, uno de los hombres de máxima confianza de Franco. Lo había cogido con la esperanza de que contara cosas de las epopeyas navales españolas, pero al hojearlo, enseguida comprobó que iba por otros derroteros. El primer párrafo que se le vino a los ojos decía:
España, paladín de la fe de Cristo, está otra vez en pie contra al verdadero enemigo: el judaísmo. Con habilidad extraordinaria, el judaísmo ha atacado siempre la idea de Patria, esgrimiendo, con simultaneidad en apariencia pedagógica, las armas de los separatismos y de los internacionalismos. Los medios son lo de menos, su fin es destruir, aniquilar y envilecer todo cuanto representa la Civilización Cristiana, para edificar sobre sus ruinas el utópico Imperio Sionista del Pueblo Elegido.
Ángel Sanz Briz sintió que la sangre le subía a la cabeza y la pasta que acababa de tomar se le quedaba enganchada en la garganta. Los alemanes seguían riendo a mandíbula batiente, algunos ya cargados de copas. De repente apareció en la puerta un coronel de porte altivo acompañado de su esposa y, como movidos por un resorte, todos se pusieron en pie y, con el estruendo de un sonoro taconazo colectivo, varias decenas de voces gritaron al unísono:
—¡Heil, Hitler!
* * *
Los rigores del verano agravaban cada día la situación económica del país. La producción estaba por los suelos y la inflación por las nubes. Las deportaciones y confinamientos de centenares de miles de judíos afectaban a todas las actividades mercantiles, agrícolas e industriales. La sequía y la ocupación soviética de amplias regiones del norte y este del país estaban dejando desabastecidas de alimentos a las grandes ciudades. Mientras tanto, los bombardeos por una parte, que ya habían destruido una parte de las grandes factorías metalúrgicas y dañado las comunicaciones, y los anárquicos procesos de creación de corporaciones fascistas en las grandes empresas por otro habían supuesto un duro golpe para la actividad industrial.
Escaseaba el trabajo y numerosos obreros buscaban salidas para sus angustias y frustraciones en los partidos fascistas y filonazis que además de estimular sus sentimientos nacionalistas prometían unas ambiguas participaciones en la cogestión empresarial que a muchos no podía por menos de llevarles a soñar con un cambio de estatus laboral que terminase de una vez por todas con sus problemas. El Pfeilkreuzler (Partido de la Cruzflechada) o, para ser más precisos aún, el Nyilas Keresztes Mozgalom (Movimiento de la Cruz de Flecha) era el que estaba logrando capitalizar mejor el descontento.
No había quedado muy claro en marzo, cuando a raíz de la ocupación se constituyó el Gobierno de extrema derecha de Sztójay, por qué los cruzflechados se habían quedado fuera. Había llegado a tener 300.000 militantes y, tras una etapa de declive atribuida al encarcelamiento de su líder, Ferenc Szálasi, estaba volviendo a recobrar la pujanza perdida. Unos sostenían que su exclusión había sido una concesión, la única, de Veesenmayer al regente, que les odiaba, y otros que era parte de la estrategia del maquiavélico plenipotenciario del Reich para mantenerlos en la reserva. Desde la oposición, los nacionalsocialistas locales (nyilas) capitalizarían el fracaso del Gobierno y mantendrían una alternativa de máxima confianza ante lo que pudiera ocurrir.
Horthy, mientras tanto, permanecía recluido en el palacio intentando transmitirle al pueblo la imagen de su disconformidad con todo lo que estaba ocurriendo. Formalmente seguía siendo jefe del Estado y constitucionalmente continuaba teniendo unos poderes que dudaba —y ahí radicaba su problema— si eran reales o simple papel mojado. En la práctica era un rehén de los alemanes. Le quedaba el apoyo de una parte sustancial de las fuerzas armadas húngaras, pero estas nada podían hacer ante el poderoso Ejército Rojo atacando de frente y once divisiones alemanas vigilando todos sus movimientos en la retaguardia. El mensaje que le habían hecho llegar los máximos dirigentes de algunos países y organizaciones neutrales, a los que enseguida se sumaron el premier Churchill y el presidente Roosevelt, habían hecho mella en su ánimo. Un día llamó al primer ministro, con quien apenas despachaba, y le conminó a detener las deportaciones de judíos y a no adoptar nuevas medidas contra ellos. La conversación fue tensa y Sztójay, que sabía que no era a Horthy a quien debía el cargo, se negó a acatar sus órdenes.
Inmediatamente Horthy cogió el teléfono, convocó a Veesenmayer a su despacho, que sorprendentemente acudió sin preguntar para qué era llamado, y le informó de su propósito de relevar al Gobierno. El plenipotenciario respondió que eso solamente era posible con la autorización de Hitler. Horthy respondió que Hungría era un país soberano y que él, como máximo representante del Estado, no necesitaba pedir permiso a nadie para hacer lo que consideraba que debía hacer. Ningún acuerdo de cuantos mantenían ambos países le obligaba ni siquiera a mantener una conversación como la que estaban manteniendo. Veesenmayer, que hasta ese momento había mantenido una extraña calma, empezó a subir el tono de la voz. Si el regente no respetaba el pacto tácito existente, Alemania procedería a una ocupación en toda regla del país y, en consecuencia, a liquidar su condición oficial de nación soberana.
Las noticias sobre la evolución de la guerra en los diferentes frentes bélicos seguían siendo malas para los alemanes. Los avances aliados cada vez se revelaban más como imparables. Los bombardeos de la Luftwaffe sobre Londres eran la última señal que se percibía de la escasa capacidad ofensiva germana. El III Reich empezaba a derrumbarse y, consciente de que en Berlín tenían otras cuestiones más graves de qué ocuparse, el regente sorprendió a todo el mundo anticipando su propósito de destituir a Sztójay y nombrar primer ministro al general Géza Lakatos. Inmediatamente envió un mensajero personal a Veesenmayer con una carta en la que le informaba de su decisión e incluso le anticipaba la composición del nuevo Gobierno: aunque con un perfil más moderado que el anterior, casi todos los ministros eran considerados proalemanes. Tanto el regente como el futuro presidente del Ejecutivo se habían fijado como objetivo primordial reanudar las conversaciones con los aliados para sacar cuanto antes a Hungría de la guerra. Los soviéticos estaban ya a 150 kilómetros de Budapest.
Por esos mismos días llegó por ferrocarril a la ciudad el joven aristócrata sueco Raoul Wallenberg. Había sido nombrado por el propio rey Gustavo V para asumir desde la legación de su país la defensa y ayuda a los judíos. Las autoridades de Estocolmo ya no tenían duda alguna de las atrocidades que los nazis estaban cometiendo en los campos de concentración y habían decidido empeñarse a fondo en la salvación de vidas inocentes. El Gobierno sueco, consciente de la terrible persecución a que estaban sometidos los judíos húngaros, intuía que Hitler intentaría exterminarlos antes de que le faltaran las fuerzas para hacerlo, y tenían la sensación, que no la convicción plena, de que su ministro en Budapest Carl Liz Daniellson, era demasiado condescendiente con lo que estaba pasando.
Wallenberg, respaldado por el monarca, estimulado por unos sentimientos humanitarios a toda prueba y protegido por su condición aristocrática y su personal fortuna económica, se instaló rápidamente en un buen apartamento y empezó a moverse con decisión y soltura por los círculos donde se hallaba concentrada la capacidad de decisión. Visitó a las autoridades, consiguió una entrevista extraoficial con el regente, se presentó a los responsables de las otras legaciones diplomáticas que permanecían abiertas e incluso pidió audiencia a los máximos cabecillas de la ocupación.
Enojadísimo por la nota del rey Gustavo a Horthy, en la que presionaba a favor de los judíos, Veesenmayer no le recibió, pero Adolf Eichmann, sí. La conversación en el hotel Majestic fue bastante cordial y el diplomático sueco, consciente de que había que agotar todos los recursos para salvar vidas, le invitó a cenar una noche en su apartamento. Eichmann, tan atareado como estaba en la planificación de la deportación de los hebreos de Budapest, tuvo dificultades para encontrar una noche libre. Finalmente fijaron una fecha para dos semanas más tarde.
* * *
En la mañana del jueves 13 de julio los locutores de la emisora daban la impresión de estar contentos. La crisis institucional, política y militar en que se hallaba sumido el país no parecía preocuparles. La gran noticia del día era el anuncio efectuado por la cancillería del Reich en Berlín: la Wehrmacht reforzaría sus líneas defensivas en el Este e iba a ampliar el radio de acción de las V1 que, decía la propaganda, estaban dándole un vuelco a la guerra. Los londinenses, contaban en tono humorístico, vivían aterrorizados viendo cómo los combates se aproximaban a sus casas. 133.000 mujeres mayores y niños habían sido evacuados ya de algunos barrios de la capital británica.
Se lo contaba el conductor a Ángel Sanz Briz en el coche camino de la legación. Todas las mañanas le anticipaba las noticias que él había escuchado. Luego, Zoltán Farkas, de quien se fiaba plenamente, le hacía un resumen más preciso. Pero el abogado, traductor e intérprete no estaba como otros días en su escritorio, al fondo de la cancillería. La señora Tourné, tan nerviosa como el día de la bomba, le salió al encuentro y le espetó:
—Los han detenido. Se los han llevado, don Ángel.
—¿Qué?, ¿cómo?, ¿detenidos? ¿A quiénes se han llevado?
—A todos: al señor Farkas, al chófer de la oficina, a las dos sirvientas… a todos. Gaston y yo nos hemos librado de milagro.
—A ver, a ver… esto es muy grave. ¿Quién se los ha llevado? ¿Entraron en la legación?
—Eran policías. No, no entraron, los estaban esperando en la esquina. Los fueron deteniendo uno a uno y se los llevaron en un coche negro.
—¿De la Policía?
—Sí, señor. De la Policía. Luego nos avisaron que también detuvieron al doctor. En su casa. Fueron a su casa.
—¿Al médico…?
—Sí, sí, al doctor de siempre de la legación. Al que trató a doña Adela. A él lo fueron a buscar a su casa.
—Y, a ustedes, a usted y a su hijo, ¿no los pararon?
—No. Debe de ser que no saben que somos judíos. Como tenemos pasaporte francés…
El encargado de negocios de España se dejó caer en la silla de su escritorio y, por primera vez, sintió sobre sus espaldas la enorme responsabilidad de encabezar una legación diplomática en tiempo de guerra. Sabía que tenía que hacer algo, pero ignoraba qué o, lo que es casi lo mismo, por dónde debía empezar. Recordó los temores que Farkas le había expresado unos días atrás y en cuanto se puso a analizar con frialdad la situación le empezó a agobiar la posibilidad de que se tratase de una represalia por la escasa colaboración que estaban prestando en Madrid para resolver el problema surgido en la representación de Hungría. Que hubiesen detenido a uno o a dos, podría ser una casualidad. Pero que hubiesen montado todo un operativo policial para capturar a los cinco empleados en la misma mañana, tenía gato encerrado.
Los detenidos llevaban credenciales de la legación; si las autoridades no respetaban esta documentación podrían desencadenar un incidente diplomático grave. Claro que no había que descartarlo aunque, bien mirado, no estaba el Gobierno húngaro en condiciones de romper relaciones con uno de los pocos países con que todavía las mantenía. España, no había que olvidarlo nunca y Ángel Sanz Briz era el primero que lo recordaba a menudo, era en muchos aspectos la más importante entre las naciones neutrales de Europa. En una primera reacción estuvo a punto de levantar el teléfono y empezar a hacer valer su condición de jefe de la legación en favor de sus colaboradores, pero su cautela proverbial le frenó. «Hay que hacer las cosas bien», reflexionó. Inmediatamente echó mano de lápiz y papel y se puso a redactar un telegrama urgente para el Ministerio de Asuntos Exteriores informando del incidente y pidiendo autorización para llevar a cabo las gestiones necesarias para conseguir la liberación de todos los empleados.
Fue un día triste en la legación. El conductor del encargado de negocios y Gaston Tourné se pusieron a reemplazar los cristales destrozados por la bomba, pero no conseguían concentrarse en su trabajo. Y la señora Tourné iba de un lado para otro como una sonámbula. Cada vez que se encontraba con Sanz Briz le lanzaba miradas con una interrogante que él necesitaba tiempo para responder. «¿Es que usted no va a hacer nada?», parecía estarle preguntando desde el silencio de su discreción. Y estaba decidido a hacerlo, por supuesto. Pero en la forma en que Madrid lo autorizase. Él era un funcionario del Estado, no del Gobierno, del Estado, y los funcionarios tienen que cumplir órdenes. Tenía la esperanza de que el Ministerio le autorizase a actuar con todo el peso del Estado al que representaba. Era la forma de conseguirlo. En caso contrario, él lo haría a título particular. Pediría ayuda a sus colegas, menos maniatados por sus gobiernos, recurriría al nuncio a ver si podía hacer algo, echaría mano de sus amistades personales, sobornaría si fuese necesario con su dinero personal, pero nada sería igual…
Aquella noche no consiguió dormirse y por la mañana fue el primero en llegar a la oficina. Era la primera vez que no encontraba a la señora Tourné ya ante su mesa de trabajo y de pronto le entró miedo a que también ella hubiese sido detenida. Volvió al coche y le pidió al conductor que le llevase por las calles que la canciller y su hijo recorrían pera ir a trabajar. Se cruzaron con ellos por casualidad, porque habían tenido la picardía de cambiar la ruta por si les estaban esperando, y les hizo subir al coche.
—Quédense a dormir en la residencia. Está vacía, como usted sabe. Y no deben exponerse tanto. No sé qué estaba pensando yo ayer que no se lo dije. Si tienen que ir a casa a buscar cosas, vayan en el coche oficial. Incluso les acompaño yo para que no haya que quitar la bandera.
Tanto Sanz Briz como la señora Tourné pasaron el día angustiados ante la posibilidad de que Madrid no respondiese o, lo que aún sería peor, que diese una respuesta negativa. El encargado de negocios, cuanto más analizaba la situación, más negro veía el panorama. Estaba seguro de que la respuesta no llegaría hasta la semana siguiente, como pronto. Y empezó a pensar lo que podía hacer en caso de que fuese negativa. Sus argumentaciones siempre tropezaban con una posibilidad que no paraba de rondarle en la cabeza: ¿Y si en la espera los metían en un vagón con otros miles de desgraciados como ellos y los mandaban sólo Dios sabría adonde?
* * *
Luis Carrero Blanco no era ni mucho menos el único antisemita confeso del Gobierno español. La mayor parte de los falangistas que le ponían imagen y sonido al régimen compartían plenamente sus fobias contra los judíos, lo mismo que hacían muchos de los altos mandos militares victoriosos en la guerra, aunque no todos. El propio general Franco, que había impuesto como dogma de fe la creencia de que los enemigos de España eran el comunismo, la masonería y el judaísmo, solía despacharse a gusto con frecuencia contra el fantasma del pueblo que en esos momentos sufría en las cámaras de gas de Auschwitz uno de los genocidios más monstruosos de la Historia.
La propaganda oficial y los servidores del régimen nunca olvidaban lo que el Caudillo había dicho sobre los judíos en su discurso de la Victoria en 1939. Atiplando aún más su voz, Franco echó la mirada 450 años atrás, y dijo: «Ahora comprenderéis los motivos que han llevado a las distintas naciones a combatir y alejar de sus actividades aquellas razas en las que la codicia es el estigma que las caracteriza, pues su predominio en la sociedad es causa de perturbación y peligro. Nosotros, que por la gracia de Dios y la clarividencia de los Reyes Católicos, hace siglos que nos liberamos de tan pesada carga, no podemos permanecer indiferentes ante la nueva floración de espíritus codiciosos y egoístas».
Nada más iniciar los nazis la persecución de los judíos en Alemania y los países que tenían ocupados, varios representantes diplomáticos españoles, embajadores, ministros de legación, encargados de negocios y cónsules, empezaron a tramitar solicitudes de visados y autorizaciones de entrada para los miembros de las comunidades sefardíes que intentaban acogerse a la protección de un país oficialmente neutral como era España. Tenían para ello un argumento a su favor: el real decreto promulgado por la dictadura de Primo de Rivera en función del cual se les devolvía la nacionalidad que sus antepasados habían perdido en 1492 con su expulsión de España. Muchos ya se habían acogido en su momento y aparecían inscritos en los registros consulares pero otros acudían por vez primera a solicitar su pasaporte.
La nacionalidad de los sefardíes llevaba muchos años, quizás cerca de cuarenta, en el centro del debate político en España. Los gobiernos de Cánovas y Sagasta alternaron durante décadas sus planteamientos enfrentados sobre la solución al problema. Con Sagasta las facilidades para su retorno se abrían y con Cánovas se cerraban. Los representantes diplomáticos y consulares nunca sabían, entre tantas órdenes a menudo contradictorias como acumulaban en sus archivos, a qué carta quedarse. Las campañas parlamentarias y políticas del senador, y luego subsecretario de Sanidad, Ángel Pulido, y la presión de los militares que combatían en el norte de África y se entusiasmaban ante el patriotismo con que les recibían los sefardíes, empujaron al dictador a promulgar una ley que sus numerosos predecesores nunca habían tenido tiempo o ganas de sacar adelante.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los diplomáticos desperdigados por Europa, sorprendidos por la avalancha de sefardíes buscando protección, enseguida se empezaron a sentir solidarios con su lógico deseo de salvar la vida. Y pocos fueron los que no pusieron cuanto estaba de su parte para ayudarlos. En Madrid, sin embargo, la lenta burocracia, el temor a contradecir al Führer, a quien el régimen tanto debía, y el rechazo oficial y religioso del judaísmo, eran obstáculos duros de salvar. Con paciencia y persistencia, los diplomáticos lograban solucionar la situación de algunas familias pero casi siempre después de mucho insistir y, en más de una ocasión, arriesgándose a interpretar con bastante laxitud las normas. Uno de los problemas que planteaba proporcionar los pasaportes era el incumplimiento del servicio militar de muchos solicitantes.
Las secuelas de la guerra eran implacables a la hora de revisar los expedientes. Muchos eran oficialmente prófugos. Aparte de que el régimen no olvidaba que salvo alguna excepción —como había sido la de una colectividad judía de Tánger que hizo colectas para ayudar financieramente al bando nacional— la inmensa mayor parte de las organizaciones judías de todo el mundo habían apoyado la causa republicana. Ante la insistencia de los diplomáticos, el Ministerio llegó a poner en circulación instrucciones para que, antes de extender los pasaportes, se comprobase si el beneficiario era adepto a los principios del Movimiento y, en caso de duda, para que se le obligase a suscribirlos.
La ocupación alemana de los países del Benelux, en mayo de 1940, aumentó la afluencia de judíos a España y muchos altos cargos franquistas empezaron a temer que pudiesen complicar el proceso de recuperación postbélica que se estaba intentando. La economía estaba destrozada tras los años de guerra y el Gobierno no quería echarse unos problemas humanos encima de que además podían complicar sus relaciones con su amigo más poderoso. Para evitarlo, la policía intensificó su colaboración con sus colegas de las dos Francias y la Gestapo. La vigilancia en las fronteras pirenaicas fue reforzada invirtiendo en ello seguramente más de lo que habría costado acoger a los refugiados cuya entrada se evitó.
La Iglesia, con excepciones honrosas siempre, tampoco mostró en esos momentos una especial sensibilidad por el drama que estaban viviendo los judíos. Las expresiones condenatorias de los más altos jerifaltes políticos eran recibidas por algunos obispos y por bastantes sacerdotes con actitudes de asentimiento. Mientras tanto, en las homilías y catequesís, la condición de pueblo deicida que se atribuía a los judíos seguía creando en muchas mentes la creencia de que, efectivamente, se trataba de gente intrínsecamente mala y, por lo tanto, susceptible de ser eliminada. Cada tarde del Jueves Santo, los niños de toda España dedicaban unos minutos a matar judíos simbólicamente en las iglesias con un ensordecedor concierto de matracas. Los obispos paliaron un poco la situación con una declaración en la que consideraban «inadmisible considerar la expulsión como una medida de salvaguardia de la raza nacional».
El primer número del periódico Arriba España de Pamplona, dirigido por el sacerdote falangista Fermín Izurdiaga, incluía en la primera página un recuadro dirigido a los militantes de Falange Española que decía: «¡Camarada! Tienes la obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camarada! Por Dios y por la Patria». En los libros de texto de Formación del Espíritu Nacional, que los niños tenían que estudiar obligatoriamente en las escuelas, se incluían frases de Onésimo Redondo, uno de los precursores del régimen, del siguiente tenor: «… Estamos [los españoles] históricamente en una zona de frotamiento entre lo civilizado y lo africano, entre lo ario y lo semita. Por eso se expulsó a la morisma organizada en reinos y luego a los semitas de Judá, y por fin a los africanos que quedaban, a los moriscos».
El Gobierno no obstante mantenía la tesis oficial de que en España no existía racismo. Los pasaportes españoles no incluían datos sobre raza ni religión. Y oficialmente las fronteras estaban abiertas a los sefardíes que conseguían su pasaporte español y a otros judíos que obtuvieran el visado necesario. Ambas cosas, sin embargo, eran controladas desde Madrid y administradas con cuentagotas. En algunos casos la condescendencia con la política alemana iba más lejos. A finales de 1940, el subsecretario de Exteriores acallaba la impaciencia del cónsul en París deseoso de actuar con mayor decisión en defensa de los sefardíes perseguidos: «… si bien es cierto que en España no existe ley de razas, el Gobierno español no puede poner dificultades, aun a sus súbditos de origen judío, para evitar que se sometan a medidas generales, debiendo únicamente darse por enterado de esas medidas y, en último caso, no poner inconveniente a su ejecución conservando una actitud pasiva».
El nombramiento del general Francisco Gómez de Jordana como ministro de Asuntos Exteriores mejoró un poco las cosas, pero tampoco demasiado. Ante una solicitud para que España permitiese la entrada a 4.000 sefardíes franceses, el ministro exponía al también general Carlos Asensio Cabanillas su dilema: «… eso [dejarlos entrar] no nos conviene de ninguna manera, ni el Caudillo lo autoriza, ni los podemos dejar en su situación actual aparentando ignorar su condición de ciudadanos españoles».
Cuando a partir de 1943 la guerra cambió de signo y Alemania empezó a retroceder, el Gobierno español también empezó a virar y, consciente de la influencia de los judíos en el mundo, particularmente en los Estados Unidos, flexibilizó algo su actitud ante las demandas de refugio de miles y miles de perseguidos. Oficialmente se entreabrieron más las puertas aunque en la práctica las trabas seguían siendo enormes. Las esperas por las respuestas en embajadas, legaciones y consulados se volvían desesperantes para quienes llevaban en ellas la vida y para los diplomáticos que lo veían. Ante una solicitud desesperada para que España admitiese a 250 judíos que si no ocho días más tarde serían internados en los campos de la muerte, las instrucciones fueron: «Dada cuenta al Gobierno, estima que sólo con garantía absoluta y escrita de que sólo en tránsito y por muy escasos días pasarían por España, podría accederse a su entrada. De otro modo, habría que renunciar, pues no es posible agravar nuestros problemas con este nuevo, de indudable alcance». El Gobierno español intentaba considerar las súplicas judías como un problema normal de emigración, no como una cuestión de vida o muerte para millones de personas.
El propio Jordana explicaba, a finales de diciembre, las razones de fondo que guiaban la actitud timorata de su Ministerio: «Si estos sefarditas, con nacionalidad española indudable y documentación completa que lo acredita, pudieran venir a España, encontrándose algunos de ellos en campos de concentración de Alemania, el problema tendría gravedad por cuanto no conviene en absoluto a nuestro país que, aprovechando las circunstancias de la guerra actual, se nos llene España de judíos, y por otra parte tampoco podemos negarles la protección a que tienen derecho por su nacionalidad; y aunque quisiéramos hacerlo, sería siempre una torpeza política por la repercusión que tendrían en el extranjero campañas que suscitarían contra nosotros acusaciones a que darían lugar suponiéndonos una política antisemita copiada de la de Alemania».
En aquellas semanas Franco estaba retirando a la División Azul y su Gobierno, en el que había bastantes ministros pronazis, no quería irritar más a Hitler. El embajador en Berlín comunicó a Madrid que el cónsul general en Atenas, quien desde hacía meses intentaba sacar de Salónica a 366 sefardíes amenazados, había recibido una oferta de la Cruz Roja sueca para evacuarlos en dos barcos que se dirigían a aquel puerto con alimentos. En esa oportunidad la respuesta del Ministerio fue rápida y tajante: el cónsul debería abstenerse de cualquier iniciativa para evacuarlos. «Ni por tierra, ni por mar ni por aire es posible organizar el viaje de los sefarditas», concluía el telegrama. El embajador en Berlín se empleó a fondo para lograr que los alemanes retrasasen el internamiento del grupo en campos de concentración en Alemania, pero llegó un momento en que no pudo hacer nada más. Fueron llevados a Bergen-Belsen y finalmente, tras nuevas gestiones, todos ellos menos uno que había muerto en el camino consiguieron salvar la vida y abandonar el campo documentados con un pasaporte colectivo español. El proceso se demoró un año.
El ministro, sin embargo, intentó, al igual que en otras ocasiones, rentabilizar ante los aliados las iniciativas de los diplomáticos españoles para salvar a los sefardíes helénicos. Envió un telegrama a varias embajadas y legaciones en el que les informaba:
Para que pueda V. E. contrarrestar campañas antiespañolas atribuyéndonos política racista, comunícole… que días 10 y 13 corrientes se permitió entrada por frontera Port-Bou a 365 israelitas de Salónica procedentes de campo concentración alemán Bergen-Belsen de donde han podido salir sólo por activas gestiones nuestras que continúan respecto a otros grupos sefarditas. Al entrar en España dieron conmovedoras pruebas gratitud a nuestro Gobierno por la ayuda que les dispensó. Jordana.
Los judíos que tenían la suerte de llegar a España lo hacían en tránsito y además sin que su pasaporte español les diera derecho a quedarse a vivir en su país. Los permisos de entrada para grupos estaban siempre condicionados a la salida de los que les habían precedido. Muchas veces las autorizaciones de entrada requerían la confirmación previa de otro país para recibirlos. Mientras permanecían en España tenían la libertad de movimientos y la de expresión restringidas. En diciembre de 1943, el director general de Política Exterior envió una instrucción al director general de Seguridad, ordenándole que los funcionarios que recogían y despedían a los sefardíes les hiciesen saber «… que de su conducta una vez salidos de España depende que el Gobierno español siga gestionando con autoridades alemanas salida de campos de concentración de otros sefarditas… Toda declaración a prensa o toda actitud de sefarditas que salen de España que signifiquen ataques a Gobierno español representará automática inhibición de este a toda gestión ulterior… todos los sefardíes [deben] ser informados de esto debidamente y quedar perfectamente percatados del alcance de esta amonestación».
* * *
Nunca un sabbath en pleno tammuz habían estado apagadas las luces de las sinagogas de Hungría como aquel sábado 15 de julio de 1944. La policía vigilaba discretamente los templos cerrados y en muchos casos profanados por animales de carga. Los barrios judíos se habían quedado desiertos, con los negocios cerrados, las ventanas tapiadas y las calles sin barrer. Los csillagosház, edificios identificados con una estrella como lugar de confinamiento de judíos, eran como grandes cementerios verticales habitados por difuntos que aún respiraban. Nadie se atrevía a moverse en el poco espacio de que disponía.
Las familias consumían su tiempo sin ánimo siquiera para comprobar a través de los cristales que el buen tiempo por fin había conseguido estabilizarse. Los más ortodoxos tenían encendidas las menorah, reproducciones del gran candelabro sagrado que presidía el templo de Jerusalén antes de la destrucción, pero los escondían para que el reflejo no traspasase las ventanas. Las familias, incluidas las menos practicantes, era lo primero que habían salvado entre los escasos enseres que pudieron sacar de sus casas. Al igual que los Vándor o los Láng, decenas de millares de familias, algunas con proles de hasta docena y media de vástagos, se hacinaban en los cuartos.
Las incomodidades y la escasez de alimentos empezaban a hacer mella en su ánimo y a alterar muchos comportamientos. Algunos hombres se escapaban aprovechando un descuido del portero-guardián para intentar conseguir comida. La única esperanza la tenían puesta en la caridad de sus amigos cristianos que muchas veces con gran riesgo se las ingeniaban para proporcionarles lo más esencial. Allí surgió, o cobró carta de naturaleza cotidiana, lo más preciado: la solidaridad de un goy, palabra con que se denominaba al gentil bueno que prestaba ayuda. En las casas estrelladas las diferencias sociales y económicas desaparecieron como por ensalmo. El único bien con el que unos podían contar y otros sólo soñar era la caridad del amigo que desde la libertad intentaba echar una mano.
Cuando las alarmas empezaban a sonar, salían corriendo escaleras abajo para protegerse en los improvisados refugios. En los sótanos, hacinados como las ovejas en el aprisco, apenas oían el ruido de los aviones aliados y el estallido de las bombas que arrojaban. Eran momentos de una gran tensión que provocaban a menudo desmayos, gritos y escenas de pánico. Pero pasados unos días, los bombardeos acabaron por formar parte de la rutina cotidiana y, si cabe concebirlo, el único momento en que conseguían romperla. Muchos eran conscientes de algo muy triste de imaginar: sólo si los bombardeos conseguían sus propósitos, ellos salvarían sus vidas y recuperarían la libertad.
Los bombardeos constituían además una oportunidad para estirar las piernas, para hacer nuevas amistades escaleras arriba cuando ya habían terminado, y para intercambiar la información que cada uno tenía. No había ningún dato ni indicio de que su situación fuese a mejorar o a arreglarse, pero las dificultades compartidas siempre resultaban más llevaderas. Las alarmas aéreas les obligaban a dormir vestidos para poder salir corriendo inmediatamente. Un día el refugio del edificio de la calle Visegrád, 15, donde estaban recluidos Anny (Koppel) Vándor y sus hijos, retumbó en medio de un estruendo estremecedor. Transcurridos los primeros instantes de terror colectivo, algunos salieron corriendo. El portero también había abandonado el recinto y pudieron asomarse a la calle presos del pánico. Una bomba había destruido el edificio contiguo y la gente huía despavorida. La policía, que tardó en llegar más de media hora, se encontró con una larga fila de cadáveres y heridos depositados en el suelo que los confinados ilesos y sus vecinos iban rescatando entre los escombros.
Anny Vándor tuvo que gritarles a sus niños para que volviesen a su cuartucho y no presenciasen el dramático espectáculo que se estaba desarrollando a su alrededor. Bastante tenía ella con procurarles algo para comer cada día y para ayudar a su amiga Joli, cuyo padre, ya de edad avanzada, se moría de hambre y de tristeza en el apartamento de al lado.
* * *
Cuando el encargado de negocios de la legación de España llegó al despacho le sorprendió ver a dos hombres esperándole y mucho más cuando conoció su identidad. Representaban al Comité Judío, institución auspiciada tiempo atrás por el Gobierno para canalizar la aplicación de las leyes judías y que Ángel Sanz ya creía desaparecida. Le explicaron que no, que con muchas dificultades seguía funcionando, que mantenían contactos con el entorno del regente y que quizás por eso aún disponían de cierta capacidad de movimientos. El motivo de su visita era pedirle su colaboración para intentar desbloquear la salida de los quinientos niños que esperaban autorización española para ir a Tánger.
—Estoy en ello —les prometió el diplomático en el acto—. Hoy mismo me proponía realizar algunas gestiones.
—No, si el problema está pendiente de España. Aquí el Gobierno ya ha dicho que sí —le respondieron.
—Bueno, no exactamente —intentó aclarar matizando mucho sus palabras—. He recibido información de Madrid y todo está pendiente de que salgan de Tánger algunos contingentes de judíos sefarditas que tendrán que dejarles el alojamiento a los niños. Tánger en estos momentos es una ciudad saturada. Pero eso será cuestión de días. Las dificultades ahora mismo me temo que las va a poner Alemania. No veo manera de hacerlos llegar a su destino si no es pasando por territorio alemán u ocupado. Y, siguiendo instrucciones de mi Gobierno, es de lo que iba a ocuparme yo hoy. Aunque creo que es nuestra Embajada en Berlín la que tiene más posibilidades de conseguirlo. Y me consta que están trabajando en ello.
Los dos hombres le agradecieron al tiempo su buena disposición y le pusieron al día sobre los antecedentes del asunto. Era la llamada «Comisión Tánger», creada para ayudar a los refugiados, la que hacía meses se había dirigido a ellos anunciándoles su disposición a recibir a quinientos niños judíos húngaros, la mitad propuestos por la comisión y la otra mitad por el comité. La expedición incluía también a un grupo de cuidadores de los pequeños de entre 50 y 70 mayores. Entonces las cosas aún no estaban tan mal, todavía no habían comenzado las deportaciones, y fue relativamente fácil obtener la autorización del Gobierno para concentrarlos y que pudiesen salir. Tenían constancia de que Miguel Muguiro, el entonces ministro de la legación, había actuado con diligencia y persistencia acerca de Madrid, pero la burocracia española llevaba mucho tiempo sin resolver y la suerte de los niños era cada día más comprometida.
—Lo comprendo. Insistiré con Madrid. Voy a hacer todo lo que pueda. Cuenten con mi mejor disposición. Yo también tengo niños —y miró a la fotografía de las dos Adelas, madre e hija, que tenía sobre el escritorio.
Les acompañó hasta la puerta y les pidió mantenerse en contacto. Nada más regresar al despacho, la señora Tourné atendió al repartidor de telégrafos que traía un telegrama urgente para el encargado de negocios. Ángel Sanz Briz lo abrió y, sospechando de qué podía tratarse, se puso a descifrarlo. Era del propio ministro. Tenía que ser algo importante. Mientras manejaba la cifra, notó que su corazón se iba acelerando. «Queda autorizado —empezaba diciendo— para realizar gestiones que estime pertinentes a fin de lograr que abogado y médico de esa legación así como mecánico y otro sirviente detenidos por supuesta ascendencia racial israelita, sean puestos en libertad y puedan desempeñar sus habituales funciones. Jordana».
—¡Hurra! —gritó dando un salto en la silla.
Quizás era la primera vez que pronunciaba una palabra que no formaba parte de su vocabulario habitual. «¡Hurra!», era una exclamación puramente literaria, como «¡cáspita!» o «caramba». Pero le salió del alma al leer el telegrama, avalado con la firma del propio ministro y despachado con una rapidez impensable. También en contra de su costumbre y de su trato exquisito, llamó a voces a la señora Tourné y le ordenó que buscase al conductor porque tenían que marcharse inmediatamente. Miró el reloj, eran las once menos diez, y quería llegar al Ministerio de Negocios Extranjeros antes de que comenzase la desbandada para el almuerzo. Al subir al coche, dudó de si dirigirse a la Policía primero. Pero enseguida primó su sentido del respeto al orden establecido y se dijo: «Hay que agotar el conducto reglamentario».
—Al Ministerio de Negocios Extranjeros —le ordenó al conductor.
Tendría que haber telefoneado anunciando la visita, pensaba al tiempo que ensayaba mentalmente su planteamiento. Ya no era el secretario de legación que acudía a un organismo oficial a resolver algún trámite. Estaba al frente de la representación de un Estado y debería haber exigido por adelantado que se le recibiese con el protocolo adecuado. Pero, en fin, ya estaba hecho y no era cuestión de volver atrás. Además, que no convenía perder más tiempo. No era él quien iba a pedir nada ni a reclamar nada. Era España la que iba a reclamar el derecho a que sus empleados pudieran desarrollar su trabajo con libertad. Actuaría con firmeza. España y el Estado español no podían dejarse avasallar. Los empleados de la legación deberían volver a sus puestos aquella misma tarde.
El Ministerio era un buen reflejo de la situación general del país. Muchos despachos se hallaban vacíos y en otros los funcionarios charlaban despreocupadamente en espera de que el reloj anunciase el momento de la desbandada. Hungría, en su ya recortado territorio, tenía una parte invadida por los soviéticos y el resto ocupado por los alemanes. En estas circunstancias, con un regente maniatado y un Gobierno títere, su influencia internacional era mínima. El representante español, que siempre analizaba a fondo los pros y contras de cada actuación, decidió jugar fuerte. Le recibió el director general de Política Exterior, a quien ya conocía, y tras unos breves saludos protocolarios, le espetó en francés:
—Vengo a verle, señor director general, por un asunto muy grave y a la vez muy delicado. Varios empleados sin estatuto diplomático de la legación han sido detenidos y, a pesar de que ya han transcurrido más de 48 horas, aún no han sido puestos en libertad. Son de nacionalidad húngara, lo sé, pero trabajan para una legación extranjera. Tenemos que defenderlos y estamos dispuestos a hacerlo con la firmeza que un acto inamistoso de esta naturaleza requiere.
El director general apoyó las manos sobre el escritorio, respiró hondo y preguntó:
—¿Judíos?
—No lo sé. Nunca les he preguntado.
—Contratan ustedes empleados sin saber su…
—Por supuesto. Lo importante es que sepan trabajar. Y que sean honrados. Y todos ellos reúnen ambos requisitos.
—¿Quién les ha detenido, la Gestapo?
—¡Qué va! La policía húngara. Si hubiese sido la Gestapo, seguramente ya estaban libres. Usted conoce las buenas relaciones que España mantiene con el Reich. Si fuese necesario, nosotros hablaríamos con los alemanes. Pero mi país reconoce la soberanía húngara y la legitimidad de su Gobierno. Y es una de las pocas naciones que mantiene abierta su legación diplomática en Budapest. Por eso nos gustaría resolver este asunto tan enojoso de manera rápida y amistosa. Notará que no llamé pidiéndole audiencia como sería lógico que hubiese hecho, y lo hice para evitar darle un carácter oficial a mi actuación que pueda acabar complicando las cosas. He preferido hablar primero, exponerle verbalmente nuestra reclamación, y dejar sólo como último recurso la presentación de una enérgica nota verbal. Algo a lo que de verdad no me gustaría tener que llegar.
El director general le hizo un gesto con la mano pidiéndole esperar, se levantó y salió del despacho:
—Vuelvo enseguida. Perdone —le dijo desde la puerta.
Pocos minutos después regresó acompañado por el subsecretario. Ángel Sanz Briz repitió de forma pausada, y matizando más aún sus palabras, la argumentación que acababa de exponerle al director general. Por el pasillo se escuchaban voces y chirridos de mudanza de muebles. El subsecretario escuchó sin interrumpir ni una sola vez. El encargado de negocios español estaba preparado para responder a cualquier vinculación del incidente con la situación de la legación húngara en Madrid. Pero ninguno de los dos altos responsables de la política exterior húngara hicieron la menor alusión al asunto.
—Vamos a ver qué podemos hacer —comentó en tono pensativo el subsecretario—. Ya sabe usted cómo están las cosas y la dispersión con que actúan los diferentes cuerpos de seguridad pública. Espero que los detenidos no hayan sido metidos ya en un tren de deportados… Ahora mismo vamos a empezar a hacer gestiones a ver qué suerte nos acompaña. ¿Está usted seguro de que fueron arrestados por la Policía? Confiemos que no hayan sido los cruzflechados. Esos son parte de otro Estado sobre el cual nadie sabe quién tiene jurisdicción.
—Szálasi —apuntó el director general intentando relajar la situación.
—Me temo que tampoco —le corrigió el subsecretario. Y añadió—: En cuanto tengamos noticias nos pondremos en contacto con usted. Primero vamos a intentar descubrir dónde están y cuál es la causa de su detención. Le pido un poco de paciencia.
—De acuerdo, señor subsecretario. Pero no me exija mucha. Cuando la paciencia puede facilitar que unas personas sean deportadas indebidamente, mejor es dejarla en casa.
Se despidieron con cortesía. El subsecretario cada vez parecía más contrariado. Antes de abandonar el despacho, Sanz Briz preguntó:
—De momento, entonces, me abstengo de hablar con mis amigos del cuartel general alemán, ¿verdad?
—No, no lo haga. Vamos a intentar resolverlo nosotros.
El subsecretario miró con aspecto pensativo el reloj con cadena de plata que llevaba en el bolsillo del chaleco y comentó:
—Confiemos en que no sea tarde.
—Así lo espero —respondió con sequedad Ángel Sanz Briz quien sintió que un escalofrío le recorría el espinazo.
El diplomático español abrevió la despedida. Intentó mostrarse cordial pero las frases corteses no le salían. Una nueva preocupación empezaba a batirle con fuerza en las sienes. Escaleras abajo no pudo evitar plantearse una pregunta que ya en algún momento antes había empezado a atormentarle. «¿Y… si efectivamente, ya era tarde? ¿Si ya estaban en un tren de deportación camino de alguno de esos campos de concentración sobre los que tantas atrocidades se contaban?».
Ángel Sanz Briz intentaba tranquilizarse sin éxito replicándole a su conciencia soliviantada que él estaba cumpliendo escrupulosamente con su deber. Efectivamente, se habían perdido horas cruciales en espera de la autorización del Ministerio para actuar. Y menos mal que por una vez Madrid había respondido con rapidez. Pero si a pesar de todo era tarde, si ya no se podía hacer nada para salvarlos, sería horrible. Él se debía al Estado español y a unas normas administrativas que tenía que acatar. Nunca se había salido de ellas ni consideraba imaginable que un funcionario las vulnerase. Sin embargo, el temor a lo inevitable seguía atormentándole ya en el coche, de regreso a la legación, cuando había vidas de por medio… El conductor volvió la cabeza para preguntarle algo y casi le sorprendió hablando solo. «Tendría que haber empezado a moverme en cuanto supe la noticia de las detenciones —se recriminó a sí mismo moviendo la cabeza de arriba abajo—. Hay cosas que no pueden estar a merced de la urgencia de un telegrama».
—¿Le espero? ¿Va usted a salir pronto? —le preguntó el conductor cuando se bajaba del automóvil.
El diplomático casi no le respondió. En realidad ni siquiera se enteró de lo que le preguntaba. Musitó algo así como «un momento», aunque en realidad lo que estaba pensando era: «Siempre se aprende de los errores. Y cuando los errores son graves, más. La próxima vez será distinto».
* * *
—¡Buenos días, señor embajador! —gritó Giorgio Perlasca, saliéndole al encuentro con los brazos abiertos.
Estaba esperándole sentado en el escritorio de Zoltán Farkas y cuando le vio entrar se puso de pie. Era un hombre alto, de buen porte, y aire muy extravertido. Como muchos italianos, hablaba moviendo los brazos como si fuesen las aspas de un molino de viento.
También Sanz Briz, a pesar de que era mucho menos emotivo, se mostró muy contento de verle.
—Señor Perlasca, ¡cuánto tiempo! Pensaba que había regresado a Italia. O, lo que sería peor, que se había olvidado de sus amigos españoles.
—No, señor embajador. Eso nunca. ¡Nunca! España está en mi corazón. ¿Todo bien? Y nuestro Caudillo… cuando le vea, dígale que un italiano, admirador suyo, un excombatiente de la guerra, le dice: «Forza!».
—Gracias, señor Perlasca. No tendré oportunidad de ver a nuestro Generalísimo pronto, pero si alguna vez la tuviese, se lo diría.
—Hombres como Franco hacen falta en Europa para salir de esta guerra maldita… Porca miseria!
—Y, lo de embajador, ustedes los italianos, siempre exagerando. Secretario de legación y, de momento, encargado de negocios. Espero que no por mucho tiempo. Dentro de muchos años, y si la suerte acompaña, embajador quizás. Y, a usted, ¿cómo le va?
—Bien, todo bien. Por decir algo, claro. Esto es terrible, don Ángel. Este país acabará mal, muy mal. Por si los gobernantes húngaros no fuesen suficientes para arruinarlo, los nazis se están encargando de hacerlo también con mucha eficacia, y los comunistas, cuando lleguen, que no tardarán, harán el resto.
Ángel Sanz Briz, a quien no le gustaba que se hablase de política en la legación con ese tono, trató de empujar con la mano a su visitante hacia el despacho al tiempo que le preguntaba:
—Y, de la familia, ¿tiene noticias?
—Pocas. El correo funciona fatal. Y en Italia ya sabe usted cómo están las cosas. Nuestro amigo Mussolini se empeña en seguir haciendo su comedia en Saló y, mientras, el país recibiendo metralla de todas partes.
Giorgio Perlasca había nacido en Como a finales de enero de 1910 y de joven se había afiliado a las juventudes fascistas. Entre 1937 y 1939, participó como voluntario en la guerra civil española y alcanzó el grado de sargento de artillería. Luego, también voluntario, combatió durante unos meses con las tropas de su país en la guerra de Etiopía. Gracias en parte a los méritos acumulados en su hoja de servicios y en parte a su carácter abierto y jovial, en 1941 sus jefes le encomendaron incorporarse a una empresa de tapadera que bajo las siglas SAIB —Importaciones Bovinas, S. A.— tenía como misión conseguir carne y otros alimentos para atender las necesidades de las fuerzas armadas.
Inicialmente se movió en Serbia y Croacia y un año más tarde llegó a Budapest. La situación de tranquilidad y hasta de prosperidad que se vivía en Hungría facilitaba su trabajo. Las buenas relaciones que Horthy y sus gobiernos mantenían con los países del Eje propiciaba el comercio y los transportes. Viajaba a los núcleos rurales, compraba los centenares de cabezas de ganado que le demandaban de Roma, y las embarcaba en trenes especiales hacia su destino.
La actividad mercantil de Perlasca comenzó a complicarse con la entrada de los alemanes. Los trenes enseguida fueron requisados para deportar a los judíos de las provincias y su libertad de movimientos comenzó a verse restringida por mil obstáculos. Las transferencias de dinero para pagar las reses y el transporte se volvieron más lentas y complejas y un tren repleto de ganado fue retenido en la frontera. El simpático italiano que durante algunos meses se había ido introduciendo en la sociedad húngara pasó como tantos extranjeros a ser una persona bajo sospecha. Contribuía también a ello la confusión reinante en la representación diplomática de Italia, con una parte fiel a Mussolini enfrentada a la otra, fiel a la Monarquía.
Nada más llegar a Budapest, corría el año 42, Perlasca visitó la legación de España. Le recibió el secretario, Ángel Sanz Briz, y conversaron un buen rato. Al principio el diplomático estuvo frío y distante. Pero su actitud cambió cuando le mostró un documento, que guardaba como oro en paño, firmado por el capitán general de Cataluña. Además del agradecimiento por su contribución a la victoria de las tropas nacionales frente a los republicanos, le confería derecho a recibir ayuda y protección de España en cualquier lugar donde se encontrase. El diplomático se sintió reconfortado oyendo hablar a un extranjero sobre España con la admiración y el entusiasmo con que lo hacía aquel italiano. Y ambos coincidieron en dos apreciaciones políticas: la habilidad con que España estaba librándose de la guerra que ensangrentaba a Europa y la brutalidad gratuita con que los nazis perseguían por todas partes a los judíos.
—¡Viva Franco! —exclamó Perlasca en pleno apretón de manos de despedida.
Ángel Sanz Briz sonrió complacido y sin soltar la mano de su visitante, respondió:
—¡Arriba España!
Luego volvieron a verse alguna vez en recepciones oficiales y acabaron por hacerse amigos. Contribuyeron, de una parte, la soledad familiar en que ambos se encontraban y, de otra, la buena relación que ambos mantenían con el nuncio apostólico. Cuando en la primavera Giorgio Perlasca empezó a tener problemas con los alemanes, Sanz Briz le brindó la protección de su residencia particular, Villa Széchenyi, donde permaneció dos semanas sin salir a la calle. Aquel sábado, 15 de julio, el negociante italiano regresaba de un viaje por el interior y no ocultaba una gran preocupación sobre la suerte que le esperaba.
—Aquí ya sabe —le reiteró Sanz Briz— que tiene usted un techo y toda la protección que podamos brindarle.
—Siempre la caballerosidad española… ¡Usted es un don Quijote, don Ángel! Muchas gracias.
Acompañó a su visitante hasta la puerta y se despidieron con palmadas en la espalda. Cuando regresó al despacho, la canciller le dijo:
—Esta tarde tiene usted concierto. ¿No se habrá olvidado, verdad?
—Pues, sí. Lo había olvidado. ¿A qué hora es?
—Imagino que a las seis —respondió la señora Tourné.
—Qué mal día.
Hacía varias semanas que no iba a un concierto. Cuando estaba su mujer solían ir los sábados, aunque esta era una de las actividades que él entendía más como una obligación que como un placer. Pero tanto la vida social como la vida cultural habían desaparecido casi por completo. Apenas en algunos círculos de la alta sociedad continuaban empeñándose en vivir como si no estuviera ocurriendo nada. Los periódicos intentaban difundir una imagen de normalidad informando de algunas fiestas que mantenían viva la tradición en la capital. Solía destacar la asistencia de algún miembro de la élite militar alemana que empezaba a hacer buenas migas con la aristocracia húngara. El regente sin embargo no aparecía en público ni había noticia de que participase en ningún acto organizado fuera del palacio desde hacía meses. En cambio su hijo, Miklós, sí parecía seguir viviendo con el protagonismo que le confería su ascendencia y su condición de cabeza del ranking de playboys de la ciudad.
Antes de salir para el concierto, Ángel Sanz Briz llamó por teléfono al Ministerio. No estaba ni el subsecretario ni el director general y le atendió un funcionario de guardia que, aparte de no hablar francés y sólo chapurrear una pocas palabras de inglés, no tenía ni idea del problema. Respondió evasivamente que sus superiores estaban tratando de resolver el asunto y enseguida empezó a mostrar prisas por colgar. El encargado de negocios de España le retuvo en la línea y le dijo:
—Cuando hable usted con sus superiores dígales que mi Gobierno está esperando con impaciencia una solución amistosa a este incidente. Si no se logra, tendremos que recurrir a otras instancias.
—Así se lo haré llegar.
* * *
El gran hall de la sala de conciertos Vigadó no era ni la sombra de su esplendoroso pasado. Hasta las grandes arañas colgadas parecían derramar una luz más mortecina que de ordinario. Cuando Ángel Sanz Briz entró aún faltaban casi diez minutos para comenzar el concierto pero apenas había diez personas haciendo tiempo para ocupar las butacas. Empezaban a estar muy lejos aquellas funciones de gala que tanto le recordaban a Adela, su mujer, las películas de la corte. El todo Budapest culto y elegante solía darse cita en una velada musical como la de aquella tarde. Pero eso era antes, aquella tarde no veía a nadie conocido. Se asomó al patio de butacas y sólo tres o cuatro filas se hallaban ocupadas. Como albergaba la esperanza de encontrarse a alguien del Gobierno para plantearle sus preocupaciones, decidió no entrar hasta el último momento.
La sala era uno de los grandes templos de la música en la época. Su estilo arquitectónico conjuntaba con una gran armonía motivos bizantinos, románicos y moriscos. Sin embargo, más que el interés artístico de sus paredes y elementos decorativos destacaba su fabulosa historia musical. Había sido inaugurada en 1885 por Franz Liszt, en una memorable dirección del oratorio La Leyenda de Santa Isabel, y desde entonces todos los grandes músicos, desde Brahms hasta Debussy, habían triunfado en su escenario. Las composiciones famosas estrenadas en la sala Vigadó, entre las que destacaban varias obras de Béla Bartók, la habían dotado de una aureola única en el mundo.
Ángel Sanz Briz no disfrutó del concierto. Sentado cerca del pasillo en la fila siete, estaba más preocupado por la suerte que estarían corriendo los empleados de la legación detenidos que por la interpretación que la orquesta estaba haciendo de la Primera sinfonía de Gustav Mahler. Quizás su estado de ánimo no era el adecuado para dejarse arrebatar por la música, pero quizás tampoco la orquesta estaba ofreciendo la mejor de sus interpretaciones. Fue en el descanso, escuchando en la cafetería las conversaciones y siseos del público, cuando comprendió mejor lo que ocurría: al margen de que nadie estaba en buenas condiciones para labores artísticas, varios de los mejores profesores de la orquesta habían tenido que abandonar sus puestos por imperativo legal.
Todos ellos, de religión judía, se comían las uñas encerrados en algún exiguo apartamento de una casa marcada en la fachada con una estrella amarilla. El encargado de negocios de España dudó un instante y, de manera discreta, abandonó la sala. Cuando llegó a pie a la legación encontró a la señora Tourné pegada al teléfono y al conductor, que esperaba la hora para pasar a recogerle, sentado enfrente. Desde la puerta consultó con la mirada.
—Nada —dijo la canciller—. Seguimos esperando.