I
Verano en Budapest

La tarde que quemaron los libros acababa de irrumpir el verano con todas las fuerzas de la naturaleza, y por vez primera en muchos meses, hacía verdadero calor en Budapest. Ángel Sanz Briz, que no se había percatado de las canas que empezaban a sobresalir entre su pelo rubio y lacio, se desplomó en una butaca y se quedó allí clavado, con las manos recogidas en el regazo, la cabeza embotada por las escenas que acababa de presenciar y la vista perdida en el horizonte de la planicie húngara. Desde el saloncito de la buhardilla enladrillada de Villa Széchenyi, su elegante residencia de Buda, en la falda del Istenhegy, podía contemplar una de las mejores vistas de la ciudad, con sus monumentos, sus caserones neoclásicos y la majestuosidad apacible del Danubio al fondo. Nunca se cansaba de admirar la belleza del conjunto urbano que se extendía a sus pies, la armonía de tantos edificios suntuosos contrastando con el bullicio de las calles, y el discurrir tranquilo de su imponente río.

Pero la verdad es que ese atardecer del 16 de junio de 1944, el encargado de negocios de la legación de España en Hungría ni siquiera se sentía capaz de disfrutar como otras veces de la imponente panorámica que se abría a sus ojos. Habían tenido mucha suerte, él y su esposa Adela, cuando dos años atrás —y todavía en plena luna de miel— llegaron a Budapest para ocupar su nuevo destino como secretario de la representación española, encontrando aquella casa, con un jardín precioso y unas vistas únicas, que sin embargo ese viernes soleado y casi caluroso empezaba a caérsele encima.

Abstraído entre tantos recuerdos como de repente empezaron a desfilar por su cabeza, y atormentado por las imágenes que acababa de presenciar, apenas se percató de los pasos sigilosos de la sirvienta que con su impecable cofia blanca y su habitual semblante sobrio se acercaba con una bandeja en las manos. En cuestión de segundos, y dando muestras de una gran destreza, desplegó un mantel azul claro sobre la mesa de centro y fue colocando con parsimonia y precisión un vaso de cristal tallado de Bohemia, una botella de cerveza con la espuma asomando por el bocal, una servilleta envuelta en forma de cucurucho y una lata de sardinas recién abierta.

—Perdone, ¿va a salir el señor esta noche?

Ángel Sanz Briz se quedó pensativo unos instantes, igual que si hubiese sido sorprendido con una pregunta de difícil respuesta diplomática, y tras un ligero carraspeo respondió:

—No. No voy a salir ya. He despedido al conductor.

—Pensé que saldría, perdone. Entonces le preparo cena.

—Gracias.

La sirvienta se retiró con el mismo sigilo con que había entrado y el diplomático español volvió a sumirse en su abatimiento. Le rozaba el cuello almidonado de la camisa, una de las ballenas se le clavaba en el pecho y empezaba a causarle dolor, pero no se sentía con valor para levantarse de la butaca y aflojar el nudo de la corbata que le estaba ahogando. Al igual que el pelo, su traje azul marino estaba impregnado de motitas blancas de ceniza, de ceniza ilustrada, eso sí, se podría añadir como consuelo. Recordó las palabras de la sirvienta, sorprendida de tener que prepararle cena, y cayó en la cuenta de que era el primer viernes en mucho tiempo que no tenía algún compromiso. La mayor parte de las representaciones diplomáticas habían abandonado Hungría a raíz de la invasión alemana, en marzo, y la vida social, tradicionalmente tan divertida y animada, estaba sucumbiendo en el ambiente prebélico que empezaba a adueñarse de la capital.

Las campanadas lentas y sobrias de un reloj vertical de pared anunciando las ocho consiguieron sacarle de su ensimismamiento. Se revolvió en el asiento, se sirvió un poco de cerveza, cogió con el tenedor una sardina de la lata y se la llevó entera a la boca, con espina y todo. Aunque agotado como pocas veces se había sentido y deprimido como nunca se había visto, el joven diplomático cumplía una vez más con una costumbre, que ya empezaba a convertir en rito, adquirida en sus últimos meses en la Escuela Diplomática, cuando un viejo profesor les dijo:

—Están equivocados los que creen que la diplomacia es una actividad divertida. Ofrece posibilidades de viajar, de conocer mundo y de tratar a muchas personas interesantes, pero también está expuesta a muchos peligros y abocada a todo tipo de sinsabores. Quienes piensan ilusionados en los cócteles y en las fiestas, que se preparen. No pasará mucho tiempo sin que se den cuenta de que, por supuesto con excepciones, constituyen una de las obligaciones más pesadas y aburridas con las que van a encontrarse.

El profesor, un veterano embajador a punto ya de jubilarse, hizo una pausa para observar el efecto de sus palabras entre los alumnos y, viéndoles cruzarse sonrisas y miradas de escepticismo, prosiguió:

—Eso por no hablarles del hígado. Un par de copas, que a veces son más, por supuesto, cada tarde a lo largo de cuarenta años de carrera acaba volviendo cirrótico al más fuerte. En esta carrera hay que tener cuidado con el alcohol y no sólo por la mala imagen que puede dar de uno o por los errores que pueda inducirle a cometer. Resulta curioso que siendo una profesión que tanto requiere estar sobrio sea a la vez la que más expone a acabar ebrio. Pero es que también hay que pensar en la salud. Para paliar un poco estos riesgos, yo les recomiendo comer una lata de sardinas en aceite antes de asistir a un cóctel.

Algunos alumnos no evitaron gestos de extrañeza y más de uno se revolvió en el pupitre para compartir la sonrisa con los demás.

—Ya, ya sabía que iba a sorprenderles. Pues es un buen consejo que en su momento me dieron a mí y que yo les transmito. Que lo sigan o no ya es cuestión de ustedes. Como las recepciones suelen ser al atardecer, acudir con el estómago lleno les ayudará a moderarse ante las bandejas de canapés y les permitirá moverse entre los invitados sin tener que saludar con la boca llena. Eso para empezar. Porque además, según me explicó un médico, el aceite, sobre todo si es de oliva, se adhiere a las paredes del estómago y facilita que el alcohol se evacue sin que el organismo llegue a asimilarlo en su totalidad.

La mayor parte de aquellos futuros diplomáticos nunca más se acordaron de aquella recomendación. Sin embargo Ángel Sanz Briz, hombre metódico, preciso y calculador, no la echó en saco roto. Tenía además la suerte de que las sardinas en aceite le encantaban. Poco a poco se fue acostumbrando a merendar cada tarde una lata de sardinas aunque no tuviese que asistir a una recepción ni fuese a beber alcohol. Ya cuando preparó su equipaje para viajar a El Cairo, su primer destino, se cuidó de incluir varias cajas de latas de sardinas junto a una buena colección de artilugios para abrirlas. Su familia en Zaragoza no salía de su asombro viéndole preocupado por tan extrañas provisiones.

—Yo creía que los diplomáticos sólo comían caviar y paté —le comentó en broma su padre Felipe—. Las sardinas en lata siempre han sido comida de obreros.

Recordó la conversación como algo ya muy lejano al tiempo que encendía un cigarrillo, el cuarto en menos de una hora, y se acomodaba de nuevo en la butaca. Por su mente empezaron a desfilar imágenes dispersas de su infancia y juventud. No le gustaba revivir el pasado y, sin embargo, siempre que se encontraba solo acababa haciéndolo casi de manera automática. Intentó desviar el pensamiento hacia la situación en Hungría, que seguía agravándose y sobre la que tendría que enviar un despacho a Madrid el lunes, y no pudo evitar que el peso de la preocupación por su responsabilidad volviese a abatirle.

Hacía aún escasas horas que había despedido en la estación al que durante los dos años que llevaba en Budapest había sido su jefe, y enseguida también su amigo, Miguel Ángel Muguiro, el ministro de la legación cuya misión había terminado, y en Madrid, donde las cosas tampoco debían de estar muy claras, no habían nombrado a nadie para sustituirle. Era la primera vez que Ángel Sanz Briz se quedaba como encargado de negocios y, además, lo hacía en un país ocupado por los alemanes, sumido en el caos, y con una parte importante de su territorio invadida por las tropas soviéticas. La Segunda Guerra Mundial se hallaba en un momento crucial, y Hungría, que durante tanto tiempo se había mantenido como un oasis de paz y bienestar en medio de una Europa en llamas, empezaba a convertirse en el centro de la contienda.

Sanz Briz, que ese atardecer ni siquiera se sentía tentado por el olor de las sardinas que empezaba a impregnar el salón, bebió otro sorbo de cerveza, estiró el brazo, alcanzó un voluminoso aparato de radio que estaba sobre una consola estilo Luis XV, y casi como un autómata comenzó a mover el dial por la banda de onda corta en busca de las noticias de las ocho y media de la BBC. La llegada del buen tiempo y las interferencias de los alemanes dificultaban cada vez más la sintonía de las únicas informaciones fiables sobre la evolución de la guerra. La voz del locutor británico emergía con dificultades entre pitidos con su inglés impecable.

Los aliados, que hacía diez días habían desembarcado en Normandía, consolidaban sus posiciones en las regiones occidentales francesas. Mientras los Vergeltungswaffe, los aviones sin piloto de la Luftwaffe, sembraban el pánico por cuarto día consecutivo en Gran Bretaña, donde estaban causando daños físicos y emocionales, las tropas al mando de general Eisenhower intentaban cerrar el cerco en torno a la península de Cherburgo. El propio general norteamericano, que empezaba a emerger como un mito, había visitado la cabeza de puente establecida por sus fuerzas en suelo continental. Los partes de guerra difundidos desde el cuartel general del Führer seguían siendo triunfalistas aunque cada vez resultaban menos fiables. Los bombardeos sobre Londres eran, para la propaganda germana, la gran prueba del triunfo a que tanto el expansionismo alemán como la causa nazi estaban predestinados. Sin embargo, Ángel Sanz Briz observó que, por primera vez, la referencia al frente occidental no hablaba de avances: se limitaba a presentar como un éxito que su resistencia estaba consiguiendo frenar los ataques enemigos.

—Mal asunto —musitó el encargado de negocios de España mientras buscaba en el dial una mejor sintonización de la emisora británica.

En el frente político, las noticias eran bien reveladoras de que el rumbo de la guerra había cambiado. El general De Gaulle no perdía tiempo y había establecido ya los cimientos de una administración civil francesa en territorio liberado. En los Estados Unidos empezaba a calentarse la campaña para las elecciones presidenciales previstas para noviembre, y en España, el dictador Francisco Franco se preparaba para su primera visita a la ciudad de Bilbao, en la conflictiva región vasca. Hítler, entre tanto, había encontrado unos segundos de su ocupado tiempo para enviarle un telegrama al dictador rumano, mariscal Antonescu, felicitándole por su 62 cumpleaños. Y, finalmente, la noticia que ya conocía: el alcalde de Budapest, siguiendo las líneas establecidas por el Gobierno, había ordenado a los 220.000 judíos que vivían en la ciudad abandonar sus domicilios y trasladarse a unos edificios señalizados en sus fachadas con una estrella amarilla de seis metros cuadrados.

La sintonía que ponía fin al informativo de la BBC dejó a Ángel Sanz Briz con los omóplatos apretados, el pecho abultado y las manos abrazando la nuca. Eran las nueve y sentía un gran vacío a su alrededor. Recordó, como ya lo había hecho varias veces a lo largo del día, a su hija Adelita, que la víspera había cumplido un año.

—¡Cómo pasa el tiempo! —exclamó interiormente en medio de un profundo suspiro que abandonó a mitad de camino al escuchar a la sirvienta acercarse a poner la mesa.

Miró el reloj de manera instintiva y se preguntó qué estaría haciendo Adela, su mujer, a esas horas. Hacía casi tres semanas que no tenía noticias suyas. Las comunicaciones a través de Europa central cada vez eran más complicadas y la valija diplomática, su cordón umbilical con España, con la familia y con el Ministerio, no llegaba con la regularidad habitual. Imaginó a la niña gateando por la casa y a la madre intentando agacharse a jugar con ella. ¡Cómo las añoraba! Hizo cálculos y dedujo que debían de faltar dos meses para la llegada de su segundo hijo y notó que la emoción atenazaba su garganta. Una vez más recordó cómo después de un largo y cansado viaje en tren a través de Austria, Suiza y la Francia de Vichy, las había dejado en Hendaya, a donde había acudido a recogerlas su suegro.

—Señor, ya puede venir a cenar —oyó que le decía la sirvienta.

—Gracias —respondió con voz casi inaudible.

Pero no se levantó. Se hundió más en la butaca, estiró las piernas hacia el ventanal y entrecerró los ojos para facilitar que la mente vagase con mayor fluidez entre añoranzas, recuerdos y preocupaciones. Las escenas que había contemplado aquella tarde, viendo cómo ardían en medio de un gran jolgorio popular millares y millares de libros, nunca conseguiría quitárselas de la cabeza.

—¡Qué bárbaros! —exclamó sin preocuparse, cosa rara en él que tanto cuidaba las formas, de lo que pensase la sirvienta viéndole hablar solo.

Encendió con parsimonia un nuevo cigarrillo, exhaló con lentitud el humo y se quedó extasiado contemplando el reflejo de las luces mortecinas de la ciudad en la superficie del Danubio. El vapor que subía del río creaba pequeñas nubecillas que la brisa del anochecer empujaba con suavidad hacia el norte e iba enredando en las torres de San Esteban.

—Esta postal —pensó Ángel Sanz Briz con la imaginación envuelta entre tantas brumas como veía y tantas preocupaciones como sentía— podría ser de Zaragoza.

Nunca se había imaginado que el Ebro y el Danubio fuesen tan parecidos…

* * *

Abajo, del otro lado del río, el olor desagradable del pergamino quemado impregnaba el ambiente en las calles y plazas del centro de Pest. Millares de jóvenes con uniformes fascistas celebraban con cánticos y gritos patrióticos el atentado contra la cultura que la paranoia nazi les había incitado a cometer. Cerca de medio millón de libros, 447.627 para ser precisos, habían ardido durante la tarde y primeras horas de la noche en una hoguera encendida para destruir todo testimonio impreso que tuviera algo que ver con los judíos.

A lo largo de dos semanas la propaganda oficial convocó a los húngaros a desprenderse de las publicaciones sobre judaísmo —excluidas por supuesto las generadas por la política antisemita del Reich y sus aliados— y de las obras de autores judíos. Expertos de las SS elaboraron una lista de 120 autores nacionales y 130 extranjeros cuyos libros debían ser condenados sin más contemplación a las llamas. Los anaqueles de las bibliotecas públicas fueron revisados de manera minuciosa y los volúmenes predestinados al fuego arrojados entre gestos de asco y desprecio a los contenedores de basura expresamente habilitados para su traslado al escenario de la destrucción.

La ciudad vivió unos días de actividad febril en la persecución colectiva de los libros condenados al fuego ritual. Los libreros y editores ocultaban la consternación de tantas pérdidas y, muertos de miedo ante el terror que empezaba a cundir, fueron los más diligentes a la hora de limpiar de rastros judíos sus establecimientos. En algunos puntos alejados de la ciudad fueron habilitados vagones de tren para transportar tan pesados cargamentos como se iban acumulando. Decenas de camiones, requisados para el efecto, recorrían las calles recogiendo la mercancía maldita que la gente había depositado a la puerta de las casas o arrojaba con actitud despectiva desde los balcones.

Brigadas de jóvenes militantes de las organizaciones nacionalistas, que con tanta facilidad surgían, se fusionaban y desaparecían en la Hungría de entreguerras, colaboraban entusiásticamente al éxito de la campaña. Unas veces echaban una mano en la carga y descarga de los libros y otras exhibían sus actitudes violentas para convencer a los más tibios de la conveniencia para su salud de no resistirse. Las universidades tampoco opusieron mayor resistencia a una medida que tanto iba a empobrecer sus fondos de estudio y consulta y, en definitiva, que tanto atentaba contra sus principios de libertad de pensamiento y respeto a todas las ideas.

Alrededor de las cuatro de la tarde de aquel viernes de vergüenza intelectual en que iba a convertirse el 16 de junio de 1944 en Budapest, millares de personas se congregaron en la plaza elegida para presenciar la ejecución pública de tan original auto de fe hitleriano. Una larga cola de vecinos esperaba turno, con sus aportaciones bien visibles en los brazos, para hacer la ofrenda de manera ostensible ante la mirada atenta, lista para tomar nota, de los capitostes del régimen de miedo y sospechas generalizadas que se había adueñado del país tras la invasión, hacía tres meses, de las tropas alemanas.

Algunos judíos, que intentaban pasar inadvertidos fuera del gueto en el que sus correligionarios habían sido recluidos y librarse así de la deportación hacia las cámaras de gas, también pasaron por el humillante sacrificio de desfilar ante los jerarcas cruzgamados y cruzflechados antes de hacer la ofrenda de lo mejor de sus modestas bibliotecas arrojándolo a la montaña de libros que crecía y crecía por momentos. Muchos ciudadanos que no poseían obras incluidas en las listas malditas, para no despertar sospechas acudían al insólito espectáculo con los tomos que les parecieron más dudosos bajo el brazo a consultar servilmente a los promotores del acto si consideraban que deberían deshacerse de ellos o no.

Kolozsvary, el secretario de Estado que desde el Gobierno tutelaba la iniciativa, sonreía rebosante de satisfacción. A la hora en punto sus ayudantes reclamaron silencio y tomó la palabra con aire solemne y voz impostada.

—Este es un acto de una gran significación para el ideal de la raza húngara —dijo— como parte de la gran raza aria que nosotros, el verdadero pueblo magiar, estamos luchando por defender. Los judíos, que tanto daño causaron y causan a nuestros pueblos, siempre se han servido de los libros para, aprovechándose de la ingenuidad de muchas personas, sembrar sus maléficas ideas de destrucción de nuestra raza y nuestra cultura. Vamos a acabar con sus libros, vamos a impedir que sus escritos sigan contaminando nuestros hogares. Es la primera destrucción pública de libros judíos, pero reitero, es la primera y sólo la primera. El comienzo de una limpieza que no culminará hasta que todas las publicaciones de esta naturaleza hayan desaparecido en nuestro país y de la faz de la tierra.

El secretario de Estado, que se había puesto un uniforme de corte fascista para la ocasión, cogió un libro de poesías del famoso autor Kiss Jozset, que uno de sus asistentes llevaba en el bolsillo de la guerrera, y tras mostrarlo con los brazos en alto igual que si se tratase de un trofeo de guerra, lo abrió y con un fósforo que le tendió otro colaborador, prendió fuego a sus páginas. Cuando las llamas empezaron a tomar cuerpo con la misma intensidad con que arreciaban los aplausos, lo arrojó con fuerza al montón que aguardaba la misma suerte.

En contra de lo que se preveía, el fuego, encendido con fósforos desde diferentes ángulos, tardó mucho en cobrar cuerpo. Daba la impresión de que las llamas se resistían a colaborar en tan siniestra empresa. El papel de periódico utilizado para encender era devorado en cuestión de segundos, pero luego la combustión empezaba a ahogarse y a lo más que llegaba era a chamuscar los bordes de las impresiones rústicas que, como siempre le ocurre a la pobreza, resultaron ser las más vulnerables al fuego. Tras reiterados intentos por avivar las llamas, que no acababan de alcanzar el espectáculo neroniano y ejemplarizante pretendido, fue necesario echar mano de unas latas de las escasas reservas de gasolina que quedaban en la ciudad para avivar el fuego y el espectáculo.

Los aguerridos militantes de las organizaciones fascistas que con tanto entusiasmo se habían brindado a colaborar, hicieron grandes esfuerzos deshaciendo los paquetes, abriendo a veces las páginas de grandes tomos encuadernados en piel, y revolviendo con tridentes infernales traídos desde las aldeas de los alrededores tan imponente tesoro bibliográfico y facilitar su incineración. Cuando las llamas se hacían vorazmente con alguna obra conocida, y cuyo título resaltaba en el canto, los asistentes prorrumpían en aplausos y gritos de triunfo. Ocurría, sobre todo, cada vez que el fuego daba cuenta de un ejemplar de El capital, de Karl Marx, o de algún ejemplar, elegantemente encuadernado en pergamino de los libros sagrados de la religión hebrea.

Otro volumen cuya destrucción también provocó verdaderas manifestaciones de euforia fue El Estado judío, de Theodor Herzl, una de las bestias negras locales del antisemitismo húngaro. Las listas de títulos y autores que a lo largo de muchas horas fueron transformándose en pavesas que sobrevolaban por encima de los tejados más elevados se hacía interminable. No se libró, por supuesto, El amor por Sión, precursora del sionismo, cuya idea consolidaría más tarde Herzl, de Abraham Mapon, ni por supuesto los ejemplares que muchos intelectuales guardaban de Socialismo utópico y socialismo científico, de Friedrich Engels. Y, naturalmente, también sucumbieron al fuego aniquilador millares y millares de ejemplares de los libros bíblicos, desde el Cantar de los Cantares hasta el Eclesiastés, pasando por el libro de Job, los Salmos, los Proverbios y el libro de Ruth, a pesar de ser también testimonios bíblicos de veneración cristiana.

Sigmund Freud, quizás el judío más odiado por los nazis después de Marx, fue objeto de una atención especial. Varios ejemplares con sus teorías sobre el psicoanálisis merecieron un chorro suplementario de gasolina para que su desaparición resultara más evidente y espectacular. En cambio los abundantes ejemplares de las obras de Franz Kafka, La metamorfosis, América o El castillo, que tan populares venían siendo, pasaron más inadvertidos tanto para los atizadores voluntarios como para los entusiasmados espectadores que asistían con verdadera complacencia al espectáculo. Algunas veces sobresalían del murmullo general voces como:

—¡Mira qué bien arde la biografía de Dreyfus!

—Aquel de canto azul es El violín sobre el pecho, de Chalom Aleikhem. Lo leía yo de peque…

Pero la voz se ahogaba de repente en el miedo. Los encargados de alimentar las llamas, con los rostros tiznados y el aspecto sudoroso, atendían solícitos las demandas de los asistentes para contemplar de cerca la destrucción de alguna obra conocida. Prendían el libro en llamas con el tridente y lo acercaban humeante al interesado que abría los ojos y movía la cabeza con lentitud de un lado a otro como muestra elocuente de admiración por lo que estaba viendo, así como de gratitud por la atención que se le acababa de prestar. En un intento arriesgado por alcanzar un ejemplar encuadernado en piel de becerro de Los judíos de Zirndorf de Jakob Wassermann, que una señora enjoyada quería ver arder con más fuerza, uno de los cuidadores del fuego se cayó sobre la pira y tuvo que ser llevado entre tres o cuatro voluntarios para ser atendido de quemaduras leves en la clínica más próxima.

* * *

Ángel Sanz Briz, el secretario de la legación de España en su nueva condición de encargado de negocios, estuvo trabajando hasta pasadas las cinco. Aunque el ministro que acababa de abandonar el puesto le había venido poniendo al tanto de los asuntos pendientes desde hacía semanas, estaba ansioso por profundizar más en ellos y, en la medida de lo posible, intentar su solución. Una gran parte de la tarde la pasó encerrado en su despacho revisando papeles. Una de las carpetas que su jefe, Miguel Ángel Muguiro, guardaba con mayor cuidado, era de color marrón y ponía por fuera en letra casi gótica la palabra «Sefarditas». Siempre pulcro en el uso del castellano, el joven diplomático que la sostenía en sus manos murmuró:

—Debería poner «Sefardíes». Sefarditas es una aberración del término. Pero, en fin, eso es lo de menos.

Y empezó a ojear los despachos que el ministro de la legación había ido enviando al Ministerio de Asuntos Exteriores desde que, por presión alemana, el Gobierno húngaro había empezado a aplicar medidas discriminatorias contra la población judía. Algunos los conocía, él mismo había participado en su redacción, y se prometió que en los próximos días volvería a preocuparse del problema. No era admisible, pensó, que personas que hablaban el español y seguían sintiéndose españolas después de tantos siglos de diáspora, fuesen sometidas a las crueldades, verdaderamente inhumanas, a que los judíos estaban siendo sometidos por el mero hecho de que se les considerase una raza distinta.

«¡Anda! —recordó—. Deben de estar ahora en plena quema de libros».

De repente le vinieron a la cabeza todas las escenas de ignominia cultural que había presenciado por las calles desde que los medios de comunicación, particularmente las emisoras de radio, habían empezado a promover la destrucción de todos los libros de autores judíos o sobre temas judíos. Y en una actitud impulsiva, poco frecuente en su carácter reflexivo y pausado, decidió ir a presenciar personalmente el acto que con tanto bombo y platillo se venía anunciando. Apenas se preocupó de guardar el expediente que tenía delante. Lo metió en el cajón de su escritorio de caoba, cerró con llave, se puso la chaqueta que tenía colgada en el perchero, se acicaló el pelo que siempre llevaba peinado hacia atrás, y salió al antedespacho donde la señora Tourné, la veterana canciller de la legación, registraba la correspondencia.

—¿Se marcha, don Ángel? ¿Llamo al conductor? —se apresuró a atenderle sin levantar los dedos del teclado.

—Voy a acercarme a ver qué están haciendo esos locos… Me ha entrado la curiosidad.

—No me diga que va a…

—Quiero verlo personalmente. Barbaridades así no se cometen todos los días.

—Si sólo la tomasen con los libros… Lo malo es que cualquier día empezarán también a quemar personas.

La mujer hizo una pausa, se puso en pie de manera respetuosa, se arregló instintivamente el pliegue de la falda y en tono titubeante, preguntó:

—Aún no le he preguntado cómo quiere que le llame a partir de ahora, señor ministro, don Ángel… señor encargado de negocios resulta poco…

—Encargado de negocios es una situación temporal. Confío que nombren pronto a un nuevo ministro. En estas circunstancias la legación necesita al frente a una persona de peso. A mí siga tratándome como hasta ahora, por supuesto.

—Gracias, don Ángel. Yo, bueno, no sé cómo explicárselo. Hace días que quería hablar con usted. Supongo que estará informado de que soy judía; francesa, pero judía. No sé si eso puede ocasionarle algún problema a la legación. Las cosas están poniéndose muy mal, ya sabe usted.

—En España, señora Tourné, los judíos son ciudadanos exactamente iguales que los cristianos.

—Eso ya me lo explicó una vez el señor ministro Muguiro… Pero yo, a veces, sabiendo que los alemanes ayudaron a ganar la guerra al general Franco, no puedo evitar que me entren preocupaciones. Aquí la situación de los judíos empieza a ser terrible, don Ángel.

—Lo sé, lo sé —respondió el diplomático—. Ya han deportado a más de 300.000, que se dice pronto. Y no van a parar… Aparte de la humillación de hacerles salir a la calle con la estrella amarilla o impedirles hacer vida normal. Es terrible, desde luego, que seres humanos hagan cosas así con otros seres humanos.

—Yo ya soy mayor y lo que me tenga que pasar, pasará —prosiguió la canciller—. En cambio tengo mucho miedo por mi hijo Gaston. Es un chico joven y él no es consciente del peligro que corre. Además, de alguna manera a mí me protege estar trabajando en una legación extranjera. Aparte que los nazis a España, debe de ser por el general Franco, le tienen respeto. Pero mi hijo no tiene protección ninguna. Francia —se encogió de hombros—, ya me dirá.

—Tráigalo el lunes. Que esté aquí con usted que la ayude un poco. Vamos a ver si se le puede pagar algo. Será difícil. Pero por lo menos estará protegido contra esos bestias.

—Gracias, don Ángel. Nunca olvidaré su amabilidad. Me da mucho miedo que vaya donde están quemando los libros. Esos animales son capaces de cualquier cosa. Están locos.

—De eso ya me he dado cuenta, sí. Pero sé protegerme. No olvide que acabo de participar en una guerra. ¡Naaa! No me harán nada. Al contrario, pensarán que voy a celebrarlo con ellos. El cerebro dudo que les dé para más. Aunque es cerca, voy a ir en el coche. A la vista de la bandera y la placa diplomática seguro que se muestran más respetuosos.

—¿Regresará al despacho?

—No. Iré a casa y me acostaré pronto. Mañana quiero estar aquí temprano para acabar de revisar todo lo que tenemos pendiente.

—Hasta mañana entonces, don Ángel.

—Hasta mañana si Dios quiere.

Las calles parecían haberse animado un poco con la llegada del buen tiempo. El sol empezaba a declinar y la temperatura era excelente. La gente se había desprendido de sus pesados abrigos invernales y de sus gorros de piel y daba la sensación de que con ropas ligeras estaba más alegre. Acomodado en el asiento derecho de atrás del Buick negro del jefe de la legación, con la mano derecha sujetando el asidero y el cuerpo vuelto hacia la ventanilla, contemplaba la inusitada vida que estaban cobrando las aceras. Hacía meses que no veía tanto ambiente. En algunas esquinas había vehículos militares alemanes y soldados en actitud bastante despreocupada. Nadie hubiese dicho que Budapest era la capital de un país ocupado por un ejército y amenazado por varios más. Aquella misma mañana los alrededores industriales de la ciudad habían sido bombardeados por varias escuadrillas de cazas norteamericanos que atacaban en oleadas y nada sorprendería que en cualquier momento apareciesen por el horizonte las formaciones aéreas de la RAF que solían atacar al atardecer.

«Pues es lo que faltaba… un bombardeo con tanta gente en la calle», pensó Sanz Briz recordando las carreras de los peatones y los frenazos de los automovilistas cuando, unas semanas atrás, empezaron los bombardeos. Sin embargo la gente se había ido habituando al peligro y, salvo los más asustadizos, la mayor parte de las personas seguía con sus cosas en cuanto observaba que por lo menos esa vez la metralla no iba a alcanzarles. La culta y refinada sociedad húngara estaba pasando del más sofisticado ambiente social emanado de la corte de los Habsburgo a las miserias del fragor de la guerra que hasta hacía poco les resultaba lejana y a menudo hasta excitante. Nadie parecía ser consciente, además, de que amplias regiones del este y el norte del país se hallaban invadidas por el Ejército Rojo de Stalin.

En un recodo de la estrecha callejuela el conductor frenó suavemente e interrogó con la mirada al diplomático español si no sería más prudente aparcar allí. Hasta ellos llegaba la algarabía de las hordas fascistas entretenidas en la destrucción de los libros y el fuerte olor de las cenizas aún incandescentes. Ángel Sanz Briz asintió con la cabeza, se bajó sin aguardar a que el conductor uniformado le abriese la puerta, y echó a andar hacia la plaza elegida para el sacrificio de tan importante acervo cultural. Caminaba con la cabeza levantada, la vista puesta en el frente, intentando disimular el sentimiento de indignación y vergüenza ajena que le invadía, y sin prestar la menor atención a los individuos de diferente pelaje que le miraban con extrañeza.

Un soldado de las SS que vigilaba en actitud marcial la escena a prudente distancia evitó ostensiblemente moverse unos centímetros para permitirle el paso. Un hombrecillo de escasa fisonomía aria y vestido con una chaqueta heredada de algún difunto de talla superior, se cruzó por delante para mostrarle al inquisidor los tres o cuatro libros viejos y desencuadernados que iban a ser su aportación a la hoguera. El alemán ni siquiera se dignó mirar. Apretó levemente el labio inferior contra el superior y apenas se dignó responder con un gesto de «adelante» expresado con un ligero, apenas perceptible, movimiento de la barbilla. El hombrecillo, presa de una agitación eufórica sin límites, se retorció como si fuese a lanzar un disco, giró noventa grados sobre su pie izquierdo y lanzó los libros condenados por encima del círculo de curiosos a la humeante montaña de papel y letra impresa.

Uno de los volúmenes, el más ligero de peso, se quedó rezagado en su vuelo hacia la inmolación y cayó justo delante de los pies de Ángel Sanz Briz, quien intentaba forcejear con discreción para situarse en la primera línea de espectadores. El diplomático, que no salía de su indignada sorpresa viendo cómo se iba autodestruyendo aquel tesoro de cultura y saber, que sentía cómo su reconocida capacidad de autocontrol se enredaba entre las cuerdas tensas de su garganta y sus simpatías por la eficacia y la disciplina del régimen germano se metamorfoseaban en odio, tardó un buen rato en percatarse de la maravilla bibliográfica que, a poco que se moviera, podía acabar pisando. El libro caído a sus pies se titulaba Mishné Torá (La mano fuerte) y su autor era el sabio español, de religión judía, Moisés Maimónides.

Faltó un tris para que el encargado de negocios de España no provocara un grave incidente diplomático agachándose a recogerlo del suelo con el mimo que el libro merecía, limpiarle el polvo con cuidado, y arriesgarse a guardarlo como una doble reliquia del recuerdo a la intolerancia contra los judíos que siglo tras siglo nunca tuvo fronteras. Los pinchos del tridente de uno de los jóvenes borrachos de nacionalismo que atendían el fuego lo engancharon sin contemplación y lo abalanzaron sobre los otros. Ángel Sanz Briz contempló unos momentos cómo las llamas empezaban a consumir sus bordes y antes de que sus ojos estallasen en lágrimas de rabia, se dio la vuelta y regresó al coche.

—Vamos a casa ya, a Villa Széchenyi —le ordenó escuetamente al chófer.

* * *

Cerca de la residencia del representante español, uno de los pocos diplomáticos extranjeros que permanecían en Budapest, el impresionante palacio imperial ya sin emperador de los Habsburgo seguía resistiéndose a dejar de ser el centro histórico del poder en Hungría. El regente de la corona, Miklós Horthy, que a lo largo de veinticuatro años había encabezado el régimen liberal más autoritario de Europa, disimulaba con el empaque propio de cualquier almirante sin mar las múltiples preocupaciones que le agobiaban.

Durante la tarde había estado despachando con algunos generales la evolución de la guerra en todos los frentes y la conclusión ya no dejaba demasiados resquicios a la duda: era casi imposible que los alemanes lograsen recuperar la iniciativa, y la derrota militar arrastraría a Hitler y a su régimen hacia el desastre que él, viejo zorro de la política y los tejemanejes de las grandes potencias, hacía tiempo que venía pronosticando y, a pesar de tantos pesares, también temiendo.

Aunque Horthy era por formación y por carácter anglófono, su patriotismo pragmático hacía varios años que le había llevado a cobijarse bajo el paraguas del III Reich y, venciendo el rechazo personal que le producía, a entenderse con el para él odioso Adolf Hitler. Horthy había sido invitado en varias ocasiones por el Führer, con quien había mantenido muchas reuniones, la última tres meses atrás, pero en privado se jactaba de ser el único estadista del continente que no había perdido ni tres minutos de su vida en hojear el Mein Kampf.

El regente, que ya se preparaba para abandonar el despacho, echó un vistazo al informe de unas quince líneas que los servicios de información interior adelantaban sobre el desarrollo de la jornada de destrucción de libros judíos que la inteligencia alemana había promovido. Con ello, a juicio del analista que había redactado el informe, los estrategas del proceso de germanización de la vida pública, iniciado en marzo con la invasión, intentaban exacerbar los ánimos de los movimientos nacionales de extrema derecha y asegurarse la colaboración necesaria para poder emprender en Budapest las deportaciones de judíos tal y como ya la estaban haciendo con los residentes en las provincias. El regente expelió el aire por la nariz en un gesto de desaprobación. No sentía especial simpatía por los judíos, comprendía que muchos los odiasen, pero a él no le gustaban los excesos ni creía en la superioridad de ninguna raza, aparte de que perseguir a los judíos era disparar contra la línea de flotación de la economía en un momento además en que estaba a punto de zozobrar.

Horthy depositó el informe sobre su escribanía y aún se detuvo unos minutos más para releer los últimos partes de operaciones que le habían llegado del frente. Todos ellos eran preocupantes. Sabía por experiencia que los militares propenden a enmascarar de alguna manera sus derrotas, retiradas y retrocesos, pero para un experto como él, la realidad que reflejaban los despachos era de una claridad meridiana. Ni siquiera con los refuerzos alemanes recién incorporados al frente, las tropas húngaras eran capaces de contener el avance decidido de los soviéticos. Los tanques comunistas ocupaban un quince por ciento del territorio húngaro y de seguir su progresión al mismo ritmo, en cuestión de semanas estarían en Budapest.

El regente sintió que un escalofrío recorría su espalda de aguerrido marino forjado en los ambientes versallescos de la corte. Hungría ya había conocido durante unos meses la experiencia de un régimen de soviets, y él, salvador entonces de la patria hundida en tantas desgracias, había evitado que se perpetuase. Ahora, en cambio, se sentía impotente para repetir su hazaña. Todo lo que intentaba le salía mal, atrapado como estaba en medio de dos monstruos con poder, Hitler y Stalin. Caminando por los largos pasillos que llevaban a su residencia privada sintió la nostalgia de los tiempos nada lejanos en que el palacio que tanto le gustaba a la emperatriz Sisí era escenario de aquellas grandes fiestas, él presidiendo con la majestuosidad de un monarca, su mujer derrochando elegancia, y sus dos hijos, altos y envarados como él, haciendo suspirar a todas las jóvenes casaderas de la aristocracia centroeuropea. Los soldados de la Guardia Imperial con sus vistosos uniformes se seguían cuadrando marcialmente a su paso y eso le satisfizo casi sin darse cuenta, pero sus tribulaciones enseguida volverían a agobiarle. El Gobierno, que en la práctica por vez primera él no había nombrado, apenas le consultaba sus decisiones, o se las presentaba consumadas para que las refrendase alegando que venían de los otros, es decir, del cuartel general alemán y que, por lo tanto, no eran discutibles.

Peor aún: en los alrededores del palacio, las garitas más avanzadas de su seguridad estaban ocupadas por agentes de la Gestapo que no entendían húngaro ni atendían más órdenes que las de sus oficiales. El almirante Miklós Horthy cenó frugalmente aquella noche y se fue temprano a la cama. En la antecámara, mientras se desabrochaba la pesada guerrera de su uniforme repleto de condecoraciones —una exhibición de autoridad que se reservaba para sus audiencias militares—, se reafirmó en una decisión sobre la que hacía más de un año que venía elucubrando e incluso dando ligeros pasos aunque sin especial convicción y, desde luego, con escaso acierto: el lunes sin falta pondría en marcha una nueva iniciativa de negociación secreta con los aliados para pactar la salida de Hungría del conflicto.

* * *

Aunque, como cada noche, había caminado a buen paso cerca de una hora para despejar la mente, no conseguía conciliar el sueño. Primero le pareció que la manta sobraba y maldijo a la camarera por no haberla retirado a la vista del calor cuando le había hecho la cama. La apartó con un movimiento brusco pero pocos minutos después empezó a sentir que iba a morirse de frío, así que volvió a ponerla y a notar que le ahogaba. En el salón se le caían los ojos de sueño y, sin embargo, ya en la cama, no conseguía dormirse. Ángel Sanz Briz probó de un lado y se cansó enseguida; se dio la vuelta y tampoco logró encontrar la postura cómoda que buscaba. Cerraba los ojos e intentaba pensar en algo agradable que le librase de soñar con los recuerdos del día, pero cuando quería darse cuenta volvían a asaltarle las imágenes de los libros consumiéndose entre las llamas o la conversación con la secretaria entremezcladas a veces con las peores escenas que había vivido en la guerra civil española.

Escuchó las campanadas de las once de la noche que llegaban apagadas desde el salón y, ya sin esperanza, inspiró profundo, encendió la luz y se puso a leer un libro sobre la Primera Guerra Mundial que tenía en la mesilla de noche. «Es curioso —pensó mientras buscaba la página donde había quedado la víspera—. Qué de errores están repitiendo los alemanes 25 años después». Muchos de los complejos aspectos que ofrecía en aquellos momentos la situación en Hungría tenían su origen en el resultado de la anterior contienda europea. Bien mirado, concluía el representante español conforme iba leyendo, todo casaba. Hungría, que compartía la soberanía imperial con Austria aunque usufructuaba capacidad de autogobierno salvo en defensa y política exterior, había sido el país más perjudicado, entre los vencidos —la Triple Alianza entre Alemania, el Imperio austro-húngaro e Italia— por los acuerdos de Versalles.

Los húngaros, siguió leyendo Sanz Briz, abominaban tanto de aquel acuerdo histórico que hasta habían eliminado su nombre de libros y periódicos. Siempre se referían a él como «tratado de Trianon», el palacete del complejo de Versalles donde se firmó la humillante aceptación de la paz en 1920. El tratado reconocía la total independencia del país, convertido en república desde el final de la guerra, pero lo dejaba reducido a un tercio de su territorio. Tres millones largos de húngaros quedaban bajo la soberanía de países cuyo idioma desconocían y con cuya cultura nada tenían que ver. Algunas de las regiones perdidas eran además las más ricas. La cesión de Transilvania a Rumania, durante siglos el vecino más incómodo, fue un golpe duro para la autoestima del nacionalismo húngaro aunque no iba a ser el único. Los vencedores también le impusieron la cesión de Eslovaquia y Rutenia al nuevo Estado checoslovaco, y Croacia, Eslovenia y Banato a Yugoslavia.

Las fuerzas armadas húngaras, además, quedaban con su capacidad futura limitada a 35.000 hombres, lo cual suponía la renuncia a cualquier intento de recuperación por la fuerza de los territorios perdidos. La sociedad húngara, marcada históricamente por un fuerte sentimiento patriótico, entró en una profunda depresión, agravada por la crisis económica propia de toda postguerra, que el Gobierno provisional del presidente Mihaly Karolyi no consiguió superar. Incapaz de hacerse con la situación y de levantarles el ánimo a sus conciudadanos, en la primavera de 1919 (concretamente el día de su comienzo, el 21 de marzo) Karolyi cedió a la presión revolucionaria de los comunistas y entregó el poder casi sin resistencia a Béla Kun, quien proclamó la República Húngara de los Soviets.

Kun, compañero de Lenin y discípulo de Trotski, que en pocos meses había improvisado un partido comunista poderoso, impuso un régimen de terror que alarmó más de lo que ya estaba a la población. Decenas de miles de personas vinculadas a la monarquía o defensoras de planteamientos conservadores fueron ejecutadas de manera sumaria o, en el mejor de los casos, deportadas a las regiones más alejadas de la capital. Las apresuradas expropiaciones de tierras, unidas a la pérdida de algunas de las mejores comarcas agrícolas, originaron un grave desabastecimiento de comida mientras la nacionalización de la industria provocaba una no menos grave caída de la producción de bienes manufacturados. El apoyo de la URSS en estas condiciones incitaba al régimen a seguir adelante en sus cambios revolucionarios y… a resistir con sus propios recursos.

Fue entonces cuando un grupo de militares encabezados por el almirante Miklós Horthy, organizados clandestinamente en la ciudad de Szégred consiguieron atraerse apoyos por todo el país y, ante su rápido avance, el Gobierno de Kun, lejos de oponer la heroica resistencia revolucionaria que se temía, huyó despavorido a Viena donde constituyó una administración en el exilio que, carente de poder real y de apoyos internos, apenas mantuvo la ficción unas cuantas semanas. Kun fue recibido con los brazos abiertos en Moscú y durante algún tiempo participó en las tareas políticas del partido hasta que caído en desgracia conoció los horrores de la represión estalinista.

El primer régimen comunista húngaro había durado 130 días, tiempo más que suficiente para que la inmensa mayor parte de la población quedase vacunada contra una experiencia semejante. La presencia entre los ideólogos y estrategas del Partido Comunista de algunos intelectuales judíos acabaría siendo además un nuevo estímulo para el antisemitismo que ya venían manifestando las clases altas cristianas desde las últimas décadas del siglo XIX. Hungría era el país europeo con el porcentaje de hebreos más elevado, cerca de un 10 por ciento de su población. La animadversión hacia los judíos, que sin ser grande sí resultaba elocuente, respondía a tres razones coincidentes: el control que algunos judíos tenían sobre amplios sectores de la economía, el férreo rigor laboral que algunos patronos judíos ejercían sobre sus empleados, y la propensión de las comunidades judías a aislarse de los demás.

El 16 de noviembre, un Horthy altivo y recubierto de condecoraciones entró triunfal con sus tropas en Budapest e inmediatamente constituyó un Gobierno contrarrevolucionario que con la misma resolución que devolvía los bienes incautados a sus antiguos propietarios se tomaba cumplida revancha de las atrocidades cometidas días antes por los comunistas. A los meses de terror rojo de Béla Kun siguieron otros tantos del no menos cruel terror blanco de Horthy, con la escasa diferencia de que las ejecuciones eran refrendadas por una decisión militar.

Horthy, monárquico activo y amigo personal del príncipe Carlos, también se tomó igual cuidado en evitar proclamarse presidente que en facilitar la reinstauración monárquica. Los intentos de algunos miembros de la Corona imperial por regresar al país los frenó en seco alegando siempre que aún era pronto. Entre tanto, se iba construyendo su propia imagen de gran salvador de la patria húngara. Era, y así se le reconoció internacionalmente, lo cual agrandó su influencia, el primer dirigente en Europa que había conseguido derrotar y liquidar un régimen comunista. Y entre los húngaros, quienes pasada la etapa de ajuste de cuentas con los colaboracionistas de la revolución empezaban a disfrutar de una vuelta a la normalidad con la que ya ni soñaban, era el único a quien veían con capacidad para recuperar los territorios y la dignidad nacional que se habían perdido en la Gran Guerra. Había nacido en Transilvania en 1868 y la idea de que en su tierra tuvieran que prestarle fidelidad a una bandera enemiga le enervaba.

—Horthy —decía la gente con convicción— hará que lo nuestro vuelva a ser nuestro.

El primero de marzo de 1920, en medio de una parafernalia que recordaba los mejores tiempos de la gloria imperial, Miklós Horthy descabalgó de un imponente caballo blanco —en el que según el rumor popular había cruzado el Danubio helado—, pasó revista a las tropas formadas en parada en la explanada del neobarroco Palacio Real y, en medio de una gran solemnidad, anunció la reinstauración de la Corona de los Habsburgo y se proclamó regente. Esa misma tarde se instaló en el palacio y comenzó a actuar con todas las prerrogativas de un monarca, sólo que, a juicio de los cortesanos, con mayor soltura. La corte sin emperador ni rey de Hungría recobró enseguida todo su esplendor. Las fiestas de palacio volvían a ser el centro de los comentarios y las ilusiones de una alta sociedad, de raíces casi siempre aristocráticas, que los últimos años no había ganado para desgracias.

En los convulsos años de la década de los treinta Horthy consiguió hacer de Hungría un verdadero remanso de paz y progreso, aunque quizás no tanto de libertad. Implantó un sistema semidemocrático, encabezado por un parlamento que, además de sancionar las leyes, legitimaba los gobiernos nombrados por el regente, que seguía teniendo la última palabra en las decisiones y de manera particular cuando se trataba de cuestiones relacionadas con la defensa y la diplomacia. El almirante no sentía ninguna simpatía por los nazis aunque admiraba sus exaltaciones nacionalistas.

Cuando Hitler llegó al poder, en 1933, a Horthy le preocupó y discretamente intentó aproximarse más a Gran Bretaña sin éxito. Los ingleses no mostraron ningún entusiasmo por sus insinuaciones y, en cambio, el Führer, quien enseguida le invitó a visitarle, sí le prometió colaboración económica y, lo que para el regente era más importante, la ayuda de Alemania para que Hungría recobrase las provincias que sus vecinos le habían arrebatado de un plumazo, nunca mejor dicho. Y de hecho, en parte Hitler lo cumplió: a partir de 1938 Hungría empezó a recuperar algunas de las comarcas perdidas a cambio siempre del respaldo que su Gobierno prestaba al imparable expansionismo germano. Respaldo que en alguna ocasión atentó contra la propia dignidad nacional que el regente Horthy siempre ponía en primer plano. El 15 de marzo de 1938, cuando Hitler completó la Anschluss —la unión de Austria a Alemania—, el embajador húngaro en Berlín, Döme Sztójay, olvidándose de la tradicional vinculación entre Austria y Hungría, felicitó al Führer por lo que consideró un acto de justicia: la incorporación de Austria al Reich. Horthy, que no había autorizado tan lamentable iniciativa de su embajador, montó en cólera cuando se enteró a través de la prensa internacional. Pero Sztójay era un hombre de confianza de Hitler, y en actitud de debilidad de la que pronto se arrepentiría no se atrevió a destituirle. Empezaba a ser consciente de que su autoridad flaqueaba.

Poco a poco Hungría se iba comprometiendo más con el destino de la ambición alemana. En 1940, el primer ministro Pál Teleki, siguiendo instrucciones del regente, firmó el acuerdo que incorporaba a su país al Eje y el tratado de asistencia mutua con las naciones que ya se habían convertido en satélites del Reich: Rumania, Bulgaria y Croacia. A partir de ese día, el jefe del Gobierno magiar vivió atormentado por el remordimiento que le causaba haber protagonizado una decisión con la que no estaba conforme. Unos meses más tarde se enfrentó a una nueva y difícil decisión. Siguiendo instrucciones llegadas de Berlín, en la noche del 3 de abril de 1941, firmó una orden para que las tropas húngaras invadieran Yugoslavia y, a continuación, reunido con su conciencia en la soledad de su despacho, se suicidó de un tiro en la sien.

Ángel Sanz Briz se estremeció en la cama leyendo estos pormenores de una historia a la que él, sin imaginárselo ni por asomo, estaba empezando a subirse en marcha. Pasaban ya algunos minutos de las dos de la madrugada, la manta seguía haciéndole sudar y la sábana sola le hacía sentir frío. El sueño, que tanto deseaba y tanto necesitaba, no asomaba por ninguna parte. Se levantó, paseó hasta el salón, se asomó al ventanal y comprobó, sí, que efectivamente también bajo la luna reflejándose en sus aguas, el Danubio y el Ebro eran muy parecidos.

* * *

El restaurante Gundel era una institución en Budapest. En sus sesenta años largos de historia había acogido de manera habitual en sus elegantes salones a lo mejor de la sociedad húngara y a la mayor parte de los visitantes ilustres que en lo que iba de siglo habían pasado por la ciudad. Su cocina era la más creativa, sin dejar de ser nunca la más representativa, de la tradición gastronómica húngara. Y si la comida era buena, el ambiente de confort que se respiraba en sus salones suntuosamente decorados tampoco se quedaba atrás. Por algo estaba considerado como uno de los mejores restaurantes de centroeuropa.

Ángel Sanz Briz, que no había logrado dormirse hasta pasadas las tres, se despertó tarde y mientras se arreglaba el estilizado bigote decidió no ir al despacho hasta después de comer. En realidad, cuando miró el reloj se dio cuenta de que ya no le sobraba el tiempo. Había quedado en Gundel a las doce y media, naturalmente tenía que ser puntual, y el restaurante quedaba un poco apartado. Budapest era una ciudad maravillosa, pero había una cosa a la que no lograba habituarse: la costumbre de comer tan pronto. Normalmente llegaba a los almuerzos oficiales sin hambre.

Era la primera vez que iba a ser anfitrión de un alto cargo del Gobierno como representante de España. Y lo curioso es que no había logrado retener su nombre, lleno de consonantes y acentos. Pero cuando empezó a frecuentar el Ministerio de Negocios Extranjeros, enseguida se había dado cuenta de que era una persona seria, ponderada e influyente e intentó cultivar su amistad. Tenía categoría de director general y, tras haber sido embajador en tres o cuatro países, ejercía la delicada misión de enlace con los asesores diplomáticos del regente. El día que le visitó para presentarse hablaron un buen rato y le encontró tan cordial y receptivo que, quizás precipitándose un poco, le había insinuado la posibilidad de almorzar juntos un día y, para su sorpresa, el funcionario aceptó encantado. Fijar la fecha fue muy fácil: en el ambiente de confusión que se vivía en la capital, ambos tenían la agenda prácticamente en blanco.

El maître del Gundel le saludó en francés y con una forzada reverencia le indicó la mesa que le habían reservado. El restaurante estaba casi vacío y el lugar era sin duda el más discreto y acogedor de todo el comedor. El invitado aún no había llegado pero lo hizo pasados unos minutos, a las doce y media en punto. Ángel Sanz Briz lo saludó con deferencia y camino de la mesa hizo un elogio obligado de la decoración del local.

—¿Qué tal se siente en Budapest? —le preguntó el embajador al tiempo que se acomodaba en su silla.

—Muy bien —respondió Sanz Briz—, es una ciudad estupenda. Cada vez me parece más bonita. Mi esposa se enamoró de Budapest nada más bajarse del tren.

—Creía que era usted soltero.

—No. Llevo casado dos años. Vine casi en viaje de novios a tomar posesión del puesto. Y tengo una hija húngara.

—¡Ah, sí! Entonces ya no se puede decir que sea usted un extranjero en nuestro país.

—No. Anteayer cumplió un año. Y estoy esperando un segundo hijo para muy pronto. Mi mujer se ha ido con la niña a España hace unos meses para dar a luz allí. Desde entonces estoy solo y la verdad es que se hace un poco duro.

—Estoy de acuerdo. Yo he pasado por esa situación en varias ocasiones. La vida del diplomático tiene estas cosas. Ha hecho usted bien en enviarlas a España. Allí ahora parece que las cosas están tranquilas. Aquí en cambio no sabemos lo que puede pasar… me temo que nada bueno —lamentó.

El maître aguardó a prudente distancia a que terminara de hablar el embajador para entregarles las cartas, repujadas en cuero, haciendo juego con los sillones.

—Si necesitan alguna aclaración, estoy para servirles. —Y enseguida añadió, exhibiendo una amplia sonrisa—: Hoy, si les gusta el pescado, están de suerte porque podemos ofrecerles süllo.

Süllo —se apresuró a explicarle el embajador— es un plato muy típico de esta época. Son las percas gigantes del lago Balatón. No sé si las ha probado ya. Tienen una carne blanca muy sabrosa. A mí me gustan mucho a la parrilla, como las ponen en algunos restaurantes populares de la comarca, pero aquí estarán también excelentes. Se lo recomiendo.

—¿Usted qué va a comer, embajador?

—Yo voy a decantarme por lo típico, aunque me apetece más carne. —Volvió la vista al maître y preguntó—: ¿Qué tal la káposzta?

—Está muy buena. Estamos en el tiempo mejor para el repollo —respondió el maître.

Dirigiéndose a Sanz Briz, aclaró:

Káposzta es uno de los grandes manjares de la gastronomía magiar. Es carne envuelta en repollo fermentado. No sé cómo la hacen, pero suele estar buenísima. —Y dirigiéndose al maître, ordenó—: Pues voy a tomar káposzta de plato principal y, de primero…

—Una sopa, ¿quizás? ¿De faisán tal vez? Es excelente.

—No. Si usted me la recomienda, tomaré halászlé, ¿la conoce usted, señor Sanz? Es la típica sopa de pescados de lago y río con paprika y aceite que sin ánimo de ser chovinista nada tiene que envidiar a las bullabesas u otras sopas de marisco que se comen en el Mediterráneo.

—Entonces —precisó el maître—, halászlé para empezar y, a continuación, káposzta. Muy bien. Y, ¿usted señor?

—Pues yo —respondió Sanz Briz en francés—, también me apunto a halászlé y, después, süllo. Hoy no es viernes ni estamos en Cuaresma, pero comeré sólo pescado.

—¿Es usted católico, señor Sanz Briz?

—Sí, como casi todos los españoles.

—Se lo pregunto porque, aunque la verdad es que en las circunstancias actuales la pregunta no es muy agradable, el apellido Briz tiene resonancias judías.

—No es un apellido frecuente en España, desde luego. Yo sólo conozco a mi familia materna, que es una familia de militares. En cambio los Sanz responden a una tradición de comerciantes. Somos de Zaragoza.

—¡Zaragoza! La ciudad del Ebro. Lo recuerdo de la guerra. Hay un santuario famoso por allí, ¿verdad?

—La Virgen del Pilar, la patrona de España.

—¡Ah, sí! ¡Qué interesante! Y, dígame, ¿cómo están las cosas por España? Parece que se libran ustedes de entrar en la guerra. ¡Qué suerte!

—Hace tres o cuatro años nadie creía en nuestra neutralidad. Pero mi Gobierno ha sabido mantenerla contra viento y marea. Aunque, naturalmente, nuestra relación con los países del Eje sigue siendo inmejorable —respondió el encargado de negocios español.

—Pues, se lo repito, ¡qué suerte! No estarán ustedes entre los perdedores. A Alemania se le ha puesto mal, pero que muy mal la guerra. Y lo peor es que su derrota arrastrará a otros, como nosotros. Hungría ha escogido un mal camino y lo pagará muy caro. Claro que si echamos la vista atrás, tampoco podía hacer otra cosa —se sinceró el director general.

El vino blanco que habían elegido para acompañar la halászlé entraba bien e iba haciendo cada vez más fluida la conversación. El embajador era más locuaz y abierto de lo que Sanz Briz, buen alumno de una escuela diplomática que ejercía la teoría de que en boca cerrada no entran moscas, esperaba. Aún no habían llegado al segundo plato y ya estaba criticando abiertamente a su Gobierno. Salvaba siempre al regente, a quien profesaba un respeto casi religioso, y odiaba a los nazis. Sanz Briz casi saltó de alegría en la silla cuando se enteró de que le había acompañado en el difícil viaje que Horthy había hecho en marzo a Salzburgo para entrevistarse con el Führer.

—El regente iba muy preocupado. Y tenía razones para ello. Nada más empezar la reunión, en la que también participaba Ribbentrop, Hitler, en un tono desabrido y hasta descortés, dijo que tenían información de que el primer ministro, Kállay, estaba negociando en secreto con los aliados y que el Reich no iba a tolerar por más tiempo las actitudes siempre tibias de Hungría. Las Fuerzas Armadas húngaras estaban demostrando una capacidad de resistencia mínima ante los ataques del Ejército Rojo y el Gobierno húngaro era el único entre los aliados que no había hecho progreso alguno en la solución final del problema judío.

—Y, el regente, ¿qué respondió? —preguntó Sanz Briz.

—El regente actuó con una gran dignidad. Defendió al primer ministro, elogió el comportamiento de las Fuerzas Armadas, que en su opinión estaban en el límite de su capacidad defensiva, y reivindicó la soberanía de Hungría. Hitler entonces empezó a proferir amenazas y, cuando anunció que consideraba necesario enviar tropas a nuestro país, el almirante se indignó tanto que sin más preámbulos se levantó y dijo: «Señores, hemos terminado». Se dio media vuelta y abandonó el despacho. Salió tan deprisa que dejó la puerta entreabierta con sus interlocutores mirándose desconcertados y sin saber qué hacer. Todos los que aguardábamos en la antesala nos quedamos sin habla.

Horthy, con su clásica actitud marcial, echó a andar a buen paso y aire enojado por el largo pasillo del castillo de Klessheim, donde se celebraba la reunión y nos alojábamos, hacia la escalera que llevaba a sus habitaciones. Sus edecanes saltaron como movidos por un resorte y corrieron a colocarse a su lado. Pero él casi no los miró. Sólo cuando estuvo a unos metros del lugar de la reunión, les dijo: «Regresamos inmediatamente. Ordenen que el tren esté listo en una hora. Procuren que todo el mundo esté preparado para salir dentro de cuarenta minutos». «Sí, Alteza», respondieron los dos al unísono.

—Todos nos quedamos petrificados —prosiguió el funcionario—. Nada más ver aparecer al regente por el pasillo, solo y con aquel aspecto desencajado tan inusual en él, me di cuenta de que algo grave, muy grave había ocurrido. «¡Dios mío!», exclamé para mis adentros. Y es que ninguno de los miembros del séquito, excluidos los dos edecanes, supimos reaccionar.

Sanz Briz, que seguía el relato sin pestañear, movió la cabeza en señal de admiración. Iba a preguntar algo y se contuvo para no interrumpir. Su condición cautelosa le recomendaba además no forzar a su anfitrión con indagaciones que pudieran ponerle en guardia. Se había propuesto que el almuerzo fuese de pura cortesía. Pero su interlocutor parecía deseoso de compartir con alguien unos recuerdos que le hacían cómplice de un hecho verdaderamente histórico.

—Entonces, señor Sanz, vimos a un hombre que salía disparado de la antesala, cruzó el pasillo de cuatro zancadas y justo en el momento en el que el regente iba a empezar a subir las escaleras, se interpuso delante y con una habilidad extraordinaria, respaldada con una actitud firme y enérgica, le obligó a detenerse y a escucharle. Era el jefe de Protocolo del Führer, el barón Von Doemberg. Un profesional extraordinario, desde luego. De quitarse el sombrero a su paso. No sé cómo lo hizo. Cuando quisimos darnos cuenta había entablado una conversación con Horthy que dio tiempo a Hitler y a Ribbentrop a acercarse a ellos y guardar las formas protocolarias de acompañar a su invitado hasta sus aposentos. Siempre recordaré la decisión y la habilidad del jefe de Protocolo. Creo que salvó una situación muy delicada. Porque al final…

—¿El regente sabía que Hitler iba a plantearle el envío de tropas?

—¡Qué va! Bueno, el regente no es tonto y sabía que las cosas estaban mal. Unas semanas antes había estado en Budapest Edmund Veesenmayer…

—¿El plenipotenciario del Reich? —interrumpió el encargado de negocios de España.

—El mismo. Entonces vino como… pues no sé en calidad de qué. A inspeccionar la colonia, porque para los alemanes hace tiempo que Hungría es una colonia, qué quiere que le diga. En Berlín se hallaban molestos porque no estábamos aplicando con rigor las medidas que ellos propugnaban para la depuración de la raza. Se habían adoptado algunas limitaciones a los derechos y la capacidad de movimientos de los judíos, pero sin llegar a las deportaciones, internamientos en campos de concentración y ejecuciones que los nazis están llevando a cabo. Ellos y los gobiernos de otros países. El doctor Veesenmayer, ¿le conoce usted? —Sanz Briz apretó los labios y negó con la cabeza—. ¿No? Pues eso que gana. Es un hombre soberbio, brusco y de trato difícil. Cuando vino en visita de inspección, ya le digo, poco menos que intentó darles órdenes a los ministros con los que habló e incluso al propio primer ministro. Cuando Horthy tuvo noticias de su actitud ordenó que muy discretamente se le recomendase abandonar el país.

—Luego volvió —comentó Sanz Briz—. Y por cierto, la sopa está buenísima. ¿Cuál era su nombre?

Halászlé. Le costará aprenderlo. Nuestro idioma ya sé que resulta endiablado para ustedes. Y es una pena, porque es muy bonito y guarda una riqueza literaria enorme. Lo que ocurre es que está poco traducido fuera y hay pocos extranjeros que lo lean. ¿Me decía?

—Que luego, Veesenmayer regresó…

—Esa fue otra. Luego le cuento. Tras los primeros momentos de desconcierto, todos los miembros de la comitiva del regente nos pusimos en acción y, nada de cuarenta minutos: en media hora estábamos preparados para partir. Entonces, el coronel alemán que nos acompañaba nos dijo que había que avisar al regente de que no se diese prisa, porque como el tren tenía que pasar por unas comarcas que venían siendo bombardeadas a diario desde hacía una semana, debíamos esperar hasta la noche. Era mentira, por supuesto. Pero dio tiempo para que las conversaciones se reanudasen y Horthy, que empezaba a ser consciente de que había caído prisionero, acabó cediendo. No tenía otra solución: ante el dilema invasión pacífica o invasión por la fuerza, optó por acceder.

—¿Le gusta la perca? —preguntó el maître que se había acercado ceremoniosamente.

—Mucho. Está muy rica —respondió Sanz Briz—. De todas formas, la próxima vez pediré lo que está tomando el embajador.

—¿La káposzta? Es otra de nuestras especialidades.

—Es excelente —se apresuró a comentar el funcionario húngaro—. Resulta un poco fuerte para cenar, eso sí. Aunque usted es muy joven aún.

—Cada vez menos, embajador. Voy a cumplir treinta y cuatro años dentro de un par de meses.

—Y, ¿para postre? ¿Ya tienen decidido? —preguntó el maître.

—El postre de la casa es el Gundel palazsinta. Es un invento de nuestro fundador, el señor Gundel. Excepcional.

—Le gustará —corroboró el diplomático húngaro—: Son unos crêpes hechos con nueces, uvas pasas, cáscara de naranja rallada y chocolate realmente maravillosos.

—Pues no discutamos más: ¿Cómo dijo que se llaman?

Gundel, como el restaurante, palazsinta. ¿Para usted?

—Lo mismo, lo mismo —dijo el embajador al tiempo que cruzaba los cubiertos sobre el plato casi sin restos de káposzta.

Apenas otras tres mesas del comedor estaban ocupadas. La actividad económica y la vida social, hasta unos meses antes tan intensa, saltaba a la vista que habían caído en picado. Que un sábado de junio el Gundel no estuviera lleno, era casi inimaginable antes de la llegada de las tropas alemanas. Su presencia por las calles era discreta pero resultaba abrumadora para una gente habituada a vivir en una isla de paz y libertad en medio de un continente ahogado en el fragor de las armas.

—Me estaba contando que el regente acabó cediendo —dijo Sanz Briz para retomar el hilo del relato.

—Sí. El regente es un hombre muy realista. Siempre lo ha sido y eso nos salvó hasta ahora de entrar en la guerra y de otros males mayores, como fue la dictadura bolchevique de Béla Kun. Él teme a los comunistas y sabe, primero, que nuestras fuerzas armadas no tienen capacidad para frenar al Ejército Rojo, y segundo, que los aliados tampoco van a enfrentarse con Stalin para defender a un país como Hungría que hasta ahora fue un colaborador e incluso un miembro del Eje. También debió influir en él darse cuenta de que Hitler ya lo tenía todo decidido. La Wehrmacht llevaba varias semanas preparando la invasión. La habían denominado «Operación Margarete». Es más, luego se ha sabido que las órdenes del cuartel general ya estaban cursadas y muchos movimientos de tropas en marcha mientras se celebraban las conversaciones. Horthy, viéndolo todo perdido, envió un telegrama al Estado Mayor de las Fuerzas Armadas ordenándoles que no ofreciesen resistencia. El primer ministro se enteró por la mañana, cuando el grueso de las divisiones implicadas estaban cruzando la frontera. Y, sabiendo lo que le esperaba, se refugió en la legación de Turquía.

El camarero depositó los cafés humeantes y sirvió a ambos comensales unas generosas copas de palinka, el típico licor húngaro. El director general seguía relatando sus recuerdos, cada vez más animado.

—Y, ¿sabe usted lo peor de todo? Hitler se empeñó en que las tropas alemanas irían acompañadas de unidades de las SS, varios centenares de miembros de la Gestapo con el encargo de controlar a nuestra Policía y como representante máximo, un plenipotenciario del Reich. Horthy se opuso. Entendía que todas las razones que le habían sido expuestas para el envío de las tropas, que no debería ser contemplado como una invasión, y de hecho no lo era puesto que él le había dado el visto bueno, quedaban desvirtuadas con la presencia de una autoridad alemana. Sin embargo, cómo serían las amenazas que a lo largo de la conversación le fueron haciendo, que también acabó por ceder. Como los nazis son insaciables, no conformes con todo ello, acabaron imponiéndole a Veesenmayer como plenipotenciario.

—¿El regente no lo quería?

—¡Qué va! Fue su última batalla, ya en la noche, después de la cena. Y la perdió también. Es más, tuvo que aceptar que Veesenmayer viniese a Budapest al día siguiente en nuestro tren. Le habilitaron un vagón especial, porque el regente no quería ni cruzarse con él en los pasillos, pero oficialmente entraron juntos en la ciudad. Lo tenían todo tan pensado y preparado que Veesenmayer ya estaba en el castillo con el equipaje preparado cuando empezaron las negociaciones. El regente está amargado. Sigue siendo el jefe del Estado, pero ya no manda. Lo único que conserva es su seguridad personal en el interior del palacio. Dentro el control lo sigue manteniendo la Guardia Imperial. Fuera siempre hay algún oficial alemán vigilando.

—¿Y el Gobierno?

—Esa fue la última. El regente defendió a Kállay, el primer ministro, hasta donde pudo, que no fue nada. Los alemanes también se preocuparon de eso y acabaron imponiendo a una persona de su máxima confianza. Dudaron entre Béla Imrédy, líder tradicional de la extrema derecha húngara, y Döme Sztójay, que fue finalmente el escogido. Llevaba como embajador de Hungría en Berlín diez años, así que le conocían bien. Dicen que es el húngaro más alemán que existe. Lo es tanto que habla muy mal el húngaro. Por eso aparece tan poco y evita hablar en público. Cuando tiene que hacerlo siempre se inventa una enfermedad o algo por el estilo y envía a un ministro a representarle. La Administración es caótica. Nuestras relaciones exteriores no existen, apenas quedan ya cinco representaciones diplomáticas en nuestra capital y cada vez más se va extendiendo la convicción, que además responde a la verdad, de que los que gobiernan son los alemanes. Me consta que hay ministros que llaman a los ayudantes de Veesenmayer para consultar sus decisiones. Y a los alemanes, pues qué puedo decirle que usted no sepa, sólo les preocupan los judíos. No se imagina usted la organización que en cuestión de horas montó el sturmbannführer Adolf Eichmann, el encargado de Asuntos Judíos de la Oficina de Seguridad del Reich, para deportarlos.

—¡Qué obsesión tiene con los judíos! —exclamó Sanz Briz.

—Terrible, terrible. No he conseguido entenderla. Aquí el problema no son los judíos, son los soviéticos que cualquier día de estos entran en la ciudad. Pero los nazis prefieren deshacerse de un judío a vencer una división enemiga.

—Nunca entenderé —apostilló el diplomático español— el antisemitismo. Es horrible lo que lleva padeciendo el pueblo judío. En España ahora no tenemos ningún problema con los judíos afortunadamente, aunque a veces es difícil librarse de los efectos de la propaganda antisemita que nos llega desde Berlín. Es más, hay unas colectividades judías desperdigadas por toda Europa que tienen derecho al pasaporte español y se les respeta. Son los llamados sefardíes, de los cuales habrá oído hablar alguna vez; los descendientes de los judíos expulsados de nuestro país en 1492 por los Reyes Católicos y que, fíjese, cuatrocientos cincuenta años después, siguen conservando nuestra lengua y nuestras costumbres.

—He oído hablar algunas veces, sí. Aquí debe de haber pocos sefar…, ¿cómo dice usted?

—Sefardíes. Hay quien les llama sefarditas, pero eso es una perversión del idioma. Lo correcto es sefardíes. La palabra viene de Sepharad, que significa España en hebreo.

—¡Qué interesante! —el embajador respiró profundamente al tiempo que aceptaba un cigarrillo, ya el segundo, que le tendía Ángel Sanz Briz—: Tampoco yo entiendo las razones de esa persecución enfermiza contra ellos. Hay mucha gente que les rechaza, eso es evidente, y algunas razones para rechazarlos existen.

—Pero…

—Estoy de acuerdo. Pero, de ahí a la crueldad con que les están tratando hay un abismo. En estos meses han sido ya cientos de miles, tome nota, ¡cientos de miles!, los que han sido deportados a los campos de trabajo que el Reich tiene en Polonia, Austria, etcétera. Y ninguno ha vuelto. La impresión general, y a menudo más que impresión, es que a muchos no se les da ni siquiera la oportunidad de trabajar. O desaparecen por el camino o allí… Supongo que habrán llegado a usted rumores que le ponen a uno los cabellos de punta. Ninguno regresa. Y yo sé, y se lo digo muy confidencialmente, que los están liquidando como si se tratase de insectos.

Ángel Sanz Briz asintió con la cabeza y se quedó pensativo. Su interlocutor, que en esos instantes apuraba la copa, no parecía tener prisa. Pero no quería abusar de su tiempo. La información que le había proporcionado era muy interesante y la comida había sido excelente. Sin embargo, el final de la conversación le había revuelto las tripas. En el Consulado de Alejandría, a donde había sido enviado en comisión de servicio una temporada desde la legación de El Cairo, había conocido a unos cuantos sefardíes y, aunque solían acudir con problemas burocráticos a menudo difíciles, había acabado cogiéndoles cariño.

Eran personas, pensaba en el asiento de atrás de su coche oficial, ya camino del despacho, muy castigadas por la vida y sobre todo muy temerosas de perder lo poco que tenían. Con alguno de ellos se había pasado horas hablando, y su sabiduría ancestral, su nostalgia por una España que ni siquiera sus abuelos habían conocido, y su español medieval le habían impresionado muy agradablemente. ¿Qué habían hecho los judíos para que les odiasen con tanta saña? ¡Qué difícil le resultaba al ser humano tolerarse! Las calles de la ciudad reconfortadas por el calor que empezaba a hacer, parecían estar recobrando un poco de la actividad perdida.

* * *

En el cruce de la calle Király con Akácta el conductor tuvo que apretar a fondo el freno para no atropellar a un hombre que se metió sin mirar en la calzada.

—¡Cuidado! —exclamó Ángel Sanz Briz.

El conductor movió la cabeza y musitó en tono despectivo:

—Es un judío. Con lo bien que estaría en su barrio sin molestar a los demás.

Sanz Briz le vio perderse en el recodo de la manzana. Llevaba una bolsa de cuero raído en la mano y el brazalete blanco en la manga con una estrella amarilla de cinco puntas. Era un hombre menudo, con la afilada nariz resaltada por unas gafas minúsculas. «Este hombre —pensó— no precisa ningún brazalete para ser identificado como judío. Tiene una fisonomía inconfundible. Con esa nariz y esas gafas le va a ser difícil ocultarse». Se quedó con la mente en blanco unos segundos y cuando quiso darse cuenta musitó:

—¡Pobre gente!

—¿Cómo, señor? —preguntó el conductor.

—No, nada, nada —respondió el diplomático azorado. El coche, que había virado a la izquierda se detenía ya a la puerta de la legación.

La bandera española, agitada por el viento que estaba empezando a soplar, era el único vestigio de actividad que se observaba en la siempre tranquila calle Eötvos. El edificio de estilo renacentista había sido adquirido por el Gobierno español para sede de su representación diplomática una vez que Hungría recuperó la estabilidad bajo la regencia del almirante Miklós Horthy. A la entrada, a la izquierda, estaban las instalaciones de la cancillería y el consulado, y al fondo, antes de un patio con tres árboles de gran tamaño cuya utilidad nadie lograba explicarse, una puerta enrejada daba paso a la residencia del ministro. Al igual que las de otros países, la representación española en Hungría tenía rango de legación. El rango superior de embajada estaba reservado para un reducido número de representaciones en países cuya importancia acreditaba un nivel de relaciones más alto.

El encargado de negocios cruzó entre las mesas vacías de las oficinas y al llegar a su despacho se dejó caer en el sillón. Nunca dormía la siesta, pero aquella tarde sentía una mezcla de sueño, cansancio y angustia que le invitaba constantemente a cerrar los ojos e intentar olvidarse de todo. Eran muchas las emociones, las impresiones y los recuerdos que le abrumaban en la cabeza. Algunas veces sentía miedo a no ser capaz de soportar tanta soledad. La gente era amable, simpática y culta, pero la barrera del idioma limitaba mucho sus relaciones. ¡Si por lo menos supiera hablar alemán! Casi no quedaban ya diplomáticos extranjeros y la mayor parte de los colegas locales con los que había ido haciendo amistad, últimamente evitaban con disimulo que les viesen juntos. Era evidente que tenían miedo y no se fiaban de nadie.

Era extraño, sí, que una personalidad tan conocida como su invitado de hacía una hora se hubiese arriesgado a comer con él y, además, en un lugar tan poco indicado para la discreción. ¿Lo sabrían sus superiores en el Ministerio o… en palacio? ¿A qué autoridad servía con mayor lealtad? No debía resultarle fácil el trabajo. Le parecía lógico que informase antes y después del encuentro y, por supuesto, de la conversación. Pero ¿a quién? Y, ¿qué iba a decirles? El informe que pudiera presentar a sus superiores le inquietaba. Repasó un poco el desarrollo del almuerzo y enseguida concluyó que él no había dicho nada, absolutamente nada, que pudiera resultar de interés profesional para su invitado. Es más, casi había hablado él sólo y, él sí, había actuado con poca prudencia revelándole hechos y detalles que debían ser considerados, cuando menos, confidenciales.

Se había propuesto redactar un memorándum de la conversación para que luego no se le olvidasen datos. La señora Tourné le había dejado unas cartas en el portafirmas y, el intérprete, un grueso tocho de folios mecanografiados con las noticias más importantes y los artículos más destacados de la prensa de la mañana traducidos al castellano. La valija seguía atrasándose, y con ella las cartas de su esposa y las fotos, que nunca faltaban, de la niña. Se levantó, caminó hasta la ventana y se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, contemplando los tejados.

El teléfono, que empezó a timbrar, le sacó de su ensimismamiento. Se volvió con rapidez, pero cuando llegó al escritorio ya habían colgado. De pie, con una mano apoyada en la escribanía, ojeó por encima las traducciones. Los editoriales del Uj Magyarorság (Nueva Hungría), Pesti Ujság (Noticias de Pest) y Függettenség (Independencia), que eran los tres matutinos que seguía con mayor atención, no tenían especial interés. Todos estaban bajo control gubernamental, todos se nutrían de la misma fuente de información, que era la agencia oficial de noticias MTI, y casi siempre acababan diciendo lo mismo. Los reportajes sobre la quema de libros judíos estaban ilustrados con fotografías de pésima calidad pero no por eso menos ilustrativas de la barbarie cometida. Entre todas las traducciones, Sanz Briz enseguida reparó en una que destacaba por su amplitud: tres holandesas a un espacio. Era el bando que, siguiendo las instrucciones dictadas por el Ministerio del Interior, había difundido el alcalde de la ciudad con las primeras medidas para la separación de los judíos del resto de la población.

Hacía cinco años ya que los judíos de Budapest estaban siendo objeto de discriminaciones. Poco a poco se les había limitado su capacidad para ejercer determinadas profesiones, como las de abogado, periodista o médico, e incluso tenían prohibido casarse con personas de otra religión. Pero, ante las noticias que circulaban sobre las persecuciones que sufrían en Alemania, Polonia o Austria, por ejemplo, su injusta situación había acabado por resultarles llevadera. Con la llegada de los soldados alemanes la situación empeoró. La presencia en Budapest del sturmbannführer de las SS, Adolf Eichmann, de quien ya se conocían abundantes atrocidades, era un motivo de intranquilidad permanente. La organización puesta al servicio por los nazis para llevar a cabo la llamada endlösung, la solución final del problema judío que los jerarcas nazis habían decidido en la reunión de Wanusse de 1942, tenía concentrado sus esfuerzos en las provincias que aún estaban bajo control húngaro.

Grupos de judíos son llevados en camiones para ser deportados a distintos campos de exterminio.

Archivo Histórico Fotográfico del Museo Nacional de Hungría.

Al contrario de lo que ocurrió en otros países, en Hungría, donde la Shoah llegaba con retraso, los asesinatos y deportaciones empezaron en los núcleos rurales. Los alemanes, que continuamente acusaban a los judíos de simpatizar con los bolcheviques, no querían que el Ejército Rojo se encontrase en sus avances por los Cárpatos con núcleos de población dispuestos a recibirles con los brazos abiertos. Desde el hotel Majestic, donde Eichmann y sus colaboradores de la Gestapo habían instalado el cuartel general del Holocausto, todos los días salían despachos para Berlín dando cuenta al Führer de los progresos que estaban haciendo. Apenas un mes después de iniciada la operación, ya las deportaciones habían alcanzado un ritmo diario de diez o doce mil individuos. La mitad del medio millón de judíos que vivían fuera de Budapest ya habían sido liquidados in situ o deportados a los campos de exterminio, en su mayor parte en Polonia. El proceso no podía acelerarse más por las dificultades derivadas de la dispersión de las colonias judías y por la carencia de trenes suficientes. El ritmo de deportaciones verdaderamente asombroso que se estaba alcanzando se había logrado en gran medida gracias a la movilización de las unidades preparadas para el transporte de ganado y la introducción de un mínimo de ochenta personas en cada vagón habilitado para veinte vacas.

La fase siguiente se circunscribiría a Budapest, la ciudad europea con mayor porcentaje de población judía, algo más del 15 por ciento. Sus 220.000 habitantes de raza semita serían ejecutados sobre la marcha o enviados a los campos donde las cámaras de gas estaban funcionando con mayor eficacia. Además de Auschwitz, Birkenau, Dachau o Mauthausen, se estaban improvisando campos de internamiento provisional para judíos húngaros en algunos lugares de la frontera austríaca. Para ir preparando a los afectados y para librar a la población húngara de su maloliente proximidad, el Ministerio del Interior y el Ayuntamiento habían adoptado una serie de medidas que permitirían tenerlos reunidos, y por lo tanto disponibles para su deportación de manera rápida, y alejados del resto de los ciudadanos. Ángel Sanz Briz empezó a leer el bando y enseguida se encontró con un lápiz en la mano con el que iba subrayando cada una de las disposiciones que invariablemente le hacían exclamar: «¡Qué barbaridad!».

Las nuevas disposiciones determinaban que los judíos tenían que abandonar sus hogares e instalarse en alguno de los 2.681 edificios que la municipalidad había acotado para ellos. La precisión germánica asomaba en cada uno de los párrafos. Todos los inmuebles que alojaban judíos debían tener en la fachada principal una estrella amarilla de cinco puntas de un diámetro mínimo de 30 centímetros resaltando sobre un rectángulo de fondo negro de 31 por 51 centímetros. En los edificios, que enseguida serán conocidos como csillagosház, o «casas estrelladas», las familias de hasta cuatro miembros dispondrían de 25 metros cuadrados de espacio, y las integradas por cinco o más personas, de 37,5 metros. Podían llevar algunos objetos personales y pequeños muebles siempre que fuesen autorizados por los encargados de organizar las labores de aposentamiento que se pondrían en marcha. Antes de abandonar su residencia habitual, todas las familias tenían que hacer un inventario de los enseres que abandonaban y entregarlo por triplicado, junto con las llaves, en las oficinas habilitadas para el efecto.

A partir de la entrada en vigor de estas órdenes, los judíos no podrían salir de la ciudad ni estar en la calle después de las ocho de la tarde. En sus nuevos domicilios no podían tener ni teléfono ni aparato de radio. Tampoco podrían asistir a partir de ese momento a espectáculos públicos ni actuar en conciertos o representaciones ni visitar museos ni pasear por los parques ni viajar en los transportes colectivos de pasajeros. Tanto los trenes como los tranvías habilitarían compartimientos separados para ellos que funcionarían con un horario limitado. Los judíos que aún trabajaban en la función pública quedaban apartados de sus puestos y las restricciones ya existentes para el ejercicio de algunas profesiones se endurecían.

Los médicos deberían abstenerse de poner las manos encima de ciudadanos arios, y los comerciantes cristianos, incluidas las farmacias, deberían abstenerse en lo sucesivo de servir a clientes judíos. Además, quedaba terminantemente prohibido comprarles a los judíos muebles, joyas, inmuebles, tierras o cualquier otra propiedad de la que quisieran desprenderse.

Ángel Sanz Briz tomó nota apresuradamente de algunos datos e ideas que deseaba incluir en el despacho que elaboraría el lunes para el Ministerio. «Estas cosas —musitó para sí mismo—, en Madrid tienen que conocerlas. Aunque no les haga mucha gracia».

La tarde empezaba a declinar cuando salió a la calle. Un vientecillo del mediodía estaba empujando a dos gruesos nubarrones que asomaban por encima del monte Géllert amenazando lluvia. El conductor, que normalmente seguía siempre la misma ruta para llegar al puente Margit, en el camino más recto hacia Buda, tomó otra dirección. El diplomático español iba tan abstraído en sus preocupaciones, que tardó en darse cuenta.

—Es que en la calle Andrássy —le explicó el conductor— desde que está en el 60 la sede de los Nyilaskeresztes, los cruzflechados, suele haber manifestaciones e incidentes a estas horas. Son gente peligrosa. Muy violentos. Y ahora, con las nuevas leyes contra los judíos, seguro que están aún más exaltados.

—Ellos no han entrado en el Gobierno —comentó Sanz Briz.

—No. Ni los propios alemanes los quieren. Son demasiado extremistas para estar en un Gobierno. Aquí hace falta autoridad pero ellos eso no saben lo que es. Aparte de que el partido, que tuvo mucha fuerza hace un par de años, está en declive. Ha perdido muchos afiliados. Llegó a tener trescientos mil y ahora parece que se ha quedado con noventa o cien mil. Me decía hace tiempo un señor español al que llevé al hotel, que son como los falangistas en España. Pero cuando le expliqué lo que defienden y cómo lo hacen, se convenció de que no: estos son peores. Hitler tampoco los quiere y el regente, les odia.

—Ya, ya —masculló Sanz Briz a quien no le gustaba entrar en conversaciones tan delicadas.

La ciudad era un hervidero de espías y confidentes. Los servicios de información tanto húngaros como alemanes como aliados se olfateaban por todas partes. Nadie se fiaba de nadie, y los diplomáticos extranjeros, aún menos. El encargado de negocios de España era consciente de lo delicada de su situación. Aunque España cada vez alardeaba más de su condición de país neutral, algo lógico a la vista del cariz que iba tomando la guerra, nadie olvidaba la deuda que Franco tenía contraída con Hitler. España seguía teniendo unas relaciones privilegiadas con Alemania y en una situación como la húngara cualquier movimiento que diese en falso podía costarle el puesto. Sólo era un joven secretario de legación sin experiencia y sin padrinos en Madrid. Casi todos sus colegas de profesión eran parte del Gotha de la carrera. Él, no: él sólo era el hijo de un acomodado comerciante de Zaragoza que había entrado en la Escuela Diplomática a base de codos.

* * *

—Se empeñó y…

Nadie de la familia Sanz Briz, ni siquiera su padre Felipe, llegó a saber nunca exactamente por qué Ángel, el tercero de sus hijos, se había hecho diplomático. Estaba predestinado a ser abogado, lo mismo que su hermano Alfonso había nacido para médico, y que Felipe, el primogénito, sería el encargado de mantener el Bazar X, el negocio que la familia tenía en la zaragozana calle El Coso, 27, muy cerca de la basílica del Pilar. Así que, después de cursar con excelentes notas los estudios secundarios en el colegio de los Escolapios, se fue a Madrid y enseguida se licenció en Derecho.

—Entonces —le preguntaban extrañados los amigos a su padre—, ¿no va a abrir bufete?

—Pues, no. Se empeñó en ser diplomático y… él sabrá. A los chicos hay que dejarles seguir su camino. Vamos a ver ahora si consigue entrar en la Escuela Diplomática, que no es nada fácil. Y con los tiempos que corren, menos.

Los tiempos que corrían eran los comienzos de la década de los años treinta. Acababa de proclamarse la República cuando Ángel Sanz Briz superó las pruebas para ingresar en la Escuela sin contar con el aval previo de algún ascendiente en la carrera. Tenía una ventaja, eso sí: en una sociedad que despreciaba desde antiguo el esfuerzo que suponía aprender idiomas, él hablaba correctamente francés e inglés. En la Escuela enseguida se hizo amigo inseparable de otro alumno destacado, de nombre Pedro Cortina Mauri. Ambos, dos años después, encabezarían la única promoción de diplomáticos que salió bajo el Gobierno republicano, a pesar de que ninguno de los dos concordaba con los principios de la República.

Ángel Sanz Briz, que había asistido con disgusto a la caída de la monarquía, seguía confiando en el regreso del rey Alfonso XIII y, sin sectarismo ni militancia alguna, simpatizaba con las ideas nacionalistas y autoritarias que se estaban extendiendo por toda Europa. En la Escuela Diplomática, sin embargo, tuvo la suerte de asistir a unas clases impregnadas por la liberalidad que ejercía el nuevo régimen político y rápidamente asumió como propia la tesis de que los diplomáticos tienen que sobreponer el sentido de Estado a la ideología o el programa de quien en cada momento lo gobierne.

Había nacido el 28 de septiembre de 1910. Su padre, Felipe Sanz Benedet, era el continuador de una larga saga de comerciantes aragoneses que se perdía en la memoria de los siglos. Su madre, Pilar Briz, venía en cambio de una no menos larga tradición de militares. A los abuelos maternos les hubiese gustado que alguno de los hijos de Pilar siguiese la tradición, pero ninguno mostró especial interés por las armas, y eso que tenían la Academia a la puerta de casa, como quien dice. Mariano, el penúltimo —la última fue Pilarín, la hija que el matrimonio buscó con insistencia—, contagiado por el entusiasmo que su hermano empezaba a mostrar por la actividad internacional, acabó sucumbiendo también a la tentación de convertirse en diplomático.

La muerte muy joven aún de la madre, Pilar Briz, víctima de una leucemia galopante, fue muy dura para Felipe y sus cinco hijos. Ángel, a pesar de su carácter en apariencia frío y cerebral, fue de los que tardó más tiempo en sobreponerse al dolor. Le ayudó sin lugar a dudas su gran capacidad para los estudios y su afán permanente por aprender. Siempre iba con un libro debajo del brazo. Aprovechaba para leer cualquier momento que le quedaba libre. En el trato era afable aunque un poco distante. Sus profesores enseguida descubrieron en él unas facultades extraordinarias para la diplomacia. Vestía impecablemente, cuidaba hasta los más mínimos detalles su aspecto personal y hablaba con una precisión y una cautela sorprendentes. Nunca se le había visto despeinado, ni con la barba de unas horas ni con el bigotito tan propio de la época sin recortar. Además de su elegancia, tenía a su favor sus ojos verde-grisáceo, penetrantes y cálidos. Tenía fama entre sus compañeros de clase de que nunca decía una palabra de más. Sabía escuchar con flema sajona aunque luego, cuando le llegaba su turno de palabra, sabía mostrarse firme y hasta vehemente si las circunstancias lo exigían. A menudo conseguía convencer en las encendidas discusiones con otros alumnos y siempre sin mostrar agresividad.

Aunque había salido de Zaragoza siendo muy joven, nunca perdió el acento aragonés. Tenía un genio fuerte y cuando se enfadaba solía hacerlo con frases hechas de su infancia. «¡Chico! ¡Chico!», exclamaba cuando en el ambiente familiar quería salir al paso de algo con lo que no estaba de acuerdo. Entre familiares y amigos, era un hombre encantador y, a juicio de las mujeres, enormemente seductor. Le gustaba bailar y era un verdadero artista trenzando los pasos del vals. Quizás fuese una premonición, pero la pieza que siempre se reservaba para bailar con alguien muy especial era El Danubio azul. «En la corte de Viena serías bailarín de cámara de la emperatriz», le decían en broma sus compañeros. Y él se reía y solía responder: «Pues no me habéis visto bailar jotas». Nadie, nadie le había visto ni quedó claro nunca que supiera bailarlas, pero lo repetía a menudo. Aunque carecía de voz para tan grande reto, en cambio alguna jotica sí que entonaba de joven entre sus amigos.

La guerra le cogió en zona republicana y en cuanto pudo huyó a Salamanca para ponerse a las órdenes de los sublevados al mando del general Francisco Franco. Colaboró durante unas semanas en la oficina que llevaba los Asuntos Exteriores de los nacionales, germen del futuro Ministerio, y en cuanto se dio cuenta de que era poco lo que había que hacer y menos aún lo que le dejaban hacer, se ofreció voluntario para ir al frente. Como sabía conducir, cosa poco frecuente entre los soldados que se incorporaban a filas en aquellos momentos, fue encargado de conducir un camión en el cuerpo del ejército marroquí. La dureza de la contienda acabó curtiéndole.

Dos años más tarde se incorporó al Ministerio franquista y en cuanto terminó la contienda civil fue destinado como secretario al consulado en El Cairo. Durante algún tiempo estuvo en comisión de servicio en el de Alejandría. Europa ya ardía en guerra por los cuatro costados. Los ejércitos, en apariencia imparables del Eje, habían ocupado medio continente y avanzaban por el desierto norteafricano hacia la frontera egipcia. Tanto la BBC como las emisoras de la resistencia salpicaban sus alarmantes informaciones bélicas con noticias sobre la persecución que estaban sufriendo los judíos allí donde llegaban las tropas de Hitler.

Un día llegaron hasta el despacho del nuevo e inexperto secretario del consulado dos hombres hablando con un extraño acento y alegando que eran españoles.

—Somos sefardíes y tenemos nacionalidad española —le dijeron—. Queremos obtener nuestro pasaporte para volver a España.

Ángel Sanz Briz tardó en reaccionar. Al principio le costaba entender aquel castellano viejo, quizás algo parecido a la fabla, a esa imitación del español antiguo que tanto gustaba a los escritores de teatro, pero en cuanto se le habituó el oído empezó a hacerle gracia. Los visitantes le contaron que los miembros de la numerosa colonia judía en la ciudad se hallaban asustados y todos estaban buscando la manera de huir antes de que los nazis hiciesen su entrada. Unos años atrás habían sabido que el Gobierno español reconocía la nacionalidad a todos los descendientes de los judíos expulsados por los Reyes Católicos en 1492. Entonces no habían solicitado el pasaporte porque eso les obligaría a trasladarse a España a cumplir el servicio militar. Pero las cosas habían cambiado. Aunque los dos rebasaban los cuarenta años, estaban dispuestos a viajar a España en el primer barco.

El diplomático escuchó sus argumentos con atención, tomó nota de sus datos y les prometió ocuparse de su pretensión. Inmediatamente redactó una nota recabando instrucciones del Ministerio. En el palacio de Santa Cruz eran ya muchas las consultas del mismo tipo que aguardaban respuesta. Nadie ponía en duda el derecho de los sefardíes a reclamar la nacionalidad española, pero nadie en las alturas del régimen parecía sentir prisa por responder a sus angustiosas peticiones de ayuda. Alemania era Alemania, Hitler había ayudado a ganar la guerra, España estaba en una situación de neutralidad inestable, y los judíos… eran los judíos, aunque, bueno, sí, los sefardíes efectivamente eran otra cosa.

Los diplomáticos españoles acreditados en Atenas, Sofía, Berlín, Estambul, París… se desesperaban ante el drama.

* * *

Casi llegó tarde a misa. Cuando entró por la puerta de la capilla, ya el nuncio caminaba hacia el altar revestido con una casulla verde, las palmas de las manos sobre el pecho y los pulgares apoyados contra la barbilla. La treintena de personas que casi llenaban el minúsculo templo se pusieron de pie e hicieron la señal de la cruz. Los diplomáticos extranjeros solían ocupar los reclinatorios delanteros, pero el encargado de negocios de la legación española se sintió avergonzado por su retraso y se quedó al final, aprovechando el sitio que le hizo un matrimonio de edad avanzada.

Siempre le llevaba bastante tiempo arreglarse. Pero aquel domingo de junio, no sabría explicar muy bien por qué, había tardado más que de ordinario. Luego, cuando salió a la calle y vio la cara que tenía el día, se había vuelto a coger un paraguas. Habitualmente, sobre todo desde que se había quedado solo, los domingos iba a la Nunciatura apostólica a oír misa. Tenía una buena relación con el nuncio, monseñor Ángelo Rotta, y además le quedaba relativamente cerca, lo que le permitía ir a pie. La Nunciatura estaba cerca del palacio, en Disz, y para llegar, siempre cuesta abajo, tenía que cruzar algunos barrios residenciales de Buda con casas realmente maravillosas. El regreso era cuesta arriba y muchas veces con la meteorología en contra: nevando en invierno, lloviendo en primavera y bajo un calor abrasador en verano. Pero a Ángel Sanz Briz le gustaba caminar y, además, no quería engordar, cosa que le obligaba a controlar mucho las comidas y a hacer ejercicio.

Aquel domingo debía tener la cabeza en otras cosas, porque aún tuvo que regresar una segunda vez a la casa después de estar en la calle de nuevo con el paraguas en la mano. Quería mostrarle al nuncio las últimas fotografías de la niña que su mujer le había enviado en la anterior valija. Estaba preciosa y seguro que a monseñor, que la había bautizado, le encantaría verlas. Siempre le preguntaba por ella. Ángelo Rotta era un sacerdote abierto y dicharachero. Llevaba ya algún tiempo al frente de la Nunciatura y además de una gran influencia en el entorno del regente se había hecho también con una cierta autoridad sobre los miembros del cuerpo diplomático que aún permanecían en el país. Aunque nadie le había conferido tal honor, los demás representantes extranjeros, todos cristianos, le consideraban su decano. Como buen diplomático era discreto en sus actos y manifestaciones, pero no era un secreto para ninguno de sus colegas que odiaba a los fascistas y a los nazis.

Sanz Briz buscó en su misal las pautas litúrgicas del día y siguió la misa con devoción. Cuando terminó la ceremonia y el oficiante se retiró, saludó a algún conocido y se acercó a la sacristía a saludar al nuncio. Monseñor Rotta estaba hablando con el sacristán de la Nunciatura cuando le vio entrar.

—¡Hola! ¿Qué tal, señor embajador? ¿Cómo está?

—Bien, muy bien. Pero sólo encargado de negocios. Para embajador, aún falta mucho. Y, su reverencia, ¿está bien?

—Muy bien. Y, ¿la bambina? ¿Ya anda?

—Pues, no lo sé. Hace tres semanas que no tengo noticias. La valija cada vez llega con más retraso. ¿Les sucede a ustedes lo mismo?

—¡Claro! Ayer hemos recibido una que tendría que haber llegado el mes pasado. Lo malo no es lo mal que están las comunicaciones, sino cómo se van a poner.

—He traído unas fotografías de la niña para que las vea. Adela le manda saludos. Le tranquiliza mucho saber que vengo a visitarle de vez en cuando —añadió con una sonrisa.

—Adela madre, claro. Porque la niña también se llama Adela.

—Sí, sí, por supuesto. La madre es Adela y ella, Adelita. Y, no sé, pero ya pronto vendrá el hermanito o… la hermanita.

—La alegría de los hijos es la felicidad de la pareja. Avíseme en cuanto nazca para tenerla presente en mis oraciones, aunque lo haré ya para que todo vaya bien.

—Muchas gracias.

—¿Para cuándo lo esperan?

—Aún deben de faltar unas semanas. Le tendré informado.

—Muy bien. Muéstreme, muéstreme las fotos. Estoy ansioso por ver a mi bautizada. Aunque, espere, ¿tiene usted prisa? ¿Dispone de media hora? Pues vamos a casa, tomamos un aperitivo, conversamos un poco y le muestro yo también algo que puede interesarle.

El nuncio y el representante español se arrellanaron en las cómodas butacas y, ante dos vasos de cerveza rebosantes de espuma, pasaron unos minutos contemplando las fotografías que Ángel Sanz Briz llevaba guardadas entre las páginas finales del misal. Había primeros planos de la niña y en otras aparecía gateando por el suelo.

Bela! Belísima! —exclamaba el sacerdote ante cada fotografía que el diplomático le iba mostrando.

Sanz Briz contemplaba cada foto unos segundos antes de pasársela al nuncio. Recordó la última vez que la había visto, unos cuantos meses atrás, cuando la dejó en los brazos de la madre en el andén repleto de militares de la estación de Hendaya. Adela, su mujer, tenía la mano de la niña entre las suyas y la agitaba en el aire. Las dos le decían adiós al mismo tiempo. Él no había podido quedarse más que una noche. Les estaba esperando su suegro con un coche para llevarlas a Madrid. Pocas veces se había sentido tan mal como aquella tarde, con los ojos escocidos por la carbonilla de tantas horas de tren y la cabeza embotada por el traqueteo y el sueño.

—Ser padre debe de ser maravilloso —comentó monseñor Rotta devolviéndole las fotografías. Salude a Adela cuando le escriba y hágale llegar mis bendiciones en estos días ilusionados de espera por su nuevo hijo.

—Lo haré, monseñor. Ni Adela ni yo olvidaremos nunca lo bonito que resultó el bautizo. De verdad que le estamos muy agradecidos. La vida se va haciendo a base de momentos y gracias a usted vivimos aquel día una experiencia maravillosa.

—Son ustedes muy amables. Se merecen que les vaya bien en todo. Por cierto, ¿qué tal lleva la nueva responsabilidad? Son momentos difíciles para asumir la carga de una legación tan importante como es la española.

—Soy consciente de ello, monseñor. La situación, no sé cuál es su superior opinión, creo que es muy delicada.

—Mucho. Alemania tiene la guerra perdida.

—¿Lo cree usted así? Están experimentando con nuevas armas que podrían invertir la marcha de los acontecimientos. Yo tengo la impresión de que Hitler todavía puede dar sorpresas.

—¡Claro! —asintió el nuncio. Y enseguida añadió—: Puede asestar algún golpe y puede prolongar la contienda. Sin embargo los aliados hace tiempo que llevan la iniciativa y no la van a perder fácilmente. La implicación de los Estados Unidos es decisiva. Fíjese que están avanzando en todos los frentes.

—Ya —asintió Sanz Briz cada vez más pensativo.

—Y aquí el problema que tenemos ahora es el de los judíos. Los nazis tienen la guerra perdida, las tropas comunistas ocupan ya media Hungría, pero siguen empeñados en deportar a los judíos. Pronto van a empezar con los de Budapest. Y…

—¿Usted cree esos terribles rumores que circulan sobre el destino de esos desgraciados? —le interrumpió en encargado de negocios español.

—Me temo lo peor, don Ángel. Necesitarán algunos miles como mano de obra, que es su excusa, no lo discuto. Pero a la mayor parte se los llevan para matarlos. Es un genocidio el que están cometiendo con ellos. Los campos de concentración que el Reich tiene a centenares desperdigados por sus territorios son centros de exterminio de la raza judía. Hace mucho que circulan rumores sobre la forma en que se deshacen de ellos, y ahora ya tenemos más que rumores. Hay muchas pruebas de que están cometiendo atrocidades con ellos. Mire, muy confidencialmente: hace un par de días, un amigo húngaro muy piadoso y humanitario vino a verme acompañado por el maquinista de un tren que hizo varios viajes cargado de judíos hacia un lugar de Polonia, no me acuerdo del nombre, donde hay un campo de concentración. Un campo enorme, no se vaya usted a creer, con muchos miles de internos. Pues bien, él no llegó al campo. Sólo pueden acercarse alemanes y de máxima confianza. En determinada estación entregan el convoy a unos elementos de las SS que lo conducen al apeadero del campo, donde descargan a los judíos, y se lo devuelven unas horas más tarde.

—¿Eran judíos húngaros? —preguntó Sanz Briz.

—Sí, sí. Ya llevan más de un mes deportando. Dentro de poco, ya le digo, empezarán con los judíos de Budapest. En fin, como le venía contando, el hombre y sus compañeros, porque eran cuatro maquinistas, se quedaron descansando en la fonda de una estación próxima. Y me contó que el olor a carne quemada era horroroso. Ninguno consiguió comer con la sensación de repugnancia que les proporcionaba aquel hedor. Como han tenido que ir varias veces, se han hecho amigos de los empleados de la fonda y de algunos vecinos que les han contado que en el campo todos los días queman centenares de cadáveres. Algunos oficiales van al pueblo en sus horas libres de servicio y, aunque tienen prohibido hablar con la gente, parece que comentan entre sí cosas espeluznantes. Los llevan al matadero. No pretenden de ellos otra cosa. Al parecer les quitan sus dientes de oro para fundirlo e incluso aseguran que hasta aprovechan la grasa de los cadáveres para hacer jabón. ¿Se imagina, don Ángel, bañarse con espuma de jabón humano?

Sanz Briz infló los carrillos y expelió el aire con fuerza. Llevaba mucho tiempo oyendo estas noticias, desde luego, pero siempre había creído que se trataba de exageraciones. No le cabía en la cabeza que unos seres humanos pudieran cometer semejantes crueldades con otros seres humanos. Y más, tratándose de un pueblo como el alemán que en muchos otros aspectos tanta admiración le causaba. Claro que viendo el comportamiento de los soldados y policías alemanes en Budapest y el espectáculo de destrucción de libros que acababan de promover, todo empezaba a parecerle posible.

—¿Lo saben en Roma? —preguntó con timidez.

El nuncio abrió los brazos y encogió los hombros.

—Lo sabe todo el mundo, don Ángel, lo sabe todo el mundo. Lo que no sé es si todo el mundo quiere darse por enterado. En Roma, como en todas partes, están mucho más preocupados por la marcha de la guerra que por cualquier otra cosa. ¡Cómo no se va a saber! A ver, ¿alguien se paró a pensar dónde están todos los judíos que han sido deportados de diferentes países en los últimos cuatro años? Sólo de Hungría, en un mes se han llevado a un cuarto de millón. ¿Dónde están? Vivos, don Ángel, es imposible. No caben, por muchos campos que tengan. Lo que está pasando es terrible, terrible. Y nosotros tenemos ahora un problema añadido. No se conforman con perseguir a los judíos de religión. Es la raza judía, suponiendo que exista una raza judía, lo que quieren eliminar de la faz de la tierra. Claro que todo esto a ustedes quizás no les preocupe porque en España tengo entendido que casi no hay judíos.

—Muy pocos. Y, desde luego, allí pueden vivir tranquilos porque nadie les persigue. En las leyes españolas no hay ningún tipo de discriminación por razones de religión o raza.

—¡Qué bueno! Pues aquí han decretado que son judíos, y por lo tanto tienen que someterse a las leyes judías, como mal les llaman porque en realidad son leyes antijudías, todos los individuos que tengan ascendientes judíos en las últimas generaciones. Esto afecta a los conversos, que hay bastantes, y, escuche bien, a varios centenares de sacerdotes, religiosos y seminaristas católicos. No sabemos ya qué hacer para protegerlos. A algunos los he colocado en la Nunciatura como empleados. A otros los estamos dotando de documentación del Vaticano. Pero, claro, nosotros no somos un Estado que pueda hacer ciudadanos así por las buenas, y expedir pasaportes. La jerarquía eclesiástica húngara, que era influyente, está moviéndose aunque sin éxito. El regente, que les da toda la razón a los miembros del Episcopado, es un prisionero de los alemanes, y el Gobierno, dominado por extremistas, sólo hace lo que le ordena el doctor Veesenmayer.

Sanz Briz escuchaba en silencio, sin atreverse a pestañear. Los nubarrones de la víspera empezaban a deshacerse en lluvia y el viento soplaba con fuerza en los ventanales de la Nunciatura. Monseñor Rotta, que vestía una impecable sotana, jugueteaba con el crucifijo que llevaba colgado en la pechera. A la seña de un sirviente que se asomó tímidamente a la puerta, pidió perdón a su visitante, se levantó, fue a su encuentro, le escuchó con la cabeza ladeada, y se le escuchó decirle:

—Me ocuparé yo más tarde.

Efectivamente, reparó Sanz Briz, había aumentado mucho el número de empleados de la Nunciatura. Algunos se veía que eran nuevos e inexpertos. Ya en la misa había observado la presencia de personas que no respondían al tipo habitual de fieles que solían asistir. Monseñor Rotta dudó un momento cuando regresaba a su butaca, hizo un gesto como para decir algo y, con la voz ahogada, giró sobre sus talones y salió detrás del sirviente con quien acababa de conversar. Enseguida regresó con unos papeles en las manos.

—La Iglesia no puede permanecer impasible por más tiempo ante lo que está ocurriendo. Roma ya ha hecho algunas advertencias sobre el trato que están recibiendo los judíos, pero urge tomar una postura más clara y más firme. Y no sólo porque las medidas de discriminación, persecución y exterminio están afectando también a compañeros nuestros en la fe de Cristo. Los judíos, es cierto, viven desde hace siglos en el error. Y persisten en el error cada vez con mayor pertinacia. Ahora bien, como cristianos y como seres humanos que somos todos, tenemos que defenderlos. No podemos dejarlos solos ante la bestialidad con que se les trata. La Iglesia tiene que dejar bien claro de una vez por todas que no estamos ante una guerra de religiones como ha habido tantas a lo largo de la historia. Los judíos son hermanos nuestros y son personas creadas por Dios nuestro Señor, igual que lo hemos sido nosotros.

—Estoy de acuerdo —dijo Sanz Briz.

—Los reverendísimos señores obispos de Hungría son conscientes, más que la propia Roma, de esta situación y están actuando con gran valentía —prosiguió el sacerdote—. Con mucha valentía. Llevan varias semanas haciendo gestiones ante el regente y ante el Gobierno de Sztójay para intentar frenar las deportaciones y las ejecuciones, porque de esas nadie habla. En muchos pueblos del interior del país, en vez de proceder a la deportación de los judíos locales abreviaron matándolos allí mismo. Tenemos muchos informes que le pondrían los cabellos de punta a usted que aún no ha sido atacado por la alopecia. Lugares donde una persona a la que buscan huye y en venganza sacan a sus familiares, hijos, mujer, padres, abuelos, los ponen a la puerta de la casa en fila y uno a uno los van matando a la vista de los vecinos… Terrible, don Ángel, terrible. Voy a ahorrarle descripciones porque se está acercando la hora de comer y no quiero amargarle el almuerzo. Todo lo que le cuenten, créame, es verdad.

—¿Y cuál es el resultado de las gestiones de los señores obispos? Muchos de los miembros del Gobierno son católicos.

—La mayor parte. Católicos pero fascistas, señor Sanz. El nazismo y el fascismo actúan desde la soberbia de creerse una religión. Creen que están ayudando a las religiones cristianas eliminando a un competidor. ¡Qué disparate! Como si la fe fuese una cuestión de fuerza. En fin, trataré de abreviar. Voy a proporcionarle un documento confidencial. Es el informe que el príncipe primado de Hungría, el cardenal Justinianus Serédy, está haciendo llegar estos días a todos los miembros del Episcopado. ¿Usted no habla húngaro, claro?

—No. Desgraciadamente, no. Sólo inglés, francés y, gracias en gran parte a sus lecciones indirectas, un poco de italiano. Además del español, naturalmente.

—Pero tiene traductores en la legación.

—Sí, sí. Por supuesto.

—Es un poco largo. Son once hojas. Hágalo traducir y verá que merece la pena. En él, el cardenal les resume la grave situación que se ha creado desde que llegaron los alemanes y les informa de las gestiones que él mismo ha realizado cerca de las autoridades. También incluye la copia de las cartas que cruzó con el primer ministro. Como le dije, es confidencial. Haga usted de este informe un uso prudente. Roma ya lo tiene. Hasta donde yo sé, ningún otro Gobierno lo conoce. Bueno, el Führer imagino que sí. Los nazis tienen ojos y oídos en todas partes. Imagino que en esta propia Nunciatura.

Ángel Sanz Briz sintió un ligero estremecimiento que le recorría el cuerpo. Instintivamente empezó a pensar quiénes, entre los empleados de la legación, serían los encargados de espiarle. Hungría estaba empezando a cobrar la atención de la prensa dentro del contexto general de la guerra y era lógico que las pocas representaciones diplomáticas que quedaban en Budapest estuviesen vigiladas. Él, además, era joven e inexperto, y lógicamente despertaría mayores sospechas que otros. La Embajada de Alemania en Madrid seguía manteniendo muy buenas relaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores, donde el régimen nazi contaba con la simpatía de muchos altos cargos y de bastantes funcionarios, y cualquier denuncia sobre su actuación que enviasen los servicios de información alemanes llegaría en cuestión de horas a manos cuando menos del subsecretario.

—Hágame el favor: no diga a nadie que se lo he proporcionado yo. Lo supondrán, pero que les quede un poco de duda al menos. Los alemanes saben muy bien que yo no simpatizo ni con su ideología ni con sus métodos a pesar de que siempre he permanecido escrupulosamente al margen de cualquier batalla política. Me consta sin embargo que algunos de mis despachos dando cumplida cuenta de la situación han llegado a sus manos. Quizás hayan conseguido descubrir las claves de nuestro sistema de cifrado o quizás, vaya usted a saberlo, resulte que las paredes de la Secretaría de Estado tengan orejas incrustadas. Cosas más difíciles se han visto.

El encargado de negocios de la legación española asentía con la cabeza y sin atreverse a decir algo que pudiera comprometerle. Mientras escuchaba al nuncio, su mente daba vueltas a mil ideas que se le agolpaban en la cabeza. ¿Podría él hacer algo? En el momento en que lo pensaba, el subconsciente le traicionó.

—Y, y… —preguntó—: ¿Se puede hacer algo por… esos desgraciados?

El nuncio encogió los hombros, pensó unos instantes sus palabras y respondió:

Una anciana, con la estrella que indica su condición de judía, esperando en la estación a ser deportada.

Archivo Histórico Fotográfico del Museo Nacional de Hungría.

—Siempre, siempre, señor Sanz, se puede hacer algo por un semejante que necesita nuestra ayuda. Claro que en una situación como la suya o como la mía, en que no somos los dueños de nuestra propia voluntad más que en parte, no es fácil. Pero hay que intentarlo. Estamos ante el peligro que corre la vida de miles y miles de personas. Los cristianos nunca podemos olvidar que hay un santo mandamiento que dice: «No matarás». Roma, que siempre procura ver las cosas desde una proyección más amplia, está empezando a preocuparse por lo que está ocurriendo en Hungría. No ha sido fácil, ha costado. Pero está cambiando. Voy a anticiparle un secreto que usted, como buen diplomático, sabrá guardar.

Monseñor Ángelo Rotta hizo una pausa, estiró su cuerpo hacia la butaca de Ángel Sanz Briz y con voz muy baja le dijo:

—En los próximos días, si Dios quiere, Su Santidad dirigirá un llamamiento al regente Horthy instándole a que se ponga fin a la aplicación de las leyes contra los judíos. Y el rey de Suecia es probable que haga lo mismo. El regente necesita asideros para poder actuar dentro del reducido campo de maniobra que le queda… —El nuncio hizo una prolongada pausa para mirar fijamente la reacción de sus palabras en la cara del representante de España. Luego carraspeó, bebió un trago de cerveza para aclararse la garganta, y continuó—: Aquí cabría una pregunta muy confidencial…

Sanz Briz, que iba a decir algo, se quedó con la voz en los labios en espera de la pregunta. El nuncio tardó unos instantes en decidirse.

—¿Sería muy utópico pensar que el generalísimo Franco pudiera tomar una iniciativa similar?

Ángel Sanz Briz inhaló aire en profundidad, lo contuvo varios segundos en el fondo del estómago, y lo expelió ruidosamente por la nariz. Miró a su interlocutor un instante y sus ojos se fueron hacia el reloj de bronce colocado entre fotografías de cardenales en una mesa triangular adosada a una esquina. Luego volvió la vista al nuncio, hizo un gesto de duda esperanzada, y le dijo:

—Monseñor, ¿se ha dado cuenta de la hora que es? Se le está pasando la hora de almorzar.

—No se preocupe. En honor suyo, hoy comeré con horario español. Por cierto, ¿ha visto cómo llueve?

—Sí. Con el buen tiempo que hemos tenido estos días pasados…

—Para los mediterráneos como usted y como yo, el clima de Hungría hay que reconocer que no es su mejor atractivo. Tiene otros no menos importantes, gracias a Dios.

—La cocina, por ejemplo.

—¡Ohhh! ¡Maravillosa! Sólo por el simple hecho de haber inventado el gulash, los húngaros ya se han hecho acreedores de nuestra admiración. Por cierto, señor Sanz, ¿ha venido usted en coche?

—No. He venido caminando. Me gusta andar y, la verdad, no pensé que empezara a llover tan pronto.

—No se preocupe. Le llevará el mío.

—Gracias, monseñor.

—Vaya usted con el Señor. Y llámeme en cuanto Adela alumbre a su hijo.