Hugo estaba despierto. «También recordaré esta noche», se dijo. Las horas pasadas lo habían llenado por completo, pero al mismo tiempo se sentía vacío, como saqueado por dentro.
Abrió la maleta y ante sus ojos resplandecieron los dos vestidos de flores de Mariana, uno con el fondo granate y el otro, celeste. Los dos le favorecían, los dos dejaban al descubierto la luz oculta de su rostro y resaltaban su cuello y sus largos brazos. También había allí dos pares de zapatos, ambos de tacón, que estilizaban su figura y acentuaban el bello contorno de su pecho. A veces decía: «No hay nada como los zapatos de tacón, han sido creados para Mariana». Y había también dos corsés doblados. Tenía una compleja relación con los corsés. A veces se quejaba de que la oprimían al respirar, pero cuando estaba de buen humor reconocía que el corsé esculpía su figura. De sus pechos hablaba con compasión. Decía: «Pobres pechos míos, les han hecho de todo». Y había también medias de seda, varias combinaciones, un frasco de perfume, barras de labios, polvos y una botella y media de coñac. Entre aquellos escasos objetos destacaba Mariana como en relieve, y parecía decir: «No necesito mucho, sólo quiero que me dejen en paz».
Tampoco en aquel momento olvidó que Mariana estaba concentrada en sí misma, y que había días que se olvidaba de él y le hacía pasar hambre. Pero la expresión luminosa de su rostro borraba todos sus pequeños fallos.
Pasarían años y Hugo seguiría preguntándose qué infundió en su alma y cuándo y en qué circunstancias se la habían arrebatado. Y también se diría: «Si sigue estando dentro de mí, quiere decir que algún día nos encontraremos».
Cerró la maleta con cuidado y miró a su alrededor. Había mucha leña en la hoguera, y ardía en silencio. La gente dormía. Algunos yacían con los ojos abiertos. La mujer del pelo revuelto que había exigido información inmediata también estaba inmersa en un profundo sueño.
Mientras la hoguera se avivaba, un refugiado se incorporó y empezó a murmurar. Al principio sonó como una plegaria, pero enseguida quedó claro que el hombre había llegado a la conclusión de que quien no había llegado ya, no llegaría. Se había hecho falsas ilusiones y había esperanzado en vano también a los demás.
Nadie reaccionó a sus murmullos. La gente yacía acurrucada bajo los abrigos, como niños. A Hugo se le ocurrió que el hombre no pretendía hablar a la conciencia de la gente sino verter en su sueño sus descubrimientos secretos.
Y de pronto salió de la oscuridad una mujer baja, con una caja de sándwiches, una jarra de café y tazas en la mano. Se acercó a uno de los que estaban despiertos y le ofreció un sándwich y una taza de café.
—¿Por qué no duermes? —se sorprendió el hombre.
—No necesito dormir —dijo ella como disculpándose.
—No podrás resistir, las personas necesitan descansar.
—Soy una mujer baja y delgada, pero muy fuerte. No puedes ni imaginarte lo fuerte que soy. Otra en mi lugar se habría derrumbado. Yo no siento debilidad alguna. Tengo fuerzas para trabajar aún más.
—¿Y trabajarás así todo el tiempo?
—Es lo que llevo haciendo desde que salí del escondite y me enteré de lo que me enteré.
—¿Y no tienes otro futuro?
—Hago esto con gusto, ojalá pudiera hacer más. Por favor, cógelo.
El hombre cogió el sándwich con una mano y la taza con la otra, y enseguida empezó a beber.
Al poco tiempo ya estaba inclinada junto a Hugo ofreciéndole un sándwich y café. Hugo cogió el presente sin decir nada.
—Me resultas familiar, hijo —dijo la mujer.
—Me llamo Hugo Mansfeld.
—Dios mío —dijo cayendo de rodillas—, eres el hijo de Yulia y Hans. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Estoy esperando a mis padres.
—No debes esperarlos más —alzó un poco la voz—, ahora hay que irse de aquí. Quien no ha llegado ya, al parecer no llegará pronto. Debemos irnos de aquí, juntos, así cuidaremos el uno del otro.
—¿Y mis padres no vendrán?
—Por ahora, no. Hay que irse de aquí.
—¿Adónde? —preguntó Hugo, dubitativo.
—Ahora debemos irnos juntos y cuidar el uno del otro. Los hermanos no dicen «ya he dado», los hermanos dan más, y nosotros, gracias a Dios, tenemos mucho que dar. Uno ofrece un cuenco de café y el otro ayuda a una mujer a vendar sus heridas. Uno ofrece una manta y el otro levanta la almohada de aquel a quien le cuesta respirar. Tenemos mucho que dar. Todavía no sabemos cuánto.
Hugo no comprendió todo ese aluvión que la mujer arrancó de su corazón, pero sus palabras fluyeron hacia su interior junto con el café caliente. Con el tiempo se diría que era como un hospital de campaña: personas y mantas y dolores ardiendo. La pequeña mujer iba de un lado a otro vendando heridas, apartando malos pensamientos y ofreciendo café y sándwiches.
Un hombre le mostró el muñón de su mano.
—¿Mejor? —preguntó.
—Mucho mejor —dijo ella, y lo besó en la frente.