Cuando llegó a la explanada ya era de noche. Junto al tanque de sopa y los puestos que entretanto se habían instalado humeaban ollas de café, y había un rumor de personas concentradas en sí mismas. Un hombre alto, vestido con ropa militar vieja, le ofreció un sándwich y un cuenco lleno de café. Lo hizo con cuidado y atención, como si supiese que durante horas no se había llevado nada a la boca. Hugo se sentó a cierta distancia de la hoguera. El sándwich estaba rico y el café caliente le hizo entrar en calor. La pena que había ido empapando a lo largo del día se evaporó un poco. Y se alegró de haber vuelto a aquel lugar.
Una mujer se acercó a él.
—Chico, ¿cómo te llamas? —preguntó.
Hugo la miró a los ojos y no respondió.
—Eres el hijo de Hans y Yulia, ¿verdad?
—Así es.
—Eran unas personas maravillosas, no había un pobre en la ciudad que no se beneficiara de su generosidad.
Deseaba continuar, pero su voz se rompió. Hugo quiso preguntar dónde estaban y cuándo volverían, sin embargo, al ver cómo se ensombrecía de repente su rostro, no lo hizo.
—¿Tienes ropa de invierno? —le preguntó cambiando de tono—. Te traeré un abrigo, aquí hace frío por las noches. —Se acercó a un montón de ropa que había a un lado y sacó un abrigo, se lo tendió a Hugo y dijo—: Póntelo, aquí hace frío por las noches.
Hugo se puso el abrigo y, sorprendentemente, enseguida se sintió a gusto con él.
—Gracias. ¿Puedo preguntarle cómo se llama? —se le escapó.
—Me llamo Dora, de vez en cuando entraba en la farmacia. Era una farmacia ejemplar. Todo el mundo era bien recibido allí.
El rumor de la multitud iba aumentando por momentos, pero no llegaba a ser bullicio. Se notaba que desconfiaban los unos de los otros. Aquel murmullo silencioso hizo pensar a Hugo en una casa de luto. Cuando falleció el abuelo Yaakov llegaron muchas personas a su casa y los rodearon con un afectuoso mutismo. Hugo tenía entonces cinco años. El duelo mudo penetró en él y, durante muchas noches, soñó con personas que se sentaban absortas sin decir ni una palabra.
«¿Por qué estaba callada la gente?», preguntó entonces a su madre. «¿Qué se puede decir?», dijo ella sin añadir nada más.
Hugo miró a su alrededor y se dio cuenta de que algunas personas guardaban un secreto. La gente se dirigía a ellos y les pedía que se lo revelasen, pero ellos, por alguna razón, se negaban tajantemente. Y había allí una mujer robusta, despeinada y nerviosa, que se abalanzó sobre uno de los guardianes del secreto y le exigió que le contase lo que había ocurrido en ese campo, el campo 33.
—No lo sé, yo estuve fuera de ese campo —se defendió el guardián del secreto.
—Tu cara dice que lo sabes muy bien, pero que has decidido no revelar esa información.
—Nadie lo sabe.
—Pero tú estuviste allí y lo sabes. ¿Por qué te niegas a darnos la información a mí y a gente como yo, al menos la información precisa?
—No puedo —dijo con un nudo en la garganta.
—Entonces, lo sabes —la mujer no desistió—, presentía que lo sabías, no podrás dejarnos en una eterna niebla. Al menos la información.
—No puedo —dijo el hombre, y se echó a llorar.
—¿Por qué lo torturas? —intervino un hombre que estaba a un lado.
—Porque quiero saber. Mi padre y mi madre, mis dos hermanos, mi marido y mis dos hijos estuvieron allí. ¿Es que no merezco saberlo? Debo saberlo, al menos saberlo.
—Pero ya te ha dicho que no puede —continuó defendiendo al hombre que lloraba.
—Eso no es una respuesta, es encubrimiento, que me diga lo que sabe, merezco que me lo diga.
El llanto del hombre fue en aumento, pero la mujer no desistía, era como si estuviese en manos del hombre que lloraba resucitar a sus seres queridos y él, por alguna enigmática razón, se negase a hacerlo.
Al final algunas personas fueron a separarlos.
Aquella noche se descubrieron muchos secretos, pero no hubo llantos. El mutismo iba en aumento. La gente bebía cuencos de café y copas de coñac para acallar sus penas. Hugo tenía miedo. Temía que Mariana no lo encontrase junto al portón, así que decidió regresar y sentarse allí, sólo que ahora este estaba rodeado de soldados. De vez en cuando la puerta se abría y uno de los oficiales informaba de algo. Los soldados estaban tranquilos y no expresaban disgusto alguno.
Más tarde, uno de los refugiados, un hombre de aspecto desagradable, contó que un tribunal militar llevaba ya varios días reunido para juzgar a los colaboracionistas y delatores. Respecto a las prostitutas, no había ninguna duda: habían sido juzgadas y ejecutadas el mismo día.
Hugo lo oyó, se acurrucó en el largo abrigo y cerró los ojos. Ante sus ojos apareció Mariana, estaba en la entrada de la recámara con un vestido de flores y decía: «¿Por qué no me lees poemas de la Biblia?». Cuando se acercó a él, enseguida lo vio: un agujero abierto en su cuello, un agujero sin rastro de sangre. La carne de alrededor estaba chamuscada y gris.
Se despertó. La hoguera ardía con fuerza. La gente dormía envuelta en los abrigos. Las patatas y los trozos de carne que habían dejado sobre las brasas se habían carbonizado.