Capítulo 66

Hugo superó sus temores y avanzó. En la avenida de las Acacias estaba la taberna donde el tío Sigmund pasaba los días y las noches. A veces lo veía discutiendo con alguien o ensimismado. Hugo lo seguía con la esperanza de que lo mirara. Eso no ocurrió nunca. Al lado de la taberna había un café barato que Frida frecuentaba. También se la encontraba algunas veces. A diferencia del tío Sigmund, ella lo veía enseguida, lo abrazaba, lo besaba y le comunicaba que era prima hermana de su madre y que tenía intención de visitar a la familia aunque no la invitasen.

Los pies lo llevaban lentamente, como tanteando el terreno. Todo le resultaba familiar, apenas había cambiado nada. Habían arrancado algún árbol y lo habían sustituido por un pimpollo. Algunas tiendas estaban abiertas y otras cerradas. Junto a la taberna donde solía ir el tío Sigmund había una tienda de telas de un judío ortodoxo. La madre entraba a veces a comprar retales para sus necesitados. Era un reino sombrío, lleno de madrigueras y multitud de estantes con telas. Niños pequeños con kipá correteaban por los pasadizos. El dueño de la tienda, un judío muy amable, con peot y barba, atendía a los clientes con paciencia y aderezaba sus palabras con moralejas y chistes, todo en alemán mezclado con palabras en yiddish que la madre entendía perfectamente pero que a Hugo, educado como estaba en la pureza de la lengua alemana, le costaba comprender. Ahora veía ante sus ojos el interior de la tienda, parecía iluminada, aunque estaba cerrada.

Pero en la taberna del tío Sigmund había gente, como siempre. El dueño, al que Hugo reconoció al instante, se hallaba en medio del local soltando un discurso, dándose aires de importancia, y todos reían. «Es extraño —se dijo Hugo—, nada ha cambiado aquí, sólo falta el tío Sigmund».

Dejó la maleta y la mochila en el suelo. Liberado por un instante de la carga, pudo apreciar, a pesar de todo, algunos cambios: el lugar de los judíos, que vivían en las plantas de arriba de las tiendas, había sido ocupado por los ucranianos. En las ventanas y terrazas había mujeres y niños que charlaban y reían. En el aire flotaba un olor distinto, que Hugo intentó identificar sin conseguirlo.

Cuando iba por las calles con su madre, la gente se dirigía a ella, la saludaba y, a veces, le pedía consejo sobre algún asunto médico. En ese sentido, Hugo se parecía más a su padre. No se sentía vinculado a los asuntos del colegio y, como a su padre, le gustaban los ratos en que estaba consigo mismo.

Ahora caminaba por su ciudad natal como quien regresa después de muchos años. Nadie lo reconocía y nadie se alegraba de su vuelta. El frío lo rodeaba por todas partes y le hacía temblar. Cogió la maleta y la mochila y siguió su camino.

El colegio estaba en su sitio. Evidentemente no había clases, pero la entrada principal estaba abierta y junto a las amplias escaleras se encontraba, como siempre, Iván el Grande, el todopoderoso bedel.

—Hola, señor Iván —se dirigió a él como solían hacer siempre.

—¿Quién eres tú? —Iván clavó la vista en él.

—Me llamo Hugo Mansfeld, ¿no se acuerda de mí?

—Veo que los judíos están volviendo —dijo. Era difícil saber con qué ánimo había pronunciado esa frase.

—Vuelvo a casa para ver si han llegado mis padres. ¿Cuándo empiezan las clases?

—Soy un bedel, no el gobierno. El gobierno informará de la fecha de apertura del colegio.

—Me alegro de verle —dijo Hugo, y en efecto se alegraba de encontrar a alguien conocido.

—Por aquí corrían rumores de que los judíos habían sido asesinados —dijo el bedel sonriendo—. Falsos rumores, según parece. ¿Dónde has estado?

—Escondido.

—Me alegro.

Su mujer apareció en la puerta, e Iván se apresuró a informarla.

—Los judíos vuelven.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Mira, este es Hugo, ¿no te acuerdas de él? Ha crecido un montón.

Era extraño ver el colegio tan silencioso. Así estaba el edificio al volver de las vacaciones de verano, sólo que entonces Hugo regresaba con hambre de amigos y de ciudad. Ahora sospechaba de cada esquina.

Siguió adelante. Por esa zona podía caminar con los ojos cerrados. La imagen fornida de Iván junto a las escaleras le había dado la impresión de que la ciudad no había cambiado. «Si el señor Iván está junto a las escaleras, quiere decir que el colegio abrirá pronto».

La imagen de la farmacia demostró que había sido una impresión falsa. La hermosa y cuidada construcción se había convertido en una tienda de ultramarinos. El interior, los altos y brillantes armarios, el mostrador de mármol, los floreros, todo había sido arrasado. En la entrada había cajas de patatas, lombarda, ajos y cebollas. Un olor a pescado ahumado y repollo podrido impregnaba el aire.

La farmacia era uno de los lugares más queridos para Hugo. Allí sus padres se habían realizado plenamente. Allí había florecido su amor. Allí decían unos: «Hugo se parece a su madre», y otros se ponían la mano en el corazón y decían: «Hugo es la viva imagen de su padre». Sólo ahora, frente a sus ruinas, lo comprendía: nada volvería a ser como antes.

Ahora la marcha era más lenta, más pesada. Hugo se acordó: a veces su madre regresaba más temprano para preparar los paquetes para los necesitados. Al volver del colegio él la veía de lejos, con un vestido de flores; más que su madre parecía una jovencita.

De repente volvieron a él retazos mágicos de su infancia, reales como el día en que los vio por primera vez. Cada vez que la madre lo veía de lejos, lo llamaba por su nombre entusiasmada, como si fuese una aparición.

La madre sabía conmoverse también con cosas sencillas. El padre decía: «Hay que aprender a entusiasmarse como Yulia». La respuesta de la madre no se hacía esperar: «No os equivoquéis, el entusiasmo no es algo digno de elogio a ojos de Hans». «Te equivocas, querida», decía el padre.

Y así los pies lo llevaron a casa.

La casa estaba en su sitio. En la amplia y hermosa terraza, la emocionante apertura a la ciudad, había tendida ropa azul. Las ventanas de al lado estaban desnudas y se podía ver a las personas de dentro. La gran lámpara del salón aún colgaba del techo. Pasó un buen rato observando y la sensación que había anidado en él desde que entrara en el centro de la ciudad se mostró con toda claridad: el alma había volado de aquel lugar tan querido.

Cayó la tarde y disminuyó la visibilidad, y Hugo quiso volver al lugar del que había salido por la mañana. Para acortar, atravesó el barrio ucraniano. No había luz eléctrica, pero las casas se iluminaban con grandes lámparas de queroseno. La gente estaba sentada a la mesa, cenando. La calma de la noche se tendía sobre la calle y las casas. «Así ha sido siempre aquí, y así sigue siendo ahora», fue lo que se le pasó a Hugo por la cabeza.

Cuando iba a salir del barrio, uno de los ancianos le gritó:

—¿Quién eres?

—Me llamo Hugo Mansfeld —respondió.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a ver nuestra casa.

—Vete, que no te vea por aquí —dijo el anciano levantando el bastón.

Hugo aceleró el paso y poco después estaba en la explanada, entre los refugiados.