Capítulo 65

Aquella noche durmió profundamente. En el sueño se filtraron imágenes de su casa y escenas que acababan de ocurrir ante él. En toda esa mezcolanza destacaba Mariana, no sólo por su cuerpo escultural sino también por las cosas que decía. Hablaba de Dios y de la necesidad de estar cerca de Él. Los refugiados la miraban y no podían creer lo que estaban oyendo. Su aspecto externo contradecía sus palabras. La mayoría de los refugiados no la reconocía, pero los que sí lo hacían sonreían. «Si Mariana habla de Dios, es señal de que el Mesías está al llegar». Por supuesto, se trataba de un comentario sarcástico. Mariana sencillamente les hacía gracia.

Mariana se dirigía a ellos con gesto teatral y decía: «Vosotros conocéis a Hugo. Creéis que lo conocéis. Es un Hugo distinto. Lo que ha llegado a aprender desde que está a mi lado es inimaginable. He plantado en su alma todo lo que tenía. Supongo que determinadas personas pondrán objeciones a algunas cosas que le he enseñado, pero no hay de qué preocuparse, le he provisto de mucha fe. Ahora sabe que Dios habita en todas partes, aunque no os lo creáis. La negación de la existencia de Dios está tan extendida que la gente paga con su vida incluso por un poco de fe. Lo dicho, Hugo no ha cambiado sólo por fuera. Os va a sorprender».

Hugo se despertó. Los refugiados yacían envueltos en sus abrigos. No parecía que hubiesen oído las palabras de Mariana. Tal vez sí las habían oído y estaban esperando a que apareciese de nuevo.

Hugo se puso en pie y fue entonces cuando se percató de que aquella parte de la ciudad no había cambiado nada. Construcciones de dos plantas; en la de arriba vivían las familias y abajo estaban las tiendas y los talleres. Ahí no vivían judíos. La calma matutina previa a la apertura de las tiendas y los talleres cubría las casas, y se notaba que los ucranianos no habían sido expulsados de ellas y que también durante la guerra habían seguido con su vida rutinaria. En aquel barrio no había ornamentos lujosos ni edificios singulares. Ahí todo decía: «Una casa debe ser una casa, bien distribuida y abierta a un jardín. Los adornos y los embellecedores son caprichos de ricos». En su día Hugo había notado esa sencillez y la recordaba.

Más tarde llegaron nuevos refugiados. Recordaba vagamente las caras de algunos, pero casi todos le eran desconocidos. Se les notaba, quizá por su extrema delgadez, que parte de su ser había muerto y la parte que quedaba no podía explicar lo que les había ocurrido.

—Hemos cambiado —bromeó uno de los nuevos.

—Eso parece —respondió su compañero.

Además del tanque de sopa y los sándwiches, se instaló un nuevo puesto donde ofrecían bebidas y cigarrillos. El ejército alemán había dejado atrás almacenes enteros de provisiones, y los refugiados llevaban hasta allí sacos repletos. Una mujer, con el pelo alborotado y un abrigo militar con los botones arrancados, preparaba una olla de café y hablaba a los refugiados como si fuesen sus hermanos y hermanas, que acababan de despertar de un mal sueño. «Bebed, pequeños, bebed —les decía con ternura— os he preparado un café estupendo. También tengo gofres muy buenos. Luego cocinaré para vosotros. Hay productos de sobra. Cocinaré lo que os apetezca». Al parecer se había tomado unas cuantas copas y estaba muy animada. La gente se acercaba a ella, y ella les servía con generosidad y los bendecía. Se notaba que quería darles algo de sí misma y alegrarles. La gente se quedaba perpleja ante tanta entrega.

Hugo se sentó a observar a los nuevos refugiados. También ellos se parecían a sus padres, aunque algunos eran mayores. Resultaba difícil saber qué les había sucedido. La expresión de sus rostros sólo revelaba el color gris de su piel. Apenas hablaban.

Más tarde se dijo: «iré a ver la ciudad», como se decía a veces cuando había terminado de hacer los deberes y la luz aún vacilaba en las ventanas. Le gustaba esa hora del día. Al atardecer, la ciudad adquiría una nueva vida. Por las ventanas se oían acordes musicales, y la gente se sentaba en los cafés y disfrutaba de un rato distendido tras una dura jornada de trabajo. A veces Hugo se encontraba con Anna o con Otto, y entraban en un café y pedían un helado. Había helados en cualquier buen café, pero el Alaska tenía los mejores.

En uno de esos tranquilos encuentros, Anna le contó que pensaba ser escritora. Efectivamente tocaba cada vez mejor, pero no se veía capaz de aguantar tantos años de agotadores ensayos y conciertos. Anna destacaba en todas las materias, pero sus redacciones eran famosas en la escuela. No sólo se leían en su clase sino también en otras. Todos alababan su rico vocabulario, su capacidad de descripción, su humor sutil y, por supuesto, su profusión de ideas.

—¿Cómo pretendes llegar a ser escritora? —preguntó entonces Hugo con cautela.

—Leyendo a los clásicos.

—¿A Flaubert?

—Entre otros.

Por aquella época, Hugo leía a Julio Verne y a Karl May; Anna había alcanzado ya otras metas.

Por un instante le pareció que todo lo que le había sucedido desde que dejara su casa era una experiencia interior sobre la que no tenía control alguno, pero que su vida real latía en aquella ciudad. Conocía cada rincón, cada curva, por no hablar de las amplias calles por las que pasaban los tranvías.

Sin darse cuenta, cogió la maleta y la mochila y se puso en camino. Avanzaba despacio, como si temiera tropezar con una imagen que lo sorprendiera, pero asombrosamente, nada de lo que iba descubriendo lo hacía. Todo transcurría a un ritmo lento. Había ancianos sentados en las puertas de las casas y carros cargados de leña que pasaban perezosamente por las calles. Esa tranquilidad, que Hugo conocía desde pequeño y que ahora se extendía ante sus ojos, volvía a confirmar que lo que le había ocurrido desde que dejara su casa no era más que una experiencia profunda. Ahora estaba saliendo del túnel y sus pies pisaban tierra firme. Allí, en cualquier caso, nada había cambiado. El temor a que la ciudad hubiese sido destruida por las bombas o saqueada por los ejércitos era vano.

Avanzaba despacio, observando atentamente todo lo que se encontraba a su paso, y las imágenes volvían a confirmar que nada había cambiado, todo seguía igual. Esa certeza, que iba creciendo en él, tomó forma en aquel momento: el quiosco de helados de Krill. Estaba abierto, y Krill estaba dentro, impecablemente vestido, como siempre. No había en su actitud nada extraordinario. Al revés, se le veía relajado y seguro de que los clientes no tardarían en llegar.

Se sentó en un banco de la avenida de las Acacias, la más modesta de la ciudad. Desde allí había buenas vistas, hasta los álamos del río y las tiendas y los cafés. Ahí solía sentarse con Anna. Una vez fue con Franz, que intentó demostrarle, con frases largas y enrevesadas, que la ciencia avanzaba a pasos agigantados y que todo lo que ahora parecía sólido y bien fundamentado se vería dentro de diez años como ideas infantiles. Franz era un genio. La conversación con él resultaba siempre extenuante y vertiginosa.

Surgieron imágenes olvidadas, entre otras el colegio. No todo era divertido allí. Había alborotadores que al acabar las clases maltrataban a los pocos judíos que estudiaban allí, y había profesores que ponían en ridículo a los alumnos judíos que no llegaban al nivel de Anna o de Franz. Pero normalmente los días transcurrían sin disturbios, y lamentaba que la guerra lo hubiese separado de sus padres y del colegio, y tener que empezar de nuevo. Se puso en pie con la intención de ir al colegio, pero el impulso que le llevó a levantarse lo dejó clavado en el sitio, se quedó paralizado, temeroso de avanzar, no fueran a surgir cosas que no había ni imaginado.