Capítulo 64

La gente se fue dispersando. Los heridos, tras ser vendados, se sentaron apoyados en la pared. La mirada se había congelado en sus ojos. Algunos maldijeron, y una mujer se golpeó la cabeza con los puños. Y como siempre después de represiones así, ira y rechinar de dientes.

Un pequeño grupo de mujeres se sentó en el sueño y se lamentó: «¿Por qué las han matado? ¿Qué mal han hecho? ¿A quién han molestado? Eran jóvenes y guapas, y dieron un poco de luz a nuestro oscuro mundo». Más tarde el tono cambió y se dirigieron al cielo: «Dios, acoge a esas jóvenes almas con amor. Tú eres clemente y misericordioso, y sabes que eran bondadosas y puras de corazón. El destino ha sido cruel con ellas. Ahora están de camino hacia ti, no las juzgues con severidad, ten piedad de ellas».

Hugo permaneció petrificado y sintió que las palabras que salían por la boca de aquellas mujeres eran fuertes y bienintencionadas. Todo su cuerpo quería llorar, pero la fuente de las lágrimas se había helado.

—Ellas saben rezar —dijo uno de los refugiados mientras las observaba—, ellas se dirigen a Dios como es debido. ¿Por qué nosotros permanecemos mudos? ¿Por qué la oración ha sido arrancada de nuestra boca?

—¿Y aún lo preguntas? —respondió al instante el compañero que estaba a su lado.

—¿Es que no se puede preguntar?

—Preguntar por preguntar es absurdo.

Cayó la noche, todos estaban cansados y se sentaron absortos junto a la hoguera. Nadie preguntó qué debían hacer o a quién había que esperar para que les mostrase el camino. Algunos se intercambiaron billetes y objetos que parecían artículos de lujo, y luego cayó un gran silencio, como tras una gran guerra.

Esa misma noche se dirigió al guardia del portón y le preguntó por la suerte de las mujeres que habían sido trasladadas en el camión.

—¿Qué quieres saber? —La paciencia del guardia se agotó.

—Dónde están.

—Es mejor que no lo sepas.

—¿No se puede ir a verlas?

—Pareces idiota —dijo, y le dio la espalda.

Sólo ahora, con retraso, comprendía que Mariana había adivinado lo que iba a pasar, y con gran exactitud, aunque entonces, en la verde calma que los rodeaba, sus palabras habían sonado a una mezcla de fantasía y temor. Una vez le dijo de forma muy explícita: «Si me matan, no me olvides. Eres la única persona en el mundo en quien confío. He plantado en ti una parte de mi alma. No quiero abandonar este mundo sin dejarte algo mío. Oro y plata no tengo, toma mi amor y guárdalo en tu corazón, y de cuando en cuando dite a ti mismo: "Una vez existió Mariana, fue una mujer a quien hirieron gravemente, pero no perdió la fe en Dios"».

Fue por la tarde, y añadió unas palabras maravillosas que Hugo comprendió sólo en parte. En su mayoría eran murmullos retenidos en su interior. Ahora aquellas palabras volvían a él con reforzada claridad.

Hugo se dio cuenta de que el guardia del portón no sólo no le prestaba atención, sino que además sentía desprecio por él. Poco tiempo después manifestó su aversión con tres palabras: «Largo de aquí».

Hugo regresó a la explanada, con los refugiados. La hoguera ardía y la gente la rodeaba por todas partes. El tanque estaba lleno de sopa y la gente volvía a llenar sus cuencos. El hambre de años no se aplacaba, y había allí un hombre con aspecto de anciano que opinaba que era bueno tomar sopa de verduras. «El cuerpo debe acostumbrarse poco a poco a las nuevas condiciones, y no hay que maltratar el aparato digestivo con comidas pesadas. La sopa de verduras es la comida apropiada en este momento». Todos lo miraban con asombro, como si dijese cosas que no habían oído nunca.

Una mujer se acercó a Hugo.

—Eres Hugo, ¿verdad? —preguntó.

—Así es.

—Me llamo Tina, y soy la tía de Otto.

—¿Dónde está Otto? —Hugo se sobresaltó y se puso en pie.

—Sabe Dios, estoy esperándolos a todos. ¿Dónde has estado?

—Con Mariana.

—Pobrecilla, la sentencia ha sido terrible.

—A Mariana no se le aplicará —se le escapó.

—Me alegro.

Tras una pausa, añadió:

—Espero con impaciencia a mi familia. Las noticias son confusas y contradictorias. La gente de aquí cuenta que vieron a la madre de Otto, otros dicen que no era su madre sino una mujer que se le parecía. Yo he decidido esperar. No me moveré de aquí. No hay que perder la esperanza, la vida sin esperanza no tiene sentido. Mientras vivamos debemos tener esperanza. Así nos creó el Señor, nos guste o no. —Habló de un tirón, como si estuviese leyendo o declamando. Resultaba evidente que no era dueña de sus palabras, que fluían cada vez más rápido—: No me iré de aquí, ninguna fuerza me moverá de aquí, me quedaré hasta los últimos instantes de mi vida. —Se llevó la mano a la boca, pero tampoco ese gesto detuvo el flujo de sus palabras. Al final dijo—: Perdóname, ahora debo estar conmigo misma.

Se hizo a un lado y fue tragada por la oscuridad.

—¿No te has enterado? El tribunal las ha condenado a pena de muerte por fusilamiento.