Cuando se despertó, ya se había puesto el sol. El viejo soldado aún estaba de guardia. Su porte nada altivo animó a Hugo a preguntar:
—¿Ya ha terminado el interrogatorio?
—Parece ser que no. —El guardia fue parco en la respuesta.
—¿Cuánto tiempo calcula que durará? —habló como un adulto.
—Yo he dejado de hacerme ese tipo de preguntas —contestó sin volver la cabeza hacia él.
Hugo regresó a la explanada. Dos soldados jóvenes volvían a llenar el tanque de sopa. Los refugiados seguían sus movimientos con gran atención. También Hugo se quedó observando: las personas allí reunidas hablaban alemán, con todas las palabras que había oído en su casa, y sin embargo, no se parecían a sus padres. Su conducta ponía de manifiesto que habían estado en lugares secretos y que allí había arraigado en sus movimientos la cautela, ya que, antes de levantar los pies y dar un paso, miraban a su alrededor de soslayo, como animales acosados.
—¿Cuánto tiempo permaneceremos aquí? —oyó a uno de los refugiados preguntar a otro que estaba a su lado.
—Yo, en cualquier caso, no tengo intención de quedarme mucho tiempo —respondió este.
—¿Y adónde pretendes ir?
—A cualquier lugar que no sea este.
—Yo esperaré. Dicen que no han llegado todos —dijo el primero para justificarse.
—Quien no haya llegado ya, no llegará —dijo el otro, cortante como un cuchillo.
Hugo comprendió sólo a medias el significado de la conversación. La espera de Mariana y el deseo de irse de aquel lugar lo habían convertido en un extraño, y para elevar el muro que lo separaba de los refugiados, se dejó llevar por la imaginación: Mariana y él vivirían en lugares verdes, deshabitados, similares a donde habían estado antes de ser atrapados.
Mientras se entregaba a sus fantasías, una mujer se echó a llorar amargamente. Todos la rodearon, pero fue imposible sacarle una palabra clara de la boca. Balbuceaba palabras entrecortadas y frases a medias que nadie comprendía.
—Me he quedado sola. No tengo a nadie en el mundo —soltó finalmente.
—Todos nos hemos quedado solos, deja de sollozar.
Esa reprimenda sólo consiguió aumentar el llanto.
Al final la dejaron sola. Se pasó un buen rato llorando amargamente, habló de sus padres y de sus hermanas, y murmuró que la vida sin ellos no tenía sentido. El llanto cesó de repente y un asombro gris se congeló en su rostro. Por un instante, a Hugo se le pasó por la cabeza dejarle la maleta y la mochila al guardia y volver a casa. No estaba lejos, diez minutos corriendo y llegaría allí. Entraría, vería si todo estaba en su sitio y regresaría enseguida. Esa idea lo emocionó mucho, pero enseguida se dio cuenta de que todas las pertenencias de Mariana se encontraban en la maleta. Si se perdía o la robaban, Mariana no se lo perdonaría. Mientras estaba sumido en sus pensamientos, apareció un camión y se dirigió marcha atrás hacia el portón. La gente se congregó de inmediato en la calle, y a la cabeza iba un sacerdote con una mitra dorada y un crucifijo brillante sobre el pecho.
Era evidente que algo tremendo iba a ocurrir. La gente que rodeaba el camión alzó la vista hacia el portón, pero este no se abrió. El sacerdote comenzó a rezar y los congregados se unieron a él. La ensordecedora oración conmocionó el lugar. Otras personas se acercaron y se pusieron a rezar. Por un instante pareció que iban a permanecer así hasta que se abriera el portón y los presos fueran liberados.
Aún no había acabado la ensordecedora oración, cuando varios soldados salieron por el portón, cargaron contra la gente y dispararon al aire. Hubo un gran tumulto, y Hugo cogió la maleta y la mochila y los apartó a un lado. La calle y la explanada quedaron vacías, tan sólo el anciano sacerdote permaneció en la acera rezando con voz firme.
Y entonces, de pronto, se abrió el portón y las prisioneras, con vestidos marrones de saco, fueron obligadas a subir al camión. No era fácil subirse a aquel camión tan alto, pero se ayudaron las unas a las otras. Algunas tropezaron y se cayeron, pero al final subieron todas.
Hugo reconoció enseguida a Mariana y la llamó a voz en gritó:
—¡Mariana!
La gente volvió a agruparse, todos gritaban desesperadamente los nombres de las mujeres que estaban tras las rejas del camión. El sacerdote levantó el crucifijo que llevaba sobre el pecho y alzó la voz:
—Jesucristo, sálvalas, no tienen redentor ni salvador excepto tú.
Al oír su plegaria, todos volvieron a rezar. Los jóvenes soldados se quedaron desconcertados por un instante, pero la orden no tardó en llegar, «¡fuego!», y ellos abrieron fuego. Entonces las oraciones se mezclaron con gemidos de dolor. Las mujeres, aferradas a las rejas del camión, desconcertadas ante los gemidos y los disparos, alzaron de pronto las manos y gritaron:
—Jesucristo, te queremos, nuestro corazón te amará eternamente.
El conductor arrancó el camión y salió sin detenerse.
—Las forzaron, ellas no son culpables —gritó la gente.
Algunos heridos estaban tendidos en el suelo y la gente se rasgó las camisas y vendó sus heridas. Debido a ellos se olvidaron de las prisioneras por un momento. Más tarde, Hugo oyó a uno de ellos decirle a su compañero:
—Mi pobre hermana, mi buena hermana, todo lo que tenía se lo daba a su familia y ahora va camino de la muerte.
—¿Cómo lo sabes?
—¿No te has enterado? El tribunal las ha condenado a pena de muerte por fusilamiento.