Capítulo 62

Pasó toda la noche alerta esperando el regreso de Mariana. Poco a poco fue perdiendo la confianza y, al amanecer, se quedó dormido. En sueños vio a su padre, era alto y fornido, y llevaba un abrigo largo, como los refugiados que estaban junto al tanque tomando sopa.

—Papá —gritó mientras se acercaba a él.

El hombre volvió la cabeza, su cara era desconocida.

—¿A quién buscas? —dijo.

—Perdón. —Hugo retrocedió.

—En adelante ten cuidado —dijo el hombre, echándose a un lado.

Se despertó. Los refugiados no eran desconocidos para él. La expresión de sus rostros y sus gestos hablaban de un cambio interior difícil de interpretar. Debido a ese cambio sentía cierta reticencia hacia ellos. A pesar de eso, se acercó al tanque, se sirvió té, cogió un sándwich y se sentó en el suelo.

«Mariana siempre se retrasa, a veces se olvida de que la están esperando», se dijo. Recordó claramente la recámara y la densa oscuridad que reinaba allí casi todo el día, pero había como una luz en el rostro de Mariana cuando aparecía en el umbral y se disculpaba: «He olvidado a mi tesoro, enseguida te traeré algo de comer. Me perdonas, ¿verdad?», y en efecto él perdonaba y olvidaba.

Ahora se imaginaba su regreso de forma parecida.

Entretanto se reunieron alrededor del tanque varios refugiados. Parecían ensimismados y no hablaban. El té caliente penetró en sus entrañas, y se sirvió otro cazo. Había encontrado un rincón desde el que podía ver el portón.

Este no se abría y Hugo volvió a ver el camino recorrido con Mariana desde que dejaran la casa. Ahora le parecía largo, pintoresco, como si hubiera durado meses y no semanas. Mariana no era optimista, pero estaba dispuesta a hacerse la ilusión de que en las montañas no los encontrarían.

Su rostro fue cambiando por momentos: terrenal, enamorada de sí misma y, al mismo tiempo, llena de lacerante añoranza de Dios. A lo largo de su vida se acordaría de ella más de una vez y se diría: «Ella está conmigo vaya a donde vaya. Han pasado muchos años desde entonces y aún está conmigo tal y como la veía en el umbral de la recámara».

En las largas y oscuras noches en la recámara, soñaba que escapaba de la celda donde lo habían metido y corría a su casa. El sueño se repetía con frecuencia y de formas diversas. Ahora estaba a tan sólo unas calles de su casa, no muy lejos de la farmacia, a diez minutos andando de la casa de Anna y casi a la misma distancia de la de Otto, y no se movía del sitio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con ternura una refugiada.

—Me llamo Hugo —le reveló.

—Estaba en lo cierto, eres el hijo de Hans y de Yulia.

—Así es.

—Conozco a tus padres desde que era pequeña. ¿Qué haces aquí?

—Estoy esperando a la mujer que me ha salvado.

—Ve con cuidado, aquí hay gente terrible.

—Iré con cuidado —dijo, sin ganas de continuar la conversación.

—Conocía muy bien a tus padres, incluso trabajé un tiempo en su farmacia. Tú tenían tres o cuatro años y no podrás recordarme. Me llamo Mina. Estudié con tus padres en la universidad. Yo no terminé la carrera.

Hablaba con enérgica concisión, comprimiendo mucha información en pocas frases. Hugo tenía la cabeza en otra parte. Temía apartar la vista de la puerta.

—Pronto vendrán los responsables y nos indicarán los alojamientos provisionales. No te alejes —dijo ella al ver que él no preguntaba nada.

Era extraño, aquella delicada mujer, que le hablaba en su lengua materna y con una voz agradable, también le produjo cierta inquietud.

Entretanto, hubo un cambio de guardia en el portón. Ahora había un viejo soldado con un abrigo largo. A Hugo le pareció que le prestaría atención y le contaría algo del interrogatorio que se estaba produciendo.

—Mi madre está dentro, ¿cuánto tiempo más tendrá que quedarse aquí? —superó sus dudas y preguntó.

—Depende del interrogatorio. Ahora están juzgando a las prostitutas que se acostaban con los alemanes.

—¿Les impondrán una pena muy dura?

—Según la magnitud del delito, así es la pena —dijo el guardia, contento de sus palabras.

Hugo estaba cansado del ajetreo de la noche. Era como si las personas y las imágenes que lo rodeaban estuviesen unidas a sus pesadillas. Y por un instante quiso aclarar qué era real y qué una pesadilla, pero el cansancio lo venció y se quedó dormido.