Hugo permaneció en el sitio sin moverse. Esa era su ciudad, conocía sus calles y sus callejuelas. También por aquella esquina nada fastuosa había pasado más de una vez. Buscó con la mirada a alguien conocido, pero sólo vio soldados rusos con largos abrigos de invierno. Algunos campesinos cargaban sobre los hombros vigas para la estufa, y los perros famélicos deambulaban por las calles.
Pasó una hora y Mariana no regresaba. La idea de que estaba siendo interrogada sobre sus relaciones con los alemanes, y acusada de traición, no se le ocurrió hasta ese momento. Como a través de un velo, recordó sus gritos y su llanto cuando la maltrataban por las noches, y las amenazas de la madama por la mañana. Entonces no había podido desenredar aquella maraña. Ahora, al encontrarse solo junto al guardia, esperando el regreso de Mariana, era como si el enigma se hubiese desprendido de sus capas.
Tras dos horas de pie, se cansó y se sentó en el suelo, abrió la maleta y sorprendentemente encontró algo de queso y pan. Comió y calmó su apetito. Estaba mirando a su alrededor cuando vio a la cocinera Victoria conducida por dos guardias. Su aparición lo sorprendió y quiso acercarse a ella, como quien se acerca a un conocido en un lugar extraño, pero enseguida recordó que no le quería y que opinaba que ponía en peligro a los inquilinos de la casa.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó ella a uno de los guardias con su voz tan familiar.
—En la comandancia te lo explicarán todo —respondió uno de ellos con impaciencia.
—Ya no soy joven —dijo sonriendo.
La calle estaba llena de gente de la ciudad. Los refugiados destacaban por sus abrigos largos y ajados.
—¿Quién eres tú? —Uno de los refugiados se le acercó.
—Me llamo Hugo. —No se lo ocultó.
—¿Eres el hijo de Hans y Yulia?
—Así es.
—Acércate a la explanada, están repartiendo sopa —dijo, y se marchó.
Ese giro inesperado y la mención del nombre de sus padres lo arrancaron del terror que lo tenía atenazado. Ante sus ojos aparecieron su padre y su madre, no con el aspecto de los refugiados que deambulaban acelerados por las calles sino caminando despacio, como todos los miércoles, para encontrarse con unos amigos en el café.
Una tras otra fueron apareciendo las inquilinas de la casa de citas. Iban acompañadas por guardias y abucheos, incluso Silvia, la vieja limpiadora, incluso ella. Había un asombro reseco en su pequeño y arrugado rostro, que parecía decir: «Es un error, yo soy vieja, sólo era una limpiadora». Los guardias no decían nada. Permanecían en alerta junto con las jóvenes al lado del portón cerrado. Aquella aglomeración junto a la puerta facilitaba a la multitud congregada manifestar su alegría por la desgracia ajena, no sólo con gritos burlones sino también con gestos obscenos. Los guardias no intentaron acallar el alboroto.
«Menos mal que Mariana ha entrado ya y se ha librado de este escarnio», se dijo Hugo.
Las conocía a casi todas, aunque no por sus nombres. Como siempre, destacaba Kitty. Su rostro estaba lleno de estupor. Se la veía más niña que en la casa, y sus ojos atónitos preguntaban una y otra vez: «¿A qué viene todo este alboroto?».
Las jóvenes no mostraron ninguna oposición ni resistencia, sólo las sorprendió que la puerta no estuviese abierta. Así, se habrían librado de los insultos y abucheos que les llovían por todas partes. Hugo se aproximó y las vio de cerca: unas hermosas mujeres, y algunas parecidas a Mariana. Juntas parecían una comunidad desdichada, sin padres y sin hijos.
Le hubiera gustado mucho acercarse a ellas y decirles algo, pero los fornidos guardias no dejaban acercarse a nadie. Así pasó un buen rato, y por un instante pareció que permanecerían así hasta que las pusiesen en libertad. Una de ellas, alta y muy parecida a Nasha, la que se ahogó, se dirigió a los guardias.
—¿Cuánto tiempo estaremos aquí esperando? —preguntó.
—Eso no depende de nosotros.
—¿Entonces de quién?
—Del comandante del cuartel, él es el todopoderoso.
De pronto apareció Masha, acompañada de dos guardias, y todas las miradas se alzaron hacia ella. Como si no fuese una compañera de fatigas sino una salvadora. Las que estaban cerca de ella la abrazaron, y las más alejadas alargaron los brazos y la tocaron.
—No hay nada de qué preocuparse —dijo—, no ocultaremos nada y hablaremos abiertamente: fuimos obligadas. Si no accedemos, nuestro destino será el mismo que el de los judíos.
—Es cierto —corroboraron las prisioneras.
—También Victoria y Silvia testificarán que fuimos obligadas y, si la madama se pone en nuestra contra, diremos claramente que fue ella quien colaboró.
Así preparó la defensa colectiva. Sus resueltas palabras debieron de impresionar a los congregados, ya que dejaron de insultar, y las jóvenes sintieron algo de alivio. Cayó la tarde, el portón se abrió y las chicas entraron. Los que se alegraban por la desgracia ajena se dispersaron. Un silencio repentino cayó sobre el lugar.
En la explanada, los refugiados se aglomeraban junto a un tanque de sopa del ejército. Se la tomaban de pie, cada uno a lo suyo. Sus movimientos tenían la destreza de los animales hambrientos que, una vez satisfechas sus demandas, volvían a desinteresarse por el prójimo.
Hugo tenía sed, pero temía dejar aquel lugar por si volvía Mariana y no lo encontraba. Pensar que pronto sería liberada y se pondrían en camino le dio nuevas esperanzas. Hugo recordó con absoluta claridad los campos verdes, las hogueras ardiendo y los peces asados sobre las brasas, y a Mariana como un relieve de aquella prodigiosa xilografía. En vano intentó acordarse de una de sus maravillosas frases. Ni una palabra, como para fastidiar, le venía a la cabeza.
—Mariana —gritó, como pidiendo que se le apareciese.
La calle se fue quedando en silencio, también los refugiados que rodeaban el tanque de la sopa se dispersaron. Quedaron sólo algunos hombres que hablaban junto a las paredes, con cigarros encendidos en la boca. Hugo tenía sed y decidió acercarse al tanque. Sacó el cuenco de la maleta, se sirvió un poco de sopa y se sentó a tomársela. Un refugiado se acercó a él.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Me llamo Hugo —respondió.
—¿Y cuál es tu apellido?
—Hugo Mansfeld.
—¿El hijo del farmacéutico?
—Así es.
—Por la mañana reparten té y sándwiches —dijo, y se marchó.
Sólo entonces se dio cuenta de que había liberados y convictos detrás de los muros. Los liberados corrían de un lado a otro buscando algo. Hugo se armó de valor y se acercó a uno de ellos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
—Nada, ¿por qué lo preguntas?
—Me había parecido que todos están buscando algo.
—Te equivocas. Se reúnen aquí porque aquí hay sopa. No hay nada como una sopa caliente para un cuerpo sediento —dijo sonriendo.
Hugo volvió a su sitio junto a la puerta. La breve conversación con el refugiado, que no le había desvelado nada, le dejó intranquilo, y por un instante le pareció que ese hombre guardaba algún terrible secreto y que todos sus gestos y palabras no pretendían más que desviar la atención de la gente. Ahora estaba apoyado en la pared de la casa fumando precipitadamente. Desde la esquina de Hugo se veía alto y ancho de espaldas.
—¿A quién esperas? —le preguntó más tarde el guardia.
—A mi madre.
—¿Dónde está?
—Dentro. ¿Estará allí mucho tiempo más?
—¿Quién sabe? —dijo el guardia, y le dio la espalda.