Pasada la medianoche, casi a punto de congelarse, encontraron una taberna vacía cuyo propietario aceptó hospedarlos. Mariana estaba borracha y no paraba de expresar su gratitud al dueño, que no se dejó impresionar por los agradecimientos y exigió un pago. Mariana le dio un billete y él reclamó más. Ella accedió y pidió una manta. Los pies de Hugo estaban fríos como el hielo, y Mariana los frotó con fuerza. Al final se acurrucaron el uno en el otro y se quedaron dormidos.
Se despertaron temprano y al instante se pusieron en camino. «Es preferible un día de aguacero a una recámara mohosa», opinó Mariana. Afortunadamente encontraron un árbol de copa ancha y enseguida se dispusieron a encender una hoguera.
La nieve derretida dejó al descubierto la tierra negra que había permanecido oculta durante todo el invierno. De las chimeneas de las casas salía un humo fino, era una hora tranquila e inocente. Mariana estaba especialmente guapa aquella mañana. Sus grandes ojos estaban abiertos y su largo cuello la favorecía.
Cuando acabó de tomarse el té y de dar unos tragos de la botella, el corazón de Mariana se abrió.
—Mi vida ha sido un desastre desde el principio —dijo—. No quiero culpar a mi padre ni a mi madre. Antes los culpaba y les achacaba todos mis males. Ahora sé que la causa era mi efervescencia juvenil. Yo era joven y guapa y todos iban detrás de mí. Entonces aún no sabía que eran unos depredadores, que sólo querían mi carne. Ellos me enseñaron a beber y a fumar. Tenía trece años, catorce, estaba cegada por el dinero que me daban. Creía que sería así de por vida. No sabía que me estaban envenenando. A los catorce años ya no podía pasar sin coñac. Mis padres me repudiaron, y ni siquiera me permitían entrar en casa. «Estás perdida», me dijeron, y a mí no me cabía la menor duda de que eran unos malvados y de que se arrepentirían. Después, de burdel en burdel, de madama en madama. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento para que sepas que la vida de Mariana ha sido un desastre desde el principio. Ahora ya no se puede arreglar.
—¿Por qué?
—Porque gran parte de mi cuerpo está devorado. Los lobos han acabado con él. No espero compasión o quién sabe qué. Los rusos dicen que quien se ha acostado con los alemanes lo pagará caro. Supongo que tampoco Dios se pondrá de mi lado. Le he ignorado toda la vida.
—Pero Dios está lleno de gracia y perdona —intervino Hugo.
—A quienes lo merecen, a quienes van por su camino y hacen todo lo que Él les pide.
—Tú le quieres mucho.
—Es un amor tardío. Durante muchos años me rebelé contra Él.
Hasta qué punto tenía razón se hizo evidente ese mismo día. La gente los maltrataba allí donde se dirigieran, les tiraba piedras, los insultaba y les azuzaban los perros. Mariana se defendía con un palo y soltaba terribles insultos. La llamaban «sierva de los alemanes» y ella los llamaba «hipócritas» y «bastardos». La hirieron en el cuello, y eso aumentó su ira y soltó su lengua.
No cabía duda de que debían irse de aquel lugar, y enseguida. Hugo le vendó el cuello con un pañuelo y se pusieron en camino.
—Qué pena no tener yodo; tenía un montón en la habitación, pero ¿quién se iba a imaginar que me herirían? —masculló.
Aquella misma noche recorrieron un buen trecho. Mariana se enfadó con ella misma por no tener ni idea de dónde estaban.
—Nací en este entorno, pasé aquí toda mi infancia. ¿Qué me ha ocurrido?
—Nos dirigimos hacia las montañas —quiso calmarla Hugo.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo presiento —habló como ella.
—Estamos dando palos de ciego. En cada rincón hay un escollo o una trampa. Quién sabe adónde nos está arrastrando el diablo. Es un truhán muy astuto.