El día, que había comenzado con un cielo claro y despejado, se nubló de repente y les cayó encima un chaparrón. Mientras buscaban un árbol bajo el que cobijarse, descubrieron un almacén vacío y techado.
—Dios cuida de los crédulos —exclamó Mariana de muy buen humor—. Dios sabía que no teníamos casa y nos ha proporcionado un techo.
Mariana no era de mucho rezar, pero con frecuencia proclamaba que había un Dios en el cielo y que por tanto no había nada que temer, y que si te alcanzaban las desgracias, debías hacer examen de conciencia y aceptarlas con amor.
Mariana no era constante en su fe y más de una vez, cuando estaba deprimida, la embargaba la desesperación. Un día la encontró dándose cabezazos contra la pared y gritando amargamente: «¿Para qué he nacido? ¿Para qué me necesitaban en este mundo, sólo para servir de colchón a los soldados? Si esa es la finalidad, prefiero morir».
Ahora estaba animada, cantaba, bromeaba y hablaba de los judíos como seres buenos y delicados a los que tanto romperse la cabeza había destrozado la vida. Ni siquiera Sigmund, que se daba a la bebida como un ucraniano, ni siquiera él sabía sacudirse las ideas enrevesadas y decirse «ahora no voy a pensar, ahora voy a entregarme a los caprichos de mi corazón».
—Más de una vez le imploré: «Sigmund, di en voz alta que hay un Dios en el cielo, no sabes el bien que te hará eso». Al oír mi ruego se echaba a reír a carcajadas, como si hubiese dicho una estupidez. Jamás quiso reconocer la existencia de Dios. Repetía una y otra vez: «¿Cómo lo sabes? Si me das tan sólo una pequeña prueba, empezaré a creer». «¿Y el alma?», repetía yo una y otra vez, «¿el alma no te demuestra que existe Dios?». ¿Y cuál fue su respuesta? «También la existencia del alma exige una prueba». Lo que te decía, los judíos no saben vivir sin pruebas.
»Pero tú, cariño, ya sabes que no hay necesidad de pruebas. Sólo hay que orientar el alma de forma correcta. La fe es algo sencillo y certero. Si crees en Dios, ves mucha belleza. Y otra cosa, no utilices el término "contradicción". Sigmund me decía algunas veces: "Hay una contradicción en tus palabras". Me gustaban todas las palabras que salían de su boca, pero esa no. Intenté sacarle esa extraña palabra de la cabeza, pero él seguía en sus trece. Tenía la esperanza de que, al menos estando borracho, reconociera la existencia de Dios. Todos mis esfuerzos fueron en vano.
Aquellos destellos de la memoria no les turbaron. Gozaron como si estuviesen en una amplia cama de matrimonio y no en un almacén abandonado. Hugo volvió a prometerle que siempre estaría con ella, en lo bueno y en lo malo, y en cualquier parte.
—Pronto vendrá tu madre y te apartará de mí.
—La guerra aún no ha terminado.
—La guerra terminará pronto, y harán a Mariana lo que les han hecho a los judíos.
—Exageras —se permitió corregirla.
—La imaginación certera no exagera. La imaginación certera te muestra lo que va a ocurrir. Hay que estar alerta y escucharla. No temas, querido, a Mariana no le da miedo la muerte. No es tan terrible como la pintan. Se pasa de este mundo a un mundo mejor. Es cierto, hay un tribunal superior, pero que sepas que, además de las obras, tienen en cuenta también las intenciones, ¿comprendes?
La lluvia, que tan sólo un momento antes parecía obstinada y furiosa, cesó de pronto. El sol volvió a brillar y los vastos campos se alisaron. Los árboles solitarios en medio del espacio parecían postes olvidados, de otro tiempo.
Luego se quedó dormido. Las últimas palabras pronunciadas por Mariana penetraron en él con dificultad. Durmió y soñó muchas cosas, pero de todo lo que vio en sueños sólo recordó la cara de su madre. Estaba en la farmacia, completamente inmersa en el intento de descifrar una receta que le habían entregado. Era al mediodía, un poco antes de cerrar. Normalmente a esa hora el establecimiento se llenaba. El padre estaba en la habitación contigua, preparando un medicamento para un cliente. Aquel cuadro tan familiar, del que Hugo conocía todos y cada uno de sus trazos, lo alegró. Esperaba que la madre advirtiera su presencia y se sorprendiera. Al parecer ella se percató, pero no se volvió hacia él. Hugo permaneció mucho tiempo asombrado ante tal demora. Al final decidió: «Si no me hacen caso, me voy».
El sol se puso y de nuevo surgió la molesta pregunta: «¿Dónde pasaremos la noche?». Mariana llamó a varias puertas, pero nadie estaba dispuesto a hospedarlos. En la taberna la reconocieron rápidamente y enseguida empezaron a burlarse y a insultarla. Mariana no se quedó callada, los llamó pervertidos y falsos que se imponen sobre los débiles.
—Llegará el día, y no está lejos, en que Dios os castigará. La perversión y la falsedad no las perdona Dios, Él os impondrá un doble castigo.
Y de nuevo se encontraron en medio de la oscuridad. Mariana, hasta arriba de coñac, gritó:
—Me gusta la noche. La noche es mejor que las personas y sus casas.
Hugo se ocupó de recoger ramas, encendió una hoguera, puso encima el cuenco y ocultó algunas patatas dentro del fuego.
Comieron lo que quedaba del queso y la longaniza, y Mariana se dejó llevar por sus fantasías:
—Me imagino el día en que vivamos en la opulencia, cuando la pobreza no nos golpee. Veo ante mis ojos una casa pequeña, un huerto, una plantación de frutales. Ordeñaremos la vaca, pero no la sacrificaremos. Pasaremos casi todo el día en la naturaleza y por la tarde volveremos a casa y encenderemos la estufa. Me gustan las estufas encendidas donde se ven las llamas. Eso es todo, nada más. Un momento, olvidaba lo fundamental: una bañera. En nuestra casa debe haber una bañera, sin una bañera la vida no es vida. Debemos permanecer dos o tres horas al día dentro. Una vida así me imagino. ¿Qué opinas?
Así pasaron la primera parte de la noche.