Ya había salido el sol, un sol intenso. La nieve, que el día anterior resplandecía con su angustiante belleza, había perdido su crujiente esponjosidad y se había convertido en hielo turbio.
—Nieve, ¿qué te ha pasado? —exclamó Mariana al levantar la cabeza. La imagen de su cabeza levantada le recordó a Hugo a un animal abandonado—. Ahora todos los caminos están abiertos y los rusos avanzarán a placer. Hasta ahora nos han protegido las nieves y las tormentas, pero si todas las fortificaciones han caído, los tanques se lanzarán directamente sobre nosotros. Tú protegerás a Mariana, tú les dirás que Mariana te ha cuidado y te ha querido. ¿O es que estoy mintiendo?
—Dices la verdad.
—Dilo un poco más alto.
Al oír esa petición, Hugo alzó la voz y gritó:
—Mariana dice la verdad. Que sepan todos que no hay nadie como Mariana, es guapa, buena y leal.
Mariana cambió de humor y habló sobre la nueva vida que les esperaba en las montañas.
—La gente allí es tranquila, trabaja en los campos y en los huertos. También nosotros trabajaremos en los bancales y, al mediodía, nos sentaremos bajo un árbol de copa ancha y comeremos gachas, queso, yogur y, de postre, café aromático. Hará calor y se estará muy bien, y nosotros dormiremos un poco. Tras la siesta volveremos a los bancales. Trabajar la tierra es bueno para el cuerpo y para el alma, trabajaremos hasta la puesta del sol y por la noche nos quedaremos en la cabaña, y nadie nos difamará.
Mientras tanto volvieron a recoger leña y encendieron una hoguera. Mariana preparó té y se dispuso a dejarse llevar por la imaginación, pero desgraciadamente, como salido de debajo de la tierra, apareció un campesino.
—¿Qué haces aquí? —dijo, clavando la vista en ella.
—Nada —respondió, asustada.
—Vete de aquí.
—¿Qué mal he hecho?
—¿Y aún lo preguntas?
Entonces pareció que iba a acercarse a ella y a pegarla. Mariana se puso en pie y gritó:
—No le tengo miedo a la muerte. Dios sabe la verdad, y me juzgará con justicia. Dios odia a los falsos y a los hipócritas.
—Te lo advierto, vete de aquí.
—El Dios del cielo sabe exactamente quién es justo y quién un criminal.
—¿Y aún hablas de Dios? —dijo, y la escupió.
—Pagarás por este escupitajo. Dios recuerda cada injusticia. Recibirás tu merecido en este mundo y en el otro. Él lo anota todo.
—Puta —dijo, echando chispas, y se fue.
Mariana se sentó, hirviendo de ira. Hugo sabía que ahora debía dejarla tranquila. Cuando Mariana se enfadaba guardaba silencio y se mordía los labios e, inmediatamente después, maldecía, bebía de la botella y volvía a murmurar. A Hugo le gustaba escuchar sus murmullos, fluían como el agua.
De pronto pareció despertar.
—Mariana se preocupa demasiado de sí misma —dijo—, y olvida que tiene un encanto de muchacho. Debemos aprender a ver lo bueno. Mi abuela decía: «El mundo está lleno de cosas buenas, lástima que los ojos no lo vean». ¿Te acuerdas de tu abuela? —volvió a sorprenderlo.
—Mi abuelo y mi abuela viven en los Cárpatos, tienen una pequeña hacienda y vamos a verlos en las vacaciones de verano. La vida en los Cárpatos es tan distinta a la vida en la ciudad… Allí las agujas del reloj avanzan de otra forma. Sales de excursión por la mañana y regresas por la tarde. Así día tras día.
—¿Tus abuelos son creyentes?
—Mi abuelo reza cada mañana. Se cubre con el taled y no se le ve la cara. Cuando mi abuela reza se tapa la cara con las manos.
—Me alegro de que les conocieras.
—Allí todo es muy bonito, muy tranquilo y está envuelto en misterio.
—Hay cosas que vemos y no comprendemos, y con el tiempo se aclaran. Me alegro de que hayas visto rezar a tus abuelos. Quien reza está cerca de Dios. En mi más tierna infancia sabía rezar. Desde entonces ha corrido mucha agua.
Obedecieron a sus pies y siguieron adelante. En los suburbios cercanos a la carretera principal se oía el avance de los tanques y los vítores de los ciudadanos. Se alejaron caminando con dificultad sobre la nieve derretida. La humedad penetró en los zapatos de Hugo y lamentó haberse dejado el otro par.
Volvió a ver ante sus ojos la recámara, la habitación de Mariana y la sala donde se reunían las mujeres. Todos los días pasados allí le parecían ahora pertenecientes a un mundo oculto que, algún día, se le revelaría con todo detalle, pero que ahora estaba cerrado bajo siete llaves.
—¿En qué piensas?
—En la recámara y en tu habitación. —No se lo ocultó.
—Es mejor olvidarlas. Para mí era una prisión. Las personas y las paredes que habrá allí sólo ennegrecieron mi vida. Gracias a Dios, que me liberó de aquella cárcel y me dio a alguien como tú.
Mientras caminaban por la nieve, Mariana cambió una vez más de estado de ánimo:
—Te olvidarás de mí. Crecerás y tendrás otros intereses, las mujeres te perseguirán. Me recordarás como una mujer extraña en el curso de tu vida. Tendrás éxito, no me cabe duda. Tendrás tanto éxito que no te quedará ni un momento para preguntarte quién era esa tal Mariana que estuvo contigo en aquella casa y en los campos abiertos.
—Mariana —se atrevió a interrumpirla—, siempre estaré contigo.
—Es lo que se suele decir.
—Yo te quiero —dijo con un hilo de voz.
—Supongo.
—Iré a donde tú vayas, aparta cualquier duda de tu corazón.
—No es culpa tuya, querido —dijo Mariana riéndose—, es la naturaleza maligna del hombre. El hombre es sólo carne y hueso y está esclavizado por el día a día y las necesidades cotidianas. Cuando no tiene casa ni comida ni a nadie, hace lo que yo he hecho. Pude ser lavandera o criada de los ricos, pero por alguna razón fui a parar a eso que llaman «casas de citas». En una casa así tú no eres tú, eres un trozo de carne que bambolean, dan la vuelta, pellizcan o simplemente muerden. Al final de la noche estás golpeada, herida, y te entierras en el pozo del sueño. ¿Ahora comprendes lo que quiero decirte?
—Lo intento.
—A Mariana no le gusta la palabra «intentar». O se entiende o no se entiende. «Intentar» es una palabra de niños mimados, de quien no sabe decidir. Escucha lo que te dice Mariana: no digas «lo intento», hazlo.