El sol se puso en el horizonte, rojo como hierro candente. Mariana no dejaba de admirar aquella fascinante imagen.
—Si existe tal belleza es señal de que hay un Dios en el cielo. Sólo Dios puede crear unos colores así. Mi abuela decía: «Dios creó lo bueno y lo bello, y el hombre sólo estropea lo que Dios creó».
Avanzaron hacia las casas dispersas. Mariana continuó reflexionando en voz alta:
—Me sorprende que la mayoría de los judíos, un pueblo indiscutiblemente sabio, no crea en Dios. En varias ocasiones le pregunté a tu madre: «¿Cómo es que no crees en Dios cuando sus obras se ven cada día, a cada hora?».
—¿Y qué respondió? —se atrevió a preguntar.
—Hay que decir en su favor que no se las dio de lista, y no me habló de cosas que no estaban al alcance de mi inteligencia; sencillamente dijo: «Perdí la fe en la época del instituto, y desde entonces no la he recuperado». Siento que tu madre y tu tío Sigmund perdieran la fe en Dios. Me gustaba la risa de Sigmund, una risa de corazón. Pensé que, si nos casábamos, podría apartarme de la bebida y yo, apartarlo también a él. Cada vez que hablábamos de boda, hacía un gesto de rechazo con la mano derecha como diciendo: «Ya me he enfrentado a eso, y no merece la pena».
»Al principio creía que no quería casarse conmigo porque yo era una mujer sencilla. Con el tiempo comprendí que estaba perdido. Yo estaba dispuesta a casarme con él tal y como era, a prepararle la comida y lavarle la ropa, pero entonces llegaron los días difíciles, las persecuciones y el gueto, y me dijo algo que no olvidaré jamás: "A mí ya no puedes salvarme, sálvate a ti misma; a los judíos nos han condenado a muerte, y tú aún eres joven". Cada vez que recuerdo aquella frase, el dolor me ahoga. Qué hombre tan maravilloso, que gran corazón.
Después guardó silencio y caminó con la cabeza gacha y ensimismada. Hugo no la molestó. Cuando Mariana se quedaba callada, iba recogiendo pensamientos para mostrárselos más tarde. Mientras pensaba, estaba conectada con otros mundos. A veces le revelaba una pizca de información. Una vez le dijo: «No lo olvides, existe un mundo superior y otro inferior. Nosotros vagamos por el mundo inferior. Si somos buenos, Dios nos redimirá y nos llevará con él arriba. Yo no tengo paciencia para todos los engaños que tenemos que afrontar aquí. Me gustaría que me redimiera ya. Él sabe todo lo que he sufrido, estoy segura de que lo tendrá en cuenta cuando venga a juzgarme. No tengo miedo. Todo lo que haga conmigo lo aceptaré con amor. Me siento muy cerca de él y de su santo hijo».
De repente un hombre salió de una de las casas y se dirigió hacia ellos.
—Echémonos a un lado —dijo Mariana presa del pánico.
Hugo ya se había percatado de que las personas que aparecían de repente la aterraban. Había gente a la que reconocía de lejos y de la que se alejaba. Era extraño que conociese a tanta gente. Una vez dijo: «A ese bastardo lo conozco, también a su hermano y a su primo. Ojalá no los conociera. Cada vez que me acuerdo de ellos, mi cuerpo llora. Dios mío, ¿qué le he hecho a mi pobre cuerpo? Soy una criminal».
Dos días antes de ponerse en camino, oyó cómo les decía a sus compañeras de la casa: «No tiene sentido huir, nos reconocerán fácilmente. Si el padre no te reconoce, lo hará el hijo», y todas se rieron, y entonces oyó decir a una de las mujeres: «A las putas y a los judíos los perseguirán siempre, no hay nada que hacer».
Cayó la noche y Mariana decidió llamar a la puerta de una humilde cabaña. Abrió una anciana.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Me llamo María y este es mi hijo, Yanek. Nuestra casa está en pleno frente y buscamos hospedaje para esta noche.
—¿Qué me darás a cambio?
—Una buena jarra de bebida, es todo lo que tengo.
—Entrad, que se va el calor.
Era una cabaña ordenada y limpia. Olía a almidón en las dos habitaciones.
—Sentaos —dijo la anciana, y enseguida les ofreció una infusión caliente.
Mariana le contó que llevaban días en camino, porque el frente se estaba acercando a su casa.
—¿Vuelven los rusos?
—Vuelven.
—Menudo panorama con los que estaban y menudo con los que vendrán. Los unos, unos asesinos, y los otros, unos ateos. Dios nos pone duras pruebas.
Mariana sacó de la maleta una botella ornamentada y se la ofreció a la anciana, que la agarró.
—Una hermosa botella —dijo—. Esperemos que el contenido sea merecedor del recipiente. En estos tiempos todo es apariencia.
La cama era amplia y blanda, y durmieron toda la noche abrazados. Hugo le reveló que el coñac en su boca era dulce y delicioso. Mariana se entusiasmó tanto que lo estrechó con fuerza.
—Bésame donde quieras —dijo—. Eres mi caballero, eres lo mejor que he conocido en la vida.
Entonces se sumergió en ella y luego en un profundo sueño. Soñó que querían arrebatarle a Mariana. Él la agarraba con todas sus fuerzas y tiraba de ella. Al final los dos caían dentro de un pozo y se salvaban.