Capítulo 52

Se sentaron a contemplar la hoguera. Las llamas eran finas y azules, y desprendían un agradable olor a madera quemada. Permanecieron un buen rato contemplándolas. Las patatas, en el centro de la hoguera, se cubrieron de una capa negruzca. Era estupendo sentarse sin hacer nada.

—Sabe Dios lo que pasará, pero de momento tenemos algo que comer. Mientras haya provisiones con las que calmar el hambre, no hay de qué preocuparse. Si el tiempo continúa como hasta ahora, podremos llegar a las montañas en dos o tres días, y allí nos resultará más fácil. En las montañas no persiguen a personas inocentes.

La resplandeciente nieve que lo cubría todo no era amenazante, pero, por lo que decía, Mariana parecía tener miedo.

—En las montañas no nos perseguirán —repetía una y otra vez—. En las montañas no hurgan en el pasado de la gente, sólo se tienen en cuenta los actos de cada uno. Estoy dispuesta a trabajar en cualquier cosa y a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Ya verán cómo Mariana no es una holgazana —se dijo a sí misma, y de pronto se calló.

Las patatas y el queso estaban buenos, y Mariana derritió nieve en un cuenco y preparó té. Este y los gofres rellenos de chocolate le trajeron a Hugo a la memoria las excursiones en los cambios de estación, entre el invierno y la primavera. A la madre le gustaban las blancas campanillas de las nieves que asomaban por los sitios donde la tierra, negra y empapada, había quedado al descubierto repentinamente.

La imagen de los padres lejanos y olvidados brilló ante él y lo cegó, obligándole a cerrar los ojos. Entonces vio con claridad a su madre agachada, observando maravillada las flores blancas, mientras el padre, al ver su asombro, se agachaba también, y por un instante permanecían juntos sin hablar.

La imagen oculta que se abrió camino hasta sus ojos le dejó conmocionado e, inesperadamente, las lágrimas brotaron y cubrieron su rostro.

—¿Qué te pasa? Un chico grande como tú no llora.

—Me he acordado de mis padres.

—No hay que llorar. Nos espera un largo y peligroso camino, ¿quién va a cuidar de Mariana? Un niño mimado llora, pero un chico fuerte y valiente no debe llorar. Tendremos que escalar montañas, atravesar ríos y sacar pan de la tierra. Un chico fuerte sabe soportar el dolor y jamás llora. —Su voz era firme, y Hugo sintió que se había equivocado y que debía vencer esa debilidad enseguida.

—Perdón —dijo secándose la cara.

—El llanto es difícil de perdonar. Yo siempre he querido llorar, pero me he controlado. Quien llora anuncia al mundo que está perdido y necesita compasión. Quien pide compasión es un pobre desdichado. Hay que evitar a toda costa ser un pobre desdichado. Se puede ser cualquier cosa menos un pobre desdichado. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —dijo, y no había duda de que efectivamente lo entendía.

—De ahora en adelante ni una sola lágrima.

—Lo prometo.

Permanecieron un buen rato tomando té. El rostro de Mariana no se relajó. Estaba inmersa en sus pensamientos y sus ojos irradiaban una triste seriedad. En su fuero interno Hugo sabía que, si le pedía perdón en ese instante, ella no aceptaría sus disculpas. Debía esperar y, llegado el momento, demostrarle que era valiente, que no se dejaba dominar por las emociones y las debilidades.

—Estaba pensado en ti —reaccionó Mariana—, has cambiado y has crecido, pero aún te queda un buen trecho que recorrer. Los judíos miman a sus hijos y no los preparan como es debido para la vida. Un niño ucraniano trabaja en el campo y, si le pegan, no llora. Sabe que la vida no es un camino de rosas.

Luego dio unos tragos y dejó de torturarlo. Él recogió unas ramas y avivó la hoguera.

—Querido, ven que te dé un beso. Menos mal que estás conmigo. Es duro vivir solo. Los malos pensamientos te ahogan.

—¿Derretimos más nieve?

—No es necesario, hemos bebido bastante. ¿Qué hora es?

—Las tres.

—Debemos ponernos pronto en camino. No es posible dormir a la intemperie. Esperemos que Dios nos haga encontrar gente honrada —dijo mientras metía la botella en la maleta.

Es extraño, ese gesto, que no tenía nada de particular, se le grabó en la memoria con absoluta claridad. Con el tiempo se preguntaría: «¿Cuándo se me congelaron las lágrimas?».