Capítulo 49

Al amanecer cundió el pánico y todas huyeron como alma que lleva el diablo. Mariana y Hugo dormían profundamente y, cuando se despertaron, no quedaban en la casa más que Victoria y la anciana limpiadora, Silvia, con el abrigo puesto y también ellas a punto de marcharse.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó Victoria.

—Estaba dormida y no me he enterado.

—No queda nadie en la casa. Las chicas han dejado casi todas sus pertenencias, no han querido cargar con ellas. Una pena.

—¿Han llegado los rusos? —preguntó Mariana, sobresaltada.

—Están por toda la ciudad.

—Qué miedo.

—No hay nada que temer. —Victoria no olvidaba su doctrina ni siquiera a esas horas de la mañana.

—Cogeré la maleta, no puedo vivir sin coñac y sin tabaco, y me iré —dijo Mariana, como si se tratase de un traslado de nada.

Metió en la pequeña maleta algo de ropa, zapatos, las botellas y el tabaco. La mochila de Hugo estaba lista.

—No me hace falta nada más, esto es todo lo que necesito —dijo Mariana en su tono habitual.

La casa parecía de pronto como un gran cuerpo al que le han arrancado el alma.

—La casa está llena de demonios —dijo Victoria mientras apremiaba a Silvia—, vámonos rápidamente de aquí.

El cielo estaba despejado y azul, y la luz era intensa y cegadora. Durante el tiempo pasado en la recámara Hugo se había imaginado la liberación como una imparable carrera alada. Ahora caminaba detrás de Mariana con pasos pesados.

—Lástima que no nos hayamos levantado antes —dijo Mariana dirigiéndose con determinación hacia el monte.

La floresta y los árboles bajos los dejaban aún más al descubierto. Mariana no se sentía cómoda al aire libre, cambió de rumbo y, al final, se sentó debajo de un árbol.

—Tenemos que encontrar un lugar seguro —dijo—. Aquí estamos expuestos.

Hugo sabía que pronto sacaría una botella de la maleta, bebería y su estado de ánimo mejoraría.

—¿No tienes frío? —preguntó tiritando.

—No.

A Hugo le gustaba la inclinación de cabeza y la pregunta que venía a continuación. El calor de su cuerpo con olor a perfume aún lo envolvía. Cogió su mano y la besó. Mariana, sonriendo, sacó la botella de la maleta y bebió.

—El cielo está bonito, ¿verdad? —dijo.

Por primera vez veía la belleza de Mariana a la luz del día, y se maravilló.

—Hay que encontrar una casa, no se puede vivir sin. Al convento no iré. Allí se trabaja a destajo y se reza todo el día. Amo a Dios, pero no tengo ganas de pasarme el día rezando —murmuró, y Hugo escuchó atentamente sus murmullos.

Con ellos expresaba siempre sus deseos, y sus deseos normalmente eran fantasías sin relación alguna con la realidad. Ahora Hugo podía seguirlos, ya que hablaba despacio, alternando la tristeza con la alegría. Al final se dijo a modo de conclusión:

—Ya he sufrido bastante, ahora viviré en la naturaleza, sólo Hugo y yo. —Y añadió dirigiéndose a Hugo—: Tú me comprendes, ¿verdad?

—Eso creo —respondió él con cautela.

—No dudes, querido.

Hugo no esperaba esa respuesta y se echó a reír.

—Debes saber que las dudas son la causa de todos nuestros males.

Estaban fuera de la ciudad, en el corazón mismo de los campos blancos. Desde ahí podía ver la iglesia blanca, el depósito de agua y algunos edificios que no reconoció. Los meses en la recámara lo habían alejado de la ciudad que tanto amaba, y ahora, al ver sus márgenes, se acordó de los largos paseos que daba con su padre por la ribera del río, por las callejuelas del mercado y los lugares secretos que sólo su padre conocía.

—Siempre estaremos juntos —dijo Mariana, como si hubiese adivinado sus pensamientos, luego lo abrazó y cubrió su boca con la suya. Al instante él sintió su lengua y el sabor a coñac.

Podían haber seguido sentados un rato más, disfrutando del paisaje y la cercanía que les aceleraba el corazón, pero un ruido repentino, indeterminado, se oyó a lo lejos, como un tractor o un tanque que se hubiera atascado y no pudiera avanzar. El ruido eliminó de golpe la sensación de cercanía en la que estaban envueltos.

—Debemos seguir —dijo Mariana poniéndose en pie—, no podemos emperezar.

Avanzaron sin hablar. De pronto vio ante sus ojos la recámara, el jergón de paja y las pieles de oveja, y toda la ropa de Mariana. Aquella había sido la casa de sus fantasías durante un año y medio. Durante horas y horas había esperado su llegada con dolor, pero cuando ella aparecía en la puerta, la desesperación se disipaba como la niebla.

—Es extraño —se le escapó.

—¿Qué es extraño, querido?

—La luz clara y el cielo —dijo por alguna razón.

—Señal de que Dios nos protege.

Cuando Mariana bebía de la botella, soltaba a veces frases sin lógica o con una lógica retorcida, pero siempre había en ellas un tono de emoción y asombro. A veces inventaba una expresión o una metáfora tan brillante que dejaba atónito a Hugo. En una ocasión, tras beberse media botella, le dijo: «Que sepas, tesoro, que Dios habita en ti, incluso en el ombligo».

Mientras seguían avanzando lentamente, apareció un campesino ante ellos. Mariana se asustó, pero enseguida supo reaccionar.

—¿Han llegado ya los rusos? —preguntó.

—Están a las afueras de la ciudad.

—¿Y cuándo llegarán?

—Parece ser que hoy —dijo el campesino con voz contenida.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Mariana, mostrando su temor sin darse cuenta.

De repente, el campesino clavó la vista en ella.

—¿Tú no eres Mariana? —preguntó.

—Te equivocas —respondió al instante.

—Habría jurado que eras Mariana.

—La gente se equivoca a veces.

—¿Y este es tu hijo?

—Pues claro, ¿es que no se ve que es mi hijo?

—El que tiene boca se equivoca —dijo él, apartando la vista de ellos.

—Hay demonios por todas partes —dijo ella mientras se alejaban.

Hugo supo entonces que todas las mujeres que vivían en la casa, que recibían alemanes en sus habitaciones y pasaban noches de lujuria y desenfreno estaban en peligro de muerte. Alimentó la ilusión de que Mariana no tenía nada que ver con ellas. Que sólo lo aparentaba. En secreto siempre había sido suya, y ahora era sólo suya, completamente suya.