La tarde anterior pareció que la tormenta amainaba. Evidentemente fue sólo una tregua. Los vientos arreciaron y, por la mañana, el patio y los campos estaban cubiertos de una capa gruesa de nieve. No se veía un alma por la calle. En la casa todas bebían sin parar, devoraban chocolate y galletas, cantaban y proclamaban:
—Lo que hemos hecho para los alemanes lo haremos para los rusos. Por algo dicen que nuestra profesión es la más antigua del mundo. Desde siempre el hombre necesita a la mujer. Cualquiera puede comprender que en nuestra profesión no se elige a los clientes. Viene quien viene. Hoy alemanes y mañana rusos.
—Los rusos son unos fanáticos.
—Nosotras los serviremos exactamente igual que servimos a los alemanes, incluso mejor; los ucranianos y los rusos son pueblos hermanos. —Era la voz de Masha.
Masha tenía el sentido práctico de un ama de casa. Por su forma ponderada de hablar y porque era mayor que las demás, la llamaban «nuestra Masha».
Hugo identificaba a casi todas, pero no por sus nombres. Cada una tenía un apelativo cariñoso. Kitty no. Desde que la habían golpeado, tenía la tez de un color azul amarillento y las cuencas de los ojos hundidas. No se quejaba, pero su ser magullado preguntaba una y otra vez: «¿Qué mal hay en mí para que las mujeres fuertes me consideren una espina que tienen clavada? Es cierto, no soy grande ni fuerte, pero ¿por eso tienen que pegarme?». Silvia, la limpiadora, que se apiadaba de los débiles y los afligidos, le preparaba puré de patata y decía: «Esto te fortalecerá y te curará».
A cada instante había una nueva sorpresa. Por la tarde, una se dirigió a donde estaba Mariana.
—Qué joven tan encantador tienes —dijo—, ¿por qué te lo guardas sólo para ti? También nosotras queremos acariciarlo un poco.
—Debería darte vergüenza, no es más que un niño —la reprendió Masha con voz maternal.
—No me refería a nada, sólo a acariciarlo sin más. Ven, niño, ven aquí.
Hugo se quedó petrificado y no dijo nada.
—Déjalo en paz. —Mariana reaccionó con ira contenida.
—Eres tremendamente egoísta. —La mujer lanzó un dardo envenenado.
—¿Egoísta? —Mariana la fulminó con la mirada.
—Guardártelo sólo para ti, ¿qué es eso sino egoísmo?
—He arriesgado mi vida y he cuidado de él, ¿a eso lo llamas egoísmo?
—No te hagas la inocente, nos conocemos muy bien.
—Te equivocas.
—No me equivoco.
—¿Por qué pelearse? —intervino Masha—. Es de todas.
—No estoy de acuerdo —dijo Mariana—, la madre de Hugo era una amiga de la infancia. Le prometí cuidar de él y cuidaré de él hasta mi último aliento.
—Toda mujer necesita un hijo, anhela un hijo propio. ¿Por qué privarla de una ligera caricia o de un beso? Es algo muy natural —dijo Masha con voz maternal.
—La conozco muy bien —dijo Mariana, sin mirar a la mujer que quería acariciarlo.
—No hay por qué pelear, dentro de poco amainará la tormenta y cada una se irá por su camino. Quién sabe cuándo nos volveremos a ver. ¿Por qué no nos separamos como amigas? La vida es corta. Quién sabe lo que nos espera aún —dijo Masha con voz de mujer que se preocupa por su familia.
Masha había profetizado sin saberlo. De pronto las ruedas de la tormenta se detuvieron. Todas se asomaron a las ventanas y no podían creer lo que veían sus ojos. Una nieve estática cubría las casas y los campos. En toda aquella inmensidad blanca no había persona ni animal alguno, sólo blanco sobre blanco y un silencio que podía sentirse incluso a través de las ventanas.
—También se ha acabado un período —dijo una, y se alegró de que esa frase hubiese llegado a su boca.
—¿De qué período estás hablando? —La pregunta no tardó en llegar.
—De los diez años en este lugar: la habitación, la sala, la madama, el vigilante, los huéspedes, las vacaciones, todo lo bueno y todo lo malo. Pronto llegarán los rusos y todo habrá acabado. ¿Lo entiendes ahora?
—Para mí no hay diferencia, ¿en qué cambiarán las cosas?
—Hay diferencia, y mucha. Los rusos nos castigarán cuando lleguen. El vigilante me dijo cosas muy explícitas: «Toda aquella que se haya acostado con los alemanes será condenada a muerte». Nos colgarán en la plaza, y toda la ciudad irá a ver la ejecución.
—Exageras.
—No exagero, digo exactamente lo que me han dicho y lo que me dice el corazón: los rusos ya están preparando los patíbulos, no conocen la piedad.
Victoria, como una muralla inexpugnable, siguió repitiendo lo mismo:
—No hay que tener miedo, el miedo nos degrada. Dios es nuestro padre, Él nos ama y se apiadará de nosotras. No hay que entregarse a las fantasías ni a los sueños falaces. De ahora en adelante cada una debe decirse a sí misma: «He pecado, pero lo hecho, hecho está. Ahora me pongo en manos del cielo, Dios me guiará, estoy dispuesta a hacer exactamente lo que se me diga desde las alturas». Las personas son malvadas, sólo Dios es puro.
Victoria hablaba con devoción, pero las mujeres no le hacían caso. Estaban asomadas a las ventanas, atónitas y temblorosas. Ni siquiera cuando se hizo de noche se apartaron.
Victoria, y eso hablaba en su favor, no les permitió hundirse en sus temores.
—No importa lo que hagan las personas poderosas, importa lo que haga Dios —repetía una y otra vez—. El miedo a las personas es un pecado, superad el miedo y caminad erguidas hacia Dios. Jesucristo nuestro Señor no tuvo miedo cuando lo crucificaron, porque él y Dios eran uno. Quien sigue sus preceptos merece el reino de los cielos. Recordad lo que os digo.
Reinaba una gran consternación, nadie comentaba y nadie preguntaba nada.
De pronto una de las borrachas alargó el brazo y le dijo a Hugo:
—Ven, tesoro. Quiero abrazarte.
—Déjalo en paz —intervino Mariana.
Y enseguida se dispersaron, cada una hacia su habitación.