La amenaza suspendida en el aire se dejaba sentir en cada comida. Sólo quedaban víveres para dos días, y finalizado ese plazo cada uno quedaría a su suerte. La casa se cerraría, y mejor que se cerrase. Los rusos no conocían la piedad. El que hubiera colaborado con los alemanes sería escarnecido en la plaza de la ciudad. Esa amenaza repetida por Victoria con voz temblorosa no impresionaba a las mujeres, que sólo pensaban en las vacaciones que les habían dado.
—El Dios del cielo, que nos ha cuidado hasta ahora, seguirá cuidándonos —decían.
—Menudo cuidado.
—No hay que ser desagradecidas, no hemos pasado hambre ni hemos tiritado de frío.
—Es cierto, sólo nos han pisoteado.
Había una respuesta para todo. Se producían discusiones, pero no peleas amargas. Hugo las observaba: cada una tenía una expresión distinta. No parecían tristes o deprimidas, exprimían la tregua que les habían dado. Hablaban habitualmente en tercera persona, así se alejaban un poco de sus vidas.
—Me odio —oyó más de una vez.
—Vete a un convento y allí te librarás de ti misma.
—No es una idea tan mala como creía antes.
—Me cuesta imaginarte mortificándote.
Cuando estaba solo en la recámara, sus rostros volvían a él y las veía una por una. A veces le parecía que las conocía desde hacía años y que sólo ahora había caído el velo de sus rostros.
A veces lamentaba que su madre no le comprendiese y tener que ocultarle aquellas intensas experiencias. Por el contrario, el tío Sigmund, borracho y alegre, aleccionaba a la familia: «No os preocupéis por Hugo, está recibiendo una educación magnífica. El álgebra y la trigonometría se aprenden para el examen y se olvidan, y es bueno que haya visto la vida al desnudo a una edad temprana. La negación de la evidencia y las palabras que revelan una pizca de información y ocultan lo esencial no le son útiles al hombre. Ha llegado el momento de no engañarnos a nosotros mismos ni al prójimo».
Al día siguiente, Hugo entró en la sala y ¿qué vio? Todas las mujeres arrodilladas frente a un icono de Jesucristo sobre una silla. Repetían las palabras que, a su lado, iba diciendo Victoria: «Buen Jesús, perdónanos por todos nuestros pecados. El pecado y la inmundicia nos impedían verte. Tú eres clemente y misericordioso, no olvides a tus jóvenes y no dejes que se hundan en el vertedero del pecado. Sálvalas con tu gracia».
Tras una pausa, Victoria clamó:
—Levantaos, jóvenes, poneos en pie. De ahora en adelante estáis unidas a nuestro Señor Jesucristo, apartaos del mal y haced el bien, y no olvidéis ni por un instante que somos polvo y ceniza, y que sólo gracias al alma, que es parte del Altísimo, existimos. De ahora en adelante no más negocios de la carne, sólo el reino de los cielos.
El rostro de Victoria estaba lívido, pero había fuego en sus ojos y se notaba que sus palabras no eran suyas sino que alguien hablaba desde su interior. Las mujeres comprendieron que no había necesidad de replicar o discutir, sólo había que aceptar sus palabras tal y como eran.
Mariana, que no participó en la ceremonia, se quedó atónita. Lo que había ocurrido en la sala no parecía una oración. Habían entrado en trance. Y se pasaron toda la noche bebiendo y cantando canciones populares y religiosas. No sirvieron de nada las advertencias de Victoria de que beber en exceso era un pecado y que había que vencer esa tentación.
Entonces una de las mujeres se arrojó sobre Kitty. Esta se quedó desconcertada y la mujer le propinó una paliza mientras gritaba:
—Tú no puedes estar aquí, no perteneces a este lugar, eres como una espina en nuestra carne.
Kitty no abrió la boca ni siquiera cuando la sangre resbaló por su cara.
Pasó un buen rato hasta que comprendieron la gravedad de la situación y, para entonces, la desdichada ya estaba tendida en el suelo, inconsciente. Pasaron mucho rato intentando que volviera en sí. Al final, Kitty abrió los ojos y preguntó:
—¿Qué ha pasado?
Las mujeres, que estaban de rodillas, consternadas, respondieron al unísono:
—No ha pasado nada, gracias a Dios. Nada.
Y todas respiraron con alivio.