El invierno fue avanzando y cubrió los campos y las casas con una gruesa capa de nieve. Volvió el frío, pero no había que preocuparse: Hugo dormía con Mariana y cada noche estaba envuelto en calor y ternura. Dormían como todos, hasta tarde. A veces ella lo estrechaba con fuerza. Hugo ya sabía qué hacer.
«Tengo comida para otros cuatro días —no se olvidaba de recordarles Victoria a los de la casa—, después podréis morder las paredes». Ahora cada minuto era precioso, y las mujeres lo sabían. Bebían, jugaban a las cartas, recordaban y se confesaban. Ya había visto a una mujer arrodillarse ante el icono, santiguarse y rezar. Para las comidas, Mariana lo sacaba de la recámara y Hugo se sentaba con todas. Era un grupo alegre y bullicioso que en mitad del invierno gozaba de unas repentinas vacaciones. Disfrutaban unas de otras y hacían todo lo que les apetecía.
—Ahora hablará Hugo. —Una de ellas detuvo ese caudal de alegría.
—Qué quieres de él, aún es un muchacho.
—Lleva ya un año y medio con nosotras, es interesante saber lo se le pasa por la cabeza.
—No puedes pensar en nada más —intervino Mariana—. Siempre lo mismo.
—Los chicos de doce años ya saben lo que es el pecado.
Hugo escuchaba y disfrutaba del ingenio, del descaro y de la perspicacia. Ya se había dado cuenta de que no había gran diferencia entre lo que pensaban y decían las mujeres. Hablaban de todo lo que era agradable o doloroso, aunque no en el mismo tono.
Las repetidas amenazas de Victoria de que los víveres se estaban acabando ya no las asustaban.
—Menos mal que no nos amenazas con el infierno —le dijo una de ellas.
—Yo amenazo, pero de qué sirven las amenazas a los oídos impíos.
—No te preocupes, un día de estos haremos penitencia.
—Parece que yo ya no llegaré a verlo.
—Madre, no hay que perder la esperanza.
—Mirad quién fue a hablar —dijo Victoria, haciendo un extraño gesto con la cabeza.
La palabra «Dios» no era infrecuente ahí. Más de una vez habían discutido por ella, y Hugo tenía la sensación de que, si un sacerdote o un monje hubiera entrado en la sala, ellas se habrían arrodillado, habrían enmudecido o pedido perdón. Ya había oído a una explayarse.
—Dios está en todas partes —explicó—. No hay lugar donde esté ausente, se encuentra aquí incluso, en esta pocilga. Nosotras nos alejamos de Él, no Él de nosotras.
—Te equivocas, yo pienso continuamente en Él —respondió una de ellas.
—Si pensases continuamente en Él, no estarías aquí.
—Estoy aquí porque no me queda más remedio.
—Eso es una excusa. Puedes dárnosla a nosotras, pero no a Dios. Él sabe perfectamente qué es verdadero y qué falso.
Al oír esas palabras, la mujer se calló, pero no por mucho tiempo. De pronto se echó a llorar y las otras se congregaron a su alrededor.
—No le hagas caso —le dijeron—. Ya la conoces. Busca los defectos en los demás, pero no en sí misma.
De pronto apareció la madama. Desde que el vigilante había abandonado la guardia, se cuidaba de no amenazar. Era una mujer atractiva, y habría podido ser la madre de aquellas mujeres. Hablaba ucraniano aderezado con palabras alemanas. Su aparición sorprendió a Hugo.
—¿Cómo están mis chicas? —se dirigió a las presentes.
—Estamos sin empleo y nuestro futuro pende de un hilo. ¿Podrías aconsejarnos qué hacer? Tú eres nuestra madre —dijo una mujer, bastante joven, que se había excedido con la bebida pero no estaba borracha.
—¿Aconsejar? ¿Yo? Vosotras sabéis más que yo de la vida.
—No hemos tenido tiempo de pensar; tres hombres por noche te desquician.
—No exageres, ha habido muchas noches que has dormido sola y hasta te han llevado el desayuno a la cama.
—No las recuerdo.
—Tengo anotadas tus noches libres.
—Interesante, mi cuerpo no las recuerda.
—Una profesión es una profesión. —La madama tenía ideas firmes—. Si has elegido una profesión, no lo consideres un castigo, mala suerte o el demonio sabe qué. Cada profesión tiene sus inconvenientes, cada profesión tienes sus pequeñas ventajas. —Añadió—: Hay hombres salvajes a quienes hay que poner firmes, pero la mayoría se comporta delicadamente con las mujeres.
—¿Cuándo fue la última vez que te acostaste con un hombre? —preguntó una con insolencia.
—Conozco a los hombres desde antes de que tú nacieras —se la devolvió.
—Tal vez antes eran delicados, pero no hoy en día.
—El ser humano no cambia; lo que ha sido, será.
La madama no ocultaba que las jóvenes inestables o demasiado refinadas no eran de su agrado.
—También en nuestra profesión se pueden mantener los buenos modales y el respeto, pero para eso hace falta una buena espalda.
Hugo regresó a la recámara y se dijo: «Debo anotar todo lo que me ocurre, para poder recordar siempre lo que he visto y oído. Mamá lo leerá y dirá espantada "Dios mío", pero papá lo aceptará con buen humor. Lo extraño y lo ambiguo siempre le ha divertido. Dirá: "Hay que admitirlo, Hugo ya no es el Hugo que conocíamos. Se ha hecho mayor antes de tiempo, ¿es que vamos a pegarle por eso?"».