Capítulo 44

Al día siguiente, Kitty entró a visitarlo. La extrañeza de sus ojos parecía insistir: «¿Qué pecado has cometido para recibir un castigo tan duro? Eres un joven cariñoso y tu sitio está en un pupitre y no en una recámara húmeda y oscura».

Ya antes había observado esa extrañeza, y estuvo a punto de decirle «soy judío, y los judíos al parecer no son queridos. La razón exacta no la sé. Es de suponer que si nadie les quiere, alguna razón habrá. Me alegro de que tú sí me quieras». Eso quiso responderle, pero esas sencillas frases, por algún motivo, se negaron a vestirse de palabras, y respondió encogiéndose de hombros.

La mirada de Kitty se ensanchó aún más.

—Es raro, muy raro —dijo.

Ya se había percatado de que el interés que ella mostraba lo trasladaba sin darse cuenta a su casa y al vocabulario que era habitual en él, y quería decirle al oído las palabras «supongamos», «probablemente», «es lógico», que tanto solían utilizar en su casa, pero las palabras, aunque las recordaba, carecían de sentido, como si no fuesen palabras sino lo que quedaba de ellas.

—¿En qué colegio estudias? —preguntó, y al instante comprendió la tontería que había dicho.

—Hace ya muchos años que no estudio. Terminé la escuela elemental y desde entonces trabajo —respondió ella sonriendo. La sonrisa dejó al descubierto sus dientes pequeños y claros y le dio un toque juvenil a sus mejillas.

—También yo he olvidado el colegio —dijo Hugo.

—No puede ser.

—Le prometí a mi madre que haría ejercicios de matemáticas, que leería y escribiría. No he cumplido la promesa, por eso he olvidado lo que aprendí.

—Un joven como tú no olvida fácilmente.

—Es cierto, cabría esperar que un joven que ha estudiado cinco años en el colegio, a quien su madre leía cada noche de un libro y conversaba con él, cabría esperar que leyese y escribiese, que hiciese ejercicios, pero eso no me ocurre a mí. Estoy desconectado de todo lo que tenía, de todo lo que sabía, incluso de mis padres.

—Hablas muy bien, no se nota que hayas olvidado lo que aprendiste.

—No he avanzado, no he avanzado en ninguna materia. No avanzar es estancarse, y estancarse es olvidar. Te pondré un ejemplo: en álgebra íbamos a empezar con las ecuaciones, también empezamos a estudiar francés. Todo se ha borrado de mi memoria.

—Eres estupendo. —Estaba sorprendida de la fluidez con la que hablaba Hugo.

Las palabras que acababa de decirle a Kitty abrieron el cierre de su memoria y vio ante sus ojos la casa: la cocina, donde le gustaba sentarse junto a la vieja mesa, el salón, el dormitorio de los padres y su habitación. Un pequeño reino lleno de bagatelas fascinantes: el suelo de parqué, el tren eléctrico, los cubos de madera, Julio Verne y Karl May.

—Hugo, ¿en qué piensas? —preguntó en voz baja.

—No pienso, estoy viendo lo que llevaba mucho tiempo sin ver.

—Eres muy culto —dijo con cierto formalismo—, ahora comprendo por qué todos dicen que los judíos son inteligentes —añadió.

—Están en un error —sentenció Hugo.

—No comprendo.

—No son inteligentes, son demasiado sensibles. Mi madre, si puedo ponerla como ejemplo, es una farmacéutica con dos diplomas, pero toda su vida está dedicaba a los pobres y los necesitados. Sabe Dios dónde estará ahora y a quién cuidará. Siempre está corriendo, por eso vuelve a casa cansada y de inmediato se desploma completamente lívida en el sillón.

—Tienes razón —dijo ella, como si entendiera lo que estaba diciendo.

—No se trata de tener razón, querida, sino de comprender la situación tal y como es.

Cuando esa frase salió por su boca recordó que así hablaba Anna. Era difícil igualar su capacidad de expresión. Sólo Franz, el constante competidor, podía compararse a ella, los demás parecían gangosos, se iban por las ramas, añadían o quitaban con necesidad o sin ella. Sólo Anna sabía expresar una idea con claridad.

—Gracias por la conversación, debo irme —dijo Kitty con su voz infantil.

—Gracias a ti.

—¿Por qué me das las gracias?

—Gracias a la conversación contigo han aparecido ante mis ojos mis padres, mi casa, mis amigos del colegio. Los meses en la recámara me los habían robado.

—Me alegro —dijo Kitty caminando hacia atrás.

—Es un regalo que no esperaba —dijo él con un nudo en la garganta.

Después pensó escribir en el cuaderno y aclarar algunas de las sensaciones que había tenido tras la conversación con Kitty, pero enseguida se dio cuenta de que las palabras que estaban a su disposición no lograrían hacerlo.

Cada vez que escribía, y no lo hacía a menudo, sentía que los días en la recámara habían borrado su vocabulario activo, por no hablar de las palabras tomadas de los libros. Tras la guerra, entregaría el cuaderno a Anna, ella lo leería, bajaría la vista por un instante mostrando seguridad y diría: «Yo creo que esto exige una reflexión, y también recorte y elaboración». Siempre trataba una página escrita como si fuera una reducción matemática y, al final, decía «aún no es suficiente, aún hay cosas superfluas, aún no suena bien». A veces, Hugo observaba el trabajo de Anna y sentía un gran complejo de inferioridad.

Al ver una redacción floja o embrollada el profesor de alemán le decía: «¿Esto es todo lo que puede salir de tu mente? Estupendo: ni una sola palabra con fundamento. Para eso es mejor no escribir nada. En el futuro, no me entregues una redacción así. Es preferible poner al inicio o al final de la hoja: "Aún no he llegado a la altura de un ser pensante"».