Y llegaron los días que todas habían estado esperando: dormían hasta tarde, desayunaban juntas, tenían bonitos sueños, preguntaban una y otra vez qué cosas ricas quedaban en la cocina.
Mariana no dejaba de beber, quería recuperar el tiempo perdido en sus días de mortificación. Hablaba mucho de su juventud, de su paso de una casa a otra hasta que había llegado ahí. Hablaba y hablaba pero, por alguna razón, sus palabras no causaban impresión alguna. Las miradas de sus compañeras decían: «Todas hemos pasado por eso. ¿Qué tiene de especial?».
Pero cuando dijo: «Ahora quiero presentaros a mi joven amigo», todas se callaron. Muchas conocían ya el secreto, o lo intuían. Hugo se quedó atónito. Durante todo ese tiempo se había imaginado a las mujeres de la casa como a Mariana. Ahora estaban allí en la sala, sentadas alrededor de la mesa, diecisiete mujeres jóvenes, cada una con un peinado distinto, como un encuentro de compañeras de promoción. A primera vista le recordaron a los amigos de Sofía, que se reunían en su casa el día de su cumpleaños. Era un grupo de hombres y mujeres jóvenes que venían del pueblo para comprar y, de paso, unían la obligación con la diversión. A Hugo le fascinaba su forma de hablar, sus gestos y su colorido lenguaje de pueblo.
Tras pasarle revista de los pies a la cabeza, una preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Hugo —respondió, contento de no haber inclinado la cabeza.
—Un nombre muy bonito, no lo había oído nunca.
—No suena judío —comentó una.
Kitty destacaba por su ropa infantil y sus grandes ojos. Las demás estaban envueltas en batas de colores, como si acabasen de levantarse de la cama.
—Preparemos a Hugo un café —dijo una.
—Hugo toma leche —dijo Mariana.
El comentario provocó grandes risotadas.
—¿Qué es tan gracioso? —se sorprendió ella.
—Es un chico grande, tan alto como un ciprés; ya puede beber café en lugar de leche.
—¿Por qué no dices nada? —Una mujer se dirigió a él.
—¿Qué quieres que diga? —Mariana intentó defenderlo.
—Yo creía que era un niño. Está claro que me equivocaba, es un hombre hecho y derecho.
—No es así, sólo es alto. —Mariana volvió a defenderlo.
—Gracias a Dios, ya he aprendido a distinguir a un niño de un hombre.
La discusión no agradaba a Mariana, que lo cogió de la mano y dijo:
—Hugo está resfriado, debe descansar.
—No parece resfriado —dijo la mujer en tono provocativo.
—Está resfriado, y mucho —replicó Mariana, apartándolo de las miradas lascivas de las mujeres.
Al entrar en la recámara oyó risas, y entre ellas su nombre y el de Mariana. La risa fue en aumento y, por un instante, adquirió un tono sarcástico, como si hubieran logrado desvelar el secreto.
Por la tarde, Mariana preparó un baño caliente.
—Ahora voy a lavar a mi cachorro —dijo—. Mi cachorro crece cada día que pasa, se hace mayor, pronto tendrá la misma estatura que Mariana. Dentro de poco hasta será más alto que ella. Estoy esperando ese momento. No temas, querido. Mariana ha bebido lo suyo, pero no está borracha. Odio a los borrachos. —Y, al poner la toalla sobre sus hombros, añadió—: Estás creciendo, estás creciendo muy bien, da gusto verte.
Por alguna razón, Hugo detectó en su voz un tonillo didáctico, como si le estuviese explicando algo de las leyes naturales. Luego le untó una crema perfumada en el cuerpo.
—Mi cachorro huele como los primeros frutos —dijo.
La expresión «primeros frutos» le cautivó por un instante. Enseguida se acordó de otra palabra, «pimpollo», que también utilizaba a veces Mariana.
Entonces vio que casi toda la ropa de la maleta le quedaba corta y que con algunas prendas estaba ridículo. Mariana las revisó.
—Mariana te conseguirá ropa de hombre —dijo—, esta te está pequeña. Has crecido lo tuyo.
La noche tras el baño era un torbellino de placeres y sueños que se sucedían unos a otros. Ya había aprendido que el sueño no es uniforme. El placer está cuajado de miedos.
—Si vivir es vivir esto, Mariana junto al cachorro, lástima que no podamos detener el tiempo —dijo Mariana de pronto—. Mariana no necesita nada más. Esto es justo lo que quiere. El cachorro crecerá y la protegerá. El cachorro será un valiente.
Llegado el momento, Hugo se diría: fue demasiado precipitado y, por eso, la experiencia no se asimiló con todos sus detalles. Lástima de las pequeñas cosas perdidas. A veces son más importantes que la esencia. La maravillosa boca de Mariana, siempre con olor a coñac y chocolate y dulce al paladar, el paso hacia el cuello y los pechos, estrecho y lleno de suavidad. «Deleite, querido —repetía Mariana—, eso es lo que necesita una mujer, lo demás son chucherías».