El invierno se adelantó. Insistentes rumores decían que el ejército alemán había comenzado la retirada. Los trenes iban del frente hacia la retaguardia sin detenerse en las estaciones. Incluso desde la recámara se podía oír su chirrido chispeante.
—Ahora es imposible salir, tenemos que quedarnos aquí hasta que pase el furor de la lluvia. Después vendrá el granizo y al final la nieve. Alguien sin casa se congela y se muere —decía Mariana, contenta de que no hubiese contradicción alguna entre sus deseos y las condiciones externas que la obligaban a quedarse.
Habrían podido acurrucarse en las camas y dormir más de no haber sido por el vigilante, que por alguna razón, cambió de idea y advirtió a las mujeres de que los rusos las castigarían.
—Quien haya vendido su cuerpo a los alemanes no quedará impune. Debéis huir lo antes posible. —Su voz había cambiado en los últimos tiempos, y sonaba menos autoritaria.
—Tenéis que huir a los conventos y volver a Dios —aconsejó Victoria.
—¿Cómo volveremos a Dios? —se oyó la voz de una mujer joven que Hugo no identificó.
—Arrodillándose y diciendo: «Señor Jesucristo, perdóname por los crímenes que he cometido. De ahora en adelante te prometo no pecar ni incitar al pecado».
—¿Hay que decirlo ahora o en el convento?
—Ahora mismo.
—Resulta raro hacer una promesa en este sitio.
—¿Por qué? En el mismo momento en que alguien promete no pecar, Dios empieza a escucharlo.
Luego oyó a una mujer que echaba chispas.
—Maldita vida esta —dijo.
—¿Y la vida conyugal es mejor? A mi hermana, el marido le pega cada día.
—A nosotras los hombres nos humillan tres veces cada noche.
—Hoy, tras diez años de humillaciones, elegiría el matrimonio.
—Ahora vendrán los rusos y nos castigarán. Lo que los alemanes han hecho con los judíos, lo harán los rusos con nosotros; los rusos no tienen a Dios en el corazón.
No había huéspedes, estaban en alerta, les iba embargando el miedo. Las chicas, sentadas en la sala, charlaban, bebían, jugaban a las cartas y recordaban a los huéspedes que habían sido buenos con ellas, que les llevaban bomboneras y no les exigían cosas repugnantes.
—Pronto estallará el volcán —les advertía el vigilante.
—Que estalle, nuestra vida es un cero al cuadrado —le respondía una, y todas se echaban a reír.
Mariana estaba de buen humor, bebía todo lo que le apetecía y se lamentaba de los días en que se había privado de esa maravillosa bebida llamada «coñac». Sólo se vive una vez.
También Hugo estaba contento. Mariana no dejaba de abrazarlo, y cada varios días lo ponía junto a la puerta, lo medía y decía: «Has crecido, pronto te saldrán pelos». Cuando bebía era libre, le enseñaba los frascos de perfume que tenía en los cajones, las joyas y las medias de seda que le habían regalado. A Hugo le gustaba mirarla mientras extendía la pierna y se las ponía. A veces se detenía junto al espejo, en bragas y sujetador, y decía:
—¿Verdad que no he perdido la figura? Soy tal y como debe ser una mujer, ni gorda ni flaca. Muchas tienen las piernas o el vientre hinchados. Y ahora hay que enseñar al cachorro a querer a Mariana.
—Yo te quiero —se apresuraba a confirmar Hugo.
—Espera, espera, aún no lo sabes todo.
El vigilante advirtió y advirtió y, al final, se fue de allí. La madama informó de que cerraba la casa; la cocina se clausuraría y cada una tendría que ocuparse de sí misma.
—¿Y qué será de nosotras?
—No está en mi mano manteneros. He gastado lo que tenía. Hace más de un mes que no hay ingresos, no puedo mantener a diecisiete chicas. El horno no me dará pan y el carnicero no me dará carne.
—Te arrepentirás. Una institución no se cierra. El ejército alemán volverá y se vengará de todos aquellos que han propagado rumores sobre su fracaso y han cerrado instituciones que le servían —advirtió una de las inquilinas.
—¿Qué puedo hacer? —cambió de tono.
—No precipitarse.
—No me estoy precipitando. Llevo veinte años dirigiendo este lugar, y no es ninguna tontería. Sé lo que es posible y lo que no. Ahora estamos con el agua al cuello. La despensa está vacía, y también el sótano —dijo, y se echó a llorar.
Se hizo el silencio y ella se retiró a sus aposentos.
Más tarde, Victoria salió de la cocina e informó en voz baja:
—Aún hay suministros para una semana si economizamos, y luego Dios proveerá.
—Gracias, Victoria, Dios te guarde —la bendijeron.
Al parecer, el revuelo no afectó a Mariana. Desde que había vuelto a beber su ánimo era estable, mejor dicho, elevado y sin bajones. Nada de lo que ocurría le causaba apenas impresión. Le hablaba a Hugo de su infancia y de su primera juventud, y de cuando de pequeña estaba enamorada de un chico llamado Andréi. Un chico guapo. Un día se trasladó con sus padres a otro pueblo y se olvidó de ella. Lo lloró mucho y lo buscó mucho. Desapareció y la dejó herida.
—Yo no te abandonaré —se apresuró a confirmar Hugo.
—Esperemos —dijo, se rió y lo abrazó.