Capítulo 41

La religiosidad de Mariana no dejaba de sorprenderlo. Ya había observado que, cuando estaba deprimida, no hablaba de Dios sino de sí misma y de sus pecados, y pintaba el infierno con colores de fuego, pero dos o tres tragos borraban la pesadumbre de su cara, una nueva luz iluminaba su frente y hablaba directamente a Dios: «Buen Dios, tú conoces mi corazón mejor que cualquier persona, y sabes que mis placeres en este mundo han sido pocos y malos y mis humillaciones, muchas y amargas. No digo que haya sido justa y merezca ir al paraíso. Tengo muchos trapos sucios y, llegado el día, tendré que rendir cuentas, pero nunca he dejado de añorarte, Señor, incluso estando en los abismos del infierno eres mi amado».

Por la noche le permitía tocarle los pechos. Sus pechos grandes, turgentes, desprendían calor y un olor embriagador. Parece que a Mariana le gustaban sus caricias, porque decía:

—Eres delicado, eres bueno, tú quieres a Mariana. —Y volvía a hacerle jurar—: Lo que ocurre entre nosotros es un secreto para siempre.

—Lo juro.

Ahora que apenas había huéspedes, las noches constituían una suave oscuridad. Muy de vez en cuando, un huésped llamaba a la puerta de Mariana y, acto seguido, ella le informaba de que había bebido demasiado y no podía recibir a nadie. El huésped se dirigía entonces hacia la puerta de enfrente.

Mariana cargada de coñac, se encontraba animada, su cerebro ardía y su boca soltaba frases brillantes. Le contó que desde joven había trabajado en ese tipo de casas. Eran todas parecidas: un vigilante en la entrada, una madama flaca e insoportable, y anfitrionas. Entre las anfitrionas, había buenas y malvadas. Casi todas marchitas. No era de extrañar: dos o tres hombres hambrientos por noche pueden quemar incluso a la mujer más fuerte del mundo. «Desde los catorce años han estado devorándome. Ahora tengo ganas de tumbarme en la cama, abrazar a mi cachorro grande y dormir muchas horas, no hay nada como un sueño prolongado por la noche».

De nuevo volvió a sorprenderlo.

—Tú seguirás siendo un cachorro —dijo—. Los hombres cachorros son encantadores, pero cuando crecen se convierten en animales de presa. No te dejaré crecer. Te quedarás como estás. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Sabía que aceptarías. Ya te conozco bien.

Una tarde le dijo:

—Qué le vamos a hacer, los judíos son más delicados, ellos no maltratarían a una mujer desnuda. Siempre la tocarían con dulzura, le susurrarían bonitas palabras al oído, siempre le dejarían algunos billetes. Saben que la madama se queda con casi todos los ingresos. Tu madre siempre fue buena conmigo. En los momentos más difíciles se acordó de mí y me trajo ropa, fruta, queso y de todo. No olvidó que las dos nos sentábamos en el mismo pupitre y que a las dos nos gustaba jugar a la comba y a la pelota. Jamás me dijo «¿por qué no trabajas?». Yo esperaba que intentara convencerme, pero me alegró que no me hiciese sufrir.

»Lo dicho, los judíos son más delicados. Los estudiantes judíos siempre intentaban reclutarme para el partido comunista. Una vez hasta me persuadieron para ir a su delegación. Hablaban y discutían de asuntos de los que yo no tenía ni la menor idea. Yo, si te digo la verdad, no era apropiada para ellos. Crecí en el fango y, como los animales del fango, no conocí otro ambiente.

»Tú, gracias a Dios, has crecido en una buena casa. Tus padres te han permitido observar, pensar e imaginar. Yo fui huyendo de un sitio a otro, siempre con miedo y siempre humillada. Mi padre, que Dios me perdone, me molía a palos. Desde pequeña me pegaba. También pegaba a mi hermana, pero conmigo se ensañaba. Por eso me escapaba.

»Me seguía constantemente y, cuando me encontraba, me pegaba sin compasión. Aún hoy siento sus golpes, son heridas que no han cicatrizado, la carne aún las recuerda. Era un sabueso terrible. No regresaba a casa hasta haberme encontrado. A veces me buscaba durante una semana entera y, cuando me encontraba, su crueldad no tenía límites.

»¿Por qué me he acordado de él? Es imposible no acordarse. Sus golpes están grabados en mí hasta los huesos. No pretendo molestarle, que descanse en paz, pero qué puedo hacer, cuando me tumbo en la cama, los golpes me despiertan y me corroen.

»Mi madre, que en gloria esté, me trataba mejor. También ella sufría, mi padre no tenía piedad de ella. Estaba siempre enfadado: "¿Por qué no has recogido el repollo? ¿Por qué está abandonado el establo?". La pobre se disculpaba, imploraba compasión y prometía hacerlo todo, pero como no cumplía sus promesas, él le gritaba y a veces la abofeteaba. Los días que se encontraba mal, decía: "Te haces la enferma, no tienes nada, no quieres trabajar. De tanto estar en la cama caerás enferma de verdad". Al final él murió primero.

Hugo escuchaba y decía:

—Pronto estaremos en la naturaleza, sin gente.

—Por ahora está lloviendo, es mejor quedarse aquí, hay una estufa caliente.

Las lluvias arreciaban por momentos. No había preparativos para las obligaciones nocturnas ni inspecciones repentinas de la madama. Las mujeres se quedaban en la sala, bebiendo y cantando. A Hugo le gustaban las canciones populares ucranianas. A veces se elevaba un lamento y todas lo secundaban. La madama era la única que no estaba contenta. Hugo oía a veces su voz:

—Si no hay clientes tendremos que cerrar la casa.

—¿Qué será de nosotras?

—Cada una por su camino.

Al oír aquella respuesta, reinaba el silencio y Hugo sentía que el enemigo estaba fuera y también dentro, y le entraban ganas de decir, como la propia Mariana decía de vez en cuando, «no temas, el miedo es un vicio, el miedo es el que nos hace bajar a los infiernos, no debemos tener miedo de las personas».