Capítulo 40

Así pasaron los días: una combinación de inquietud, temor e intenso placer. Su vida anterior se había alejado de él y ahora era una mancha pálida que iba diluyéndose y desapareciendo.

«Papá, mamá, ¿dónde estáis?», preguntaba por preguntar. Ya no estaban dentro de él. En vano intentaba extraerlos de las profundidades de su memoria: ellos se negaban a tomar forma. También se marcharon de los sueños. Sus sueños los llenaba Mariana.

Qué sucedería y cómo transcurriría su vida, en eso no pensaba. Estaba inmerso en aquel extraño lugar e identificaba fácilmente algunas voces: la autoritaria y venenosa del vigilante, la de Victoria, que se quejaba de que no vivía ni de día ni de noche y que sobre todo estaba furiosa con una mujer llamada Shiba, que comía a dos carrillos y dejaba las ollas vacías, y por supuesto, la voz fina, infantil, de Kitty. Le apenaba dejar aquel lugar conocido. Se consolaba pensando que, en su vagabundeo, Mariana lo acompañaría, sin obligaciones nocturnas y toda para él.

Aquel vagar con Mariana por las montañas de los Cárpatos se lo imaginaba como un viaje de placer y contemplación, como los que hacía con sus padres en las doradas vacaciones de verano, sólo que ahora él también tendría responsabilidades.

Hugo sabía que tenía una imaginación bastante retorcida, pero el deseo de estar con Mariana lejos de la gente ponía en su boca palabras que no solía utilizar. A veces le sonaban terriblemente huecas y otras con una desagradable artificialidad.

—¿Me perdonas? —decía.

—¿Por qué?

—Por no expresarme como es debido.

—¿De qué hablas? —decía ella echándose a reír.

Pero, mientras, volvieron la lluvia y el frío. «La semana que viene nos vamos», decía Mariana, posponiendo la salida. Entretanto, también la guarnición fue enviada al frente y en la ciudad sólo quedó una pequeña unidad que buscaba judíos y que, a decir verdad, constituía la clientela de la casa.

La guerra estaba llegando a una fase decisiva. No había duda de que los alemanes se encontraban en una situación crítica. El vigilante, que siempre había alabado al ejército alemán, ya no lo hacía. Ahora hablaba en ese tono del ejército ruso, que había sabido retroceder y atraer con ardides a los alemanes hacia el interior de las estepas nevadas. El fin de los alemanes sería como el de Napoleón. El invierno, no los tanques, decidirían la guerra.

Las mujeres escuchaban aterradas. Era evidente para todos que quien hubiese servido a los alemanes sería castigado. El ejército ruso era rencoroso y vengativo.

—¿Qué nos harán? —preguntaba una joven voz femenina que Hugo no identificaba.

—Después de toda guerra hay clemencia. Pecados como estos no se tienen en cuenta —decía el vigilante con su voz autoritaria. Su determinación no mitigaba los temores de la mujer, que quería saber si la clemencia se otorgaría también a aquella casa. El vigilante perdía la paciencia y, sin mirarla a la cara, respondía—: No tienes nada que temer, no te castigarán. —Y todas se reían.

Entretanto, disminuyó mucho el número de huéspedes. Por las noches, las mujeres se sentaban a jugar a las cartas y a recordar. Algunas veces se oía una confesión acompañada de llanto. Mariana estaba serena. Bebía todo lo que quería. Cuando bebía la cantidad que necesitaba, su rostro se iluminaba, soltaba frases sorprendentes, veía el futuro de color de rosa y le prometía a Hugo que, cuando el tiempo mejorase, se pondrían en camino. «Ya eres mayor y debes saber que esta casa no es más que un prostíbulo». Hugo había conseguido conocer algunos secretos de aquel lugar, aunque aún había cosas en las que lo oculto era mayor que lo revelado.

Los huéspedes, como se ha dicho, escaseaban, y ahora las mujeres se peleaban por ellos. Mariana estaba harta de huéspedes y se alegraba de poder dormir en su cama con Hugo. La felicidad de Hugo no tenía límites.

—El hombre debe dar gracias por cada día y por cada hora —volvió a sorprenderlo Mariana.

—¿Por qué? —preguntó Hugo.

—Porque todo puede cambiar en un instante. Un día sin ultrajes es un regalo del cielo, y hay que dar gracias por ello. Debes aprender esto, querido, nada se explica por sí mismo. Estamos en manos de Dios. Él hace el bien o mal según su voluntad.

—¿Dios nos vigila?

—Siempre. Por eso tengo miedo. A Dios no le gustan estas casas de pecado. Dios quiere a las mujeres casadas que traen niños al mundo. A mujeres como yo no las quiere.

—Yo te quiero.

—Pero tú no eres Dios —dijo, y los dos se rieron.

Volvió a abrir la Biblia y a leer la historia de José. Hugo sentía que también él, como José, llevaba en su interior un secreto que iba a revelarse. Ahora también él tendría que afrontar muchas pruebas, pero lo que le iba a deparar el futuro, eso no lo sabía.

Mariana repetía una y otra vez: «Serás artista, tienes la altura adecuada, eres observador, piensas de la forma correcta y no te dejas llevar por las emociones. En resumen, serás artista, es lo que me dice el corazón».

Era extraño que precisamente ella, que desde pequeña sabía lo que era luchar duramente, no negara que en el hombre también hay belleza y nobleza. «¿Dónde habrá adquirido esa capacidad de razonar?», se preguntaba Hugo una y otra vez.