El verano agonizaba. Los campos, que apenas ayer se habían dorado, se extendían ahora segados y tristes. Las noches eran frías, y Hugo se tapaba con las pieles de oveja. Una vez por semana, Mariana lo lavaba. Era un momento muy agradable que guardaba como un secreto toda la semana.
Y por las noches, cuando no tenía huéspedes, Mariana lo invitaba a su cama, lo abrazaba y le decía: «Eres de Mariana. Eres su hombre. Todos los hombres son unos bastardos, sólo tú la quieres de verdad».
Cuando le sonreía la fortuna, dormía entre sus brazos una noche entera, pero había otras en que un huésped llamaba de pronto a su puerta y él debía trasladarse encorvado a la recámara. Todo ese cálido gozo se desvanecía y sólo quedaba la abrasadora humillación.
Entre la puesta y la salida del sol Mariana sufría. Enumeraba uno por uno sus tormentos.
—Los soldados me tratan como si fuese un colchón y me exigen hacer cosas repugnantes. Cuando bebía coñac podía soportar esa humillación, pero sin él me duelen todos los miembros envilecidos de mi cuerpo.
Hugo no comprendía todas esas sensaciones, pero sentía el temblor de sus manos. Aquel temblor decía sobre todo: «No puedo soportar a todos esos hombres uno tras otro. Ha llegado el momento de huir, y no importa adónde». Hugo sentía que debía salvarla.
—Yo huiré contigo —decía—, viviremos en la naturaleza, solos tú y yo.
—La gente me reconocerá y me golpeará. —Mariana volvía a sus viejos temores.
—Huiremos a un lugar donde no nos reconozcan.
—¿Estás seguro? —preguntaba como si él tuviese la respuesta.
—Mi corazón me dice que necesitas coñac. Cuando estemos en las montañas, solos y sin peligros, podrás beber lo que quieras.
—Tú comprendes a Mariana y la quieres —decía, y se apresuraba a abrazarlo.
Cada vez que Mariana decidía abandonar la casa pasaba algo que la demoraba. Unos días antes, Paula se había desmayado y fue hospitalizada. Su estado era grave, y la madama se negó a pagar la cuenta del hospital. Este por su parte, amenazó con trasladar a la enferma al asilo, donde los pobres abandonados morían en poco tiempo. Y hubo una gran movilización. Todos hablaban de la salvación de Paula como de un acto sagrado. Reunieron dinero y joyas, y fue un momento memorable. Avisaron a un médico, que la revivió, y todos celebraron la resurrección de Paula bebiendo y cantando. En vano amenazó la madama con despedir a los bebedores. Todos estaban borrachos y alegres, e hicieron oídos sordos a las amenazas, pero cuando la madama informó de que acudiría a la comandancia, despertaron y obedecieron.
Aquel mismo día empeoró el estado de Paula, que falleció la noche siguiente. Una sensación de tristeza e impotencia embargó a los habitantes de la casa, pero no se escucharon recriminaciones ni llamadas a la rebelión.
—Paula se ha ido porque no hicimos caso de sus dolores, y cuando reaccionamos, ya era demasiado tarde. El hombre no es distinto a la bestia, sólo vive para sí mismo. —Mariana habló de una forma tan práctica y fría que le asustó.
Ya se había percatado de que cuando hablaba de Dios y del Salvador, formulaba las frases en forma negativa: «Dios no quiere a Mariana. Si la quisiese, no la atormentaría, le indicaría el buen camino». Otra versión más habitual era: «Mariana se lo merece. Es completamente indomable, como dice el sacerdote». Y otra versión: «No he sabido amar a mis padres según los mandamientos de Dios y me he entregado a dudosos placeres. Me lo merezco. Dios lo ve todo y lo oye todo, y castiga al hombre por sus obras. No tengo escapatoria. Aún no he recibido ni la décima parte de lo que merezco».
Una vez le oyó decir: «Jesucristo, llévame contigo, estoy harta de esta vida». Sin embargo, cuando los huéspedes eran buenos con ella, le daban algunos billetes o una bombonera, olvidaba sus desgracias, se duchaba, se maquillaba, se ponía un vestido de colores y unos zapatos de tacón, se plantaba muy erguida en medio de la habitación y preguntaba:
—¿Qué tal estoy?
—Fantástica —la halagaba Hugo.
—No hay que quejarse demasiado, no todo es negro —decía ella con voz templada.
Cuando Mariana estaba contenta, también Hugo salía de su concha y su mundo se ensanchaba.
Cuando el último huésped abandonaba la habitación, ella se quedaba en la cama y se sumía en un profundo sueño. A veces dormía hasta el atardecer. A Hugo lo atormentaba el hambre, pero tenía cuidado de no molestarla. Cuando se despertaba, ella se apresuraba a llevarle un plato caliente, se disculpaba y se reprendía a sí misma: «He dejado abandonado a mi amado. Me merezco unos buenos azotes».
—Todo será distinto cuando estemos juntos en un lugar aislado —le dijo un día—. Tengo que armarme de valor. Necesito un pequeño empujón, y entonces echaré a volar contigo. No desesperes, Hugo, lo haremos, y de la mejor forma posible. La naturaleza es el mejor sitio para Mariana. Las personas me sacan de quicio. No puedo soportar su hipocresía y su crueldad. Me gustan los pájaros. Estoy dispuesta a dar mi vida por ellos. Un pajarillo que come de tu mano migas de pan es parte del Altísimo, y también tú pierdes por un instante el peso de tu cuerpo y eres capaz de elevarte con él.
Eso dijo y luego se calló. Hugo tuvo la certeza de que esas palabras no eran suyas, sino que alguien las había puesto en su boca.