Se había acabado la cosecha. Carros cargados de paja avanzaban por los caminos de tierra. Hugo los observaba y, cuanto más los observaba, más seguro estaba de haber visto carros cargados así alguna vez, uno de los veranos dorados junto al Prut, pero dónde y en qué circunstancias no lo recordaba. Ese olvido le hacía daño. No mucho tiempo atrás podía ver a sus padres perfectamente, justo a su lado, y ahora eran una sombra fugaz. Cada vez que intentaba mirarlos, se esfumaban o se cubrían de oscuridad. También su voz, clara y diáfana, se había debilitado mucho.
Con ira contenida, como siempre, Mariana repetía una y otra vez que su cuerpo no podría aguantar esa presión mucho tiempo. Hablaba de su cuerpo como de un ser que ella no podía dominar. Una vez le dijo: «Mi cuerpo se ha calmado un poco, parece que se ha controlado o quién sabe qué». Normalmente lo despreciaba y lo llamaba «carne abominable». Y de sus pechos hablaba como de ubres ordeñadas sin descanso. Una vez sorprendió a Hugo diciéndole: «No en vano decía el sacerdote: "Dejad la carne, que hoy está aquí y mañana en la tierra, pensad en el alma y en el reino de los cielos"».
De vez en cuando entraba la pequeña Kitty y le preguntaba cómo estaba. La vida oculta de Hugo le intrigaba. «¿En qué piensas?», preguntaba, y al parecer esperaba una larga respuesta. Hugo le reveló algo que no le había contado ni siquiera a Mariana: en primavera aún veía a sus padres en su imaginación, y ahora se habían alejado de él.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—No te preocupes, volverán a ti —le respondió con ternura.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hugo, aunque sabía que no debía preguntar así.
—Los míos también se alejaron de mí, pero ahora han vuelto, casi todas las noches los veo en sueños.
—¿Vienen a ti desde el otro mundo?
—Así es, me alegra recibirles.
Kitty no husmeaba demasiado. Le contaba que había rumores de que pronto terminaría la guerra. Todos los soldados que estaba destinados en la ciudad habían sido enviados al frente.
—¿Y ya no cazan judíos? —se interesaba Hugo.
—Hay una pequeña unidad que se ha quedado y aún los persigue. Siempre encuentran a uno o dos, los esposan y los llevan por las calles de la ciudad. Pobrecillos. Pronto acabará la guerra y la pesadilla terminará.
A Hugo le gustaba oír su voz; aunque tenía veinticuatro años, era tan clara que le recordaba a la de las chicas de su colegio.
—¿Y tú eres judío? —volvió a sorprenderlo.
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Pareces uno de nosotros, eres exactamente igual.
—Soy judío, no lo voy a negar —dijo Hugo riéndose.
—Durante años he soñado con tener un hermano como tú —dijo Kitty mirándolo con cariño—, alto, con rizos y que hablara como tú.
—Estoy dispuesto a ser tu hermano.
—Gracias —dijo, y se ruborizó.
Cada encuentro con Kitty dejaba en él un gozo que se filtraba en su imaginación. Una vez soñó que paseaba con ella por la ribera del río y, de repente, Kitty le anunciaba que tenía intención de huir de la casa y vivir en la naturaleza. Estaba harta de los huéspedes gordos.
—Si quieres, podemos irnos juntos. Supongo que también tú estarás harto de vivir en un jaula.
—¿Y qué le diré a Mariana?
—Le dirás que estás harto de la jaula. Eres un joven como cualquier otro, no has cometido ningún pecado ni ningún crimen, y puedes vivir en la naturaleza.
—¿Y los alemanes no me cazarán?
—Eres mi hermano y te pareces a mí —se rió, y Hugo se despertó y encontró a Mariana sentada a su lado.
—Dame un trago, querido, no quería despertarte y llevo un rato esperando. Duermes muy bien, es un placer verte; así duermen los cachorros.
—Tendrías que haberme despertado, no debes sufrir demasiado —dijo Hugo, sorprendiéndose a sí mismo.
—Quería saber cuánto podría soportar este tormento.
Hugo le tendió la botella y Mariana dio un trago largo y enseguida otro más.
—Coge la botella y escóndela —dijo poniéndose en pie—. Esperemos que esta noche no haya huéspedes. Cada vez son menos, gracias a Dios, pero algunos vuelven y no dejan de reprocharme que mi aliento huele a coñac. Espero con impaciencia el final de la guerra, entonces seremos libres. Tú saldrás de la recámara y yo de la casa. Es mejor cavar en un campo de maíz que ser machacada noche tras noche. Mi héroe, ¿por qué te pongo la cabeza como un bombo? Llegado el día te dirás: «Mariana estaba loca de remate».