Los sufrimientos de Mariana por la abstinencia se prolongaban durante todo el día. Cada mañana, después del desayuno, Hugo le acercaba la botella y ella daba unos tragos largos y decía: «Eres mi secreto, eres la droga de mi vida, tú me revives». Por precaución, rociaba su cuerpo y su ropa con perfume y aseguraba: «Nadie se dará cuenta de que he bebido».
Cuando estaba triste o deprimida y le costaba contenerse, decía: «Sólo un trago, nada más». Hugo le tendía la botella y ella bebía y murmuraba: «Esconde rápidamente la botella, que no la vea».
—¿Has vuelto a caer? —le advertían sus compañeras cuando descubrían que había bebido.
—Sólo un trago.
—Ten cuidado, la madama tiene un olfato de perra.
Algunas veces entraba en la habitación su compañera Kitty. Era muy bajita y parecía una joven que, al volver del colegio, hubiera acabado ahí por error. Era guapa y alegre y divertía a sus compañeras, y probablemente había clientes que eran suyos, sólo suyos.
A Kitty le gustaba hablar de sus experiencias, y en ocasiones las contaba con pelos y señales. Mariana y sus compañeras no hablaban de sus experiencias. Sus impresiones casi siempre se resumían en una palabra o en una frase corta: «Una bestia, despreciable, repugnante, ¿qué puedes esperar de un toro bravo? Me dan ganas de vomitar». Tan sólo de vez en cuando se oía: «Me ha traído una bombonera; me ha hablado de su casa de Salzburgo».
Por ellas supo Hugo que en la ciudad había una unidad especial que se ocupaba de la caza de judíos. Cada semana seguían encontrando a unos cuantos. La mayoría eran ejecutados, y a unos pocos los interrogaban y los torturaban hasta que revelaban los escondites de sus amigos. «Pretenden matar hasta el último de ellos» oyó Hugo, y se estremeció.
Un día, se abrió la puerta de la recámara y apareció Kitty.
—He venido a verte. Mariana me ha hablado mucho de ti.
Hugo se puso en pie y no supo qué decir.
—Dios mío, eres tan alto como yo. ¿Cuántos años tienes?
—Pronto cumpliré doce.
—Yo tengo el doble, e incluso un poco más. ¿Qué haces durante todo el día?
—Nada. ¿Qué se puede hacer aquí?
—¿No lees? A los judíos les gusta leer, ¿verdad?
—Pienso, y a veces imagino.
—¿Tienes miedo?
—No.
—Mariana me ha hablado de ti. Ella te quiere.
—¿Y tú estás contenta aquí? —se atrevió a preguntar.
—Esta es mi vida —contestó, con una sencillez emocionante. Un instante después añadió—: Soy huérfana, hace ya veinte años. Esta es mi casa. Aquí tengo amigas.
—¿Y no tienes hermanas?
—Soy hija única —dijo riéndose.
En el colegio donde estudiaba Hugo había niñas que tenían la misma altura y las mismas facciones que ella, pero Kitty no era una niña. Por alguna razón, le recordaba a Frida. También ella tenía cara de niña. La última vez que la vio fue apretujada entre los deportados, saludando con su sombrero de paja.
—¿No te aburres? —preguntó Kitty en voz baja.
—No.
—Yo me aburriría. Necesito amigas. Eres un joven muy guapo, no es de extrañar que Mariana te quiera.
—Yo la ayudo. —Hugo quería quitarse importancia.
—¿En qué?
—En lo que puedo.
—Es bonito por tu parte —dijo Kitty—. Volveré a visitarte. Ahora debo irme.
—¿Te he decepcionado?
—No. En absoluto. Eres un joven guapo y listo. Tenía curiosidad y he venido a verte. —Sonrió y cerró la puerta de la recámara.
Hugo sacó la Biblia y leyó la historia de José. Enseguida le vio como un príncipe esbelto, vestido con una túnica espléndida. Sus hermanos eran toscos y rudos y estaban ansiosos por hacerle daño. Qué raro, José no prestaba atención a sus intrigas, estaba inmerso en su mundo principesco. Cada vez que sus hermanos hablaban, él sonreía, como quien descubre una oscura intención. Él sabía que sus hermanos no dudarían en asesinarlo, pero los ignoraba a propósito, y así mostraba su desprecio hacia ellos.
Leer y pensar sobre lo que había leído le devolvió sin darse cuenta parte de su existencia perdida, y vio ante sus ojos al profesor de alemán, un judío converso que articulaba muy bien las palabras. Franz y Anna eran sus favoritos. Y por un instante le pareció que los días oscuros pasados en la recámara le habían enseñado en secreto cosas de las que carecía y que, cuando se reanudaran las clases, podría también él expresar sus ideas de forma concisa, sin enredarse en detalles superfluos.
Ese pequeño descubrimiento le alegró.