Capítulo 34

Pero durante los días siguientes no hubo ni un rayo de luz. Mariana repetía que sin coñac perdería la razón. Los huéspedes no se quejaban de ella, pero algunos decían: «¿Qué te pasa, dónde ha ido a parar el fuego que había en ti?».

Mariana sufría, y su sufrimiento se podía percibir en todo lo que hacía. Limpiaba la habitación a conciencia cada día, aireaba el colchón y las mantas. Hugo se percató de que sus movimientos eran enérgicos, pero que, cuando se encendía un cigarro, sus dedos temblaban.

Sus huéspedes eran soldados y oficiales, y por uno de ellos supo Hugo que la guerra se había recrudecido y que muchos soldados eran enviados al frente. Una vez oyó a uno de los soldados decirle a Mariana:

—Mañana nos mandan al este. Toma este anillo con mi nombre grabado. Contigo he pasado las mejores horas de esta maldita guerra.

Al oír eso, Mariana se echó a llorar.

—¿Por qué lloras?

—Me da pena por ti —dijo, llorando más aún.

Una tarde le dio a Hugo una botella de coñac.

—Guárdala —le dijo—. No me dejes beber demasiado. Tomaré un poco por la mañana, antes de dormir, y por las noches, cuando no tenga clientes. Tú mantente en guardia y dime «Mariana, ahora no puedes beber». Tú eres inteligente y sabes exactamente cuándo puedo beber y cuándo no. Yo pierdo la cuenta. Tú serás mi contable.

En su fuero interno, Hugo sabía que era un papel desagradecido y que no estaba lejos el día en que Mariana le diría «no te entrometas, no me digas lo que tengo que hacer», pero cumplió su deseo.

—Guardaré la botella —dijo—, y, si es necesario, te lo recordaré.

—Eres mi mejor amigo, sólo puedo confiar en ti.

Aquella noche soñó que se encontraba en un campo lleno de flores y de árboles, y que sus padres estaban sentados a su lado. En cada estación del año iban a los Cárpatos. La primavera y el verano eran sus favoritas. Exploraban, se maravillaban con los paisajes, se sentaban sobre la tierra, comían algo ligero y hablaban poco. El cochero que los llevaba los esperaba junto a uno de los enormes árboles. Normalmente había bebido algún que otro trago de más y estaba alegre.

De camino a casa bromeaba sobre los judíos, que no bebían y siempre se mantenían lúcidos.

—La lucidez, debe saberlo, doctor —se dirigía a su padre—, no siempre es útil. Demasiada lucidez estropea el sabor de la vida. Te tomas tres o cuatro copas y al instante estás en un mundo maravilloso.

—Beber demasiado es malo para la salud —respondía el padre.

—También el que se preocupa por su salud acaba enfermando.

—La cama de un hospital no es la belleza que desearía para mí.

—Todos, más tarde o más temprano, acaban allí —gritaba el cochero con voz triunfal.

Al padre le gustaban los cocheros. Escuchaba sus deseos ocultos, sus confesiones, algunas veces intentaba resquebrajar su aparente seguridad, pero, por supuesto, no servía de nada, ellos seguían a lo suyo. Eran inamovibles como rocas en su forma de pensar.

—Los judíos son tercos —decían al final de la discusión—, un pueblo testarudo, no les harás cambiar de idea.

Al oír eso, el padre se echaba a reír.

—Tiene razón —decía.

—¿De qué me sirve tener razón? —decía el cochero uniéndose a la risa del padre.

En aquella ocasión era distinto. La madre observaba a Hugo con sorpresa, como diciendo: «¿Por qué no me cuentas lo que te ha pasado?».

Hugo reaccionó y dijo:

—¿Qué hay que contar? He estado en la recámara de Mariana.

—Eso ya lo sé, yo te llevé allí, pero ¿qué has visto y oído allí, y cómo pasabas los días?

—Es una larga historia —respondió en tono ambiguo.

—¿Alguna vez conseguiré oír de tu boca la historia completa?

—¿Qué hay que contar? —intentó evadirse de nuevo.

—Nos interesa cada detalle —dijo la madre en tono familiar.

—Había días largos como el infierno y días cortos como una ráfaga de aire —respondió Hugo, alegrándose por haber encontrado las palabras.

—No me imaginaba que lograría llegar hasta aquí.

—El verano en los Cárpatos no se puede olvidar. —Hugo había recuperado su idioma.

—Gracias a Dios que estamos juntos de nuevo.

—¿Tú crees en Dios? —se alegró de poder preguntar y no sólo contestar.

—¿Por qué lo preguntas?

—En nuestra vida anterior no te oí decir nunca «gracias a Dios».

—Mi madre, tu abuela, Hugo, daba a veces gracias a Dios. Ahora me permito a mí misma hablar con sus palabras, ¿es un pecado?

Entonces intervino el padre, que por cierto llevaba el traje blanco que le confería una sencilla majestuosidad.

—Las creencias no se compran ni se cambian fácilmente —dijo—. Yo sigo siendo lo que era.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —dijo la madre levantando la cabeza.

—¿Es que he cambiado? —preguntó el padre en un tono que pretendía calmar la tensión creada.

—Yo creo que todos hemos cambiado. Tú has estado cerca de dos años en un campo de trabajo y has construido los puentes del río Bug, Hugo ha estado donde Mariana y yo trabajando como una esclava en el campo. ¿Es que todo eso no nos ha cambiado?

—Yo siento que he envejecido, pero no que he cambiado.

—A mí —dijo Hugo tocando la cruz que llevaba sobre el pecho—, esta cruz me ha salvado.

Aquello enmudeció a los padres, atónitos ante lo que acababa de salir por la boca de su hijo. Estaba claro que no seguirían preguntando qué ni por qué.