Se quedó esperando los pasos del vigilante. Una vez lo había visto a través de las ranuras: un hombre alto y ancho de espaldas.
—Eres justo lo que eres, vete a tu habitación —espetó a una de las mujeres.
—No me voy, tú no eres mi superior —alzó la voz ella.
—Si oigo una palabra más, te machaco —dijo, ilustrándolo con los dedos.
Hugo sintió pena de sí mismo, porque iba a ser estrujado por las fuertes manos del vigilante y no volvería a ver a sus padres, pero sus pies se negaban a levantarse y saltar la valla hacia la espesa oscuridad. Sacó el cuaderno de la mochila y escribió:
Queridos Papá y Mamá, hace un rato me he ido de la recámara. Mariana no ha vuelto por mí como prometió y la cocinera, Victoria, ha amenazado con entregarme. No me queda más remedio que huir al bosque. Ahora estoy en la leñera preparándome para salir. No os preocupéis, llegaré al bosque y encontraré un escondite, pero si la suerte no me sonríe, soy atrapado o desaparezco, sabed que habéis estado siempre en mis pensamientos.
Volvió a meter el cuaderno en la mochila y las lágrimas bañaron su rostro.
El cielo cambiaba de tonalidades y por el horizonte aparecían destellos rosas. Desde la leñera podía ver los pastizales y la casa cubierta de enredaderas. Durante todo aquel tiempo había visto sólo fragmentos, y ahora la descubrían en su totalidad. «Voy a comenzar una nueva vida», se dijo, y se armó de valor.
Justo cuando estaba en la entrada de la leñera, dispuesto a arrojar la mochila al otro lado de la valla y a saltar inmediatamente después, se oyó una voz llamando desesperadamente:
—Hugo, Hugo, ¿dónde estás?
Por un instante sospechó que era una ilusión, pero la voz se oyó de nuevo, y en el mismo tono desesperado.
—Estoy aquí —respondió.
—No te veo.
—Estoy fuera.
—Vuelve.
Se acercó al hueco y se coló hacia dentro. Cuando sacó la cabeza de la oscuridad, vio a Mariana, que cayó de rodillas.
—Mariana —susurró.
—Dios mío, ¿por qué has salido afuera?
—Victoria amenazó con entregarme.
Incluso a oscuras vio cuánto había cambiado: su rostro estaba consumido, llevaba el cabello recogido y muy tirante, y tenía hundidas las cuencas de los ojos. También la forma en que lo agarró con las dos manos era distinta.
—He dejado de beber —dijo agachando la cabeza.
Hugo no pudo contenerse y le dio un beso en la cara.
—He pasado unos días muy difíciles, y he decidido dejarlo y regresar. Aquí tengo una habitación propia, comida y un sueldo; fuera me han maltratado.
Hugo conocía sus caídas, pero no recordaba una así. Mariana le contó que llevaba ya una semana sin probar ni una gota. La abstinencia la deprimía, pero no le quedaba más remedio.
—Yo te ayudaré —dijo.
—Sin coñac mi vida no es vida. La alegría y las ganas de vivir me han abandonado, pero no me queda más remedio. Fuera me perseguían como si fuese una perra sarnosa.
Hugo le cogió la mano y la besó.
—Mariana —dijo—, no te preocupes. Haré todo lo que me digas.
—Te lo agradezco mucho —dijo ella, con una voz que no le había oído jamás.
Enseguida empezó a arreglar la habitación, a fregar el suelo y a volver a poner las fotografías sobre los tocadores. Mariana estaba de nuevo en todos los rincones, joven, lozana y llena de vida.
—¿Qué has hecho durante el tiempo que no he estado aquí?
—Quedarme en un rincón pensando en ti.
—He buscado un lugar apropiado para nosotros, pero no lo he encontrado. He ido de un lado a otro, y en todas partes me reconocían y me perseguían, y mientras, a ti te ha maltratado la hipócrita de Victoria. ¿Qué pensabas hacer?
—Huir al bosque y buscarte.
—Mi héroe.
Por la tarde le preparó un baño.
—Ahora voy a lavar a mi hombre —dijo—. Le he tenido mucho tiempo abandonado, y ahora será mío de nuevo.
Y por un instante volvió a ella la voz de antaño y la luz regresó a su rostro.
Aquella noche durmió con Mariana en la cama grande. Su cuerpo suave y los perfumes lo envolvieron con un intenso placer.
—Eres mío, eres todo mío, los hombres son brutos y groseros, sólo tú eres fuerte y dulce.
Y así, de un plumazo, Mariana ahuyentó la oscuridad que unas horas antes había estado a punto de asfixiarlo.