Los días siguientes fueron tensos: las mujeres de la casa discutían, peleaban y se echaban a llorar amargamente. La muerte de Nasha las tenía conmocionadas.
—Los peces malvados han devorado su carne —se oyó una voz desesperada en el pasillo.
—Ahora Nasha está en el cielo —opinaba por el contrario Victoria—, y los ángeles bondadosos la acompañan a todas partes. No hay que preocuparse. Ella ya está en buenas manos. Ojalá lo estuviésemos nosotras.
Sin embargo, a Hugo le hablaba en otro tono:
—Debes huir; si no, te haremos huir nosotras.
—Estoy esperando a Mariana.
—No tienes nada que esperar, ella no vendrá. Debes irte al bosque, allí hay otros judíos.
Aunque se burlaba del miedo que lo dominaba, era más fuerte que él. Por la noche soñó que estaba con sus padres en el tren rápido con destino a los Cárpatos. Las montañas estaban cubiertas de nieve. El tren se detenía, como siempre, en la estación que todos llamaban «La cima». Hugo se ponía los esquís y se deslizaba directamente desde el andén. La bajada era suave y sentía que su cuerpo volaba. El padre, que se deslizaba detrás de él, gritaba: «Hugo, esquías fenomenal, has mejorado mucho desde que estuvimos aquí por última vez. ¿Dónde has aprendido?». Hugo, animado por las palabras de su padre, aumentaba la velocidad, se elevaba, volaba sobre la nieve y gritaba: «He superado el miedo. Ahora ya no tengo miedo».
Al día siguiente, Victoria le habló con voz firme.
—Están buscando judíos casa por casa —dijo—. Nos pones en peligro a todas. Aún tienes unas horas para preparar la mochila, salir por el hueco y desaparecer. Si no lo haces, el vigilante te entregará a la policía.
—¿Y adónde iré? —Su voz temblaba.
—Ya te lo he dicho, al bosque, en el bosque hay judíos. No seas miedica. Arriésgate y vive. A quien no se arriesga lo mata el miedo.
—Me iré esta noche —dijo.
—¡Ay de ti si abro la puerta por la mañana y te encuentro aquí!
Esa fue la sentencia, y vio ante sus ojos al vigilante arrastrándolo.
Decidió que dejaría la maleta, y también los libros de Julio Verne y de Karl May, y los de matemáticas y de geometría. Cogería algo de ropa de abrigo, el cuaderno y la Biblia. Si la voluntad de Dios era que regresase, lo encontraría todo en su sitio, pero si quería que permaneciese en el bosque, no había nada que hacer. Así se atropellaban las palabras en su mente. Luego se percató de que era la forma de hablar de Mariana, que él había hecho suya.
Por alguna razón apareció ante sus ojos la asistenta, Sofía. Ella personificaba el extremo opuesto de todos los conceptos aceptados en su casa. Su rusticidad, su devoción, su fe y su arbitrariedad reflejaban seguridad en sí misma y en su forma de vida. Las dudas no enturbiaban su alma.
—Los judíos son demasiado calculadores —decía muchas veces—, aún no he visto a un judío dando rienda suelta a su enfado. ¿Por qué los judíos no se enfadan?
Muchas veces, al regresar de la iglesia, la oía decir:
—¿Por qué vosotros no vais a la casa de oración? Yo soy una mujer nueva cuando vuelvo de la iglesia. La oración, la música y la homilía me unen a Dios y al Salvador. ¿Vosotros no añoráis a Dios?
—Lo añoramos —respondía el padre medio en serio, medio en broma.
—Entonces, ¿por qué os quedáis en casa en el sabbat?
—Dios está en todas partes, también en casa, ¿no dicen eso? —El padre pretendía dárselas de listo.
Al oír ese pretexto, ella hacía un gesto con la mano como diciendo: «Son excusas», y a veces añadía:
—Los judíos son un pueblo extraño, no los comprendo.
Sofía estaba llena de vida, y los padres la querían. En cada festividad le regalaban algo o le daban dinero para que se lo comprase ella misma. Un mes antes de la invasión de los alemanes regresó a su pueblo. La madre le proporcionó ropa y le dio una indemnización. Ella lloró como una niña.
—¿Por qué os dejo? —preguntó—. Sois mejores conmigo que mis padres y mis hermanas.
—Puedes quedarte. —La madre reaccionó enseguida.
—Les prometí a mis padres que regresaría. Tengo que cumplir mi promesa.
Los tres la acompañaron a la estación de ferrocarril, y no la dejaron hasta que no estuvo sentada en su asiento junto a la ventanilla.
Hugo despertó de aquella alucinación. Eran las dos de la madrugada. Esa madriguera llamada «recámara», en la que había permanecido encarcelado cerca de un año, le pareció de pronto un refugio que no sólo lo protegía sino que también lo alimentaba con imágenes fascinantes. Cada vez que se colaba por el hueco y salía afuera, la oscuridad le parecía espesa y llena de hostilidad.
El tiempo apremiaba, pero él no se daba prisa. La ropa de Mariana, que llenaba la recámara y le era tan querida, ahora parecía pertenecer a su mundo interior. «Si hay que morir, es mejor morir aquí que fuera», se dijo, sin valorar convenientemente lo que había dicho.
A las cuatro empujó la mochila por el hueco y salió tras ella. La oscuridad cubría los pies de la valla y los troncos de los árboles. En el cielo ya había diseminadas algunas manchas pálidas. Había podido atravesar la valla fácilmente y llegar al campo, pero sus pies se negaron a responder a esa orden. Estaba paralizado. Al final entró en la leñera y se acurrucó en un rincón.