Por la mañana, Hugo se despertó sobresaltado: la habitación de Mariana retumbaba. Era difícil saber el porqué de tanto alboroto. Por un instante le pareció que varios soldados estaban registrando y las mujeres intentaban cerrarles el paso hacia la recámara. Hugo se levantó y se dispuso a salir por el hueco. Entretanto, el alboroto se convirtió en llanto y en medio del llanto se oyó el nombre de Nasha.
Al oírlo, el cuerpo de Hugo se encogió. El llanto duró un buen rato y lentamente se fue desplazando hacia otro lugar. Algunas mujeres se quedaron en el pasillo hablando de una forma extrañamente práctica. Comprendió que a Nasha le había ocurrido alguna tragedia. De qué naturaleza, no lo dijeron.
Se sentó y vio ante sus ojos los largos y pulcros pies de Nasha, cuyas uñas había cortado y pintado. Entonces se dio cuenta de que, a diferencia de Mariana, Nasha no enseñaba sus pies fácilmente, como si temiese que le hiciesen daño. Durante todo el tiempo que Hugo estuvo cortándole las uñas, ella se mordía el labio inferior y, cuando terminó de pintárselas, dobló las piernas con un movimiento que dejaba ver el miedo al dolor que se avecinaba.
Luego oyó cómo una de las mujeres, casi sin aliento, decía:
—Cuando acabó el trabajo, se fue de la habitación. Iba con un abrigo grueso, peinada y maquillada, y no se apreciaba nada en ella que pudiese presagiar ningún mal. El vigilante estaba seguro de que se iba a la ciudad a visitar a su prima y a comprar una tableta de chocolate en la confitería, como hacía de vez en cuando.
—En cualquier caso, ¿quién fue testigo de su ahogamiento? —preguntó otra mujer.
—Un pescador. La vio saltar al agua e intentó sacarla, pero no lo logró. La corriente era fuerte.
—¿Y dónde está ahora?
—¿Tienes más preguntas de esas? —respondió la mujer hecha una furia.
De pronto se oyó la voz de otra mujer. Contó con templanza, pero no sin emoción, cómo había sido aceptada Nasha en el trabajo hacía más de un año, y cómo se había adaptado a ese lugar.
—Una mujer modesta y leal con sus compañeras. Si una no se encontraba bien, o necesitaba ayuda, Nasha era la primera en ayudarla. Lo hacía sin esperar nada a cambio, nunca decía «yo te he ayudado y tú eres una desagradecida». Su abuelo era sacerdote, y debió de heredar sus virtudes. Nunca se quejaba, ni de sus compañeras ni de los clientes. Sufría en silencio, con nobleza. No iba a la iglesia, pero Dios estaba en su corazón. Lástima que no supiéramos cuidarla. Ella daba a todo el mundo y a ella nadie le dio nada.
—¿Y por qué ha puesto fin a su vida?
—Al parecer estaba muy sola. Más sola que todas nosotras. Jamás hablaba de sus padres ni de sus hermanas. Siempre mencionaba a su abuelo. Decía: «Un hombre de Dios en el pleno sentido de la palabra».
—¿Y tenía remordimientos?
—Supongo, pero no hablaba de eso. Era muy reservada. Una vez me dijo: «Uno hace cualquier cosa para ganarse la vida». No mostraba desagrado o repulsión, como nos ocurre a todas. Hacía su trabajo cada día sin quejarse de dolor de cabeza o de tripa. En más de una ocasión me dije, «Nasha es fuerte, nos desprecia». Está claro que me equivocaba.
Hugo oía las voces mientras veía cómo las aguas envolvían sus pulcros pies. Qué ocurriría y cómo transcurriría su vida a partir de ese momento, no lo sabía. Se imaginaba que al atardecer Nasha los sorprendería a todos, aparecería y diría: «El pescador se confundió, no era yo, estoy aquí, delante de vosotros». Al final contaría: «He estado en la iglesia de mi abuelo y he visitado su tumba. Me ha recibido con los brazos abiertos y me ha llamado "hija mía"».
Así permaneció Hugo en su rincón, soñando despierto. Entretanto la casa volvió a su ritmo habitual. Se oyeron las preguntas habituales y las consabidas respuestas. De pronto se alzó una voz de mujer mayor:
—¿Cuántas raciones hay que preparar?
—Treinta, no más.
—¿También sándwiches?
—Por supuesto.
El hambre lo atormentaba, y esperaba muy alerta la llegada de Nasha.
Al atardecer se abrió la puerta de la recámara y apareció Victoria.
—¿Qué haces? —preguntó, como si hubiese vuelto a sorprenderlo haciendo algo malo.
—Nada —dijo, poniéndose en pie.
—Nasha se ha ahogado en el río y tú ahí sentado como si te lo merecieras todo.
—No lo sabía —mintió.
—Nasha se ha ahogado y no sé a quién pondrán en su habitación. No todas querrán cuidar de ti. Es peligroso. Nos pones a todas en peligro. ¿Entiendes?
—Sí.
—Si los registros van en aumento, tendrás que irte. No podremos mantenerte más aquí.
—¿Adónde iré?
—Al bosque. Hay judíos en el bosque.
—¿Y quién cuidará de la ropa de Mariana?
—Eso no es asunto tuyo.
Más tarde, Victoria le llevó sopa y albóndiga y se fue, y él concentró toda su atención en la apetitosa comida. Los temores y miedos que lo habían atormentado durante todo el día se alejaron de él. Reaccionó y se dijo: «Si tengo que huir, huiré. Ahora es verano, y las noches son cálidas. En el bosque hay fruta. Los campesinos no me identificarán. Soy rubio, llevo una cruz sobre el pecho y hablo ucraniano fluidamente. En el bosque encontraré a Mariana y viviremos juntos en medio de la naturaleza, lejos de los hombres y sus maquinaciones».