Capítulo 30

Ya se había percatado de que Nasha no hablaba de sus padres ni de sus hermanas. Algunas veces mencionaba a su abuelo, y se notaba que la relación con él era fluida y cercana. Cada vez que pronunciaba su nombre añadía: «Ojalá pueda perdonarme».

Tanto escuchar y seguir a Nasha hizo que el rostro de Mariana se le borrase, pero no el olor de su cuerpo. Por la noche la vio en medio de un campo de flores, ebria y alegre, levantando los brazos hacia el cielo y diciendo en voz alta: «Gracias a Dios que me ha liberado de la cárcel. Ahora Mariana no es de nadie, y nadie le dirá lo que debe hacer». Y al instante se arrodilló, juntó las manos, cerró los ojos, se santiguó y rezó.

Mientras estaba rezando apareció la madre de Hugo. Llevaba un abrigo largo que le acortaba la figura, su rostro blanco y consumido. Por un instante observó a Mariana, se arrodilló a su lado y esperó a que acabase de rezar.

—Mariana, ¿qué haces aquí? —le preguntó cuando hubo terminado.

Al oírla, Mariana se encogió.

—No ha sido culpa mía —dijo—, me han despedido.

—¿Y dónde está Hugo?

—No te preocupes, está en buenas manos, mejores que las mías.

—¿Aún están buscando judíos?

—Ahora los delatores rebuscan por las madrigueras. Por cada judío, les pagan.

—Ya veo, los judíos son artículos muy apreciados. ¿Cómo está Hugo?

—Se ha desarrollado mucho desde que lo dejaste. Es un hombre hecho y derecho. Es muy fácil enamorarse de él.

—Dios mío. —La invocación salió del pecho de la madre.

—¿Por qué te inquietas? La escuela de la vida no es una institución nada despreciable.

El sueño se interrumpió y Hugo se despertó. A diferencia de Mariana, Nasha llevaba una vida muy ordenada. Tras una noche de huéspedes, dormía hasta última hora de la mañana. Luego arreglaba la habitación, se lavaba, se untaba el cuerpo con cremas aromáticas y, cuando aparecía al atardecer, se la veía serena, sin quejas. Algunas veces, Hugo notaba en su rostro algunas arrugas de insatisfacción o una sonrisa pintada de dolor contenido, pero normalmente estaba tranquila o apática. A diferencia de Mariana, ella no lo abrazaba ni lo besaba, no lo abrumaba con halagos o apelativos.

Algunas veces le pedía que fregase el suelo o limpiase la bañera. El cuarto que Hugo seguía llamando «la habitación de Mariana» había cambiado de arriba abajo. No había fotografías, frascos sobre los tocadores ni los pequeños descuidos que indicaban una escasa limpieza.

El poco tiempo que pasaba en la habitación de Mariana, ya no libremente sino como un criado, le traía a la memoria el rostro relajado de Mariana y las noches que no se movía de su lado, y una fuerte nostalgia lo inundaba. La noche anterior, Nasha le había dicho: «Tienes que ordenar la recámara. No se puede vivir con semejante desorden». Casi todo lo que había en la recámara era ropa de Mariana: batas, vestidos, blusas, zapatos, corsés, sujetadores y medias de seda. La ropa de Mariana también era Mariana. Seguía respirando en la tenue oscuridad de la recámara, sin ella.

Cada tipo de ropa le daba un aspecto distinto. La de colores le iluminaba la cara y sacaba la alegría que tenía dentro, la gris y negra añadía tristeza a su tristeza. Muchas veces se quejaba de que los corsés y los sujetadores la apretaban. Se ponía las medias de seda tendiendo la pierna hacia delante, un movimiento que le gustó desde la primera vez que lo vio. Había ropa que no usaba mucho y había perdido el olor, pero casi toda retenía el olor de su cuerpo. Hugo se la acercaba a la nariz y toda la existencia plena de Mariana volvía a la vida.

Estuvo mucho tiempo clasificándolo todo. Si hubiera habido armario, habría ordenado la ropa en los estantes, pero, como no había, la dejó doblada en el banco.

Le mostró a Nasha cómo lo había ordenado todo y ella se puso contenta. Su satisfacción no llegaba al entusiasmo. Cuando estaba contenta decía «pasable» o «bien». A diferencia de Mariana, se guardaba sus emociones y no las mostraba. Cuando Hugo elogiaba su ropa o su peinado, tan sólo decía: «Qué bien que lo hayas notado».

Una tarde se dirigió a Hugo.

—Tengo que pedirte un favor —dijo—, ayúdame a cortarme las uñas de los pies y pintármelas; a mí sola me cuesta.

Hugo se sorprendió; no hubiera imaginado que podría pedirle un favor así.

—Encantado —dijo.

Sus pies y sus tobillos eran hermosos y delicados, y le cortó las uñas con esmero, siguiendo sus indicaciones.

—En nuestra profesión, los pies son la fachada —dijo con una leve sonrisa.

Hugo no entendió el significado exacto de la frase. El contacto con ella, en cualquier caso, no le produjo ningún placer, tal vez porque no le dio las gracias.

—Estupendo —dijo tan sólo, y luego añadió—: Más allá del deber profesional, conviene tener un aspecto decente. ¿Tus padres se preocupan por la apariencia externa?

—Mis padres son farmacéuticos.

—El desorden me saca de quicio, y aquí nadie se preocupa por el orden y la limpieza.

—¿Por qué? —preguntó Hugo desprevenido.

—Porque cada uno se ocupa sólo de sí mismo.

Aquella misma noche oyó a uno de los huéspedes decir:

—Ahora ya no hay más judíos aquí; han llegado a su destino, y a los que están escondidos los sacaremos uno a uno. Hemos conseguido limpiar esta zona de judíos. Ahora se puede respirar.

—¿Todos han partido? —preguntó Nasha.

—Sin excepción.

—¿Y ahora ya no habrá más judíos?

—Hemos cumplido con nuestro deber, de una vez por todas.

Hugo lo entendió casi todo, y lo que no entendió lo adivinó. Y a pesar de todo, le consolaba pensar que su madre estaba oculta en un pueblo remoto y desconocido, y que allí la cuidaba su amiga de la juventud, igual que Mariana y Nasha cuidaban de él.