Capítulo 29

La primavera estaba ahora en todo su esplendor. Por las ranuras se filtraban aromas a hierba cortada y flores. Fuera brillaba un gran sol. Las vacas salían a pastar, y la calma pura acrecentó su nostalgia por Mariana. Sólo ahora sentía hasta qué punto estaba unido a ella. A las diez apareció Nasha en la puerta de la recámara con un tazón de leche en la mano.

—¿Qué tal has dormido? —preguntó con interés.

—Bien, no hacía frío.

—¿Qué has hecho?

—Pensar.

—¿En qué has pensado? —continuó indagando.

—En el destino de Mariana.

—¿El destino? —se sorprendió.

—No tengo otra palabra.

—¿La echas de menos?

—Así es.

—Entonces, ¿por qué no dices «la echo de menos»?

Ese fue el primer reproche que oyó de su boca.

Cerró la recámara y se puso a ordenar la habitación. Podía oír sus movimientos, mesurados y controlados. Mariana odiaba fregar el suelo y cambiar la ropa de cama. Era bastante negligente con la limpieza y, por eso, la reprendían a menudo.

Ya se había percatado de que por la noche los huéspedes de Nasha no la reprendían ni se enfadaban con ella, su voz apenas se oía. Las visitas terminaban de forma pertinente, sin ceremonias y sin gritos como con Mariana.

Desde que esta se había ido, le costaba escribir en el cuaderno. Le parecía que no tenía suficientes palabras, que ocultaba la verdad. Tenía muchas ganas de escribir todo lo que bullía en su alma, sobre todo la nostalgia de Mariana, pero temía que a su madre no le gustase.

Desde que Mariana se había ido, no había estado en su habitación. Ahora los dominios estaban separados: Nasha en la habitación y él en la recámara. Ella hablaba con templanza, y a veces con indiferencia. De cuando en cuando se oía alguna risita, pero nunca alzaba la voz. A pesar de todo, encontró algo común a las dos: también Nasha en ocasiones hablaba de sí misma en tercera persona.

—Hoy Nasha va a dar un buen repaso a la habitación y al cuerpo —le informó.

Hugo quiso preguntar qué significaba eso, pero resistió la tentación y no lo hizo. En aquella ocasión, de todos modos, le dio una pizca de información, tal vez algo más que una pizca. A diferencia de Mariana, arreglaba la habitación a conciencia y se pasaba un buen rato bañándose.

Al atardecer le llevó sopa y albóndigas.

—¿Qué has estado haciendo? —preguntó.

—Nada —contestó, y era cierto.

Desde que Mariana lo había abandonado, los temores lo acechaban por todas partes. Le costaba concentrarse en sus pensamientos o en sus fantasías. Cada pensamiento era cortado de raíz. Tampoco los recuerdos eran tan claros como antes. Por la mañana apareció ante sus ojos Frida, atrapada en el transporte, saludando con un sombrero de ala ancha como si se despidiera del mundo con una risa sarcástica. Hugo quiso volver a contemplar de cerca aquella imagen, pero el pánico la apartó de sus ojos y ya sólo vio el transporte, donde las personas se apretujaban sin rostro, como si fuesen a ser tragadas por una densa niebla.

—¿Por qué no lees? —lo hirió sin proponérselo.

—Me cuesta concentrarme. —No se lo ocultó.

—¿Lo has intentado?

—Ni siquiera lo he intentado.

—A los judíos les gusta leer, ¿verdad?

—A papá y mamá les gustaba sumergirse en la lectura.

—Mi abuelo era sacerdote. Decía: «Aprended de los judíos, son el pueblo del libro. No hay ninguna casa judía sin biblioteca».

—En la nuestra hay una gran biblioteca. —Por un instante, volvió a él el orgullo de los días pasados.

—¿Y qué ha sido de los libros?

—No hay nadie en casa.

Nasha hablaba despacio, escuchaba atentamente y elegía las palabras. Su mirada se concentraba para no perder un gesto ni un detalle. Algunas veces, a Hugo le parecía que ponía trampas a su alrededor para que él cayese.

Él intentaba aprender los movimientos de su cuerpo, escuchaba el ritmo de las palabras, pero sus esfuerzos sólo lo llevaban a la siguiente conclusión: «Nasha es una criatura extraña. Quién sabe qué secreto guarda en su corazón».

—¿No te resulta duro vivir en la recámara? —volvió a sorprenderlo.

—Me he acostumbrado.

—Eres un niño fuerte.

—Aún no he hecho nada para ser merecedor de ese calificativo.

—Lo has hecho.

Cada día le dejaba una palabra cargada de sentido o una frase incomprensible. Hugo las asimilaba y les daba vueltas durante un buen rato, hasta que se cansaba.