Capítulo 24

Al día siguiente Victoria no apareció. Hugo se comió las sobras de los sándwiches y permaneció a la escucha. En la habitación de Mariana no se oía nada. De los cuartos contiguos llegaban las voces habituales: «¿Dónde está el cubo?», «¿Ya has fregado la habitación?». Varias veces se oyó la voz de Victoria. Era difícil saber si solamente hablaba o estaba discutiendo. En cualquier caso, peleas no había. Entre unas frases y otras se alzaban olas de risas que inundaban el pasillo, caían y se rompían.

«¿Dónde estoy?», se preguntó de pronto, como si estuviese viviendo en un sueño. El secreto que envolvía aquel lugar ya lo había sentido a las pocas semanas de llegar, pero ahora, tal vez a causa de la severidad de Victoria, le parecía como una prisión. Cada vez que había preguntado a Mariana ella eludía la respuesta y decía: «Deja esa porquería, es una lástima ensuciarse la mente».

Tenía muchas ganas de sacar el cuaderno y escribir sobre todo lo que le estaba ocurriendo y lo que pensaba, pero el temor y la inquietud se lo impedían. Durante toda la mañana vio el rostro de Mariana oscurecido por el luto. Murmuraba palabras ininteligibles y de cuando en cuando alzaba la cabeza e imploraba: «Jesucristo, perdóname por todos mis pecados».

Al atardecer se oyeron voces de hombres. Al principio sonaron conocidas, pero enseguida captó su tono marcial.

—¿Hay judíos aquí? —La pregunta no tardó en llegar.

—Aquí no hay judíos. Nosotras trabajamos al servicio del ejército —respondió una mujer en alemán.

—¿En qué servicio? —siguió preguntando la voz marcial.

La mujer contestó y todos se echaron a reír.

El ambiente cambió de golpe. Sirvieron unos refrescos a los hombres, ya que uno de ellos, que debía de ser el capitán, dijo:

—Estamos de servicio, las bebidas alcohólicas están prohibidas.

Se tomaron el café y los sándwiches y, a la invitación de la mujer a quedarse y pasar un buen rato, respondió la voz marcial:

—Estamos de servicio.

—Un poco de diversión no le hace mal a nadie —se humilló la voz femenina.

—El deber es lo primero —respondió la voz masculina.

Y se fueron.

El silencio regresó al lugar, pero el miedo no abandonó su cuerpo. Tenía claro que también en aquella ocasión su madre lo había protegido, igual que había cuidado de él los primeros días en el gueto y después, cuando el peligro acechaba en cada esquina. El sótano fue la última etapa. Siempre había creído en la fuerza oculta de la madre, pero ahora se había manifestado abiertamente.

Al caer la noche, Victoria le llevó un plato de sopa y albóndigas.

—Esta vez también te has salvado —dijo.

«Mi madre me ha salvado», iba a decir, pero no lo hizo.

—Gracias —dijo.

—No me lo agradezcas a mí, agradéceselo a Dios —se apresuró a aleccionarlo ella.

—Lo haré —respondió al instante.

Sin añadir ni una palabra, Victoria se fue y cerró la puerta de la recámara con llave.

Aquella noche volvió a ser alegre. El acordeón atronaba y en la sala bailaban y armaban jaleo. La risa desenfrenada se mezcló con el griterío e hizo temblar las paredes de la recámara. El cansancio lo venció y se quedó dormido. Soñó que Mariana lo había abandonado y que Victoria no dudaba en entregarlo. Él intentaba taparse con las pieles de oveja, pero no le cubrían.

Al amanecer se calló el acordeón, la gente se dispersó y no entró nadie en la habitación.

A las nueve se abrió la puerta de la recámara y apareció Mariana. Era Mariana y, sin embargo, no era ella. Llevaba un vestido negro y un pañuelo de campesina en la cabeza, y su cara estaba pálida y demacrada. Por un instante pareció que iba a arrodillarse, entrelazar las manos y rezar. Fue un error de apreciación. Permaneció de pie, y se notaba que no tenía fuerzas para pronunciar ni una palabra.

—¿Qué tal estás? —Hugo se levantó y se acercó a ella.

—Ha sido muy duro —respondió, agachando la cabeza.

—Vamos a sentarnos, tengo sándwiches —propuso, cogiéndola de la mano.

En el rostro de Mariana apareció una sonrisa triste.

—Gracias, tesoro, no tengo hambre —dijo.

—Puedo ordenar tu habitación, fregar el suelo, todo lo que tú me digas. Estoy tan contento de que hayas vuelto…

—Gracias, tesoro, pero tú no puedes trabajar. Debes quedarte en el escondite hasta que pase la furia. Mi pobre madre estaba muy enferma y ha muerto con terribles dolores. Ahora está en un mundo mejor, y yo aquí. Ha sufrido mucho.

—Dios cuidará de ella —se apresuró a decir Hugo.

Al oír esa frase, Mariana se agachó y le estrechó contra su corazón.

—Mi madre me ha dejado sola en el mundo —dijo.

—No estamos solos en el mundo. —Hugo se acordó de la frase que le había escrito su madre.

—He pasado unos días muy duros. Mi pobre madre ha fallecido con terribles dolores. No llegué a tiempo de comprarle las medicinas. Yo tengo la culpa. Lo sé.

—Tú no tienes la culpa, las circunstancias tienen la culpa. —Hugo se acordó de esa expresión que tanto usaban en casa.

—¿Quién te ha dicho eso, tesoro?

—El tío Sigmund.

—Un hombre maravilloso, un hombre extraordinario, me postro a sus pies —dijo Mariana, y una sonrisa se iluminó en su rostro.