Hugo se quedó donde estaba. Ya habían pasado tres meses desde que su madre lo dejara allí. Todo había cambiado en su vida. Aún no sabía hasta qué punto. Le torturaba no cumplir las promesas hechas a su madre, no leer, no escribir y no hacer ejercicios de matemáticas.
Entonces descubrió que la habitación de Mariana no había cambiado: las mismas fundas rosas, los mismos jarrones con rosas de papel, los mismos tocadores con los cajones llenos de frascos, algodón y esponjas. Sin embargo, aquella mañana la habitación le pareció la clínica adonde lo habían llevado para ponerle una inyección. Anna tenía un perrito muy gracioso, y a Hugo le gustaba jugar con él cada vez que iba a visitarla. Una mañana corrió el rumor de que Lutsi tenía la rabia. Todos los niños que habían jugado con él o lo habían tocado fueron llevados a la clínica.
Algunos niños, al ver las jeringas y al oír el llanto de los demás, se soltaron de la mano de sus padres y escaparon de la clínica. Los padres, asustados, intentaron alcanzarlos, pero los niños eran más rápidos que ellos. Se metieron en el sótano y se escondieron allí. Aquello no duró mucho tiempo. Los altos y astutos vigilantes del hospital cerraron las puertas del sótano y fueron atrapándolos habitación por habitación. La imagen de los niños conducidos por la fuerza a la clínica no se borró de la mente de Hugo durante muchos días.
Se sentó en el suelo y empezó una partida de ajedrez. Todo aquello que le gustaba hacer en casa, ahora le costaba mucho. Hasta abrir un libro constituía una misión superior a sus fuerzas. Reflexionaba mucho. Le venían a la memoria sus compañeros de clase, sus maestros. Pero no era capaz de sacar el cuaderno y escribir.
Le daba pena que Anna y que Otto hubiesen cambiado tanto. Cada vez que pensaba en su transformación le temblaban las manos y las piernas. Pensar en la fantástica relación que se había tejido entre Anna y él, entre Otto y él, las visitas a sus casas, los paseos y las largas charlas sobre ellos mismos y sobre lo que estaba ocurriendo a su alrededor, le entristecía tanto que se ahogaba. Para evitar la desaparición de sus amigos, volvía a evocarlos una y otra vez y a decirles: «Realmente habéis cambiado, pero en mi mente vivís tal y como erais. No estoy dispuesto a renunciar ni a un solo rasgo de vuestro rostro y, por tanto, mientras permanezcáis en mi memoria, vuestra desaparición será parcial, nula y, en gran medida, invalidada».
Y de pronto, iluminado por las frías luces de la mañana, le vino a la memoria el camino que hacía a diario para ir al colegio. Comenzaba en una larga y sombría avenida de castaños y luego se dividía por las estrechas y tortuosas callejuelas perfumadas con aromas a café y bizcochos recién hechos. Por la mañana, las tabernas estaban cerradas, y un olor a cerveza y orines emanaba de los rincones oscuros.
Algunas veces se detenía en la confitería y compraba un pastel de queso. El sabor tierno y crujiente lo acompañaba hasta las escaleras del colegio. Ese camino estaba ahora fijado en su cabeza con punzante claridad.
Normalmente volvía con Anna y Otto, y a veces también se les unía Erwin. Erwin era de su altura, y resultaba difícil saber si estaba contento o triste. Una sorpresa contenida cubría su rostro, casi no hablaba. A veces parecía que era mudo o que alguien le había prohibido hablar. Los niños no le querían y se metían mucho con él, pero Hugo tenía la impresión de que Erwin guardaba algún secreto. Esperaba que algún día se lo revelase, y entonces todos sabrían que no era un ser indiferente, limitado o insensible. En una ocasión habló de eso con Anna. Ella no creía que Erwin tuviese ningún secreto. Opinaba que era introvertido porque le costaban las matemáticas y tenía complejo de inferioridad. Eso no era un secreto. Anna, inteligente como era, sabía expresar lo que pensaba como un adulto.
Una vez que iban solos al colegio, preguntó a Erwin de sopetón:
—¿Qué hacen tus padres?
—No tengo padres —respondió él en voz baja.
—¿Dónde están? —preguntó Hugo como un idiota.
—Murieron —respondió sin aspavientos.
Pasó muchos días corroído por los remordimientos. Desde entonces procuraba no encontrárselo, y si se quedaba a solas con él, hablaba poco o nada.
Sobre lo que le había ocurrido a Erwin en el gueto se negaba a pensar. Una noche rodearon el orfanato, sacaron a los huérfanos de la cama y los cargaron en camiones sin más ropa que el pijama. Gritaban y lloraban pidiendo ayuda, pero nadie les oyó. A quien abría una ventana o salía de casa le pegaban un tiro. Los gritos y el llanto conmocionaron las calles, y aún se oían mientras los camiones se alejaban y desaparecían de la vista.
Así, sentado en el suelo, contemplaba a sus compañeros del colegio. Las figuras del ajedrez estaban dispuestas sobre el tablero, pero excepto por el de salida no había hecho ningún movimiento.
Mariana llegó al atardecer y enseguida preguntó:
—¿Qué hace el cachorrito encerrado de Mariana?
Su aliento olía a coñac, pero no estaba furiosa. Lo abrazó y lo besó.
—Eres el mejor. ¿Qué has hecho durante todo el día? —preguntó.
—Nada.
—¿Por qué no te has comido los sándwiches?
—No tenía hambre.
Cada vez que Mariana regresaba de la ciudad, Hugo quería preguntar «¿Has visto a mamá?, ¿has visto a papá?», pero enseguida recordaba que a Mariana no le gustaba que preguntase por sus padres. Sólo cuando estaba de buen humor se sentía dispuesta a decir: «No los he visto, no sé nada de ellos». Y una vez, en un momento de ira, dijo: «Ya te lo he dicho, sólo vendrán al acabar la guerra. Los judíos están encerrados en los escondites».
—Mi madre está muy enferma —le contó al cabo de un rato—, ya no tengo dinero para médicos ni medicinas. —Y se echó a llorar.
Cuando Mariana lloraba, su rostro cambiaba y se convertía en el de un niño. En aquella ocasión no estaba furiosa con los bastardos que la maltrataban sino con su hermana, que vivía justo al lado de su madre y no se molestaba en llevarle pan o fruta. No le hacía ni el más mínimo caso. El médico que la visitaba había dicho que debían comprar las medicinas, y de inmediato, ya que sin ellas la madre moriría en pocos días.
Así que iba a vender la joya que le había dado la madre de Hugo. Era muy bonita y muy valiosa, pero quién sabe si le darían por ella su valor real. Eran todos unos estafadores, y no había nadie en quien pudiese confiar.
—Mi madre aún está enfadada conmigo —añadió tras una breve pausa—. Está convencida de que la he abandonado. ¿Qué puedo hacer? Trabajo noches enteras para llevarle comida y leña para calentarse. Hace una semana le compré fruta. ¿Qué más puedo hacer? Estoy dispuesta a vender la joya, si las medicinas la salvan. No quiero que mi madre se enfade conmigo.
—Tu madre sabe que la quieres.
—¿Cómo lo sabes?
—Las madres tienen un sexto sentido con sus hijos.
—De pequeña me pegaba mucho, pero en los últimos años, desde la muerte de mi padre, está más tranquila. Ha sufrido mucho durante toda su vida.
—Cada uno tiene lo que se merece. —Hugo se acordó de esa frase.
—Eres inteligente, tesoro. Todos los niños judíos son inteligentes, pero tú incluso los superas. Menos mal que Dios te ha enviado. ¿Qué dices, vendo la joya?
—Si eso salva a tu madre, puedes venderla.
—Tienes razón, querido. Eres el único en quien puedo confiar.