Un día, mientras dormían abrazados en la amplia cama, Mariana se despertó sobresaltada.
—Es muy tarde, tesoro —gritó—, debes irte inmediatamente a la recámara.
Cada vez que ocurría eso su cuerpo se encogía, y se dirigía encorvado a la recámara sin decir nada.
Había silencio, en la habitación de Mariana no se oía nada. Por un instante creyó que de un momento a otro se abriría la puerta y ella lo llamaría, como ocurría algunas veces: «Tesoro, ven».
Él escuchaba y esperaba.
Enseguida se dio cuenta de que Mariana y su pareja estaban contentos y hablaban en voz baja. Por las pocas palabras que pudo captar comprendió que en esa ocasión no había discusiones ni acusaciones, todo transcurría allí de común acuerdo y en silencio.
La idea de que Mariana lo hubiese echado de su cama para dormir con un hombre mayor lo llenó de pronto de celos y rabia.
Tenía tanta furia y autocompasión que se quedó dormido.
En sueños vio a su madre, era joven y guapa y llevaba el vestido de popelina que tanto le gustaba.
—¿Ya no me quieres? —preguntó ella con una sonrisa provocativa.
—¿Yo? —se sorprendió, como si hubiesen descubierto su secreto.
—Prefieres a Mariana antes que a mí —dijo, haciéndose la ofendida como otras veces.
—Te quiero mucho, mamá.
—Lo dices por quedar bien —replicó, y desapareció.
Cuando despertó de la pesadilla comprendió el significado. Si la madre hubiera estado a su lado, habría intentado calmarla, pero como no estaba, sus palabras quedaron suspendidas en la oscuridad como una acusación probada.
Entretanto el hombre había sido sustituido por otro. Desde la habitación de Mariana llegaban ahora voces desagradables. El hombre nuevo hablaba con firmeza y Mariana apelaba en vano a su comprensión. Otra vez la vieja acusación: el alcohol. El hombre le recordó que también la vez anterior había prometido que no bebería. Había vuelto a incumplir su promesa. Después se calmaron los ánimos.
Las primeras luces de la mañana se filtraron en la recámara y enrejaron el espacio. «Dentro de poco Mariana me traerá un tazón de leche caliente», se consoló. Pero Mariana, como de costumbre, se olvidó de él. Tenía tanta sed y tanta hambre que llamó en voz baja:
—Mariana.
Ella oyó su llamada, abrió la puerta de la recámara y entró hecha una furia.
—Prohibido llamarme, te advertí que no me llamases. No lo hagas nunca más.
La ira anegó y oscureció su rostro.
Pasó mucho tiempo acurrucado en un rincón. Al mediodía Mariana apareció en la entrada de la recámara con un tazón de leche.
—¿Cómo está el tesoro de Mariana? ¿Qué tal ha pasado la noche? ¿Hacía frío? —preguntó como si no hubiese ocurrido nada.
—He dormido.
—Dormir es bueno. No sabes lo bueno que es. Me voy a la ciudad a ver a mi madre. Está muy enferma, y sola, no hay nadie que cuide de ella. Mi hermana no se molesta en ir a ayudarla. No volveré hasta el atardecer. Ahora enseguida te traeré sándwiches y una jarra de limonada. Si llaman a la puerta, no contestes.
Mariana le llevó un plato de sándwiches y una jarra de limonada.
—Que te diviertas, tesoro —dijo y, sin añadir nada más, cerró la puerta con llave y se marchó.