Capítulo 18

Los vientos se aplacaron y la nieve caía sin pausa. Hugo, junto a las ranuras de la recámara, contemplaba los grandes copos que caían lentamente. Esa imagen blanca le trajo el recuerdo de su casa los domingos por la mañana: Sofía se ha ido a rezar a la iglesia, el padre, con ropa de deporte, prepara desayunos festivos, la madre lleva una bata nueva, en el tocadiscos suenan sonatas de Bach y la estufa de cerámica azul zumba y difunde un agradable calor.

A Hugo le gusta esa tranquilidad, sin las tensiones de las mañanas aceleradas. Los domingos se olvidan las preocupaciones, desaparece la farmacia, la madre no habla de los asuntos de los que se ocupa. La música y el silencio los envuelven a los tres.

Cuando Sofía regresa de la iglesia está completamente cubierta de nieve. La madre la ayuda a sacudirse los copos de nieve, le prepara una taza de café y bizcocho, y todos se sientan a su lado. Sofía habla de la oración y del sermón, y siempre trae una parábola o un proverbio que la ha impresionado. En esta ocasión se trata de un versículo: «No sólo de pan vive el hombre».

—¿Qué te ha impresionado de ese versículo? —pregunta el padre.

—A veces olvidamos para qué vivimos. Creemos que el sustento, que el amor carnal y las propiedades son lo principal, y es un gran error.

—¿Qué es, entonces, lo principal? —El padre intenta tirarle de la lengua.

—Dios —contesta abriendo los ojos de par en par.

Sofía está llena de contradicciones. Todos los domingos sin falta va a la iglesia, y a veces también entre semana, pero por las tardes le gusta divertirse en la taberna. No se emborracha, pero regresa alegre y un poco aturdida. Algunos hombres que se habían divertido con ella le prometieron tomarla por esposa, pero al final cambiaron de idea. A causa de esas promesas vanas decidió regresar a su pueblo natal. Allí ningún hombre se atrevía a prometer matrimonio y no cumplir su promesa. A un hombre que hacía algo así lo acechaban y lo golpeaban hasta que se desangraba.

A Hugo le gusta escuchar sus historias. Sofía habla con él en ucraniano. Ama su lengua materna y le habría agradado que Hugo la hablase sin acento y sin errores. Hugo se esfuerza, pero no siempre lo consigue.

Es tan distinta a sus padres, a los padres de sus amigos, es como si hubiese nacido en otro continente: habla en voz alta y hace muchos aspavientos, y cuando cree que no la entienden, hace muecas con la cara e imita a los vecinos y a sus pretendientes, y además canta, se hinca de rodillas en el suelo y hace reír a todos.

El frío de la recámara no le dejaba. Mariana tardaba en llevarle el tazón de leche por la mañana, y había días que se iba a la ciudad y se olvidaba de él durante toda la jornada, pero algunas veces decía: «Ven con Mariana, cielo, para que te abrace», y sin darse cuenta lo trasladaba de la fría oscuridad hacia su seno ardiente. Durante el tiempo que permanecía en su cama, rodeado por sus grandes brazos, un maravilloso olvido lo envolvía. Se pasaba días enteros esperando esos momentos. Cuando llegaban, se quedaba atónito, mejor dicho, paralizado, y no sabía qué decir ni qué hacer, pero eso no ocurría a menudo. La mayor parte de los días estaba bebida, refunfuñaba y caía en la cama desmayada.

Así día tras día. Había días turbios en que no veía más que las paredes de la recámara, las batas descoloridas colgadas en clavos y las estrechas ranuras, que en esa estación del año sólo le dejaban ver la valla y los arbustos grises deshojados. «Es una cárcel —se decía—. En la cárcel no se puede leer, no se pueden hacer deberes, ni siquiera se puede jugar al ajedrez. La cárcel atrofia la mente y la imaginación». En los últimos días había tomado plena conciencia de ello y, desde entonces, tenía miedo de que poco a poco la cabeza se le fuese quedando vacía, que dejara de pensar y de imaginar, y un día cayera como cayó el árbol del patio de su casa el último invierno. Pero cuando Mariana por fin se acordaba de él, abría la puerta de la recámara y decía: «¿Qué hace el tesoro de Mariana?», todos los temores se disipaban de pronto y se ponía en pie.