Soñó con Otto. A primera vista no se le notaba ningún cambio, el mismo escepticismo y el mismo pesimismo que había heredado de su madre estaban marcados en su rostro, sólo la habitual piel sonrosada de sus mejillas estaba más oscura y gruesa, y le confería aspecto de campesino.
—¿No me reconoces? —preguntó Hugo.
Al oírle, Otto sonrió y la frente y las mejillas se le cubrieron de arrugas morenas.
—Soy Hugo, ¿es que no me reconoces? —se esforzó en enfatizar las palabras.
—¿Qué quieres de mí? —Otto se encogió de hombros.
Hugo conocía muy bien ese gesto, pero en casa iba acompañado de unas palabras intercaladas de justificación pesimista. Ahora era una mueca muda.
—He venido de muy lejos para verte, te echaba de menos. —Hugo pretendía despertarlo de su amnesia.
«¿Qué quieres de mí?», repitió la mirada de Otto rechazando cualquier acercamiento.
Hugo volvió a observarlo: un joven campesino, la ropa ancha, los zapatos de cuero sin labrar y los tobillos envueltos en trapos.
—Si no quieres nada de mí, me iré —encontró las palabras apropiadas.
A lo que Otto reaccionó agachando la cabeza, como si considerase que le había faltado al respeto.
—Otto, no he venido a molestarte. Si has decidido ignorarme u olvidarte de mí, o lo que sea, me iré inmediatamente. Eres libre de elegir a tus amigos como te plazca, pero quiero decirte una cosa: te llevo en lo más profundo de mi alma, igual que a Anna. Tú puedes olvidarte de mí si quieres, pero yo no te olvidaré.
Al oír las palabras de Hugo, Otto levantó la cabeza y lo miró como diciendo: «No pierdas el tiempo, no entiendo nada de lo que dices». Se notaba que no era negación, indiferencia o desdén. Otto había experimentado una absoluta transformación, no quedaba ni rastro de lo que había sido.
Hugo volvió a mirar a su alrededor: los montes eran boscosos y en las amplias llanuras los campesinos segaban la dorada cosecha. Lo hacían en grupo y al unísono, y pronto Otto se uniría a ellos. En aquellos terrenos al parecer no había necesidad de palabras. Otto era más feliz que en su casa. Ahí se mezclaba con las estaciones, no había acontecimientos extraordinarios, no había una madre machacando día y noche: «Si esto es la vida, renuncio a ella». Ahí todos comían raciones completas, las bestias se movían a las órdenes de los jornaleros, no discutían, no se contradecían, y por la tarde recogían los aperos y regresaban a las cabañas.
De pronto, Otto clavó la vista en él como pidiéndole: «Sácame de tus pensamientos. Tus pensamientos ya no son los míos. Yo pertenezco a este lugar. Esta no es una tierra maravillosa, es una tierra dura, pero quien se apega a ella se cura del pesimismo. El pesimismo es una grave enfermedad. Mi pobre madre me la dejó en herencia».
—¿Y qué será de todos nosotros? —preguntó Hugo por alguna razón.
Otto le lanzó una mirada práctica de campesino, como diciendo: «Eso ya no es asunto mío. Los judíos y el pesimismo pretendían arrojarme a los infiernos. Ahora, gracias a Dios, me he librado de ellos», dicho lo cual desapareció.
Hugo se despertó, seguramente por el jaleo que había en la habitación de Mariana. Ella gritaba a pleno pulmón y el hombre la amenazaba.
—Te voy a matar. Si no te callas, te mato. No olvides que soy un oficial, con un oficial no se discute, se hace lo que él ordena.
Tampoco esa amenaza la hizo callar.
En esto se oyó un disparo que conmocionó la casa y la recámara. La habitación de Mariana quedó congelada en un instante. Tampoco en el pasillo ni en el patio se oyó ninguna reacción al disparo. Tan sólo más tarde Mariana se echó a llorar, y varias mujeres entraron en la habitación.
—¿Estás herida? —preguntó una de ellas.
—No estoy herida —murmuró.
Hubo un gran alivio.
—¿Qué quería de ti? —añadió la misma mujer.
Y Mariana, sollozando aún, contó lo que quería de ella. Dio todo lujo de detalles. Hugo no entendió nada. Las mujeres coincidieron en que ese tipo de exigencias no se podían consentir. Y hubo fraternidad femenina y palabras que mitigaron un poco la conmoción.
Luego se fueron todas de la habitación de Mariana, se hizo el silencio y no se oyó nada, sólo el goteo del grifo en el patio. Por las ranuras de la recámara se filtraban las primeras luces de la mañana, que se alargaron hasta tocar sus pies, y Hugo olvidó por un instante el disparo y la conmoción. El milagro de la luz capturó su atención.
—Él no tenía intención de matarla, sólo quería asustarla —oyó decir más tarde a otra mujer.
—Temía que sus amigos oficiales descubriesen su deshonra —se oyó la voz de otra mujer mayor.
—Entonces, tenía intención de matarla.
—No hay nada que hacer, nuestra profesión es peligrosa. Tendrían que pagarnos un suplemento de peligrosidad.
Se oyó una risa, y las voces se entremezclaron. Hugo sabía que habría acusaciones, pesquisas, amenazas, y que al final Mariana se vería obligada a disculparse y a prometer que en adelante no gritaría y haría exactamente lo que el cliente le exigiese.
Era extraño, esa idea aplacó sus temores y se consoló pensando que pronto la mañana blanca estaría allí y todo volvería a ser como antes. Al mediodía Mariana aparecería en la entrada de la recámara con un plato de sopa en la mano.